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Avenida Amoníaco

Conde, Víctor

Dedicado a Águeda RFR

 

Aquella mañana había en el aire un cierto olor a tiempo.

  Los relojes se desperezaban con holgazanería. El tráfico fluía lento, igual que las nubes. Una cierta nostalgia a paisaje de infancia había caído sobre la ciudad, junto con el rocío, empapando de melancolía la escoria y las oxidadas carcasas de las refinerías. La gente iba cabizbaja a trabajar. Las sirenas de las fábricas rumiaban macilentas. Algún que otro pájaro atravesaba el firmamento como una piedra lanzada a un lago celeste.

  Víctor Martín fue a trabajar por última vez en su vida aquel día, y empezó sintiendo que se le hacía tarde para todo. Como si la jornada se arrastrase a paso de caracol, a sabiendas de que a él ya no le importaba llegar tarde para fichar en la fábrica.

Se bajó en la esquina de la noventa y seis con la octava, en la única zona militarizada de aquel barrio. La presencia policial se sentía por todas partes. Incluso había máquinas automáticas que funcionaban con monedas de un cuarto de dracma, situadas entre las golosinas infantiles y los periódicos codificados, y que dispensaban armas y municiones. Víctor no sabía disparar, ni le interesaba apuntarse a uno de esos cursos gratuitos que daban los animadores del Gobierno en las comunidades de vecinos, en los que enseñaban a usar una... una... joder, las armas y sus malditos nombrecitos, una MP5-T o como demonios se llamaran esos monstruos. Le traía sin cuidado la autoprotección del ciudadano.

Al pasar frente al dispensador de armas, vio que un niño estaba sacando una chuche de la máquina de al lado. Su padre le había dado nada menos que medio dracma para gastar. El niño miraba al soldado que pinchaba moneda tras moneda en la otra dispensadora, como si no pudiera comprender qué estaba pasando dentro de aquel vasto mecanismo adulto.

Él hombre no llegaba a la tasa mínima del lanzagranadas, por lo que el chaval le ofreció lo que le quedaba a él de cambio. El soldado lo aceptó con una sonrisa de gratitud. Toma, para que puedas matar hoy a alguien. Hoy por ti y mañana por mí.

  Víctor los dejó atrás y pasó por el detector de la salida del Metro (de enseres prohibidos por el Gobierno, no de metales) y se perdió en las calles del barrio industrial. Los policías, más armados a nivel individual que tanques, giraron hacia él sus rostros bañados en inquietas luces láser. Un resplandor ardió en sus cascos mientras los edificios chorreaban fulgor de neones.

  Víctor no necesitó coger un taxi: la fábrica estaba muy cerca. Iría andando. El barrio industrial era un imán para muchas culturas tecnodelictivas, y con frecuencia se desgastaba a sí mismo hasta perder todo rastro de humanidad y convertirse en la externalización de un vago deseo de muerte. Era un barrio peligroso; no en vano, allí vivían los obreros del amoníaco. Pero él no tenía miedo. Todos los días hacía esa ruta para ir a trabajar, siempre cabizbajo. Y aquella mañana, encima, el tiempo se arrastraba con más pereza.

  La fábrica le dio la bienvenida con el desangelado cariño de siempre. La habitual procesión de hombres y mujeres que cruzaba aquellas puertas se lo tragó como un glóbulo rojo en un interminable flujo de plasma. Era una bota más siguiendo la cadencia, un aislado grito de oxígeno que nadie salvo él escuchaba.

Víctor se sumó a aquel ejército lento y sacudió una estocada con su tarjeta electrónica cuando le llegó el turno. Lo único que liquidó fue su horario de entrada.

