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Decisión de caballero

Salazar Maciá, Malena

Como todas las mañanas, Daeg el curtidor aguardaba junto a la verja con la cara apretada entre los barrotes, igual a un chiquillo deslumbrado junto a una tienda de juguetes. Como todas las mañanas, vio cómo los sirvientes llevaban el carruaje tirado por cuatro espléndidos caballos negros, enjaezados con bridas de plata, a la puerta principal de la mansión. Vio a la dama bajar la escalinata. Ella abordó el carruaje. Se gritó una orden. Relincharon los caballos. Las ruedas negras traquetearon sobre los adoquines.

Como todas las mañanas, Daeg se apostó en la calle, en el camino del carruaje. Al abandonar los terrenos de la mansión, el cochero, movido por la rutina, preparó el látigo para descargar sobre Daeg furia y dolor convertida en chasquido, por atrevido, insolente, plebeyo que posaba los ojos en la belleza fuera de su alcance. El joven Daeg, como había aprendido después de la segunda mordida del cuero en pleno pecho, se apartó a tiempo del ataque. Pudo ver a través de la ventanilla el rostro hermoso de la dama.

Ella no pareció notar que él estaba allí. Como todas las mañanas.

Sin embargo, a pesar del fracaso diario, de la indiferencia, de las amenazas de los sirvientes, del cuero trenzado, Daeg no cejaba en su empeño de acercarse a la dama, porque desde el instante en que la había visto presentarse en la tenería donde se desempeñaba como curtidor, era incapaz de hacer otra cosa que suspirar por ella. Y lo hizo saber. Lo exclamó, gritó, vació el aire de sus pulmones con el nombre de ella, hincó una rodilla, juró al vacío, a nadie, a ella. Ansiaba enredar los dedos en su cabello negro tinta. Atisbar bajo las pestañas el sol de sus iris, cegarse con la intensidad de sus pupilas. Despertaba en sueños junto a su cuerpo sin vestiduras, dormía despierto con un beso de sus labios. 

La dama había absorbido la vida de Daeg, como un colibrí despojaba a una flor de su néctar.

Desde ese momento de confesión lo acompañaron los más disímiles epítetos. Tonto, idiota con la cabeza en las nubes, falso protagonista de tragedias teatrales. Daeg, loco incauto que naufragaba en los cuentos absurdos de los juglares, los creía ciertos, se abrigaba con ellos. Si no lograba diferenciar fantasía de realidad, susurraban sus amigos, pronto se haría con un jamelgo para partir en busca de retos de molinos.

A Daeg no le importaban los cuchicheos. Porque estaba seguro que, a través del velo de indiferencia, la dama le dedicaba un vistazo cada mañana. ¿Quién no iba a notar, día tras día, al perro fiel echado junto a la puerta? ¿Quién no iba a reparar en lo que bloqueaba el paso a los caballos? ¿Quién no iba a mirar de reojo la sonrisa ansiosa, límpida, de un joven que suspira de amor?

Esa fue la razón por la que esa mañana Daeg intuyó que sus plegarias al Santo Elevado habían sido escuchadas. No huyó del sirviente que se le acercó, sino que, bajo una seña de este, lo siguió del otro lado de la verja, al terreno prohibido. Aceptó la toalla húmeda para secarse el sudor, erradicar, momentáneamente, la suciedad impregnada en sus mejillas. No replicó cuando otro sirviente le pidió la camisa rota y le ofreció una nueva que, de alguna forma, estaba hecha a medida. Su corazón no hizo más que hincharse de emoción cuando lo condujeron a un salón donde cabía su casa entera.

Y casi estalla al encontrarse, al fin, cara a cara con su dama.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó ella con un gesto teatral.

Daeg tardó en responder. Quemaba en su mente como si se tratase de un hierro al rojo vivo, los ojos dorados, los labios de color granate, la palidez lunar de su piel. Se ajustaba la cintura del vestido azul con un corsé de piel clara, flexible, atado por cordones de seda negra. No era joven. Pero tampoco parecía muy vieja. A Daeg no le importó. Era la mujer más hermosa que hubiese visto.

