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El que no comía gambas

By Pacoman

Las trompetas y los ropajes del heraldo irrumpieron en la humilde jaima del viejo, ciego y derrotado Marsuf.

— ¡Levanta viejo gandul! Tu sultana y la princesa se dignan a entrar en esta pocilga. ¡Levántate perro! —Marsuf, despertó del sopor que las bebidas espirituosas regalan a sus más fieles seguidores.

—Buenos días.

El viejo tapándose su inmunda desnudez atinó a responder:

—Mi señora Miriam, perdonar a este viejo carcamal, si sus heraldos se hubieran adelantado a su persona, tiempo habría tenido de adecentarme.

—Sabes que me divierte verte azorado y espero que esta vergüenza te desincentive a beber como si no hubiera mañana. No tolero el alcohol entre mis súbditos, pero a ti te lo consiento. No abuses, no vaya a agotárseme tanta magnanimidad.

—Pero que oyen mis viejos oídos ¿no es ese ratoncito la bella Maragda?

Un torbellino de sedas salto al cuello del viejo pirata y traidor, haciéndolo caer sobre sus espaldas.

— ¿A qué debo tanto honor?

—Una infección se ha declarado en Orlón y todos están en sus tiendas. Pero Maragda se aburre y quiere que le cuentes una historia.

—Vaya ahora soy un nuevo Boccaccio.

—No, mejor una nueva Sherezade, mi princesa es muy jovencita para algunos cuentos del Decamerón, viejo picarón.

—Como tú mandes mi sultana— el viejo vagabundo estelar se inclinó con una picara sonrisa.

—¡Marsuf! ¡Cuéntame un cuento!— grito la joven Maragda. La nube de sedas que la envolvían se aposentó, quedamente, junto a su madre.

— ¿Y qué te cuento perla de Oriente, rubí del este, felicidad de Orlón, la …. —interrumpió la eterna retahíla, la sultana: —Cuéntale porque no comes gambas, viejo tramposo.

—Sí, ese será un buen tema para empezar, pero te acabaré contando una vieja historia de renuncia, de renuncia por amor. Empecemos pues, Princesa Maragda no creas que no como gambas porque no me gustan. No me vuelven loco, pero si las comería, si peladas ya estuvieran.

— ¿Entonces, por qué no las comes?

—Porque no están peladas. Me gustan las gambas, pero liberarla de su piel de crustáceo decápodo me reporta una desutilidad que unida a la utilidad de comerlas lo hacen en total inferior a cualquier alternativa alimenticia disponible, que es la que acabo escogiendo.

—Entonces ¿no comes gambas porque hay otras comidas?— inquirió la joven princesa.

—Muy bien. Quien ofrece gambas cocidas en una comida a la que yo asisto, no es pobre, y de pobre sería ofrecer únicamente gambas en un banquete. En los banquetes se ofrecen gambas y se ofrecen otros muchos manjares. Cuando decido que voy a comer valoro la utilidad que me reportarían, de comerlos, los distintos manjares restándole los esfuerzos necesarios para comerlos: como por ejemplo pelar una gamba o abrir una nuez. De entre todas las utilidades netas escojo la mayor y ese es el alimento que escojo y como.

—¿Y siempre comes lo mismo?

—No. La utilidad que me da comer un dátil se reduce con cada dátil que como. Me gustan los dátiles, sobre todo el primero. Cuando ya he comido uno, un segundo me apetece, pero menos que el primero y más que el tercero. Es muy posible que tras comer el segundo me sea mucho más placentero comer un primer trozo de queso de cabra, que un tercer dátil o que la primera gamba por pelar. Así midiendo la utilidad en cada alternativa, cada vez que he comido algo, es cómo voy seleccionando lo próximo que comeré. Y nunca como una gamba, pues siempre hay suficientes y variados manjares en la mesa, lo que permite que la utilidad de los alimentos comidos por mí, nunca baje tanto como para que la utilidad neta de comerme la primera gamba y pelarla sea mayor que repetir algún otro mangar ya comido, pese a lo decreciente de su satisfacción. Además, yo soy de poco comer.

—Sí, bellaco, eres de poco comer pero de mucho beber. Y esto de la utilidad decreciente que le cuentas a mi hija ¿no te lo aplicas al vino?