  La fábrica. Era un organismo vivo, palpitante, que deglutía personas y digería sustancias químicas que no tuvieron nombre, lugar ni propósito en la Naturaleza hasta que llegó el ser humano. La fábrica, con su vasta selva de conductos de metal y avenidas rectilíneas que se prolongaban hasta el infinito. Con sus vehículos llenos de luces y códigos, de velocidades ambarinas, de silbidos de advertencia y de sigilosas paradojas de silencio. Naves de carga con tripas llenas de fuego y células abarrotadas de hombres, siempre de aquí para allá, siempre en movimiento. Chimeneas floreciendo en ardientes capullos de color, nítidas incisiones de acero que partían en dos verticalmente el cielo.

  La fábrica. Su hogar durante los últimos catorce años, desde que se graduó como especialista en destoxificar tuberías y conoció a su jefa de distrito, la señora Bandeirante. La mujer que antes confiaba en él, pero que ahora se había convertido en su enemiga.

  Víctor Martín entró en los vestuarios y se cambió de ropa. Los hombres eran ordenanzas de amarillo, las mujeres preceptos de rojo, los niños (por fortuna no había muchos) dulces paradojas en azul. Una vez tuvo puesto su uniforme (una segunda piel con una válvula de tubo en el ombligo, que lo hacía parecer un feto de metro setenta), cogió el tren bala que lo llevaría hasta su unidad de trabajo. Según el orden del día, le tocaba neutralizar amoníaco puro en las tuberías del sector ochocientos cinco. Estupendo.

  Por la ventanilla se sucedieron nadas que seguían a otras nadas. Se preguntó por enésima vez si la fábrica tendría fin. Todos los obreros conocían su límite norte, pues colindaba con la ciudad-dormitorio. ¿Pero existiría algún límite en los demás puntos cardinales, o, como aseguraban algunos, la fábrica era un ente que no tenía fin, un cáncer en la piel del mundo que lo había infectado hasta envolver toda su circunferencia?

Él nunca había ido más allá del sector ochocientos, nunca lo habían enviado más lejos con una tarea que desempeñar. Así que, como el resto de las hormigas, tampoco tenía más que conjeturas para rellenar esa pregunta, ese vacío.

  —Espero el fin del mundo, pero no llega —dijo un trabajador con acento extranjero a dos asientos de distancia. Víctor no entendió qué quería decir, pero le daba igual. Sería una suerte de reniego importado.

  Él sólo podía pensar en su golpe de Estado. En el acto terrorista conceptual que llevaba años preparando y que, hoy por fin, tenía al alcance de la mano. Hoy lo pondría en práctica. Y se marcharía contento porque al final su vida sí que habría servido para algo.

 

 

El tren lo depositó en una terminal que parecía un atolón de humo de cigarrillo. Sólo allí se podía fumar, teóricamente lejos de los flujos termodinámicos de gases inflamables. Miles de papelinas como faros indicando la presencia de rostros en la bruma, y columnas de pálido blanco que erraban hasta chocar con las corrientes de aire de los ventiladores. Víctor se abrió paso como un arqueólogo, con machete y salacot, a través de paredes de humo, suelos de ceniza y vasos de cerveza de cartón parafinado. Y llegó a la Avenida Amoníaco.

  Siempre se sobrecogía al verla. Era el acantilado entre tubos de acero más largo y alto que se conocía en la fábrica, una calle pespunteada con anuncios holográficos de hasta doce niveles; en el último, los rostros de los controladores tenían nueve metros de altura. Allí estaban las tuberías más anchas, los gases más peligrosos, las condiciones de seguridad más precarias, los contratos más breves.

  Víctor fue hasta el lugar donde había escondido su nuevo uniforme, y saludó a un grupo de operarios que soldaba una tubería. Sí, sí, todo bien, el intercambio de cháchara vacía de costumbre. Y los acostumbrados buenos deseos de suerte y progreso. Claro, como si en aquel laberinto se pudiera progresar hacia alguna parte, salvo en amplios e inútiles círculos.