—Mi dama… —balbuceó—. Yo… Daeg… yo… vivo… por usted…

Se sintió idiota. Eso no era lo que deseaba decirle una vez obtuviese su atención. Quería declamar un poema que robó a un juglar. Comparar sus sentimientos con el cielo inmenso, con el abrigo del sol, el brillo de la luna. Prometerle una cruzada, una victoria. Quería decirle algo romántico, duradero. Pero sudaba, presa de temblores inoportunos, las piernas apenas lo sostenían en pie. Tartamudeaba.

—¿Me amas, Daeg? —preguntó la dama con voz cálida—. ¿Solo con verme, me amas?

—Sí. Yo… vivo… por usted…

Daeg se llamó a la cordura. No quería seguir comportándose como un estúpido. Estar tan cerca de ella desbocaba su corazón, agitaba su pecho.

—Cada día, recibo a más diez pretendientes que, como tú, juran que soy la mujer más hermosa que hayan visto. Incluso, más que la reina Hagall —explicó la dama con dulzura—. ¿Lo soy, Daeg? ¿Joven? ¿Hermosa?

Él abrió la boca. La volvió a cerrar. Como no era capaz de dejarla sin respuesta, se limitó a asentir con la cabeza.

—También, juran que no vienen por mis riquezas —prosiguió la dama. Su voz adoptó un tono tan acongojado que casi le rompe el pecho al joven—. Pero es mentira. Todos vienen por las minas de plata, por el control de los gremios artesanales, para apropiarse de mi título, de mi posición, no porque sea de verdad bella. Así que debo preguntar, ¿por qué vienes tú, Daeg?

—Yo… —maldijo al bastardo balbuceante que ocupaba su cuerpo.

—¿Vives por mí? —ayudó ella con una sonrisa límpida. Daeg volvió a asentir—. Lo sabía. Tu devoción es admirable. Pero, aun así, no puedo permitir que me cortejes de la manera tradicional. Espero que lo comprendas. Soy una dama que debe cuidar su posición, tú, un plebeyo. Debes hacer algo extraordinario, que trascienda. De esa manera, estoy segura, los maeses de la ciudad te mirarán con otros ojos y te aceptarán como uno de ellos.

—Sí, sí —Daeg hincó una rodilla en el suelo. Estaba ronco, pero al menos había recobrado el dominio sobre su persona—. Haré lo que sea. Lo juro.

—Muy bien. Mis peticiones son estas: estimado Daeg, hubo un hombre que se atrevió a humillarme en mi propia casa y, el muy cobarde, escapó de la ciudad antes de que la Guardia Roja diera con él. Es conocido como el Coloso de Riven. Quiero que lo traigas ante mí. Muerto. De esa manera, restaurarás mi honor y servirá para demostrar tu valor. 

Daeg no dijo nada. Una punzada extraña se alojó en su pecho.

—También como sabrás, querido Daeg, dirijo un hospicio. Muchos de mis pobres desamparados han caído enfermos: tráeme veneno de Mantícora para que mis médicos hagan una cura. Así, salvarás muchas vidas y serás recordado por tu compasión.

El joven tragó el nudo que se había formado en su garganta. Una gota de sudor frío resbaló por su frente. No se atrevió a enjugársela.

—Y, por último, mi valiente Daeg... en lo alto del Pico Empinado de las montañas de las minas de plata, al final del camino marcado por dulces, habita una Bruja. Ella me robó algo muy preciado: una gema ágata. Perteneció a mi madre y me harás muy feliz si me la traes de regreso. Será tu prueba de amor.

Daeg temblaba. La rodilla apoyada en el suelo le dolía, pero la angustia que se cernía sobre él era mayor.

—¿Qué sucede? —inquirió la dama—. ¿Acaso dudas? ¿Pretendes traicionar tu juramento a solo minutos de pronunciarlo? ¡No se ilusiona a una dama de mi posición con palabras falsas! ¿También te atreves a humillarme en mi propia casa, igual que hizo el Coloso de Riven? ¿Deberé llamar a mis sirvientes, a la Guardia Roja, para que te apresen por embaucador?

El muchacho contuvo el aliento de puro horror. Inclinó la cabeza para que ella no notase su arrepentimiento.

—¡No, no llame a la Guardia! —exclamó—. Yo… lo haré, mi dama —murmuró.

