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El color de salió del agua

Delgado, Nieves

     Entré en la habitación con algo de inquietud. Por fin había conseguido acudir a uno de aquellos encuentros. El Círculo se reunía rara vez, aquellos hombres vivían lejos los unos de los otros, y se relacionaban casi exclusivamente por carta. Por eso eran tan excepcionales las reuniones, y por eso era también tan excepcional mi presencia allí.

     Frank fue quien me invitó a ir. Lo conocí en la ciudad de New York, no me fue difícil contactar con él a través de la Weird Tales, donde solía publicar sus relatos. Era también donde publicaba el Maestro, pero sabía que a él me sería más difícil acceder; era un hombre retraído, muy poco sociable. Se relacionaba con los miembros del Círculo de manera epistolar; todos ellos eran escritores, así que supongo que era algo natural. Pero yo no tenía tiempo para eso. Tenía que contactar con él, y tenía que hacerlo cuanto antes. Por eso había decidido que el Círculo sería mi puerta de entrada.

     En la sala había tres hombres, además de Frank, sentados en cómodos sillones. Los reconocí al instante, y un leve temblor nervioso me recorrió la espalda. Estaba cerca, muy cerca de mi objetivo.

     —Hola, James —saludó Frank, levantándose del sillón y acercándose a recibirme.

     —Buenas tardes —respondí, quitándome los guantes y saludando a todos con un movimiento de cabeza.

     Había un ambiente agradable en aquella estancia. Un ligero olor a humo flotaba en el aire, pero sin llegar a saturarlo. Sobre la mesa, cubierta con un mantel de hilo, varias copas parecían a su vez reunirse en una curiosa asamblea. Los hombres que las guardaban se levantaron también para recibirme.

     —Venga, le presento —dijo Frank haciéndome una indicación para que me acercara—. Estos son Melmoth, Bho-Blok y el Conde.

     Les di la mano uno por uno, acompañando el gesto con una nueva inclinación de cabeza. Por supuesto, aquellos no eran sus verdaderos nombres, sino los apodos que el Maestro les había puesto. Era una especie de juego dentro del Círculo, y todos lo aceptaban con gusto. Frank tenía el sobrenombre de Belknapius, y el propio Maestro se hacía llamar Abdul Al Hazred. 

     —Mucho gusto —les dije, y nos dirigimos todos de nuevo a la mesa.

     —Así que usted es el famoso James —dijo el Conde mientras nos sentábamos, sacando un cigarro de su pitillera.

    Aún había algunos sillones vacíos, lo cual parecía indicar que faltaba gente por llegar. No me hice ilusiones, sabía que el Maestro no iría.  Había estudiado bien su carácter, y no era persona de viajes ni de reuniones numerosas. 

     —Eso parece —respondí con una sonrisa—.  No sé si soy famoso, pero desde luego, soy James.

     —Lo es, lo es —dijo Melmoth—. Tiene usted completamente asombrado a Belknapius. Nos ha convocado exclusivamente para que le conozcamos, y para enseñarnos alguno de sus escritos, creo. ¿No es así, Belknapius? 

     Frank, o Belknapius, como ellos lo llamaban, cambió el gesto a una seriedad inesperada. Todos reaccionaron guardando un silencio respetuoso.

     —Sí, Melmoth, así es. Tenéis que leer lo que ha escrito este hombre. Es... es increíble. Está en total consonancia con lo que nosotros hacemos. Me parece alucinante que lo haya hecho de manera independiente, sin saber nada de nuestra existencia. Es, simplemente...algo que no podemos ignorar.    

     —Bueno, bueno —dijo Bho-Blok—, no atosiguemos a nuestro invitado. Perdone usted, señor Hicks, mis compañeros son un poco impulsivos. Siéntase como en su casa, por favor. ¿Le apetece tomar algo?

     —Un whisky estará bien, gracias —contesté, agradeciéndole la atención. No me sentía atosigado, pero nunca era mal momento para un buen trago. Y aquellos hombres tenían aspecto de tomar whisky del bueno.   

     Me sentía exultante. Había conseguido realizar el viaje con éxito y llegar hasta el Círculo. Estaba a las puertas de contactar con mi objetivo, y disfrutaba del sabor de una maravillosa bebida de la que no disponía muy a menudo. Mientras, charlaba con un grupo de hombres verdaderamente agradables a la luz de unos candiles que creaban un ambiente hogareño a medida que la luminosidad natural languidecía. 