—¡Ah! Mi señora Miriam, no como a la vez que bebo. No bebéis lo que yo bebo, y doy mil gracias a su magnánima indulgencia por dejar,  que a escondidas, pueda beber, lo que yo bebo. Maragda no bebo para calmar mi sed, bebo para sobrellevar la insoportable levedad de mi ser. Y para eso no hay sustitutivos al vino, al menos en Orlón… ni tampoco los quiero. He llegado a ser amigo de mis demonios y camarada de mis resacas, no voy a poner en peligro esas relaciones por conocer un sustituto. Cuando sólo hay un bien que cubre una necesidad, no hay elección, sólo consumo hasta saciar mi necesidad. Pero intuyo que mi princesa no ha quedado convencida con mis explicaciones. ¿Es así Maragda?

—Las gambas peladas te gustan, las sin pelar no.

—Entiendo que no comes gambas porque tienes que pelarlas. —Tomó la palabra la sultana—. Cuando hay gambas que pelar, siempre hay otras muchas cosas que te gustan más. Tantas, que nunca ocurre que antes de saciarte te apetezca una gamba que pelar, pues un cuarto dátil o un segundo trozo de queso te es más apetecible. Cosa que no te pasa con el vino, pues sólo el vino te sirve para emborracharte, no trates de engañar a la pequeña; pues bebes hasta que no te cabe una gota más.

Las risas llenaron la sucia y raída jaima, lugar impropio de sultanas y princesas, aún así, la princesa Maragda pasó algunos de los mejores momentos de su infancia con aquel bellaco malhablado y medio ciego.

—No quiero que te lleves una opinión equivocada. La elección es virtuosa, como hemos visto con las gambas. Cuando no hay elección como en el vino, no creáis que me abandono hasta que no puedo más, bebo hasta alcanzar la embriaguez. Sé que este ejemplo no es… el mejor. Tengo otro, de como, en ausencia de elección, la moderación se impone frente a acaparar hasta reventar, como se acapara papel del culo en cualquier pandemia viral de tres al cuarto.

—Tú ¿moderado? Ni el día que naciste– aseveró la sultana.

—Me entristece oírlo de mi sultana, su padre, él nunca suficientemente loado Jesup ben Omar el Mokri me conocía y tenía mejor opinión que mi sultana. El sabía que a pocas cosas soy más aficionado que a los cuentos de un viejo detective llamado Sherlock Holmes, y sin embargo nunca lo leo… bueno casi nunca. Y eso que tengo sus 56 cuentos y 4 novelas en lenguaje Brallei.

—Marsuf, cuéntame eso. Que no lo entiendo. Nada te gusta más que leer cuentos de tu viejo detective, pero nunca lo haces ¿Por qué?

—Bien, retomemos. Hemos visto que la utilidad marginal, aquella utilidad que nos da la última unidad consumida, ya sea de dátiles o de vino, es menor que la que da la anterior unidad, pero mayor que la próxima.

—Cada vez que comes algo o bebes un trago te gusta pero menos que lo anterior que comiste o bebiste.

—A ver si yo lo he entendido —vino a aclarar Miriam, más por ayudar a su hija que por necesidad propia—. Un dátil me da mucha utilidad, si como un segundo dátil aumenta la utilidad total, es decir la utilidad marginal de la segunda unidad, es algo así como la diferencia de la utilidad total tras haber comido dos dátiles menos la utilidad total de haber comido uno solo. Y según nos quieres contar, la utilidad marginal de los siguientes dátiles es cada vez menor, y por eso la llamas decreciente.

—Así es, cada nuevo dátil reporta cada vez menos utilidad, pero siempre positiva. Es lo que se conoce coma la ley de la utilidad decreciente. Y esa ley aplica siempre, bueno casi siempre. Pero esas excepciones te lo contaré, cual nueva Sherezade, la próxima noche de las mil y una. Ahora centrémonos en porque (casi) no leo a Sherlock.

—Vale, cuéntamelo.

—Cada vez que leo un cuento, que no he leído nunca, del detective consultor obtengo una grandísima utilidad marginal. Pero si leyera otro seguidamente la utilidad marginal disminuiría mucho y además me quedaría un cuento menos sin leer. Entonces lo único que puedo hacer es parar. Esperar que pase mucho tiempo para que la utilidad marginal vuelva a crecer.

