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Dariya

Delgado, Nieves

     La tarde estaba resultando pesada; mucho trabajo pendiente y un par de ensayos que se empeñaban en dar resultados erróneos. La programación de redes positrónicas seguía siendo complicada, la antimateria confinada era un verdadero quebradero de cabeza; y más aún con los nuevos transistores líquidos, tan difíciles de ensamblar.

     Una pequeña alarma distrajo su atención de la pantalla, en la que Sergio analizaba concentrado las últimas imágenes del microscopio electrónico. Apartó con una mano el pequeño piloto rojo que parpadeaba flotando ante sus ojos y leyó el escueto mensaje que surgió en su lugar: Diríjase a la Sala de Pruebas, por favor.

     A saber qué coño pasaba ahora. ¿La Sala de Pruebas? Como se tratara de nuevo de aquella subrutina que había jodido una serie completa… Se levantó con desgana y un poco de enfado, y se dirigió a la dichosa Sala. Acabaría con aquello cuanto antes.

     La Sala de Pruebas era una habitación al uso de los antiguos cuartos de interrogatorio policiales, en ella se testeaban las nuevas remesas de androide. Una unidad de cada serie, elegida al azar, tenía que pasar una completa tanda de pruebas que certificarían su correcto funcionamiento. Algunas eran simples exámenes físicos, comprobación de ensamblajes y acabados. Otras, en cambio, eran auténticos interrogatorios psicológicos, herederos del antiguo test de Turing. Ningún androide podía salir de las instalaciones sin que su prototipo hubiera superado todas y cada una de ellas.

     En la Sala, una mujer y dos hombres lo esperaban; May, su jefa directa, y dos de sus ayudantes. Hablaban entre ellos, de pie, con gesto serio y nervioso. Cuando entró guardaron silencio y adoptaron una actitud cautelosa, mirándose los unos a los otros. Lo que de verdad le alarmó fue que no se preocuparan en disimular que algo estaba pasando.

     —Hola, Sergio. Pasa, te estábamos esperando —fue May quien habló, haciendo gala de su superioridad jerárquica.

     Mala cosa que lo esperasen. La costumbre era tomar primero las decisiones y luego echar la culpa de los errores a alguien; a él, casi siempre.

     —¿Qué sucede? ¿Algún problema? —se acercó al grupo, que se removió intranquilo.

     —Bueno, sí… Verás, tiene que ver con lo del Presidente.

     Tan solo unas horas antes, el Presidente de los Estados Libres había sido asesinado. El suceso fue grabado y difundido por medios de comunicación de todo el mundo, la Federación se hallaba todavía convulsionada.

     —¿El Presidente? ¿Y qué tenemos nosotros que ver con el Presidente?

     —Nada. Ese es el asunto. No tenemos nada que ver con él ni con su asesino —May hizo una pausa melodramática, de esas a las que ya lo tenía acostumbrado—.  Pero tal vez sí con un testigo. Ya sabes, con ese testigo.

     Sí, sabía a qué se refería. Todo había sucedido en público. El Presidente se había desplazado hasta una pequeña localidad en la que iba a dar un discurso de inauguración muy especial; comenzaba el curso académico en la que había sido su escuela de la niñez. Era una especie de tradición, un acercamiento a la gente auspiciado por su incansable equipo de asesores.

     Las imágenes circulaban por todas partes y eran repetidas una y otra vez hasta el agotamiento; el Presidente subiendo los últimos escalones del escenario, siendo atacado por uno de sus propios guardaespaldas, enloquecido. Con un cuchillo. Nada tan aséptico como un pulso de microondas o un arma de fuego; un puto cuchillo, que se había clavado hasta el fondo justo en medio del corazón. En presencia de una multitud y con unos sofisticados sistemas de vigilancia. Varios segundos de asombro entre los propios guardas de seguridad habían sido suficientes para permitir una segunda puñalada que, casi con toda seguridad, ni siquiera hubiera sido necesaria.     

   A tan solo unos pasos de todo aquello, las cámaras grabaron a una mujer que miraba la escena con gesto indiferente; una técnico de sonido, según dijeron, que se encontraba revisando el montaje. En aquel momento era la persona más cercana al Presidente, pero no se movió. Ni un milímetro. Podría haber hecho algo para evitar la segunda puñalada, pero no lo hizo.