     Pero no me debía distraer. Yo no pertenecía a aquel lugar, y nunca lo haría.

     Leyeron en voz alta mi relato, a medida que iba oscureciendo. Un silencio atento lo envolvía todo a medida que Belknapius pronunciaba las palabras. Un par de veces sorprendí a alguno de mis contertulios clavándome la mirada, una mirada intensa que intuí llena de admiración e incredulidad. Mientras, yo bebía a tragos cortos, como se debe beber el buen whisky. 

     Cuando terminó la lectura, nadie parecía tener ganas de hablar de nuevo.

     —Bien —dijo por fin Melmoth—. Está claro, amigo mío, que ha venido usted a dar al lugar correcto. 

     Nadie dijo más, hasta que el Conde, sentado a mi izquierda, rompió el silencio con una enorme risotada y una palmada en mi espalda que casi me hace escupir el trago que tenía en la boca.

     —¡Habrá que pensar un sobrenombre para usted! —dijo entre risas, contagiando su buen humor a los demás— ¡Tendrá que hablar con Abdul, me temo!

     —Sí, eso es algo que tenía que decirle —interrumpió Belknapius mirándome fijamente—. Le he enviado una copia del manuscrito a Abdul, y quiere verle. Creo que, si no tiene inconveniente, tendrá usted que hacer un viaje a Providence. 

     Di las gracias entre exclamaciones de sorpresa y aplausos, todos eran conscientes de que aquello no era nada habitual. Alguno de ellos ni siquiera lo conocía en persona, pero él me quería ver a mí, un perfecto desconocido, y me invitaba a su casa. No detecté ningún indicio de envidia o disconformidad en aquellos hombres, que parecían alegrarse sinceramente de acoger a un nuevo miembro en su particular sociedad de escritores. Sin duda, eran buenos hombres.

     Y sin duda, Abdul, el Maestro, sabía lo que hacía. Era normal que se saltara sus propias normas, porque el texto que había leído era verdaderamente excepcional. 

     Era excepcional porque era suyo.

     Solo que aún no lo había escrito.

     ***

     La casa de Providence se erigía con dignidad en la esquina de una calle, en un barrio residencial como tantos otros. Con tres plantas de altura, desprendía una sensación de orden y pulcritud que, por algún motivo, me sorprendió gratamente. 

     Llamé a la puerta y a los pocos segundos abrió un hombre en batín. Era él, el Maestro, lo hubiera reconocido en cualquier parte. Alto, flaco, poco agraciado físicamente. En sus rasgos resaltaba una mandíbula prominente enmarcando una boca pequeña, de labios finos y apretados, como si le costara retener dentro algo que pugnaba por salir. Aquella cara huesuda se relajó visiblemente al verme, y Abdul se adelantó un paso para estrecharme la mano.

     —James Hicks, supongo.

     —Efectivamente —respondí, mientras cogía su mano con las mías—.  Encantado de conocerle. 

     —Pase, por favor. Puede llamarme Howard, dejemos las formalidades para otro momento.

     Una oleada de simpatía por aquel hombre me hizo aflorar una sonrisa. Claro que yo sabía su vida, las circunstancias de su infancia y las dificultades por las que pasaba en aquellos momentos.

No es difícil entender a alguien cuando se sabe con exactitud qué causas le han llevado a ser lo que es. 

     También conocía de su muerte. Pero eso, por supuesto, me lo guardaría para mí.

     Entramos en la casa y Howard me condujo hasta una agradable sala en la que había unos asientos de aspecto bastante cómodo. En una esquina de la estancia, al lado de la ventana, una mesa apilaba varios montones de papeles y algún que otro libro disperso. Tras ella, varias estanterías repletas de libros daban testimonio del carácter de los moradores de la vivienda.

     —Siéntese, por favor —dijo Howard—. ¿Ha tenido buen viaje?

     Yo sabía que aquel hombre no era en absoluto extrovertido ni campechano, así que supuse que permitía que le llamara por su nombre de pila para enmascarar una realidad muy diferente; no quería que me dirigiera a él por su sobrenombre, “Abdul”, aunque tenía que ser consciente de mi conocimiento al respecto. Supongo que aquello hubiera sido un signo de familiaridad demasiado exagerado para sus cánones de relación social, incluso habiéndome conocido a través de uno de sus mejores amigos.

     —Sí, bastante bueno —respondí—. Tiene usted una casa muy agradable, Howard. 

     —Se hace lo que se puede —dijo, un poco incómodo al estar siendo valorado por un perfecto desconocido. 

