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El pricipe azul se cortó las venas

Eguren, Carlos J.

Pequeño mensajero gris, vestido como la Muerte pintada,
polvo es tu vestido.
¿A quién buscas
entre lirios y capullos cerrados al atardecer
¿a quién buscas,
pequeño mensajero gris
vestido en el espantable atuendo
de la Muerte pintada?
Omniprudente
¿has visto todo lo que hay que ver con tus dos ojos?
¿Conoces todo lo que hay por conocer y, por tanto,
omnisciente
te atreves a decir no obstante que tu hermano miente?”
Robert W. Chambers, El rey de amarillo
 

El esposo de la señora Bringham había muerto dos veces. Para la única persona que lo había querido de verdad, Estela (la señora Bringham) había sido resucitar los peores momentos de una pesadilla del pasado de la que nunca había logrado escapar del todo. Para las detectives Carey Knowles y Sarah Costigan era un caso más.

 —Quiero un café e irme a la comisaría –dijo la agente Costigan mientras fumaba. Odiaba las escenas de los crímenes.

 —Esto es extraño – contestó Knowles agachándose y apartando los mechones de su larga cabellera prematuramente gris.

—Eso significa que no me largo aún, ¿no? –Soltó Sarah Costigan riéndose de un chiste que no le hizo gracia a su compañera–. Deberías relajarte. Sé que acabas de regresar de una baja y toda esa mierda, pero cuanto antes cojas el ritmo del trabajo y el descanso, mejor para ti, para mí y para todos.

—Yo ya he estado aquí.

Costigan se rascó el mentón. Sí, Knowles la estaba ignorando con su cara de ida, pero ¿a qué se refería aquella mujer?

— ¿En esta parte de la ciudad, Knowles?

—En este piso.  También fue por un crimen.

Sarah observó como Carey se había quedado paralizada. Su rostro de cuarenta años parecía digno de una estatua. Los ojos negros permanecían bien abiertos. Parecía estar pensando.

— ¿Crees que estamos en una casa encantada que impulsa a sus inquilinos a asesinar? –preguntó Costigan. Le recordaba a un argumento deplorable de un film de terror.

—Las casas no impulsan a asesinar a nadie, solamente los que las habitan.

Sarah recordó la fama que tenía de “grillada” la agente Knowles dentro del departamento. Se había cogido la baja hacía unos años para dar a luz a un niño que nació muerto y desde entonces había perdido los papeles, pero volvió al trabajo, porque la depresión no pareció ser más fuerte que su buena fama resolviendo crímenes, como el caso del nanocientífico imaginado o la nave fantasma de Jacksonville.

— Parece que has visto a un muerto –dijo Sarah Costigan, soltando el humo de su cigarro. Por delante de ella, pasó en ese momento la gente de la morgue con el cadáver de Bringham. Solamente Knowles se fijó en el rostro del hombre muerto–. Voy a mirar con la mierda de cibertableta si se ha cometido aquí un crimen… Doy mi brazo a torcer, ¡se nota que es viernes!

Al mismo tiempo, Carey Knowles se acercó a un cuadro holográfico que había sobre una de las estanterías de la sala de estar del piso donde se encontraban. En la foto, observaron a una mujer con una gran sonrisa y enormes gafas que eclipsaban al hombre que había a su lado.

— ¿A qué parecen felices? –preguntó Sarah con una sonrisa irónica–. A la mujer, Estela, le dio un ataque de nervios, según nos han dicho, y la han enviado al hospital. Por la farmacia que tenía en el mueble de baño, parece que llevaba tiempo jodida de la cabeza.

—Jodida de la cabeza –repitió Knowles, sintiendo un escalofrío. Sarah supo que no debía haber dicho aquello, ¿se habría dado Carey Knowles por aludida?

—Hay recetas por todo el apartamento –contestó Sarah con rapidez. Quería cambiar de tema–. Todo droga legal. Pero ¿a qué te apostarías que todas las recetas serían para ese Bringham? Acaso ¿no lo encontramos con las venas rajadas en la bañera?