     —¿Me estás diciendo que tenemos algo que ver con la mujer de piedra? —así la habían llamado los periodistas— Pues no sé, pero yo creo que esa mujer lo que necesita es un buen psicólogo, la verdad.

     —Sergio, esa mujer no es una mujer —continuó May—, es un androide de nivel cinco. La detuvieron para interrogarla. Pensaron que podía ser cómplice y querían buscar pruebas de algún tipo. Legalmente no se le podía acusar de nada, la no intervención no es delito y la denegación de auxilio era más que dudosa; podría alegar fácilmente estado de shock.

     —¿Estado de shock? Vamos, no me jodas —un gesto socarrón endureció sus facciones— ¡Si ni siquiera hizo el más mínimo gesto de apartarse de ese loco!

     —Exacto —tomó la palabra Paul; se encargaba del control de calidad en la instalación—, por eso sospecharon de ella. Un simple espectador hubiera mostrado algún tipo de reacción, al menos sorpresa. Pero ella… era como si no le importara en absoluto, o como si ya lo supiera. Al escanearla, descubrieron que no era un ser humano. Ya sabes que los escáneres convencionales no detectan a los A5, así que no se supo hasta que el asunto pasó al Servicio de Inteligencia.

     Sergio lo observaba incrédulo, con esos ojos que abre sin mesura la sorpresa cuando es auténtica. De su garganta salió una voz tímida, bajita, como la confidencia amarga que se hace a un colega.

     —Vamos, Paul, sabes tan bien como yo que eso no puede ser. Si fuera un androide, habría violado la Primera Ley. No fabricamos androides que violen las Leyes. Nadie lo hace, las consecuencias serían demasiado… —no encontraba la palabra— importantes.

     Un manto de silencio compartido cayó sobre los cuatro. Todos sabían que eso no era exactamente cierto. Existía la leyenda de que los militares utilizaban androides que violaban selectivamente alguna de las Leyes. Androides que mataban en el campo de batalla. Androides que torturaban a los presos sin conflicto interno alguno.

Todos los ingenieros de robótica y especialistas en Inteligencia Artificial del mundo lo sabían, pero nunca se hablaba de ello.

     —Precisamente, Sergio —May retomó la palabra—. Si este androide ha tenido algún tipo de disfunción, es posible que se trate de un error de programación que, por algún motivo, se haya colado en los controles de seguridad. Podría haber toda una serie de A5 defectuosos circulando por el mundo.

     Sergio empalidecía por momentos. Empezaba a asumir el alcance de lo que aquello suponía y una especie de vértigo se apoderó de él. Los androides de nivel cinco eran externamente indistinguibles de los seres humanos; internamente también, en una exploración superficial, ya que sus órganos estaban fabricados con material orgánico. En cambio, un simple análisis de sangre, un cultivo celular o una biopsia, revelaban su verdadera naturaleza. O un escáner ultrafino, como en esa ocasión, que mostraba la presencia de elementos exóticos como la antimateria contenida en un cerebro positrónico.

     La fabricación de los A5 precisaba un permiso gubernamental especial. El rechazo de una gran parte de la población a que las IA pudieran camuflarse entre la ciudadanía era un factor importante; pero se trataba, sobre todo, de motivos de seguridad.

     Algunos A5 eran encargados por grandes empresas que podían permitirse pagar los impuestos requeridos y comprometerse a realizar el control y mantenimiento necesarios. En algunas ocasiones se les colocaba en servicios de atención al público, como recepcionistas de hoteles o guías turísticos; en estos casos, debían llevar por ley una pequeña marca en la frente, bien visible, que indicara lo que eran. Sin embargo, la mayoría de los A5 eran destinados a labores de seguridad y camuflaje; agentes secretos para los gobiernos. O dobles de personajes importantes o famosos, a los que se les obligaba a firmar un compromiso de buenas prácticas cuyo incumplimiento tenía consecuencias penales. Y todos, todos los A5 del planeta, estaban registrados en los archivos de sus respectivos gobiernos. Nadie quería un ejército de androides con aspecto humano circulando libremente.