  La señora Bandeirante le había prometido, cuando firmaron el convenio de protección mutua, que siempre cuidaría de él. Que le dejaría explayarse no sólo como obrero, sino también como ser humano, más allá de las obligaciones contractuales de su acuerdo. Su vida juntos se convirtió en un círculo, en un abrigo que los arropó para protegerlos de las nefastas influencias del exterior, de los agobios de los turnos frenéticos y las parrafadas de los jefes de sección. Era una vida de satisfacción instantánea, de planificación limitada, digna de onanistas de escaso tránsito. Pero le gustaba.

Él lo único que deseaba era hacer origamis de papel.

  Víctor había conquistado el corazón de la señora Bandeirante con sus origamis. Tomaban juntos el té de la tarde en dosis dominicales, tal vez diluido en algo de filosofía, mientras Víctor hacía nacer de sus dedos pájaros con alas papel maché, o bisontes de comportamiento errático, o alces con cuernos de escasa gravedad, o estatuarias de leones fundidos en sangrientos mordiscos con sus presas. El arte era lo que importaba. Y se miraban el uno al otro con arrebolado deleite, cada cual orgulloso de las habilidades que abrillantaban como gemas los dedos del contrario.

  ¿Para qué preocuparse de más cosas? ¿Para qué salir de sus pequeñas vidas a perderse en los laberintos de la fábrica, si allí tenían todo lo que los hacía felices? ¿Para comprarse un vehículo aeroflotante nuevo? ¿Para disfrutar del paisaje a través de cuadros caros y no con los ojos y con las entrañas? ¿Para fardar ante las visitas de un nivel de vida que no se podían permitir? ¿Para convertir en insensatas las virtudes que hasta ese momento los habían hecho puros?

  Pero todo aquello acabó. De repente y sin avisar, llegó el día que Víctor tanto había temido: el día en que el arte no fue suficiente, y el resplandor de la admiración se apagó en los ojos de su pareja. El día en que el amor, y los origamis de papel, no bastaron para saciar la codicia de la señora Bandeirante.

   Bandeirante le preguntó una noche a Víctor que qué esperaba él de la vida. Víctor cerró los ojos, como si para él y sólo para él el tiempo hubiese hecho un alto. Como si fuera un corredor a punto de salir disparado con el estampido de la pistola del juez, y comprimiese todos sus deseos, sus ilusiones, sus rezos y metas en el último segundo antes del disparo, esperando hacer un resumen de sí mismo que influyera positivamente en el universo.

  Y se lo soltó. Todo, sin ambages, emocionándose más y más conforme desgranaba los matices de su Sueño. Quería que Bandeirante y él se fugaran y volasen juntos a través de la Avenida Amoníaco para averiguar si tenía algún final. Para encontrar ese lugar ignoto donde acababan las tuberías, y donde aquellas toneladas de gas tóxico se convertían por fin en algo noble.

Sus ojos se alejaban a la deriva, reculando hacia su mundo interior, mientras su espíritu se convertía en necesidad pura, en la hambrienta armadura de una adicción que sólo se saciaba con letras, emociones y aventuras. Le habló de la espectacular frase con la que comenzaría aquella idílica jornada, “el día en que me rescataste de la nada”. Le habló de personajes en una encrucijada vital, de dudas epistemológicas, de grandes amores, de terribles decepciones, de cosechas arruinadas y de guardianes entre el centeno. De exploradores y poetas. De volver a las raíces de la creación artística, de lo que ello implicaba para el espíritu humano, para que se olvidaran por una vez de la maldita fábrica.

  Cuando acabó su discurso, la ceja de su amada seguía en el mismo lugar. Y con la misma curvatura. Una curvatura siniestra.

  Ella no compartía su Sueño, y tanto era así que hasta tenía el poder de rebajarlo a las mezquindades de una simple minúscula. No Sueño sino sueño, a secas, y con los pies bien anclados a la tierra. Sus discos de gramófono siempre morían en un siseo circular, tal y como a ella le gustaba que fuera su vida: un siseo circular.

