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El sector C-33

Peloche, Mario

A Philip K. Dick y sus mundos lisérgicos

 


El interior de la astronave estaba iluminado por una suave luz pulsante procedente de las paredes que se reflejaba en el citoplasma verdoso de los dos tripulantes.

-Por las lunas gemelas de Casiopea, Gab-rel, todavía no entiendo a dónde nos dirigimos.

Gab-rel enfrentó su ocelo ambarino con el de su compañero, observando con él la forma ameboide de su compañero, que era en todo idéntica a la suya, pero no realizó ninguna modificación perceptible con sus pseudópodos en las hendiduras del tablero de navegación que controlaba.

Ez-kiel insistió.

-Escucha Gab-rel, quizá nos equivocamos. Nunca encontraremos un planeta donde las fuerzas de la Primera Colonia no puedan encontrarnos. Quizá nunca debimos huir. Quizá debimos hacer caso al Padre fundador y…

-¡Interrumpe de una vez tus lamentos! ¡No soporto tu comportamiento de hembra ganimediana!

El citoesqueleto de Gab-rel se había agrandado al igual que la vacuola que permitía la fonación, por lo que la señal de amenaza era más que evidente.

Ez-kiel fluctuó, pero no dijo nada.

El tamaño de Gab-rel se normalizó, y alargando un pseudópodo instó a Ez-kiel a que mirara hacia su derecha.

-Observa atentamente la proyección.

Un mapa holográfico se desplegó en la aséptica atmósfera de la astronave, mostrando las estrellas y sus magnitudes como puntos luminosos de distintos tamaños, y las distancias entre ellas en paralelajes de un segundo de arco.

Gab-rel desplazó con sumo cuidado su órgano táctil sobre la superficie del mapa.

-He aquí nuestra taxis, la ruta que hemos recorrido desde que escapamos de la prisión orbital de Regulus. Sigma Libri, Slevatan, Andrómeda, Proción y Sirio. Llevamos recorridos 75’3 años-luz, y calculo que en unos cuantos parsecs llegaremos a algún planeta apto para habitar temporalmente y escapar por fin de los que nos persiguen.

Ez-kiel emitió un sonido similar a un bufido, al parecer nada impresionado por la lección de Astronomía.

-Espero que así sea.

El viaje continuó en completo silencio. Los dos tripulantes se habían retirado a puntos opuestos del habitáculo, replegando su cuerpo con lo que ralentizaban al mínimo su metabolismo basal. Además, de esta manera evitaban nuevos enfrentamientos. No era agradable pelearse con un amebiano y sentir en tu cuerpo la desagradable intrusión de un pseudópodo, sobre todo si al final no te resultaba tan desagradable.

La astronave lenticular se desplazaba a una velocidad cercana a la de la luz  gracias a que se encontraba rodeada por un campo antigravitatorio generado por las corrientes magnéticas que circulaban incansables por su revestimiento externo de pirita.

Las estrellas formaban estelas a su paso producto de la elevada velocidad de tránsito, formando un caleidoscópico mosaico de luces añiles y blancas. De repente, tras pasar por Alpha Centauri, algunas de las estelas empezaron a amalgamarse, formando puntos que empezaron a medrar y a dirigirse directos hacia la nave.

Se oyó una detonación y la nave experimentó una brusca sacudida.

Las luces del habitáculo habían pasado a un desagradable color bermellón que latía como un corazón enfermo al ritmo que marcaba una estridente alarma que inundaba el ambiente.

-¡Nos han encontrado!

 Gab-rel desplazó su cuerpo hacia el tablero circular de navegación mientras su compañero extendía el suyo afanado en ayudarle, pero antes de que pudieran tocarlo otra detonación sacudió la nave. El pandemónium de la alarma se hizo insoportable cuando la nave perdió su estanqueidad por una fisura en el casco. Los dos tripulantes se vieron lanzados con violencia hacia la pared, desparramándose por el impacto su contenido citoplasmático por todas partes.

El vacío del espacio se hizo dueño de la nave.

Mientras las paredes rezumaban centriolos y mitocondrias, la nave caía en picado sin control.

El mapa estelar se desplegó por última vez, mostrando el rumbo. Habían penetrado en el remoto sector  C-33, que formaba parte de la Vía Láctea, y su destino final era un pequeño planeta de agua en ebullición y tierra volcánica, con un solo asteroide y donde una pequeña estrella lo bañaba de luz.

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El casco destrozado descansa en un lecho de agua primigenia. Las constantes tormentas eléctricas y las violentas erupciones volcánicas bombardean el agua haciéndola inviable para que nada vivo more en ella. Pasa el tiempo, y parte de la pirita del casco se descompone en iones de hierro y azufre que enriquecen el agua que la contiene como hacen las surgencias volcánicas que pululan por doquier. Poco a poco, van originándose moléculas que encuentran en esta superficie de pirita cargada un refugio donde adherirse y escapar del medio hostil que las rodea. Cada vez más deprisa surgen colonias más y más complejas mientras inician sus procesos fotosintéticos, a la vez que empiezan a aislarse del resto mediante membranas.

Un buen día surge un pequeño protozoo. Penetra sin miedo en el vasto ecosistema de la nave, porque sabe que en este mundo primitivo él es el culmen, el tiburón de la cadena trófica.

Con curiosidad navega por este proceloso mar, y se dirige sin pensar hasta lo que parece un asidero, un refugio quizá. Entonces, con sus pseudópodos, tantea las hendiduras del tablero que tiene delante.

 

Mario Peloche Hernández nació en Cádiz en 1975. Es licenciado en Ciencias Biológicas por la Universidad de Extremadura.  A finales de 2013 publicó su primera novela con la editorial Atlantis, "Hécate, que aúna el suspense y la ciencia ficción. Ha colaborado con su relato "Apnea" en la antología de relatos "Golpe a la Violencia de género", de la misma editorial, y en la revista cultural "Norbania" con su relato "El beso".