     Acto seguido, entablamos una conversación distendida acerca de la situación política, el problema de la creciente inmigración en el país, la cultura como reflejo del modo de vida y, por último, el estado actual de la literatura. Fue un rodeo glorioso y necesario para llegar al punto al que ambos queríamos llegar, pero yo sabía que era necesario; aquel hombre necesitaba coger algo de confianza antes de soltarse.

     Cuando consideró que ya me había evaluado lo suficiente, fue directo al grano.

     —He leído el relato que le ha entregado a Frank —dijo en tono solemne—, y lo cierto es que  no puedo estar más de acuerdo con su apreciación; es totalmente afín a lo que nosotros escribimos. En realidad, James, tengo que confesarle que más que admiración me ha producido asombro. Es como  si usted estuviera dentro de mi cabeza, como si fuéramos una sola persona, no sé si me explico...

     Claro. Claro que se explicaba. 

     Me incorporé un poco en mi asiento y cogí, preparándome para soltar la bomba, la copa de licor que Howard me había servido un rato antes.   

     —Le voy a hablar con total sinceridad —le dije—. Usted es una persona con una gran imaginación, así que seguramente tiene también una mente flexible, abierta a las ideas más extravagantes, que otros podrían considerar locuras. No es que usted esté en mi cabeza, ni yo en la suya. Es que ese relato que ha leído no es mío, sino suyo.

     Esperé unos segundos a que asimilara mis palabras. Como no vi ningún tipo de reacción por su parte, seguí hablando.

     —Howard, yo no me llamo James, y tampoco soy escritor. En realidad, ni siquiera pertenezco a esta época. Soy un viajero del tiempo, y he venido de su futuro para hablar con usted. Ese relato lo escribirá dentro de unos diez años, y será recordado como una obra maestra dentro del género fantástico. Le ruego que me perdone, pero tenía que encontrar la manera de contactar con usted y tener una charla como la que estamos teniendo. 

     Howard permaneció en silencio un buen rato, buscando en mis ojos, supongo, algún signo de locura. 

     —No puedo escribir algo que ya está escrito —dijo.

     Nada más. Era como si no oyera o no hubiera querido oír el resto. Esperaba algo más de mí, algún tipo de demostración, me imagino. Algo que yo no podía darle sin romper el delicado equilibrio entre causa y efecto del universo.

     —Está escrito porque lo escribió usted, Howard. Sé que no está bien que se lo haya mostrado, que para llegar a este relato tendrá que escribir primero muchos otros, y que el hecho de haberlo leído seguramente le condicionará tanto que su obra ya nunca será la que nosotros hemos conocido —dije señalándome el pecho—. Pero tengo que arriesgarme. Tengo que modificar esta pequeña porción de realidad para poder salvar no ya unas vidas, sino a la Humanidad entera. Esa es la misión que me han encomendado. Y quiera dios que no sea ya excesivo esto que estoy haciendo.

     —¿”Quiera dios”? ¿En el futuro siguen creyendo en dios? —dijo con una sonrisa socarrona en los labios. Había olvidado su profundo ateísmo.

     No hice caso de la puya y le clavé la mirada con el gesto más solemne del que fui capaz. Si quería leer algo en mis ojos, que leyera. Mi esperanza estaba en que leyera.

     —Adelante —dijo, sin más.

     —Se trata de uno de sus relatos —empecé— . Creemos que no era ficción lo que escribió en él, o al menos, no todo. Seguro que sabe de lo que hablo.

     No hubo ningún cambio en su expresión. Lo tomé como una invitación a continuar hablando.

     —El meteorito que cayó en la granja. Traía algo malo, algo que contaminó el bosque. Murieron los granjeros, los animales, y hasta la misma vegetación pareció corromperse. Un color extraño se fue apoderando de todo, contagiando su podredumbre a medida que se extendía. Lo escribió usted en aquel relato.

     Hice una pausa un tanto melodramática, quería marcar bien mis siguientes palabras, y necesitaba su total y completa atención. Howard seguía totalmente inexpresivo, aunque su manera de cerrar los puños, el uno sobre el otro, y frotarlos con los dedos, me indicaba que no estaba tranquilo en absoluto.

