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El sonido del silencio

Fernández, Silvia Alejandra


 


 

Y la gente se inclinó y rezó, al Dios de neón que habían construido, y el letrero emitió su aviso, con las palabras que estaba formando, y el letrero decía: "Las palabras de los profetas están escritas en las paredes del metro, y en los vestíbulos de las casas y susurradas en el sonido del silencio".

Simon and Garfunkel


 


Celina se preparó un café apenas cortado con unas gotas de leche, y se apoyó contra el vidrio de la ventana de su cocina. Siempre le gustó la vista desde ese lugar.


La avenida Luro terminaba justo en la playa Bristol y, a la tardecita, a ella le gustaba ver las gaviotas volando sobre el mar.


Si se asomaba un poco, alcanzaba a ver las luces de la ciudad de Santa Clara, distante a quince kilómetros de Mar del Plata.  En días muy despejados, hasta se vislumbraba Mar Chiquita, que estaba un poco más lejos.


 Mirando hacia el otro lado veía la plaza San Martín, con sus pinos y canteros con flores. En verano siempre estaba llena de turistas que se detenían  a ver a artistas locales, que hacían improvisados shows por unas monedas. Muchos paseantes se sentaban en los innumerables bancos, solo para disfrutar del aire libre.


 Esa tarde le asombró la poca cantidad de personas que había en la calle. Pudo contar solamente siete y todas eran gente mayor haciendo compras de último momento.  Sus amigos, que siempre estaban en el café de enfrente a esa hora, hoy no estaban.


—Raro, muy raro— murmuró para sí misma.


Decidió terminar su café leyendo algunos e-mails y viendo que había de nuevo en Facebook. Le sorprendió ver que todos sus contactos estaban conectados aún los que vivían muy lejos, en países donde ya era de madrugada.


Un súbito dolor de cabeza la hizo tambalear; se masajeó la nuca intentando calmar esa puntada que sentía. Caminó hasta el baño y se mojó la cara con agua fría, se tomó un ibuprofeno y se fue a acostar.


Esa noche sintió  una incomodidad cuyo origen no pudo identificar. Estaba aletargada, aunque  no logró dormirse. Alrededor de las cuatro de la madrugada se levantó, cansada de dar vueltas en la cama, y se preparó un té de tilo. Se sentó en el sillón verde, su favorito, y recién entonces se quedó amodorrada.


En la mañana le dolía todo el cuerpo como si estuviera con gripe;  apenas bebió unos sorbos de café tibio antes de ducharse e ir a abrir Chiquitines, su local de venta de ropa para niños.


Le llamó la atención la extraordinaria soledad de las calles.


— Ya veo que hoy es domingo ja, ja, ja — farfulló, mientras consultaba la fecha en su teléfono. Pero no; era lunes y a esas horas debería de haber un tránsito insoportable  y mucha gente en la calle.


Solamente había pequeños grupos dispersos, casi todos mirando sus teléfonos móviles.


Vio en la vereda de enfrente a Sabrina, que vive en el 16 G, justo al lado de ella.  Celina agitó la mano saludándola, llamándola por su nombre. Esta levantó la mirada pero no le respondió, como si no la reconociera.


—Definitivamente es un día extraño—pensó, mientras cerraba su negocio bastante antes que lo habitual. No había entrado nadie, ni siquiera a consultar un precio.


La cabeza le continuaba latiendo sordamente y decidió tomarse el resto del día libre y reponerse descansando en su casa.


Rezongó bastante al llegar y darse cuenta que no había wifi; últimamente funcionaba de manera fluctuante.


Preparó un par de sándwiches livianos y se acostó. Esa noche durmió bien, sin pesadillas ni dolores de cabeza.


En la mañana se levantó con más energía; preparó un café cortado apenas con leche, como siempre, y encendió la radio.


Siempre escuchaba Recuerdos en la arena, un programa de  una FM local. Le encantaba la música que pasaban y se divertía mucho con los comentarios de los oyentes. Esa mañana, todos hablaban de lo vacía que estaba la ciudad, de gente que parecía estar desorientada o como ausente, de las fallas de la Internet (alguien, que se identificó como Esteban de Perla norte, hizo notar que eran fallas a horas determinadas). Al oír esto, un escalofrío le recorrió la espalda.


Su mente volaba haciendo conjeturas alocadas. Celina no dudó en ir a ver a Mariel, su amiga. Deseaba la sensatez de ésta, deseaba oírle decir que eran sólo casualidades, que todo estaba bien y que nada anormal pasaba.


Su amiga vivía a cuatro cuadras de su departamento, así que fue caminando a verla. Le mandó un mensaje de whatsapp para ver si estaba en casa.


—¿Dónde mierda voy a estar, sino? — fue la respuesta tajante de Mariel.


El tono de la contestación la dejo helada. Su amiga era siempre muy educada y amable con todos.