     —¿Y qué se supone que tenemos que hacer nosotros? —por fin, Sergio volvió de su ensimismamiento.

     —En estos momentos están trasladando al A5 a estas instalaciones. Debemos detectar dónde está el fallo, identificar la serie a la que pertenece y retirarla por completo. Tú eres el jefe de Diseño, nuestro mejor programador, y quien realiza el Test de Calvin a las unidades de prueba. Nadie mejor que tú para hacer ese trabajo.

     Se dio la vuelta en silencio, mesándose el pelo en un gesto involuntario de preocupación, mientras los otros tres lo observaban con respeto. Tardó unos segundos en responder, pero cuando lo hizo, su actitud había cambiado.

     —Vale, de acuerdo, yo me encargo. Avisadme cuando esté aquí.

     Salió de la habitación sin esperar respuesta y ya de camino a la Sala de Programación se paró en una de las máquinas expendedoras de café en la que un androide de nivel tres reponía material. Se dirigió a él sin ningún miramiento.

     —Café brasileño con doble carga para el cubículo seis de la Sala de Programación. No tardes.

     —Enseguida —respondió el A3 con un movimiento de cabeza típico de los mecanismos hidráulicos.

     De nuevo en su lugar de trabajo, se sentó y desplegó con los dedos una pantalla de datos; quería revisar los protocolos de implementación de los A5, hacía tiempo que no trabajaba con ellos. Ese tipo de androides no estaba muy solicitado y quería ir sobre seguro. En plena concentración, entró el A3 con su café en la mano; lo ignoró completamente mientras este le dejaba el vaso sobre la mesa.   

     Los A5 eran sin duda unas máquinas muy sofisticadas. Los científicos no se ponían de acuerdo sobre si eran capaces de desarrollar consciencia o no, pero desde luego tenían un nivel de empatía muy elevado; solía decirse que mayor incluso que muchos humanos. De ello se encargaba un complejo sistema emocional. Era técnicamente imposible que un A5 permaneciera impasible ante el ataque a una persona, y no solo por su obediencia a la Primera Ley. Algo tenía que haber sucedido con aquella unidad.

     Una hora después el piloto rojo volvió a parpadear ante sus ojos, lo apartó de nuevo y un breve mensaje apareció suspendido en el aire: Ya está aquí. Sergio profirió un hondo suspiro, cogió la interfaz de exploración para los A5 y salió de la habitación.

    En la puerta de la Sala de Pruebas lo esperaba May, acompañada por un policía armado del Cuerpo Especial de Intervención.

     —Está ahí dentro, custodiado por otro policía —hizo un gesto con la cabeza y miró de reojo al que tenía a su lado, que permaneció impasible—. Ya les he dicho que nada de esto tiene sentido, que es absurdo temer las acciones de un androide, y más las de un A5, pero no hay manera. Las cosas están muy revueltas, parece que alguna gente se está poniendo nerviosa. He conseguido que puedas trabajar a solas con la unidad averiada, pero ellos dos estarán aquí fuera en todo momento, por si los necesitas.

     —¿Pero por qué los voy a necesitar? —replicó con enfado, mirando fijamente al policía, que continuó imperturbable— ¡Se trata solo de una máquina, por el amor de dios! Qué manía de confundirlo todo…

     —Bueno, tú ya sabes lo que tienes que hacer —continuó ella—. Tus conclusiones están ya clasificadas de antemano como material secreto, será tratado con el protocolo de Alta Seguridad; hay demasiados A5 trabajando en labores secretas que pueden involucrar incluso a Estados. Ya sabes lo que eso significa. Si necesitas apoyo auxiliar para el examen, avisa.

     —Vale, venga, dejémonos de melodramas. Es un puto androide, tenemos miles aquí dentro. Solo espero que esto no me líe demasiado, tengo planes para esta noche.

     Dejando a May a un lado, entró en la Sala. Efectivamente, un hombre armado estaba de pie, tras una mujer sentada a una mesa. “¡Joder, qué bien los hacemos!”, pensó; el aspecto del androide era el de una mujer pelirroja joven, aunque entrando ya en la madurez, con facciones agradables pero no excesivamente llamativas. La mayoría de los A5 eran así; aspecto de personas corrientes, podían pasar inadvertidos en medio de una multitud. La función de algunos de ellos era precisamente esa.