  Bandeirante movió hilos para ofrecerle un puesto en la oficina de contratación de personal, que estaba justo al lado de la entrada de la fábrica. Era un puesto importante, que mejoraría mucho su nivel de vida. Un aburrido aunque bien remunerado hueco de sillón caliente y mesa de despacho en una habitación cúbica. Y se enfadó cuando Víctor no lo aceptó.

  En fin. Recuerdos.

  Víctor llegó al ramillete de tuberías donde había escondido el traje, lo sacó de un sifón que nunca se usaba y se lo puso. Estaba limpio, olía a simpleza, a sinceridad. No se parecía en nada al típico uniforme de limpiador de tuberías: más que eso, era un conjunto de chaqueta a cuadros y camisa y pantalón a rayas, que lucía de lo más anacrónico. Un bombín puso el punto sobre la i a tan extraño capricho, a tan improbable artificio.

  Desacelerando con atmosférica franqueza, un vehículo de vigilancia se posó en una tubería. Víctor sabía que estaba cometiendo un delito de lesa desuniformidad, y aunque no le importaba mostrarse así ante otros obreros, el personal de seguridad de la fábrica era otra historia. Se acordó del niño dándole monedas al soldado para que sacara el lanzacohetes de la máquina expendedora, y sintió un escalofrío.

Si la policía lo pillaba vestido de esa guisa, le roerían los huesos hasta dejárselos limpios como palillos de tambor.

  A toda prisa, desenroscó la válvula de seguridad que permitía acceder al interior de la tubería. Miró (y olfateó) primero para comprobar que estuviera vacía, y se deslizó dentro como una lagartija vestida de tweed.

Dejó atrás aquel país de sirenas y avisos de cambio de turno y humo de cigarrillos, y gateó frenético por el interior del tubo.

 

 

La Avenida Amoníaco se extendía por kilómetros y kilómetros, nadie sabía cuánto. Las gigantescas tuberías que conformaban su sistema arterial estaban pintadas de plata anti-óxido, y muchas tenían el diámetro suficiente como para que un hombre caminara erguido por su interior. Cuando hacía calor resplandecían con ese brillo que tienen las cosas en los días de calor. Cuando hacía frío su piel se volvía parcialmente espejo, y reflejaban la quietud de su entorno. Sencillez que surgía de una complejidad extrema. Allí rara vez había operarios. Por allí pocas veces se paseaba la mirada de los controladores.

  A través de sus entrañas circulaba el éter podrido de la sociedad, su aliento nauseabundo. Daba igual que procediera de estiércol destilado de camello o de las brasas de las pezuñas de un buey, su alcalino aliento entraba y salía por aquellos conductos. Era transpirado por las máquinas, obturaba los filtros, cantaba aumentando de presión hasta convertirse en un ululante aullido de terror. Las fraguas se alimentaban de él, mirando fijamente la enloquecida agitación de los policarbonos. Los enlaces moleculares adoptaban diseños angulares en tonos pastel, y pagaban sus deudas con talones de refrigeración al cero absoluto. Si se los miraba a contraluz, en los gases aparecían cíclicamente colores primarios que asemejaban rostros de personas.

  El amoníaco era la sangre gaseosa de aquella ciudad.

  Víctor salió al exterior un par de codos más allá, a salvo de miradas policiales, y continuó su camino hacia el final de la Avenida Amoníaco. Silbaba una alegre canción cargada de esperanzas. Se acabó el acudir a aquella maldita oficina, se acabó vestirse como una fregona humana y destoxificar (¿existía esa palabra, o también era una invención de la fábrica?) las tuberías. Se acabó libar el contenido proteínico de los batidos en las mesas comunales mientras los jefes diseccionaban sus platos de bogavante.

Ahora era libre, y tenía un solo objetivo en la vida: no tener objetivos.