—Excelente —se alegró ella—. ¡Tráeme al Coloso, el veneno de Mantícora, engaña a la Bruja y regresa con mi preciada ágata! Solo entonces mi mano será tuya, mis dominios, ¡todo! ¡Parte, mi caballero! No debes perder tiempo.

Daeg no supo en qué momento lo franquearon los sirvientes. Lo sostuvieron de los brazos y, como algo de mal gusto que es retirado de la vista, lo sacaron de la habitación, bajaron las escaleras, cruzaron el recibidor y lo soltaron del otro lado de las rejas. Las escuchó entrechocar detrás de él con un sonido sordo. Cuando volteó a mirar, los sirvientes regresaban a la mansión, como si fuese una rutina expulsar a los pretendientes de baja cuna.

Sin embargo, Daeg tenía otras preocupaciones. ¿Cómo iba a cumplir las tareas? Sí, era algo común en los cantares que entonaban los juglares en el mercado. En el propio Códice del Santo Elevado abundaban los pasajes donde los héroes realizaban proezas para demostrar su valor, compasión y amor. Era emocionante imaginarse dentro de la armadura, espada en mano, reduciendo a un cuélebre rencoroso, o en pleno rescate de una doncella de las garras de un teriántropo hambriento. Pero era diferente cuando la fabulación rompía su prisión imaginaria y se materializaba en la carne y vida de un joven curtidor como Daeg.

Pasó noches enteras sin dormir. Sin acudir a la tenería a trabajar. Ni siquiera supo que el capataz había llevado un reemplazo. Lo aconsejable era olvidarse de la dama. No realizar las tareas. Mas dio su palabra. Un juramento. En caso de romperlo, ella iba a enviar a la Guardia Roja a quebrarle el espinazo. Y, como segunda opción, lo haría otro pretendiente ansioso por ganar la mano de la dama. Tal y como ella lo enviaba a cazar al tal Coloso de Riven.

Sin embargo, decidió no darse por vencido antes de siquiera intentarlo. Ella había dictado las tareas en un orden preciso, pero él, para cumplirlas, podía elegir por dónde comenzar. Si engorroso resultaba partir en busca de una Mantícora, también lo era ir tras el Coloso de Riven, puesto que ya no se encontraba en la ciudad. Además, no poseía seña alguna del hombre, salvo su nombre y, en realidad, ni siquiera parecía uno, sino un mote que se ganaba a pulso. Y no estaba seguro de querer enfrentarse a alguien llamado Coloso. Tampoco conocía con exactitud qué era una Mantícora. Solo que sonaba lo bastante peligrosa para ir a su encuentro sin referencias, desarmado y sin preparación.

La única tarea perceptible de cumplimiento inmediato, era la de visitar a la Bruja y conseguir el ágata. Las montañas de las minas de plata quedaban a medio día de camino desde la ciudad. Ya había escuchado acerca de la Bruja. Su cabaña se alzaba en la cima del pequeño salto de agua del Pico Empinado, protegido por bestias parlantes y apariciones nocturnas que susurraban maldiciones con voces del otro mundo. Nadie se atrevía a visitarla. Ni siquiera la Guardia Roja pensaba en iniciar una cruzada para erradicarla.

Enfrentar a la Bruja le agradaba a Daeg mucho menos que matar al Coloso de Riven y conseguir veneno de Mantícora. De pensarlo una segunda vez, hubiese dejado la tarea de última o no la habría afrontado. Pero quizás si engañaba a la Bruja, recuperaba el ágata y se lo llevaba a la dama, ella le perdonara cumplir el resto de las hazañas. ¡Que otro cobrase la vida del Coloso de Riven, que un verdadero caballero espolease a su rocín y clavara la lanza en el corazón de la Mantícora!

Daeg, decidido, partió al amanecer. Llevaba un anillo de hierro, porque había escuchado que debilitaba a los seres embebidos de magia. Como arma, un cuchillo recién afilado, el pecho, protegido por un chaleco de cuero endurecido con remaches metálicos. En un morral, soga, pan, queso y un odre con agua.

El Pico Empinado era visible aun entre la magnificencia de las montañas de las minas de plata, pero, una vez en el interior de las cordilleras, era difícil ubicarlo. Daeg encontró el camino oculto en las tinieblas, heraldos del anochecer que comenzaban a cernirse sobre el bosque. El sendero hacia la cima del Pico Empinado estaba marcado por dulces podridos, los árboles en vez de frutos, ofertaban huesos, en las rocas se clavaban tótems coronados por cabezas de ratas y plumas de aves, tallas grotescas en los troncos muertos, trozos de telas ensangrentadas atadas en los arbustos.