Celina se impresionó al verla cuando Mariel abrió la puerta. Ésta tenía el cabello sucio y greñudo, una camiseta vieja, que siempre usaba de camisón, llena de manchas; toda la casa estaba desordenada, con platos llenos de restos de comida, apoyados en cualquier lado. Almohadones tirados en el piso amontonados junto a diarios y revistas. Esto era impensado en Mariel; ella tejía al crochet para una casa de decoración y sus almohadones eran su mayor orgullo. Tejidos en un hilo delicado, jamás de los jamases se ponían en el suelo.


A diferencia con el resto de la casa, el escritorio donde estaba su computadora estaba despejado y limpio. Al lado del ordenador, estaba el teléfono celular de Mariel, cargándose.


Mariel miraba el móvil como si su vida dependiese de ello y, apenas vio que tenía la batería con la carga completa, se abalanzó sobre su celular. Algo de color volvió  a su rostro cuando comenzó a mandar mensajes.


Celina la observaba enmudecida;  desconocía a su amiga de toda la vida.


—Maru, estoy acá, ¿eh?— escribió en un mensaje.  Cuando iba a enviarlo, se cortó la conexión de la Internet.


Sonrió mirando a su amiga, que en otra ocasión habría sido cómplice del mensaje en tono de broma, mas  la sonrisa se le borró en la cara.


Mariel se había quedado inmóvil con el teléfono en la mano. Su cara inexpresiva y pálida asustó tanto a Celina, que se acercó a ver si su amiga estaba bien. Esta tenía la mirada fija en el celular y estaba absolutamente quieta, salvo el leve movimiento de su pecho al respirar.  Preocupada, estaba por llamar a los padres de su amiga, cuando esta comenzó a hablar y a mandar mensajes con su teléfono.


El fuerte dolor de cabeza volvió a atenazar a Celina; había vuelto la conexión de la Internet.


Celina volvió a su casa sintiéndose protagonista  de una película de terror barata. Algo crecía en su mente, una idea absurda.


En lugar de subir a su departamento, fue hasta la plaza y se sentó a  observar a la gente.


La mayoría de las personas caminaban usando sus teléfonos, escribiendo frenéticamente casi sin mirar por donde iban. Celina esperó casi cuarenta interminables minutos, sufriendo una atroz migraña, cuando  un nuevo corte de la Internet confirmó sus miedos más profundos.


Todos, absolutamente todos, los que estaban cerca de ella,  quedaron inertes como su amiga. Un terror profundo e irracional la invadió. Apenas podía respirar y su cuerpo temblaba. Ella era  la única persona en toda la plaza que seguía despierta. El resto parecían autómatas apagados, pálidos y estáticos.


Un grito le brotó de las entrañas sin poder contenerlo; chillaba y lloraba a la vez, corriendo entre las personas de la plaza. Las sacudía, intentando despertarlas.


—No sé si me da más miedo que sigan quietos o que vuelvan en sí—pensó.


 Corrió hasta su casa aullando y tropezando con gente que seguía inmóvil. Cerró de un golpe la puerta del ascensor y solo recuperó la respiración al entrar a su departamento.


Fue en ese momento, cuando una súbita idea le produjo cierto alivio.


Prendió la radio y llamó por teléfono a la emisora de FM. Las respuestas de los oyentes confirmaron que ella no estaba loca.


Los  que salieron al aire,  dijeron que habían visto lo mismo Celina. Algo estaba afectando a la mayoría de las personas y estaba relacionado con la Internet. Todos también dijeron que sufrían intensos dolores de cabeza cuando el wifi funcionaba. Fue Esteban, el de Perla norte, el que tomó las riendas de la conversación y sugirió que se juntaran en una hora, en la casa de él. Estuvieron de acuerdo en salir de sus casas cuando se produjese el próximo corte.


Celina se cambió, tomó su morral y apenas comenzó la interrupción del servicio de wifi, salió del departamento. Ella pensaba que nada más horrible podría pasar. Estaba equivocada.


Había  un sinnúmero de personas inmóviles, con sus teléfonos en la mano, pero encontró a muchas otras tiradas en el piso, victimas de alguien o de algo. Todas tenían la cabeza aplastada y su sangre y fluidos chorreaban por la acera.


 Más de veinte calles la separaban de la casa de Esteban y Celina las hizo corriendo. Le faltaban aún dos cuadras para llegar y sentía que los pulmones le iban a estallar del esfuerzo que estaba haciendo.


En casi todas las veredas había alguna persona muerta, desangrada en el piso. Lo que más la espantó, fue ver sangre en los pies y puños de los infames inanimados.


Algunos de las personas, hasta recién quietas, comenzaron a moverse, escribiendo y leyendo los mensajes en sus teléfonos. De manera súbita y coordinada todos se dieron vuelta para mirarla.


Tan rápido iba, que se pasó media cuadra de la casa de Esteban. Tuvo que desandar sus pasos y, por el terror que sentía, apenas notó una mano que la sujetaba y de un tirón la metía a la fuerza dentro de una casa. Alguien la había salvado.


— Acá estás segura, yo soy Esteban— dijo un hombre más joven de lo que ella imaginaba.


Miró a su alrededor y vio a tres personas sentadas, que la observaban fijamente.