     —Bien —continué—,  pues eso, ese color, ese lo que fuera, ha revivido. Mi nombre es Uano-Zoe, vengo de lo que para ustedes sería el año 3124, aunque nosotros ya no seguimos ese calendario. En mi tiempo, ahora mismo, reina el caos. Algo se fue apoderando poco a poco de mi mundo, lo fue tiñendo todo de un color que ni siquiera podía llamarse color, era más bien... como una decadencia. Afectó completamente a los seres vivos, pero el ambiente mismo se volvió nauseabundo. Los animales enfermaron. Algunos salían huyendo, completamente enloquecidos, y otros empezaron a comportarse como verdaderas alimañas. Las personas cambiaron más lentamente, pero sus transformaciones fueron mucho peores. Se les caía la carne a trozos, sonreían completamente desquiciadas, o hacían muecas extrañas a todo aquel que se aproximaba. Al principio, las autoridades intentaron controlar la situación aislando a todo aquel que mostrara algún síntoma de contagio. Pero pronto, no hubo espacio suficiente para encerrarlos a todos. Aquello se extendía cada vez más rápidamente, así que... —hice una nueva pausa antes de decir esto—, tuvimos que optar por el sacrificio.  

     «Aquello se convirtió en una guerra a tres bandas. Por un lado estaban los locos, por otro lado, aquel color hediondo que lo envolvía todo. Y luego, estábamos nosotros, luchando contra ambos. No fue una lucha justa, ellos crecían mientras nosotros sucumbíamos a su paso. Centramos nuestras fuerzas en intentar comprender lo que pasaba, pero nuestros investigadores no pudieron hacer nada. No había manera de estudiar aquello, ni siquiera de aislarlo. Todo lo que entraba en contacto con aquella podredumbre, resultaba infectado. Incluso los seres inanimados, se teñían casi instantáneamente de aquel color que quitaba las ganas de seguir respirando.»

     «Pero entonces, alguien se acordó de su relato. Fue una gran suerte, porque nosotros ya no leemos, al menos no de la manera en que lo hacen ustedes. Pero alguien sí lo hizo,  y por eso estoy aquí. Howard, usted fue testigo de algo excepcional, no fue fruto de su imaginación. Lo sabemos también porque el foco de la infección tuvo que producirse por esta zona, aunque no conocemos el lugar exacto. Pero usted sí lo sabe, ¿no es así?»

     Me miró con evidente tensión en el rostro. Había una lucha interna detrás de esos ojos.

     —Ustedes no saben a lo que se enfrentan. No es una simple enfermedad, es algo que es mejor dejar durmiendo mientras se pueda. ¿Qué creen que pueden hacer contra algo más antiguo que la Humanidad misma?

     —Podemos intentarlo. Tenemos tecnología que ustedes no pueden ni imaginar. Si localizamos el lugar exacto del origen de la infección —me gustaba hablar así de aquello; el término “infección” implicaba que podía haber una cura—, podemos disgregarlo, separar sus moléculas y sus átomos, devolverlo en forma inocua al lugar de donde ha venido. Pero necesitamos saber cuál es ese lugar, Howard. Y usted lo sabe.

     —El embalse de Quabbin —dijo apartando la vista. Le dolía recordarlo—.  La granja está sumergida bajo sus aguas.

     Acto seguido, se levantó y cogió un mapa en el que me señaló el lugar preciso. Saqué de mi chaqueta el localizador de grafeno y, ante sus asombrados ojos, lo desplegué e introduje las coordenadas. El localizador las tradujo a su sistema de medición y me indicó el trayecto hasta el embalse. Se desconectó con un ligero pestañeo y volví a guardarlo en el bolsillo. 

     Charlamos un rato más. De alguna manera, aquel hombre había empezado a mirarme de otra forma y parecía no querer dejarme ir. 

     —¿Cómo es? —preguntó, cuando ya mi marcha parecía inevitable— El futuro, quiero decir. ¿Merece la pena?

     —Lo siento, no estoy autorizado para dar ese tipo de información. Pero si no mereciera la pena, no estaríamos luchando por salvarlo. Y yo también tengo una pregunta para usted, Howard, una simple curiosidad; sabiendo lo que sabía... ¿por qué no intentó alertar sobre el peligro? ¿Por qué simplemente plasmarlo en un relato al que, perdone mi impertinencia, poca gente tendría acceso?

     —¿Alertar? —Su cara se transformó en un gesto sarcástico—. ¿De verdad piensa que alguien me hubiera creído? Aquí se me ve como una persona excéntrica, señor mío. Y mis paseos nocturnos no hacen más que despertar los comentarios suspicaces de los vecinos. Alertado, dice... ¡Me hubieran metido en un sanatorio mental, eso seguro!  