  Caminó silbando por encima de la tubería hasta que se encontró con un pelotón de camisas amarillas, reparando una avería. Los saludó con un gracioso gesto de bombín y unos pasos de baile. Debieron pensar que era un fantasma, el alma errante de algún obrero asfixiado en los tubos, porque salieron huyendo espantados. Víctor no paró de reír en diez minutos. Sí, se había convertido en una paradoja, en la excepción que confirmaba alguna impensable regla. En el puñal bailarín que se clavaba en la perfección de su antiguo mundo. Era un terrorista, un asesino despiadado cuyas armas eran el arte y la risa, el baile y el absurdo.

  Llegó a zonas inexploradas del laberinto. Saqueó nidos de pájaros para comer y bebió agua de lluvia. Vio charcos de metano que se cocían bajo la presión del tiempo, residuos escarchados de óxido moldeados como si fueran origamis, y esencias de tecnología desechada que florecían sin que nadie las vigilase. Estaba internándose en las regiones más remotas, allá donde ni siquiera los escuadrones de limpieza más aguerridos se atrevían a ir.

Y la Avenida Amoníaco continuaba y continuaba, sin visos de acabarse nunca. El tiempo olía a horas más rápidas, a minutos más fugaces, a segundos más pletóricos. A picosegundos con el tamaño y la anchura de siglos.

  Fue entonces cuando la vio.

 

 

Estaba de pie sobre el empalme de dos enormes tubos, un grisáceo tórax anclado a un cilindro de la anchura de una persona. Había abierto la esclusa de acceso y se estaba deshaciendo de su uniforme, quizás porque le molestaba, o porque no deseaba introducirse en la tubería con la protección de la tela anti-toxinas. Obreras locas las había habido siempre.

  Era una mujer, por sus distintivos una galvanizadora de nivel dos. Tenía la piel muy pálida y el pelo rojo fuego, en una arrebatadora combinación de pureza y agresividad que Víctor sólo pudo calificar de hermosa. No es que tuviera unos rasgos perfectos, pero tampoco poseía las inexpresivas facciones que contenían la rutinaria belleza de los cosméticos.

Cuando lo vio a él, cuando se percató de que había un fantasma vestido de caballero mirándola, se giró. Y por un momento fue un compendio de todas las bellas mujeres que alguna vez se volvieron, giraron la cabeza e hicieron ondear su pelo. Fue un resumen de todas las miradas arrebatadoras, de todos los gestos de sorpresa, de todos los comienzos de historias de amor del mundo.

  Y Víctor cayó inmediatamente prendido de ella.

  La mujer no sintió miedo, no creyó que él fuese el espectro de ningún obrero asfixiado, o eso dijeron sus ojos. Pero tampoco dejó que se le acercara. Terminando de quitarse su uniforme, se arrojó de un salto al interior de la tubería y desapareció de su vista.

  Víctor Martín se quedó paralizado entre dos latidos. Hasta aquel momento se había divertido jugando a ser el fantasma, pero... ¿y si la aparición era ella, la mujer de apenas veinte años que acababa de arrebatarle con una mirada todo lo que creía blindado, todo lo que suponía a buen recaudo dentro de su alma? ¿Acaso era esa chica el fantasma de la máquina?

  —¡Eh, espera! ¡No te vayas! —le gritó, pero ya era demasiado tarde. La mujer había sido fagocitada por aquel apéndice de la Avenida Amoníaco.

  Víctor dio un par de saltos expertos hasta situarse junto a la esclusa. Miró dentro: sólo un abismo horizontal de oscuridades condensadas, con un anillo de luz al fondo. En el suelo estaba el resto de la ropa de la muchacha, sus bragas y el sujetador. Al desprenderse de ellos había dejado un polvillo amarillento en el suelo, algo así como un suave rastro de azufre.

  Víctor saltó dentro de la tubería, a la oscuridad, y percibió un movimiento: una figura que se interponía a lo lejos entre el anillo de luz actínica y él. La muchacha estaba corriendo descalza en dirección al final del tubo, al resplandor solar que había al otro lado.