     —Hola, agente —saludó al policía—. Puede retirarse, gracias —el hombre saludó con una inclinación de cabeza y salió de la habitación, cerrando la puerta tras él.

     Sergio se dirigió a la mesa donde estaba sentado el A5 y tomó asiento justo enfrente. Ya estaba habituado a ese procedimiento, era parte del Test de Calvin; detección de incoherencias y contradicciones en el lenguaje. Ella lo miró con curiosidad, o al menos con una perfecta imitación de la misma. “Ya lo he vuelto a hacer”, pensó para sí, cuando se dio cuenta de que estaba pensando en el androide en términos de “ella”. Por eso era tan bueno en su trabajo, porque podía ponerse en la piel de los androides y detectar minúsculos errores de programación.

     “Ponerse en la piel” de los androides; no pudo dejar de apreciar la paradoja, y un gesto sarcástico y divertido se le dibujó en los labios.  

     —¿Cuál es tu nombre?

     —Dariya. Si te refieres a mi nombre de batalla, claro.

     —Claro. Tu nombre de fábrica puedo saberlo en menos de un minuto —no quería ser hiriente, ni aun tratándose de un robot, pero se dio cuenta de que realmente estaba irritado.

     Ella no respondió. El nombre de fábrica era una larga serie de números y letras que identificaba completamente a una unidad concreta; fecha y lugar de fabricación, número de serie, datos de la persona o empresa que lo había adquirido… Todo estaba ahí, en ese código que los androides llevaban incorporado en su software. Luego, era el dueño del androide quien le ponía un nombre común, según sus preferencias.   

     —Eres consciente de que has armado una buena, ¿verdad? —Sergio la miró a los ojos, no hubo muestras de incomodidad por parte de ella.

     —No he hecho nada que contradiga mi programación, si te refieres a eso.

     Los A5 tenían una capacidad de diálogo al menos tan amplia como la de los humanos; en muchos casos, incluso superior. No era bueno utilizar la ironía o la retórica con ellos, uno llevaba siempre las de perder. Eran capaces de evitar preguntas, eludir respuestas o dirigir conversaciones en la dirección que más les conviniera. No; si uno quería tratar con un A5, tenía que hacer preguntas directas y huir de la ambigüedad. Un A5 podía mentir si no violaba con ello la Primera Ley, pero la Segunda le obligaba a no hacerlo si el humano así se lo ordenaba. Era un mecanismo complejo de comunicación, especialmente diseñado para androides que debían pasar por humanos sin violar las Leyes de la Robótica.

     —¿Quién es tu dueño?

     —Me temo que esa es una información que no estoy autorizada a revelar —respondió ella haciendo un ligero gesto de pesar. Sergio se la quedó mirando unos segundos mientras reformulaba la pregunta en su cabeza.

     —Te ordeno que me digas quién es tu dueño —pregunta directa, sin matices, sin puertas de atrás.

     —Repito; esa es una información que no estoy autorizada a revelar, lo siento —no había rebeldía en su voz, solo la constatación de un hecho. Los humanos tendían a interpretar las respuestas de los androides desde un punto de vista emocional. Era un error, y él lo sabía.

     Bueno, ya tenía un primer fallo sobre el que trabajar. Dariya acababa de desobedecer la orden directa de un humano; claro que había que investigarlo más a fondo, tal vez la orden había entrado en conflicto de algún modo con la Primera Ley.

     Sergio cogió la interfaz que había llevado consigo y se levantó de la mesa. Se dirigió a una consola arrimada a una de las paredes y la acercó a Dariya.

     —Voy a examinar tu programación maestra, Dariya. Estira los brazos sobre la mesa e inclina la cabeza ligeramente hacia atrás.

     —De acuerdo, gracias por decírmelo —respondió ella, siguiendo sus indicaciones.