     Era cierto, no le hubieran creído. Era increíble incluso para mí, que había visto tantas cosas. 

     —Supongo que no quiere usted acompañarme, ¿verdad? —le dije.

     —Oh, no... Gracias, pero no. Juré no volver a acercarme al páramo maldito en la vida. Y me va a perdonar usted el atrevimiento, pero no creo que toda su ciencia pueda nada contra lo que hay allí.

     —Eso ya lo veremos —le dije mientras me colocaba el sombrero y los guantes.

     Me acompañó hasta la puerta y tras un fuerte apretón de manos nos despedimos, él con un “Suerte” y yo con un “Gracias”. Había bajado el primer escalón de la entrada cuando Howard me habló de nuevo.

     —¡Espere! —dijo con aprensión. Me giré y vi su cara atormentada—. Eso no es lo único real de mis relatos. Hay... más cosas.

     Me lo quedé mirando unos segundos, con ganas de preguntar, pero no tenía tiempo para aquello.

     —No se preocupe. Si surge algún otro problema, nos volveremos a ver.

     Lo saludé de nuevo tocando el ala de mi sombrero y me dirigí a mi pensión para descansar un rato. Poco antes del amanecer, iría al embalse de Quabbin. 

   ***

     “El páramo maldito”, así lo había llamado en su relato. Contemplando el embalse, a la luz clara del alba, era difícil pensar que aquel lugar perverso se encontrara bajo esas aguas tranquilas. Tal vez, aquello que había contaminado el valle era frenado por el agua. Y tal vez, si había suerte, la misma agua lo mostraría.

     Me adentré un poco más en la maleza, dejando el montículo desde el que había contemplado el embalse. El día clareaba y el aire limpio, frío todavía por el abrazo de la noche, curtía la piel de mi cara. Lo poco de ella que estaba expuesto al aire. 

     Llevaba puesto mi traje de resistencia. Era un traje térmico, y la única parte de mi anatomía que dejaba al aire era el triángulo de mi cara; ojos, pómulos, nariz y boca. Completamente innecesario para aquellas temperaturas. Pero también me protegía de posibles radiaciones, de patógenos autóctonos e incluso de ondas expansivas, hasta cierto límite de intensidad. Por fin me había deshecho de aquellas vestimentas antiguas, y ahora estaba preparado para hacer lo que había venido a hacer.

     Saqué de la  mochila incrustada a la espalda el Rastreador. La esfera perfecta, del tamaño justo de mi mano, se estremeció como si fuera uno de esos cachorros que conviven aquí con los humanos. Y en realidad, sí, me estaba reconociendo. La giré en mi mano para activarla y a los pocos segundos se templó. Su núcleo de materia exótica estaba preparado para detectar cualquier anomalía, cualquier fluctuación extraña de energía. Preparado para salir de caza.

     Solté el Rastreador con un movimiento suave, trayendo el brazo desde atrás, impulsándolo ligeramente hacia arriba. Se quedó suspendido en el aire, balanceándose cada vez más alto, como si

estuviera decidiendo qué hacer. Como si tuviera vida propia. 

     Se situó encima del embalse y activé el zoom de mi visión para no perderlo de vista. Tras un par de rodeos, inició un rápido descenso en picado y entró en el agua con una elegancia exquisita, casi sin que se notara. La búsqueda de uno de aquellos Rastreadores era un espectáculo que nunca me perdía.

     Me senté a esperar su regreso. La luz ya se había fortalecido y, aunque todavía no me había acostumbrado del todo a respirar aquel aire limpio, me dejé inundar por una sensación de paz que no disfrutaba a menudo. Mis viajes a través de las épocas eran siempre distintos, pero cuando me trasladaba a un tiempo anterior a la Singularidad, invariablemente me sorprendía, una y otra vez, al contemplar un cielo tan azul, tan libre de artefactos, tan lleno de nada.

     Pasaron diez minutos. Más tiempo de lo normal. Dejé vagar mi mente, aunque sentía todos mis sentidos alerta. Activé mi sistema hipersensorial y observé en silencio. Como siempre, la hipersensibilidad parecía ralentizarlo todo, pero todo cobraba al mismo tiempo más profundidad. 

     Cinco minutos después, empecé a escuchar un silbido por mi canal de ultrasonidos. El silbido fue aumentando en intensidad y trasladando su frecuencia hasta los 2 kHz, momento en que el canal de ultrasonidos se desconectó y pude oír una especie de bramido. Luego, todo fue muy rápido.