—Esas recetas son de la esposa, ella era la que sufría las depresiones –dijo Carey.

—Vaya, me sorprendes. ¿Cómo lo sabes, cerebrito?

Las manos esqueléticas de Carey señalaron hacia uno de los muebles, luego las paredes.

—Toda la estantería, ese mueble, esa pared… están llenas de holofotografías. Ella era alguien apegado a su pasado. En exceso.

— ¿Cómo sabes que todo esto es de ella? Vivían juntos…

—Hay más fotos de él que de ella.

—Quizás el tipo era un narcisista cabrón.

—Él siempre aparece en segundo plano en las fotos, donde no parece disfrutar demasiado. Además, pocos narcisistas cabrones se quieren tanto como para matarse –contestó Carey. Era buena en su trabajo. A continuación, desplegó un panel de datos que controlaba todos los servicios de la casa inteligente–. Hay un montón de archivos también aquí, con carpetas de datos. Las fechas son antiguas.

— ¿Sólo por eso sabes que las recetas eran de ella?

—Has hecho esa pregunta estúpida sobre de quién era la receta y me ha hecho suponer lo más excepcional. ¿Te parece adecuado?

Sarah emitió un silbido, mientras veía un par de libros descargados en el ordenador del salón (todos de bioelectrónica). Luchaba por no estrangular a aquella bruja.

—Vaya, sí que vas a ser una auténtica coco, como decía la gente del departamento…

En realidad decían “puta psicótica experta en joder a todos”.

— ¿Cuándo sabremos si hubo un crimen aquí?– preguntó Knowles, disparando al aire sus ideas–. ¿No tramitaste la petición de datos con tu tableta?

Knowles había ignorado a Costigan de forma premeditada. La veterana Sarah no se lo tomó bien, pero intentó que el cabreo no se entrometiese en su trabajo.

—He pedido el informe, pero resulta que la esposa de Bringham era una pez gordo.

—¿Futuriblex?

—Exacto.

La empresa de nuevas tecnologías Futuriblex siempre colocaba un buen cortafuego en los expedientes de sus trabajadores y los familiares más cercanos de estos. Temían intrusiones de piratas informáticos y similares.

—Tardarán media hora en dar permiso para acceder a los datos –meditó Knowles. Sarah sentía que aquella mujer no le estaba hablando, sino que ella hablaba consigo misma.

—Sí, esos cabrones nunca cambian. Siempre supe que la idea de que los gobiernos se convirtiesen en conglomerados de multinaciones era una puta mierda.

 —¿Eres comunista?

—Ni de coña.

—Yo también odio la puta burocracia, Costigan.

Carey Knowles se puso en marcha, dirigiéndose desde la sala de estar hasta el largo pasillo. Sarah la siguió, no le caía bien aquella nueva compañera, pero quería saber si era verdad que tenía aquella misteriosa capacidad para resolver crímenes y sucesos peculiares. Durante el corto viaje hacia el baño donde apareció el cuerpo, Knowles se detuvo un par de veces observando más hologramas de recuerdos de aquel matrimonio y que adornaban las paredes.

—Muchas de ellas son fotos sin mucho talento –dijo Sarah Costigan intentando sacar tema de conversación.

—Más motivos para saber que ella era la deprimida. Para alguien que siente amor por el pasado, cualquier foto, por estúpida que sea, es magnífica.

—¿Sentía nostalgia por quién? No veo a nadie más en las fotos salvo su marido y estaba aquí…

—Quizás echaba de menos esa época de su vida. Y puede que sí echase de menos a alguien.

—¿Alguien vivo? ¿Por qué no disfrutar de esa persona que sigue viva y no de su pasado?

— Todos cambiamos y dejamos de ser quiénes éramos. Podemos echar de menos a alguien por cómo era en el pasado y detestarlo por cómo es en el presente.

Costigan hizo un gesto de afirmación, pero, en realidad, pensaba en cómo había tenido la mala suerte de acabar con aquella filósofa del tres al cuarto. No se fijó en que su compañera parecía haberse adentrado por aquellos pasillos como si conociese aquella casa. ¿Había estado en ella antes, como decía?