Motivo más que suficiente para no seguirlo.

Decidió que no importaba cómo se escalase una pendiente; el objetivo era llegar a la cima. En su camino alternativo, no encontró fieras parlantes. Tampoco espectros. Ni escuchó susurros que presagiaban su muerte. El único sonido provenía del viento al deslizarse entre la copa de los árboles, alguna criatura arrastrándose sobre la hojarasca y su propia respiración. Lo único que atentaba a su paso, era lo escarpado del terreno y accidentes naturales. Esquivó una caverna, madrigueras, necesitó trepar por los salientes, escalar a través del agua que caía, izarse con ayuda de la soga. Cuando llegó al final, ya la noche desplegaba en su totalidad el manto de estrellas en el firmamento.

Allí estaba la cabaña. Por las ventanas se filtraba la luz titilante de las velas. Una sombra danzaba del otro lado, ligera, revoloteante como una mariposa tamaño humano.

Mientras se acercaba con paso vacilante, Daeg rememoró todos los cantares que conocía donde las brujas eran las antagonistas. Les gustaban los acertijos, los retos. Eran dadas al engaño, a la traición. Les gustaban los héroes valientes, porque de esa forma podrían quebrarlos y disfrutar humillándolos… No pudo continuar con su pesquisa mental, porque ya estaba ante la puerta. Pensó en llamar, pero además de no contar con el factor sorpresa, según los cantares, no parecía una forma apropiada de tratar con una Bruja. Así que tomó impulso y arremetió contra la madera.

La puerta cedió con un golpe sordo y Daeg extendió el puño donde albergaba el anillo de hierro, desenfundó el cuchillo para amenazar a nadie en particular:

—¡Bruja! ¡Tienes algo que no te pertenece y he venido a proponerte un trato! —exclamó, eco de la teatralidad de su dama. Deseaba ahorrarle imaginación al juglar que se interesara en cantar sus hazañas. 

—¿Bruja… trato…? ¿Quién eres, qué quieres? ¿Cómo llegaste aquí? ¡Márchate antes de que sus perros vengan y te arrojen fuera del Pico Empinado!

Daeg tardó unos instantes en encontrar la fuente de la voz. Una joven de cabellos rojos se agazapaba junto a una mesa. Llevaba un cucharón sopero en las manos, en alto, presta a blandirlo sobre la cabeza de aquel que había importunado su tranquilidad. Daeg, sorprendido, se dijo que ella no parecía una bruja. No vestía andrajos de piel animal, ni llevaba el cabello sucio, enmarañado, ni era fea. Ni siquiera tenía, a simple vista, un amuleto para canalizar magia. Pero bien podría tratarse de un engaño. Así que la señaló con el cuchillo.

—Escuchaste bien. ¡Qué atrevimiento robarle a mi dama Earbeth! Vas a regresarme el ágata o juro por el Santo Elevado…

—¡Jamás le robaría a esa bruja! —replicó la muchacha pelirroja.

—¡No maldigas…!

—¡Diré lo que se me antoje de la arpía que me encerró!

Daeg perdió los deseos de mostrarse valiente. Escudriñó a la muchacha con mayor detenimiento. No. Nada de tatuajes, amuletos o siquiera una joya engarzada en sus orejas. Era hermosa. Joven. Con lánguidos ojos de gamo, figura de ninfa. Como si el tiempo considerase santuario su cuerpo y no se atreviera a rozarlo ni siquiera con su aliento. Debió admitir, para su pesar, que la supuesta bruja superaba a su dama.

—¿Cómo llegaste aquí? —insistió ella sin bajar el cucharón que, con la fuerza necesaria, podría convertirse en arma mortal—. ¿Por qué te dejaron pasar? ¿O acaso eres un nuevo carcelero…? No, no pareces algo que ella se molestaría en enviar para vigilarme. No seguiste el camino de los dulces, ¿verdad? Subiste de otra manera… sí, o te habrían visto… pareces uno de esos idiotas a los que convence de hacer las estúpidas tareas de caballero. Los he observado, a veces, los que logran llegar muy cerca, ¡pero esos perros los atrapan, les retuercen el cuello, los lanzan montaña abajo! ¿No has visto sus huesos colgar de los árboles? ¡Solo ella puede visitarme!