     El agua comenzó a agitarse, cada vez más violenta, hasta que del centro del embalse surgió una especie de géiser. Alcanzó una altura increíble, y allí arriba, hubo de repente una explosión. Cientos de fragmentos fueron expulsados con rabia, algunos de ellos en mi dirección. El casco de mi traje se cerró automáticamente, convirtiéndose así en un escudo impenetrable, justo un segundo antes de que varios trozos de metralla impactaran contra él. Recogí uno de ellos y un rápido análisis molecular me confirmó lo que sospechaba; se trataba del Rastreador.

     Aquel ser, fuera lo que fuera, acababa de escupir a mi Rastreador.

     Me giré a tiempo de ver cómo el agua, que ya había vuelto a su estado normal, se teñía de un extraño color. En realidad no era un color, era más una sensación, como si los colores propios del lugar estuvieran sufriendo algún tipo de putrefacción. Aquello era lo que Howard había descrito en su relato, estaba seguro. 

     Un rápido chequeo de mi visión me mostró cuál era el origen de aquel efecto; mi espectro visible había sido ampliado. Efectivamente, estaba viendo un color que nunca antes había contemplado, tal era la capacidad de modificación de aquel ser sobre los humanos. 

     Quién sabía qué otras cosas podría hacer.

     Lentamente, una mole fue surgiendo de las aguas. Un olor nauseabundo comenzó a impregnarlo todo y pude oír cómo cientos de pequeños animales se abrían paso despavoridos a través del bosque. El ser que surgía del embalse parecía no tener forma definida, y al mismo tiempo tenía muchas formas. Cambiaba de una a otra sin darme tiempo a ver los detalles. Supe en ese instante, sin ningún tipo de duda, que debía apartar la vista de él.

     Me giré y eché mano de nuevo de mi mochila. Saqué un cilindro de contención mientras a mis espaldas escuchaba el bramido cada vez más fuerte. Abrí el cilindro y lo activé; al momento, una tenue luz azul lo rodeó y se produjo, se tuvo que producir, un zumbido que no escuché. Me volví hacia el monstruo y le apunté con el cilindro mientras apoyaba mi oído derecho sobre el hombro y me tapaba el otro oído con la mano izquierda. Cerré los ojos y esperé a que el artefacto hiciera su trabajo.

     Fueron varios minutos de lucha. Sabía que no podía mirarlo, que su poder radicaba en cómo lo veían los demás. Que podía modificar esa visión y llevarlos a la locura. Que se agarraba al cerebro y ya no lo dejaba descansar nunca. Así que aguanté como pude el ruido, las embestidas de energía y el viento que se levantó furioso a mi alrededor. Pero no solté el cilindro. Y no abrí los ojos hasta que el viento cesó casi por completo y el ruido se volvió una molestia soportable. Pude ver entonces cómo los últimos remolinos de lo que había sido aquel ser se retorcían como quejándose, mientras eran absorbidos por el cilindro. Lo cerré y lo sellé; lo tenía dentro.

     Observé el cilindro de contención unos segundos, maravillándome una vez más de que algo tan pequeño, poco más que el dedo de una mano, tuviera esa capacidad de condensación. Lo guardé en la mochila, satisfecho por el trabajo, aunque un poco cansado. Sin duda, mi cliente estaría contento. Tenía un nuevo Primigenio para su colección particular.

     Iniciaría el regreso aquella misma tarde. Tal vez a la vuelta tuviera ya un nuevo encargo. Tal vez, mi cliente le hubiera echado otro vistazo a aquel libro tan antiguo, aquel que le decía qué era lo que tenía que buscar.

     Yo lo había visto una vez. Era deforme, pequeño y arrugado. Se llamaba Necronomicón.

 

 

Nieves Delgado (Coruña, 1968) estudió astrofísica y actualmente ejerce como profesora de educación secundaria en la comunidad autónoma de Galicia. Escribe relatos de ciencia ficción y terror que han sido publicados en las revistas digitales “Portalycienciaficción” , “Ianua Mystica” y “Los zombis no saben leer”, así como en la web “Sitio de Ciencia-Ficción”. Así mismo, su relato La condena formó parte de la Antología SdCF de Relatos de Ciencia Ficción 2012. Candidata la premio Ignotus 2014 por su relato Dariya

Podéis leer algunos de sus relatos en su perfil de Wattpad:
http://www.wattpad.com/user/NievesDelgado