—¡No lo entiendo! ¿Por qué, que pase el tiempo hace que la utilidad marginal crezca?

—Fácil. Cuando te comes el primer dátil te gusta mucho. Pero si no comes más hasta el día siguiente y entonces sí, te comes otro, ¿es mayor o menor la utilidad del de hoy o el de ayer?

—Más o menos igual— contestó ávida la princesita.

—Pues ahí lo tienes, una vez que pasa el suficiente tiempo, la satisfacción se repone. Tengo que dejar pasar el tiempo suficiente para que se recargue.

—Vale, lo entiendo. Lees uno cada mucho tiempo para que cada vez que lees uno, sea como el primero.

—Eso es y eso sería suficiente. Pero además, cuando ya te haces viejo y te quedan menos días que vivir que los vividos es cuestión de repartir. De alargar los cuentos que me quedan por leer parar cubrir los días que me quedan por vivir. Me gustaría no privarme nunca de un último cuento por leer con la máxima utilidad marginal por disfrutar. Esa y no otra es la forma de maximizar su disfrute. Esto es renunciar a los cuentos de Sherlock, precisamente por amarlos tanto. Eso es vivir con desapego.

—Epicúreo enseñaba lo mismo— sentenció Miriam.

—Mi sultana, he contado a la princesa un cuento viejo con las nuevas palabras de hoy, no dije que el cuento fuera original, pues nada nuevo hay bajo el Sol, sólo procuré que fuera entretenido.

–Y dime Marsuf ¿esto de la Ley de la utilidad marginal decreciente se inventó para que un viejo borracho como tú cuente estas viejas historias?

—No, mi sultana. Se inventó para resolver la paradoja del agua y el diamante.

— ¿Y qué paradoja es esa?— preguntó Maragda.

— ¿Cómo es posible que siendo el agua imprescindible para la vida valga tan poco, mientras que un diamante que sirve de tan poco, valga tanto?

—Buena pregunta, pero será mañana, pequeña princesa cuando Marsuf te la contestará, es hora de irnos.

—Con su permiso mi sultana, será mañana cuando la princesa me proponga su respuesta, pues un cuento no ha cumplido su función hasta que no se aprende su moraleja. Pero una pista le daré a mi bella Maragda: Ningún sediento compra diamantes.

ANEXO

Marsuf es un entrañable personaje creado por Tomás Salvador en 1964 del que escribió dos antologías de relatos: Marsuf El vagabundo del Espacio (1964) y Nuevas aventuras de Marsuf (1971), particularmente mi Marsuf bebe directamente del último Marsuf, el del cuento que cierra la segunda antología: “Marsuf y los piratas”.

En economía, la función de utilidad es un unicornio rosáceo necesario para dar coherencia interna a la teoría del consumidor; necesaria para obtener las funciones de demanda del mercado. La función de utilidad es una función que nos da los útiles obtenidos por los individuos al consumir una cesta de bienes y servicios.  Nace a finales del siglo XIX como un intento desesperado de construir una teoría económica científica, diferente de la clásica (que no lo es) sobre la que se sustenta la economía marxista (que si es científica). Se necesita una teoría de la fijación de precios distinta a la mano invisible de Adam Smith. En un principio era necesario un enfoque cardinal, es decir se requería conocer exactamente los útiles que obtenían los consumidores. Lo que es del todo imposible: era pura ciencia ficción. No fue hasta que el inglés William Stanley Jevons  entorno a 1862, el austriaco Carl Menger (fundador de la funesta escuela de pensamiento económico austriaca)  entorno a 1871 y el suizo Léon Walras entre 1874 y 1877 que se obvió ese aspecto, pudiendo por primera vez presentar batalla científica a las teorías desarrolladas por Marx.

La paradoja del valor del agua y los diamantes es antigua, ya Nicolás Copérnico en el siglo XV la analizó, pero no es hasta Adam Smith, en el XVIII, que no se cimentan sus soluciones. 

Pudor me da hablar de Epicúreo de Samos muerto el 270 a. C., apuntar que lo descrito es una búsqueda de la Ataraxia.