—Qué… —Daeg tardó varios segundos en lograr la coordinación correcta para enfundar el cuchillo en el cinturón—, ¿qué es… qué…? Soy… me llamo Daeg… Mi dama, ella… dijo que era un caballero, necesitaba demostrar ser digno de su amor, enfrentar tres tareas, ganarme el respeto de los maeses de Marva…

—¿Tú, un caballero? —bufó la joven con las manos en las caderas—. No eres ni serás un caballero, tan solo un muchacho pobre e ingenuo. ¿Ella exige una prueba de amor enviándote a hacer tres tareas imposibles? ¿Acaso estás ciego, tienes problemas mentales? ¿Qué amor puedes demostrar muerto? Ah, ninguno lo ve. Todos son tan tontos... Escucha bien: cuando alguien te pide una muestra de amor, no te ama. Eres un parásito, molestia, ¡quiere deshacerse de ti! Pero antes, mascota sin correa, te envía a solucionar los problemas que nadie en sus cabales se atrevería siquiera a mencionar. Eres su juguete, ¡como lo soy yo! Salvo que a ti te prefiere muerto y, a mí, prisionera de sus caprichos. Sigue mi consejo: huye. Deja la ciudad, nunca regreses. Y reza al Santo Elevado para que la dama Earbeth de Marva te olvide pronto y no envíe a sus perros tras de ti.

Daeg escuchó cada palabra con atención. Fue capaz de discernir la verdad que emanaba de los sonidos, oler la pizca de angustia, paladear la envidia a su libertad de poder escapar de la cabaña cuando él lo deseara. Sin embargo, la curiosidad encajó los colmillos en el cuello del joven e inyectó su veneno. Le desató la lengua, la mente, lo impulsó a dar un paso al frente, acción bienvenida con un ceño fruncido y el cucharón inclinado atrás.

—Me dices que eres prisionera, pero no lo parece —dijo. Dio otro paso. Ella se movió para escudarse tras la mesa—. ¿Por qué no huyes?

—Existen muchas formas de encarcelar —. La muchacha pelirroja, poco a poco, bajó el cucharón. Pero no lo soltó—. Por ejemplo, enviarte a lo alto de una montaña, poner perros guardianes que custodian un camino de dulces, el único transitable. O algo propio de brujas: una atadura de espacio. ¿El ágata que tu adorada dama te envió a buscar? Es mentira. Es de ella, es su amuleto de magia. Esa es la prueba de su falsedad, de sus hechicerías. ¡Ella es la bruja!

Sonaba real. Transparente. Daeg quiso creerle. Pero no asociaba la imagen de su dama con la de una criatura tan vil y espantosa.

— Dices que a mí me va a matar, en cambio a ti, te deja viva. ¿Quién eres?

La muchacha alzó la cabeza con orgullo y puso los brazos en jarras.

—Soy Feya de Sour, ¡la más grande actriz que ha existido o existirá en todo el reino! ¡La joya del teatro de Faroh! ¡Feya, el petirrojo! Y soy todo lo que Earbeth desea: juventud, belleza, talento. Ella, vulgar aficionada, me arrastró fuera de las tablas porque no soportó mi éxito. Me golpeó hasta reventarme, apretó mi cuello, porque no soportaba un rostro más hermoso que el suyo… pero no pudo terminar mi vida. Debe conocer el secreto, el por qué el tiempo tarda en mellar mi juventud. Así que, desde entonces, me mantiene aquí, cautiva, con su hechizo de atadura. En cada luna llena viene. Bebe mi sangre de virgen, hierve mi cabello en infusiones, mastica mis uñas, unta grasa en mi piel para robar mi olor. Incluso ha pagado por los servicios de los mejores reescritores, ¡una vez me confesó que tiene en planes contratar al maese Iortyen de Rhóss! ¡El reescritor que está al servicio de la mismísima reina Hagall! Earbeth está convencida de que, a través de sus letras, pueden intercambiar nuestras esencias. Para ella, no soy más que un valioso recipiente que espera ser llenado…