—He visto esta historia antes –dijo Carey Knowles yendo hacia la bañera–. Todo esto ha pasado ya.

Pese a que se habían llevado el cadáver, la sangre mezclada con el agua no parecía humana. No era roja y espesa, sino azul y diluida. Por eso las habían llamado a ellas, dos detectives: no era una muerte más.

—El suicidio del príncipe azul –musitó Sarah Costigan terminando su cigarrillo y dando un par de palmadas, como breves aplausos. Knowles le dirigió una mirada asesina, como si quisiese decir: “no contamines mi escena del crimen, pedazo de puta”–. ¿Qué mierda te debes meter en el cuerpo para que tu sangre se tiña de azul? No creo que fuese un puto alienígena…

—Huele a…

—¿A qué, Knowles?

—Costigan, ¿te gusta el olor de las gasolineras?

—Sí, pero no se parece en nada.

—No me refiero a las gasolineras de coches.

— ¿Podrías dejarte de tantos enigmas y decirme si tienes alguna idea de lo que está pasando?

—Eso es complicado, Costigan. Puedo saber lo que ha pasado en esta habitación, pero habrá tantos hechos que no conoceré… Pero aquí estoy encerrada en este momento, esperando saber qué vendrá después y… No lo sé. Es completa incertidumbre frente a todo, pero hay algo de este lugar que me habla del pasado, como si ya hubiese estado aquí antes.

—Te he dicho que te dejes de acertijos, agente Knowles –respondió Sarah y contempló detenidamente a aquella mujer de ropa barata, rasgos aviejados y mirada perdida–. No estamos en una serie de televisión donde yo tenga que ser la inútil y tú la brillante y excéntrica sabelotodo. Di qué coño ha pasado y punto

—Han pasado muchas cosas, pero pocas son las que puedo averiguar ahora – replicó Carey y lanzó un puñetazo al aire–. ¡Joder, lo sabía! ¡Joder!

—¿Qué sabías?

—¡La jodida medicación no me deja pensar con claridad!

Carey Knowles empezó a dar leves gemidos mientras cerraba con fuerza sus ojos y se daba golpes con nudillos en la cabeza, como si así intentase librarse de los efectos de la medicación. Sarah Costigan se quedó mirando el grotesco espectáculo, sin saber si era una crisis, pero sabiendo que se le había terminado el sucedáneo de tabaco.

—Esperemos a que la gente de Científica investigue esto y nos vamos a tomar un café, ¿quieres? Aprovecharé para comprar unos pitillos eléctricos y… ¿Me oyes?

Carey contempló durante unos instantes a Sarah Costigan, una de esas agentes que tenía una familia con problemas, se maquillaba más con el paso de los años e intentaba parecer una mujer dura que no le ponía los cuernos a su marido. La agente Carey Knowles sabía bastante de Costigan con solo contemplarla, por eso le dio la espalda.

—¡Joder, Costigan! ¡No…!

— ¿Qué? ¿Qué te pasa, Knowles?

— ¡Intenta guardar tus secretos, Costigan! ¡Estás jodiendo todo este lugar vomitando y vomitando más y más información sobre ti misma! ¡No puedo leer el resto del lugar contigo de por medio!

— ¿De qué me estás hablando?

—Te miro y sé todo sobre ti –contestó Carey Knowles sin dejar de darle la espalda–. Tu ropa, tu cara, tus gestos… Todo me dice cosas sobre ti e interfieres con el resto del lugar.

—Lo siento entonces, pero no sé qué puedo hacer…

—Lo peor es que he estado en este lugar y sé que supe todo sobre él en algún momento. No sé el qué ni cuándo, pero…

— ¿A qué te refieres a que sabes todo sobre mí?

—No voy a contestar a cosas evidentes que tú ya sabes.