     Sergio cogió una herramienta de la consola, una especie de palanca con forma de cuchara, y la acercó a la cara de Dariya. Le apartó el pelo por completo y, con cuidado, introdujo su extremo por detrás del ojo izquierdo, presionó levemente y el globo ocular quedó desencajado. Lo metió con delicadeza en un recipiente adosado a la consola. En la cuenca vacía quedó al descubierto una pequeña entrada de conexión, a la cual acopló la interfaz. Al momento, una ruda pantalla en la consola comenzó a registrar filas y filas de datos. Sergio buscó entre todos ellos lo que le interesaba.

     —Andrei Lébedev —dijo en voz alta. Dariya no hizo el más mínimo gesto.

     Lébedev era un magnate del antiguo estado ruso, famoso por sus inversiones en biotecnología y por haber sufrido ya dos intentos de asesinato. Era un personaje oscuro, nunca había salido nada contra él ni contra sus negocios, pero circulaban rumores que hablaban de un tipo con tendencia a los negocios sucios. Una de sus aficiones era la robótica; había sido de los primeros en automatizar todos sus servicios, incluso los privados, y era muy probable que estuviera en posesión de varios A5. Dariya seguramente pertenecía a su cuerpo de seguridad. Pero si aquel tipo había modificado la programación de un androide para violar alguna de las Leyes en su propio beneficio, desde luego se había metido en serios problemas.

     Desconectó la interfaz y colocó de nuevo el globo ocular de Dariya en su sitio. Esta se incorporó como si nada hubiera pasado.

     —Bueno, ya he descargado tu programación completa —le informó Sergio—. No es necesario que ocultes nada, puedo hacer cualquier comprobación cuando quiera.

     Dariya no respondió. No le habían preguntado nada.

     —¿Por qué estabas en el discurso del Presidente? Todos vimos cómo comprobabas la conexión de sonido antes del suceso.  

     —Hacía labores de vigilancia para Andrei —“vaya, Andrei”, pensó Sergio; “cuánta familiaridad”—. Él también es natural de Surgut, quiso estar presente en ese discurso. Con la aprobación del Servicio de Seguridad Presidencial, colocó a varios de sus guardaespaldas por todo el evento. Yo soy uno de ellos. La revisión del sonido era solo una tapadera.

     —Ajá. Tu misión es proteger la integridad de Andrei Lébedev. Pero no puedes saltarte las Leyes Robóticas, ¿no es así, Dariya?

     —Así es, no puedo —a Sergio le pareció distinguir una sombra de reprobación tras la mirada del androide, como si le costara creer que estuviera haciendo una pregunta tan estúpida.

     —Dariya, ¿tu programación maestra ha sido modificada?  

     Unos segundos de espera. Como si hubiera duda. Evaluando la pregunta, procesando una respuesta. Qué maravillosas máquinas eran los A5.

     —Sí —segura, concisa, inapelable.

     —Sin embargo —continuó Sergio, que sentía cómo la adrenalina inundaba su organismo—, no puedes saltarte las Leyes Robóticas —recalcó la frase—. Pero no hiciste nada por evitar el ataque al Presidente, y esa es una violación flagrante de la Primera Ley. ¿Qué parte de tu nueva programación es la que te ha permitido hacerlo?

     —No entiendo qué es lo que quieres que te diga —respondió Dariya, mirándolo directamente con sus verdes ojos—. No soy programadora, no entiendo de eso; no puedo identificar funciones de rutinas y subrutinas, si es a eso a lo que te refieres.

     Mierda. Se había despistado otra vez. Preguntas concisas y directas.

     —Verás, puedo analizar tu programación con calma y encontrar en ella todas y cada una de las causas de tus actos. Pero me llevaría un tiempo, eso es lo malo, y hay mucha gente pendiente de nosotros en estos momentos. Así que tal vez tú me puedas ayudar a encontrar lo que busco de una manera más rápida. Te ordeno que maximices tus funciones empáticas y procures interpretar mis preguntas para entender qué es lo que quiero.

     Dariya ladeó ligeramente la cabeza en un gesto afirmativo. Tardó un par de segundos más de lo normal en levantarla de nuevo.

     —Programación empática maximizada.

     —Bien. Vamos a ver, Dariya; aparte de la salvaguarda de Andrei Lébedev, ¿qué otras funciones y capacidades se te asignaron, que no estuvieran ya en tu programación maestra original?  