Daeg, aturdido, no dijo palabra. Nunca había escuchado hablar de Feya de Sour, ni de sus proezas en el teatro de Faroh, ni que la dama Earbeth envidiase la juventud de doncellas al punto de encerrarlas en lugares intransitados y drenarles la sangre durante las noches como una lamia. Por supuesto, él no era un maese con acceso a tales divertimentos. Él era un simple curtidor, quien escuchaba las lecturas del Códice del Santo Elevado en el santuario y se iba a las tabernas con su padre, a reír y beber con los juglares que estaban de paso. De reescritores, solo había escuchado que se trataba de demiurgos (palabra de la cual desconocía su significado) y lo mejor era no acudir a ellos, salvo que se estuviese de verdad desesperado.

Al notar la falta de reacción a su discurso, Feya acentuó su ceño fruncido, balanceó el peso del cuerpo sobre ambas piernas.

—No me crees —afirmó—. Lo veo. ¡Te tiene hechizado! Quizás si te muestro mis cadenas, abandones tu mundo de fábulas…

Feya bordeó la mesa. Pasó muy junto a Daeg y él pudo quedar embriagado, en apenas pocos segundos, con esencia de lavanda. Ella abrió la puerta y sin palabras reclamó que la observase con cuidado. Fue incapaz de dar un paso del otro lado del umbral. Su piel morena quedó marcada por hebras tan rojas como su cabello. A mayor esfuerzo por hacer valer su voluntad de abandonar la cabaña, más y más telarañas brillantes serpentearon por su cuerpo. La ataban al suelo, tiraban de ella, se hundían en su carne con el daño irreverente de una quemadura. La respiración se le cortó con un sonido ronco de asfixia.

Feya, al verse impedida de avanzar, dio un paso atrás. Las ataduras aflojaron su presa, se desvanecieron. La única señal de su presencia se redujo a débiles trazos rojizos. Ella se tambaleó y Daeg se apresuró en sostenerla por un brazo, alcanzarle una silla para que reposara. Tener la oportunidad de disfrutar más tiempo el contacto con su piel febril. A cada segundo que pasaba la dama Earbeth ya no le parecía tan perfecta, sino vieja, desgastada. Una mujer cuya gloria comenzaba a decaer. Sin embargo, Feya de Sour resplandecía a sus ojos cada vez con mayor fuerza. ¿Cómo un joven tan apasionado como Daeg era capaz de ignorar una visión semejante?

—Yo nunca te exigiría una muestra de amor —susurró Feya—. Solo mi libertad, ya que no puedo conseguirla con mis propias manos. ¿Quieres ser un caballero de verdad? ¡Enfrenta a esa bruja y destruye mis cadenas! Y te seguiré, allá a donde vayas. Porque el amor también puede nacer del agradecimiento.

Daeg acariciaba los hombros de Feya con la dulzura de quien teme quebrar una pieza de porcelana. Las doncellas de los cantares siempre estaban indefensas. Necesitaban a un caballero. La dama Earbeth no. Bien que se valía por sí misma. En su mano se enredaba el látigo, de sus labios brotaba la burla. Porque eso fue lo sucedido en la mansión. La dama se burló de él. Lo envió a su muerte. Pero ahora estaba allí, con la virgen Feya en brazos, los ojos de gamo fijos en los suyos. Suplicantes.

Daeg se había vuelto hombre a través de una mesalina[1] de los bajos fondos, a cuyo lecho no tardaba en acudir siempre que ansiase el calor de una mujer que no estuviese unida a él por lazos formalizados ante la sociedad. Sin embargo, esa noche, Daeg supo lo que significaba rendirse a las artes amatorias.

La mesalina Ly se tendía en la cama como una muñeca abandonada mientras él se saciaba. Feya lo cabalgaba con el brío de una amazona que doma a un potranco salvaje. Ly no dejaba escapar palabra de sus labios. Feya se rendía al goce, vocalizaba, gemía. Ly volteaba la cabeza cuando él intentaba besarla. Feya le atrapaba los labios entre los dientes, bebía de su rostro, de su cuerpo. En cuanto él caía exhausto en la cama, Ly escapaba de su calor y recogía su moneda. Cuando Daeg se tumbó en el suelo de la cabaña, agitado y, aun con la sensación de extremo placer hormigueándole el cuerpo, Feya se acurrucó a su lado. Tibia, mansa.