—Esa es la típica respuesta de una adivina cutre de la red: te pregunto algo que ya  sé pero no lo digo, prefiero que lo digas tú y luego asentir diciendo que ya lo sabía y solamente te ponía a prueba.

—Guárdate esa mierda y dime si nunca has sentido que has estado antes en un lugar, Costigan.

—No, joder. ¡No soy un bicho raro como tú, Knowles, joder!

Costigan pensó que se había pasado con aquello y sintió que quizás debía pedir disculpas a la rata de biblioteca de Knowles, pero ella pareció incluso sonreír y siguió mirando a su alrededor. Se estaba calmando, ya no se daba golpes, solo paseaba su mirada por todo el lugar como un escáner y respiraba profundamente mientras decía cosas extrañas.

—Hay una teoría de que los lugares guardan memoria a lo largo de su historia, Costigan. Han conocido historias de amor, desdicha, alegría, desgracia… Y, a veces, el equilibrio se va a la mierda y la balanza cae abajo, abajo y más abajo. Créeme, hay sitios que son cementerios en vida y quieren seguir siéndolo. Ve a uno de esos lugares y seguramente te pasará algo malo.

— ¿Qué mierda de teoría es ésa, Knowles? ¿Me estás hablando en serio o te estás quedando conmigo? ¿Me estás queriendo decir que hay lugares que entran en la mente de la gente y hacen que hagan cosas desagradables o cosas geniales porque sí? ¿Volvemos a las putas casas encantadas?

—Olvídate de supercherías y falsas negaciones, Costigan. Si se estudia lo suficiente un lugar, se puede seguir su historia y la de la psicología viva que envuelve los lugares.

—Eso es una mierda fatalista, Knowles. Por ejemplo, te cargas todo el libre albedrío.

—El libre albedrío es solamente una ilusión para que la gente no se vuelva loca. Este hombre terminó aquí porque estaba cansado de saber eso, que su vida no tenía sentido porque otros poderes lo movían y él no era responsable de eso.

— ¿Justificas a un puto suicida? Alguien que se mata a sí mismo solo es alguien que se ha dado por vencido.

—Claro que se dan por vencidos… Todos hemos naufragado en la existencia. Algunos permiten que se los lleven las olas, otros luchan por persistir y hay gente como esta que decide ahogarse finalmente. Seguimos existiendo porque podemos intentar olvidar esa verdad, que todo es un caos controlado. A veces puede ser la familia, como es tu caso, lo que te hace vivir. En otras ocasiones, puede ser el deseo de resolver cosas como éstas, para mí al menos. Pero hay gente que no encuentra una forma de distraerse…

—Has hablado de poderes que nos mueven, ¿te refieres a Dios?

—Si Dios existe y defiende la existencia de esos poderes que convierten las vidas en absolutos vertederos, me gustaría que no existiera.

—Vete a la mierda, joder. Hablas de un caos controlado, ¿entiendes acaso el significado de esas palabras, Knowles?

—Castigan, sé de lo que hablo.

— No creo que sepas ni siquiera de lo que estás hablando. ¿Poderes? Anda ya…

— Cada uno intenta como puede poner una ilusión de orden ante el poder del inevitable caos.

Esa frase resonó en la mente de Sarah, pero la espantó contestando:

— ¡Si existiera un poder que nos gobernase y controlase no habría caos ni tú tendrías que poner orden a nada, guapita!

—Costigan, nadie ha dicho que esos poderes que nos controlan pongan todo en orden. Quizás quieren el caos. Tal vez hay que enfrentarse a ellos. Algunos elegimos investigar y otros rajarse las venas.

Hubo unos instantes de silencio en los que Sarah Costigan pensó en si pegarle un par de puñetazos a aquella zorra nihilista le jodería de sueldo y trabajo demasiado tiempo. Entonces, Knowles encendió su tableta y sacó de ella un holograma del arma usada por el suicida, era un trozo afilado de hierro candente.

—Pensaba que una cuchilla sería más fácil para suicidarse –opinó Sarah Costigan queriendo olvidarse del debate.

—Nada es fácil –contestó Carey.