  ...Y después se diría a sí mismo que fue algo más fuerte que su propia voluntad lo que le obligó a salir corriendo tras la chica. Después se sentiría bien justificándolo como un arrebato de pasión e inocencia como no había sentido en años, desde antes de conocer a la señora Bandeirante. Un impulso que puso sus piernas en movimiento y que le hizo sentirse realmente vivo, por primera vez en años.

  Corrió con toda su alma. No quería que ella doblase de repente un recodo y se le escapase para siempre. No sin una explicación por parte del Destino, no sin un motivo para haberle abierto el corazón con un estilete de aquella manera, con una sola mirada, con un único barrido de su pelo. No sin un porqué, aunque los cómos sobraran. La repentina pasión de Víctor se inflamó en un azul sin espacio ni tiempo, y supo (oh, sí, lo supo con claridad diáfana) que si dejaba escapar a aquella muchacha sin preguntarle ni siquiera su nombre, no se lo perdonaría a sí mismo en lo que le quedaba de vida.

  Entonces ocurrió.

  La tubería sufrió un estremecimiento, como si de repente un científico loco le hubiese insuflado vida. Olor a acero frío, a microcanales de suciedad agrietando la dureza del metal, a hielo acariciando las terminaciones nerviosas de sus ocupantes. El miedo apareció dentro de Víctor, una serpiente que poco a poco se le iba enroscando en la columna.

  La tubería se contorsionaba, giraba, se estrujaba a sí misma. Abría válvulas que comunicaban con tributarios de gases letales y se dejaba inundar por ellos. Quería matarlos, a los dos. Quería acabar con la muchacha y con el hombre que la perseguía, con si la dañase la mera sugerencia de su historia de amor. Atisbos de un cielo de plata envenenada aparecían como fugaces instantáneas a través de las esclusas, que se abrían y se cerraban solas en una pataleta de rabia tecnológica.

La tubería chillaba, la fábrica chillaba, la Avenida Amoníaco se revolcaba como un animal moribundo contra la frágil esencia de aquellas dos personas. La sibilante estática del metal se transformaba en matrices acromáticas, y las piernas de Víctor seguían corriendo.

  El anillo de luz del final del túnel se transformó en un disco, y éste en la promesa de la libertad. De la supervivencia. La muchacha fue la primera en alcanzarlo y, sin pensárselo dos veces, saltó. Escapó de la trampa justo cuando unas fauces dentadas se cerraban a su espalda.

Víctor sintió flaquear su fe; por un instante no supo si iba a llegar o no. Si la máquina conseguiría tragárselo y triturarlo para que se convirtiera en un espectro, lo mismo que había jugado a ser minutos antes. Sintió como si los espejos gemelos de las gafas de mil controladores le estuviesen vigilando, y se rieran de él desde sus lejanos puestos de control. Resbaló y encontró su nariz sumergida en un charco de aceite.

Apretó los dientes y se puso en pie. No. No caería tan fácilmente. No le arrebatarían el único atisbo de romanticismo que había sentido en catorce años. Sus nudillos se volvieron blancos por la furia, y echó a correr hacia el final de la tubería.

  Llegó.

  Y de repente todo se sumió en una sobrecogedora calma, en un deflagrador silencio. Las convulsiones de la máquina quedaron atrás, las amenazas de asfixia quedaron atrás, los alaridos chirriantes del óxido quedaron atrás. Todo quedó atrás.

  Los jadeos de la respiración de Víctor se fueron atiplando lentamente, a medida que recuperaba el resuello.

  Sus ojos, redondos como platos, estaban clavados en lo que había más allá del extremo de la tubería.