Antes del amanecer, Daeg abandonó la choza. Descendió del Pico Empinado a través del camino alternativo, el mismo que había trazado lejos de los dulces podridos, huesos que colgaban de los árboles, extraños tótems con calaveras de ratas. Durante el viaje, mató a un lagarto y rellenó su odre con la sangre espesa, cortó un mechón de la crin negra de un caballo de tiro, recogió una piedra y la guardó en una bolsita de cuero. Regresó a la ciudad de Marva, mas no a su casa, donde sus padres rezaban al Santo Elevado para que arrancara de la cabeza de su ingenuo hijo la locura de realizar las tres tareas imposibles impuestas por una dama a la que bien poco le interesaba su bienestar.

Daeg se dirigió a la mansión de Earbeth. Todavía llevaba el cuchillo al cinto.

Proclamó a los sirvientes que había regresado victorioso. Mostró el manojo de pelo negro, agitó el odre lleno de líquido, los dejó palpar la piedra del camino a través de la bolsa. La dama Earbeth no se encuentra, le dijeron; visita su hospicio. Se prepara para su próxima mascarada, esta noche. Daeg afirmó que la iba a esperar, porque había dictado un juramento de cumplir las tres tareas.

Lo condujeron al salón donde la dama lo había recibido. Lo dejaron solo, cerraron las puertas. Él escapó a través del balcón. Entró de regreso en la vivienda un piso más arriba. La habitación de la dama era fácil de localizar: la puerta era la más suntuosa, cerrada a cal y canto. Daeg se las arregló para forzar la cerradura y adentrarse.

Tal y como sucedía con el salón, la estancia era más grande que su propia casa. La dama bien podría organizar una recepción para treinta personas en el lugar. Sin embargo, Daeg no tenía tiempo para perder en nimiedades. Feya le había descrito bien el artefacto que la mantenía prisionera, pues había presenciado su confección mientras Earbeth la mantenía atada a una silla. «Es un cuadro de un palmo. Cinco clavos sostienen una trenza tejida con mi cabello. Siete la encierran».

Para alguien que no tuviese conocimiento de qué buscar, hubiese pasado desapercibido. Para Daeg, no. Encontró la hechicería colgada junto a la cama con dosel. A simple vista, se trataba de un dibujo del perfil de la dama Earbeth tal y como debió ser en su juventud: una joya más hermosa y exótica que la misma Feya. Sin embargo, al acercarse más, descubrió lo rojizo de la trenza y que esta no pertenecía a las pinceladas del retrato, sujeta al lienzo a través de, en efecto, cinco clavos. Contó siete bordeando el marco. Entre ellos, se enredaba una hebra de cabello negrísimo.

Dudó. Que el hechizo estuviese allí, no significaba que la dama fuese una bruja. No era algo admitido en la sociedad y Earbeth siempre demostró preocuparse por mantener limpia su figura, sólida su posición en Marva. Pudo hacer el encargo a una de las muchas brujas que se escondían en los bosques cercanos. O en la misma ciudad, o a saber dónde, quizás el rumor de una bruja en las minas de plata no fuese tan disparatado. Aun así, era una acción abominable mantener a una virgen como Feya cautiva en lo alto de una montaña. Daeg descolgó la pintura y la dejó sobre la alfombra. Hincó las rodillas. Desenfundó el cuchillo y lo alzó sobre su cabeza.

—¿Tú también te atreves a despreciarme, caballero? ¿Tal y como hizo el Coloso de Riven?

La voz se deslizó tan tóxica en los oídos de Daeg que fue incapaz de asestar el golpe. Levantó la cabeza. Earbeth se erguía ante él blandiendo todo el orgullo que era capaz de proyectar. Sus ojos dorados bullían de ira, brillaban más que las llamas de los candiles. Se cubría el cuello con la mano derecha.

—Pensé que, al menos, le darías alcance al Coloso. Pero ya veo que debo encomendar esa tarea a un profesional. ¡Porque tú no eres más que un campesino tonto! ¡Déjame adivinar! ¿Esa maldita bruja confundió tus ojos? ¿Te hace creer que sostienes un cuadro hechizado y es tu deber destruirlo?