—Claro que no, sino ya sabrías si es verdad que has estado aquí antes…

—Me he atontado en este tiempo, pero escucho mi voz en el pasado. Todo el tiempo pasa continuamente. No existe pasado, presente ni futuro. Todo ocurre a la vez. Y sé que yo estaba aquí y que yo hablaba con alguien.

—Estás como una puta cabra… Me voy a tomar un café mientras llega el jodido informe si esos listillos de Futuriblex dan permiso…

Sarah Costigan se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Tocó el picaporte, abrió y cerró con un portazo. El golpe no fue extremadamente fuerte, pero fue como si Carey Knowles se sacudiera tras que una bala le abriese el cráneo. Cuando el falso disparó salió de su cabeza, un montón de piezas se movieron formando una imagen y se dio la vuelta, abrió la puerta y se marchó por el pasillo para decirle a Sarah:

—Esa mujer trabaja de científico dentro de Futuriblex.

—Sí, en el área de bioelectrónica –contestó Sarah Costigan. ¿Su compañera al final quería un café?–. Me fijé en los libros de la sala de estar.  Supongo que era una listilla como tú.

— ¿No entiendes lo que ha pasado?

—No, no entiendo nada –dijo Sarah y se detuvo intentando encontrar las respuestas que parecía haber encontrado Knowles.

—La sangre azul… No era sangre.

— ¿Entonces?

—Mi exmarido tenía un robot. Cada dos años tenía que llevarlo a revisión y solían pedirle siempre una variante de aceite de Futuriblex cuyo olor… Ese puto olor estaba en esa bañera, perforando mi nariz como agujas…

— ¿No era sangre sino aceite? Los chicos de Científica van a reírse mucho entonces… Un hombre que vomita aceite, tal vez… ¿La listilla lo envenenaría con aceite?

—No era un hombre, joder, Costigan. ¡Era un robot!

Costigan sintió ganas de querer encender un cigarrillo solo para apagárselo en los ojos a Knowles. ¿Un androide? ¿En serio?

—Los androides no pueden tener formas de personas. Son cachivaches en blanco y negro con cara de tostadora…

—Por ahora han sido así. Estamos en el reino de una tipa que sabe de bioelectrónica y trabaja en la compañía más avanzada del mundo.

— ¿Me quieres decir que esta mujer construyó un robot para tirárselo? ¿No le era más fácil pillarse un consolador?

Costigan estuvo a punto de reírse de la locura de Knowles justamente cuando la tableta hizo un sonido brusco avisándola de que había recibido su respuesta para una petición del informe. Futuriblex se había dado prisa. La detective empezó a mirar el historial y encontró que unos tres años antes algo había pasado en el piso.

—El primer marido de esta tipa sufrió un accidente en este baño hace un par de años. Se resbaló y se abrió la cabeza contra la bañera (yo la hubiese cambiado...).

— ¿A qué agente mandaron a este sitio?

—A una policía antes de convertirse en detective… y deberías saberlo.

—Era yo –dijo Carey Knowles entendiendo de dónde venían sus recuerdos. Ella se había marchado por ese pasillo, cerrando la puerta del portazo.

—Estuviste aquí cuando el primer marido murió. ¿Concluimos que la tipa creó un robot para pasar una buena temporada?

— ¿Por qué un robot se metería en una bañera?

—Knowles, existen programas para androides en el mercado negro. Algunos consisten en recrear acciones humanas. Si eso se puede comprar en los sitios más bajos, ¿qué no podría hacer una tipa que sepa de bioelectrónica?

—Dos maridos muertos en el mismo lugar, Costigan…

— ¿Piensas en una salvaje asesina del baño? –preguntó Sarah y se echó a reír.

— ¿Cómo era el primer marido?

La pregunta de Knowles era extraña, pero Costigan supuso que era curiosidad. Abrió el proyector holográfico y buscó la fotografía. Cuando la halló, pinchó en ella con sus dedos e hizo que el espectro del holograma la reprodujese.