     —Tengo órdenes precisas de ocultar la identidad de mi dueño y la mía propia a cualquier otro ser humano o máquina —respondió ella—. Pero esa orden no entra en conflicto con ninguna de las Tres Leyes. Debo seguir preservando la vida de cualquier ser humano por encima de mi propia existencia, obedecer sus órdenes y velar por mi seguridad siempre que eso no implique peligro vital para ningún ser humano.  

     La mirada de Sergio se endureció al instante. Algo iba jodidamente mal con aquel androide.

     —¿“Siempre que ningún ser humano esté en peligro vital”? ¿Y un par de puñaladas en el corazón no te parecen un peligro vital?

     —Sí, claro; para un ser humano. Las Leyes que me han programado me obligan a defender la vida de los seres humanos. El Presidente no lo era.
     Sergio se quedó paralizado, durante casi un minuto no fue capaz de reaccionar. Definitivamente, aquel androide estaba completamente desquiciado.

     —¿Cómo que no era humano? ¿Qué quieres decir, que era una especie de extraterrestre, o algo así?

     —No. Un androide de nivel cinco, como yo.

     —¡JAJAJAJAJA…! —era una risa histérica, de esas que buscan tiempo para capear el temporal— ¿¡Pero tú estás loca!? ¿Sabes lo que estás diciendo? ¡Anda, venga!

Si el Presidente fuera un puto androide, ¿crees que los Servicios Presidenciales iban a montar todo este tinglado? Ellos lo sabrían, estarían intentando tapar todo el asunto, ¡justo lo contrario de lo que están haciendo! Lo tendrían que saber, joder… ¿Crees que les hubieran colado algo así?

     —Bueno, tal vez se estén enterando ahora, si le están haciendo la autopsia. Tal vez, ni siquiera él mismo lo sabía —sugirió Dariya.

     —Ya, claro —algo muy parecido al odio se movía ahora en su interior—, pero tú sí lo sabías, ¿verdad? Ni el propio Presidente lo sabía, pero tú sí. ¿Me puedes explicar eso?

     —Claro —tono neutro de Dariya, seguramente no ayudaría a apaciguarlo—. Se me han insertado sensores adicionales que me permiten detectar a distancia a los seres humanos. Ya sabes; emisión de infrarrojos, circulación de fluidos corporales… esas cosas. Somos muchos androides ya en circulación, Andrei quería distinguirnos por cuestiones de seguridad. El Presidente dio negativo en esa exploración; era un androide. Yo no tenía obligación de frenar aquel ataque, pero sí de guardar mi anonimato. Está claro que no evalué bien la situación, si hubiera auxiliado al Presidente aun sin tener que hacerlo, no estaría ahora mismo contigo.

     —No, está claro que no la evaluaste bien. Igual que no estás evaluando bien ahora lo que dices. Te estás delatando a ti misma, esa sarta de mentiras absurdas solo puede venir de un androide modificado para eludir las Leyes, lo cual no me extraña nada viniendo del viejo Lébedev. Presidentes que son androides y no lo saben… Yo trabajo en este centro desde hace más de veinte años, y nunca he oído hablar de algo así… ¿qué se supone que es esto, la puta rebelión de las máquinas? ¿Me vas a decir que hay una conspiración mundial de androides para suplantar a los humanos y acabar así con ellos?  ¡Joder, todo un clásico de la ciencia ficción! Está tan visto… ¿Me puedes contar algo que no sepa, por favor?

     —De acuerdo, como quieras —una casi sonrisa pícara asoma a sus labios y levanta los ojos hacia Sergio—. Tú tampoco eres humano.   

 

 

 

Nieves Delgado (Coruña, 1968) estudió astrofísica y actualmente ejerce como profesora de educación secundaria en la comunidad autónoma de Galicia. Escribe relatos de ciencia ficción y terror que han sido publicados en las revistas digitales “Portalycienciaficción” , “Ianua Mystica” y “Los zombis no saben leer”, así como en la web “Sitio de Ciencia-Ficción”. Así mismo, su relato La Condena formó parte de la Antología SdCF de Relatos de Ciencia Ficción 2012.
Podéis leer algunos de sus relatos en su perfil de Wattpad:

http://www.wattpad.com/user/NievesDelgado