  Durante toda su vida, al igual que los millones de personas que habían nacido en la ciudad junto a la fábrica, había vivido en un solo tipo de ambiente. En una única variante de ciudad basada en los altos rascacielos y los acantilados de cemento. Y cuando salía de ella, para ir a trabajar, se metía de lleno en los suburbios cromados de la fábrica, en sus cien Avenidas Amoníaco, en sus mil dédalos de azufre. La mente de Víctor sólo se sentía a gusto entre paredes que cercaran su mundo, que lo hicieran pequeño y manejable, que lo protegieran de la vastedad de lo indeterminado.

  Por eso, cuando vio el paisaje que se abría más allá del tubo, su corazón dio un vuelco.

  La cañería de metal moría en la nada, como si alguien la hubiese cortado con una sierra y su extremo fuese una boca abierta al aire. A ambos lados se extendían dos larguísimas paredes de tuberías que se doblaban sobre sí mismas, para cambiar de dirección y volver por donde habían venido. Delante, hacia el horizonte, se abría la mayor y más vasta explanada que Víctor hubiese logrado imaginar jamás. Un paisaje llano, eterno, limpio y vacío de toda vida, salvo por pequeños arbustos de una especie que él no había visto nunca.

  Aquella planicie se extendía hasta tocar el horizonte, en todas direcciones menos hacia los puntos cardinales que ocupaba la fábrica. Cuando Víctor giró a duras penas su cuello para mirar a izquierda y derecha, a los acantilados de tuberías que morían al contacto con aquella planicie, soltó una lágrima. Porque lo entendió todo. Supo que la fábrica no tenía fin, pero tampoco propósito, porque era un laberinto que se plegaba sobre sí mismo para no acabar en ninguna parte. Las tuberías llegaban hasta allí sólo para dar media vuelta y seguir creciendo hacia la misma dirección por la que habían venido.

El amoníaco no iba a ninguna parte. Fluía y fluía sin cesar, año tras año y siglo tras siglo, pero no era conducido hacia ningún lugar. Cuando llegaba al final de su recorrido, era bombeado otra vez en sentido contrario.

  Víctor soltó ruidosamente el aliento. Estaba de pie como una hormiga en el extremo de aquel sucio tubo, mirando a la inmensidad. Y ésta lo retaba a continuar, a seguir adelante. A atreverse a dar el salto. ¿Pero qué pasaría si caía a la llanura de tierra y arbustos, al agorafóbico vacío sin paredes, a la inmensidad de lo desconocido? Ya no podría volver atrás si se arrepintiera de su decisión, sería incapaz de trepar por aquella pared. ¿Quién le mostraría, entonces, los caminos que debía seguir para encontrar un mañana?

En un mundo como el que se abría delante de él, donde no había calles y todas las direcciones que uno quisiera tomar estaban disponibles, ¿dónde hallaría avenidas que lo condujeran con seguridad de vuelta a casa?

  Sentía un profundo dolor en el pecho, y supo que era miedo. Agorafobia. Pánico. Miró hacia abajo, al lugar donde habría aterrizado seguramente la chica, y localizó sus huellas. Eran dos filas paralelas de pasos que se perdían en la distancia. Y cuando afiló los ojos y usó su mano como visera para protegerse del sol, la vio a ella. Era un puntito en la lejanía, una figura desnuda que caminaba con sosiego y felicidad hacia el sol poniente.

  Víctor retrocedió diez pasos hacia el interior del tubo. Los ojos pensativos, la mano en el mentón, las piernas temblando de pánico, sopesó los pros y los contras de aquella situación. Y con ellos todos los peligros, y todas las incertidumbres. No, en aquella planicie no había seguridad de nada, ni siquiera de encontrar comida o un techo bajo el que pasar las gélidas noches.

Pero estaban las huellas, y la promesa de un nuevo Sueño.

  Miró una última vez hacia atrás, al mundo que ya conocía, y sonrió como si se despidiera de él. Luego cogió carrerilla, enfiló hacia la planicie y dio un potente salto hacia delante.