Ambas policías se quedaron viendo a un hombre de unos cincuenta años, con perilla, sonrisa breve, con pequeñas gafas, ojos tímidos, algunas arrugas, escasez de pelo... Costigan y Knowles ya habían visto a aquel hombre…

— Está en cada una de las fotos de la casa –dijo Knowles asintiendo.

— ¿Crees que el robot se suicidó porque su mujer depresiva tenía fotos de su primer marido por todos sitios? ¿Puede un robot sentir tristeza, Knowles?

— Lo que sí puede sentir es un hierro candente… seguramente es la única forma de atravesar su falsa piel –replicó Carey dándose cuenta de que el androide se había matado así por su condición.

—Cerremos esto después entonces, Knowles. Buen trabajo. Vamos a comer.

Sarah empezó a caminar para irse del apartamento, sin embargo Knowles no se movió.

— ¿Qué coño te pasa ahora, Knowles?

— ¿No lo entiendes, Costigan? Tú no miraste al cadáver del suicida, yo sí.

— ¿Te me vas a poner sensible?

—No viste su cara.

— ¿Qué? ¿Qué le pasaba a su careto? ¿Estaba muy triste porque su mami era tan gilipollas que seguía pensando en su primer esposo?

—Costigan, no viste que el rostro del primer marido era el mismo rostro que el del segundo marido.

— ¿Qué quieres decir? ¿Esta tipa se construyó un robot de su primer marido? ¿Para qué?

Sarah pronto reunió aquellas pistas y supo responderse a sí misma, pero tuvo que escuchar a Carey:

—Para intentar que su marido, Eric Bringham, pareciese que no había muerto.

— ¿Para qué? ¿Alguien está tan colgado como para pensar que un robot que se parece a su marido es su marido muerto? Lo suyo era una puta máquina. ¡Joder!

Sin embargo, Sarah Costigan se acordó de todas aquellas noticias sobre avances en las mentes de los robots. ¿Acaso no había gente con Alzheimer que creaba chips con bases de datos para no olvidar? ¿Podría insertarse los recuerdos y la personalidad de alguien en un androide? ¿Eso haría que el autómata se comportase como la persona de la que procedían sus vivencias?

—Vamos a por una cerveza –pidió Carey Knowles, aunque Sarah Costigan sentía que se le había ido el hambre o las ganas de beber, ya fuese un café o un poco (o un mucho) de alcohol.

Mientras volvían en coche, Costigan no podía dejar de pensar en el caso. Siempre intentaba que la realidad no la afectase. Quería huir de todo lo que la rodeaba; deseaba que las cosas fuesen a mejor en su vida que en su trabajo. Aquella vez, no pudo. En su cabeza veía a la mujer que hizo un doble mecánico de su marido muerto solamente para intentar superar la pérdida.

Sarah sería incapaz de hacer eso con Phil. Si él se moría, ella debería negar, sufrir, llorar y superarlo. La vida era así. Un robot con el rostro de él y una personalidad similar, configurada a partir de sus recuerdos dejados en la nube, no serían Phil.

Pero ¿y con su madre? Sarah la perdió siendo ella muy pequeña, casi ni la recordaba. El cáncer había vencido a su madre, pero ¿el robot no sería como ella? ¿No hubiera estado bien que su madre la hubiese criado, le hubiera enseñado a caminar, leer, escribir, la forma de ser de los hombres…? Ella debía saber que su madre era un robot, claro, pero sería como ver la televisión y que te críe, no había nada malo en eso, ¿no?

Tal vez, con el tiempo, Futuriblex se dedicase a sacar robots con el carácter y el aspecto de un ser querido muerto. ¿Sería una forma de lograr la inmortalidad o que la gente no sintiese la pérdida de sus seres queridos? Sarah intentaba contestar aquello y también pensaba en cómo, de pronto, podría aparecer un iluminado que propondría hacer robots con el aspecto de una persona y con otro carácter que quisiese el cliente. Ella habría comprado así un robot de su padre, que sufría demencia severa ahora y los chips no los cubría el seguro médico y tampoco se lo merecía, siempre había sido un alcohólico. Tal vez, incluso podría comprar un robot que se comportase igual que su hija Francine, pero con un aspecto no tan jodidamente feo (salió a su padre).