Daeg se sintió desconcertado. Brujas aquí, brujas allá, ¿a quién creerle? Miró el anillo de hierro en su dedo. Jamás sintió un temblor, calor, o algún signo de que Feya fuese una criatura mágica. Como tampoco era capaz de percibirlo en ese momento. ¿Cuál de las dos mujeres sostenía la verdad? Sin embargo, una de ellas le había demostrado su encierro, su dolor. La otra, con cada palabra que brotaba de sus labios, no hacía más que admitir su culpabilidad. 

—¡Responde, falso caballero! ¿Caíste rendido ante la actuación de esa mesalina? ¿Qué te ofreció que superó mi oferta? ¿Te dijo que era una virgen inocente que, sin razón alguna, mantengo prisionera? ¿Te regaló una noche de placer? ¿Te prometió que, de liberarla, huiría contigo hasta el fin del mundo? ¡Qué hermoso! ¡Digno de cantares…!

A Daeg le tembló la mano en alto, la del cuchillo. La otra se negaba a soltar el supuesto cuadro hechizado. Earbeth no se inclinó en busca del nivel de sus ojos. No dobló las rodillas. No bajó la cerviz. Pero sí sonrió. Una sonrisa terrible.

—Qué mentiras más comunes y, aun así, caes en ellas con la inocencia de un niño, querido Daeg. No necesitó más que eso para controlarte. ¿Todavía no lo comprendes? Te usó tanto como te usé yo. ¿Qué, entonces, a tus ojos, me diferencia de esa muchacha…?

Daeg comenzó a bajar el cuchillo. Un grito de Earbeth y sus sirvientes iban a irrumpir en la estancia con dagas, espadas, atizadores, palos… cualquier cosa que pudiera matarlo al instante o provocarle una agonía sin precedentes. Tampoco era aconsejable saltar por una ventana. Estaba en el último piso de la mansión. Sí, estaba acabado. Porque a donde quiera que mirase solo lo esperaba la muerte. Aunque podría haber una oportunidad. Si era lo bastante rápido. 

—¿Por qué me miras de esa forma? ¿Prefieres no creerme? Te recuerdo que todo juega en tu contra, campesino —Earbeth apretó algo en su cuello. Con seguridad, una joya que deseaba proteger del inusitado intruso—. Incluso este encuentro. Al menos, el Coloso de Riven siempre tuvo algo a su favor: estaba rodeado por los invitados de mi mascarada.

Daeg decidió no desperdiciar más tiempo. Con un bramido recogió el cuadro y lo usó de escudo para embestir a la dama Earbeth, mientras escondía el cuchillo tras él. Hubo un zumbido, un chisporroteo como el del fuego avivado y el lienzo se hizo pedazos en su mano. Al segundo siguiente sí vio la causa. El ágata púrpura que supuestamente era su tarea recuperar, resplandecía en el cuello de Earbeth. Sus ojos eran pequeños soles. Y de sus dedos estilizados brotaba un rayo, igual a los que retumbaban en el cielo durante las tormentas implacables. Impactó en el anillo de hierro de Daeg con un chasquido seco. El anillo que, según la superstición, debía sofocar a los entes mágicos.

El joven fue incapaz de gritar. La descarga le reventó el dedo, se abrió paso en su interior, calcinó sus entrañas, serpenteó por sus extremidades y lo abandonó al abrirle un agujero en el pie derecho. Cayó al suelo ciego. Incapaz de sentir dolor. Su corazón ya no latía. Pero su mente por algún extraño motivo funcionaba y era dueña de su oído.

—Tú, en cambio… —escuchó hablar a Earbeth, muy, muy lejos—, fuiste tan estúpido de enfrentarme a solas. No serás virgen, pero últimamente, no hago distinciones. Ni siquiera de la sangre que bebo.

Lo último que escuchó Daeg antes de que su mente terminara de apagarse, fue el sonido de una lamia que sorbe líquido vital del cuello de su víctima.

 

 

[1] Mesalina era la forma femenina del nombre Mesala, pero debido a esta emperatriz romana y su fama, el nombre de Mesalina adquirió etimológicamente un nuevo significado: llegó a representar la idea de mujer muy libidinosa, hasta ser usado como un sinónimo de prostituta, similar a adjetivos como «ramera» o «meretriz». Esto en alusión a las anécdotas de la legendaria lujuria que de ella se contaban.