Las ideas pululaban por su mente. Sarah seguía conduciendo, pero miró en ese instante a Carey Knowles que estaba en el asiento del copiloto, mirando hacia el techo. Aquella mujer era completamente extraña, pero había sido brillante uniendo piezas. ¿Estaría pensando en resucitar a su niño nacido muerto por medio de un robot que fuese una réplica exacta? Futuriblex podía sacar pasta con robots que creciesen, vendidos a mujeres que perdían sus hijos… ¡Qué locura! Mujeres con hijos muertos, criándolos como bebés de juguete para niñas. ¡Qué extrañamente divertido!

“Y cuando sean hijos pequeños que se pierden porque un pederasta los ve apetitosos o sufren algún accidente, ¡quizás la policía no deba buscarlos y los padres compren un robot que se le parezca! El negocio de la ley se irá a la mierda, como el sentimiento de que se te vaya un ser querido, pero Futuriblex se alzará”, pensaba Sarah Costigan. Tal vez tendría que buscar trabajo en aquella empresa. “No habrá muerte en el mundo del mañana”.

Cuando volvió a pensar en la mala suerte de la científica, la agente acabó viendo aquel baño de un suicida y un hombre que sufrió un accidente. Pensó en algo digno de una loca y, queriendo hacer una broma sobre tan macabro hecho, lo dijo:

—Joder, ¿te imaginas que el primer marido, el de carne y hueso, se tropezó en el baño no porque se fuese a duchar sino porque iba a suicidarse? Si tienes recuerdos fieles de alguien así, un suicida en potencia, e insertas su chip con su personalidad a un robot, éste no podría escapar del virus de la tragedia humana…

Carey Knowles no se rió como Sarah, que poco a poco borró aquella sonrisa y comenzó a pensar en lo que acababa de decir y en porqué Knowles no se reía. Quizás, no era un chiste, tal vez era sólo la realidad, el motivo por el que la científica había acabado aquella tarde en un hospital. Resucitas a alguien pensando que murió en un accidente y solo descubres, cuando se suicida, que la primera vez que falleció fue también un suicidio…

Durante lo que quedó de viaje, Knowles solamente dijo algo que no dejó dormir a Costigan durante toda la noche:

—Cada uno intenta como puede poner una ilusión de orden ante el poder del inevitable caos.

 

 

 

Soy Carlos J. Eguren. Escribo novelas, relatos, guiones, reportajes, microrrelatos… Historias. Adoro las historias y me considero un juntaletras.

En 2011, nació Maverick la Mil Veces Maldita, mi antiheroína steampunk cuyos relatos han aparecido en diferentes publicaciones, hecho del que enorgullezco (de lo contrario, Maverick me volaría la tapa de los sesos). En 2013, quedé finalista en el IX Concurso de Relato Breve de la Universidad de La Laguna con Prisionero de un mundo feliz, suceso del que me alegro bastante al ser una obra de ciencia-ficción.

En otros apartados, he escrito y dirigido el corto No quiero verte ni muerta, el cómic breve ¿Desea actualizar? (El Arca de las Historietas), diferentes relatos para el portal Action Tales, varios cuentos para Ánima Barda y he colaborado con revistas como Axxón o Minatura.

También he publicado en diversos compendios, entre los que destaco Antología Pulp (Dlorean Ediciones) y Qué ha sido eso (ed. Ánima Barda).

A finales de 2015, se publicará mi novela Hollow Hallows tras su paso por las redes sociales de lectura gratuita.

Para más información

https://www.goodreads.com/author/show/7409976.Carlos_J_Eguren">https://www.goodreads.com/author/show/7409976.Carlos_J_Eguren">https://www.goodreads.com/author/show/7409976.Carlos_J_Eguren


¡Gracias por leerme! ¡Te debo una historia!