—Ellos son Paula, Ezequiel y José, los únicos que vinieron, o los únicos que llegaron—susurró, mirando fijamente a Celina.


—Lorena me avisa que está cerca— murmuró Paula. Dice que está escondida en un pasillo a la entrada del Banco Francés, el que está a tres cuadras de acá. Se va a quedar ahí, hasta el próximo corte.


Esteban y los demás no dejaban de observarla y de mirarse entre ellos.


—Recién, justo antes que vos pasaras corriendo por la calle, hablábamos de por qué nosotros parecemos ser inmunes a lo que está afectando a todos— la voz segura de Esteban le dio cierta tranquilidad. Hablaba de manera calma, como si todo esto no lo perturbase.


—Fijate en este grupo. Somos  todos distintos. Todos usamos la Internet pero a nosotros no nos ha afectado como a ellos. Solamente hemos tenido fuertes dolores de cabeza pero no hemos cambiado, decime algo Celina, ¿Vos tomás agua? —inquirió en voz muy baja.


Celina lo miró con cara de estupor. Estaba desbordada por toda la situación y no podía dejar de temblar. Pensaba en Mariel, su amiga-hermana convertida en un ente  exánime. Pensaba en los cuerpos desangrados que vio en la calle; quizás por eso la pregunta de Esteban la descolocó.


— Claro que tomo agua, boludo, ¿Quién no?— escupió las palabras con cierto sarcasmo.


— Pero vos, ¿Tomás agua  de la canilla u otra?— preguntó Paula, intuyendo el temor en la respuesta áspera de Celina.


Celina palideció. Hacía unos dos meses que había empezado a tomar agua mineral. Empezó a tomarla cuando limpiaron los tanques de agua del edificio y después siguió haciéndolo. Le había notado un gusto raro al agua de la canilla.


—Todos los de este grupo y de dos grupos más que hemos contactado, sólo tomamos agua envasada. Algún componente del agua mineral nos ha hecho inmunes— farfulló Ezequiel.


Unos ruidos en la puerta los sobresaltaron. Alcanzaron a ver una chica de pelo rojizo que gritaba afuera.


Esteban los frenó cuando quisieron abrir la puerta para ayudarla. La vieron caer al piso, atacada por un grupo de zombis de la Internet, como los habían bautizado. Esta vez no se limitaron a golpearle la cabeza, literalmente se la comieron. La desgarraron a mordiscos y se disputaron los pedazos del cuerpo.


— Están mutando; ya no eliminan a los diferentes, ahora se los comen— sentenció Esteban.


Paula lloraba sentada en piso balbuceando que esa chica era Lorena, su prima, la que había estado refugiada en el Banco Francés.


—No tuvo tiempo, no tuvo tiempo— repetía una y otra vez, como una letanía.


Esa noche se acostaron por turnos, por precaución, aunque nadie pudo cerrar los ojos ni dormir.


De común acuerdo decidieron que lo mejor sería salir de la ciudad. A algún sitio donde no hubiera señal de la Internet y luego verían qué hacer. Avisaron a otros grupos de personas inmunes que conocían, que ellos irían para el lado de Mar Chiquita. Les dijeron que fueran precavidos, que llevaran provisión de agua suficiente para unos días y sobre todo, les recalcaron que no se detuvieran a ayudar a nadie; ya no se podía saber quién estaba infectado.


Esperaron, sentados en silencio, el corte de la Internet, pero este jamás se produjo. El dolor de cabeza constante los tenía agotados y no podían pensar con claridad.


Esteban decidió improvisar algunas armas para defenderse.


— Sólo por las dudas— dijo, repartiendo algunas recién afiladas cuchillas, un par de gruesos palos y a Celina le puso, en el morral, un revólver.


Entraron todos al auto de Esteban. Éste estaba guardado en el garaje e intentando hacer el menos ruido posible, pusieron el coche en marcha. Habían decidido que manejaría Ezequiel, ya que Esteban debería abrir el portón de tres hojas de la cochera, que siempre se trababa. Lo hizo lentamente, en silencio, no sin antes mirar bien para cerciorarse que la calle estuviera despejada. En la vereda de enfrente no había nadie. Se corrió a un lado para dejar salir al auto y en ese momento alguien lo tiró al piso.


— ¡Váyanse ya!— alcanzó a decir antes de ser mordido por varios mutantes.


Ezequiel aceleró, aunque no pudo dejar de ver por el espejo retrovisor la espantosa escena.


Celina lloró en silencio durante todo el camino., acariciando con sus manos el arma que le había dado Esteban. Recién se calmó cuando se alejaron de Mar del Plata.


Demasiado tarde se dieron cuenta que la ruta estaba bloqueada por automóviles que habían chocado en cadena. Estaban sólo a un kilómetro de Mar Chiquita pero no había manera de pasar. Nadie decía una palabra; estaban tan cerca y a la vez tan lejos.


—Creo  que acá debemos separarnos. Un grupo grande llamaría demasiado la atención—indicó Celina.


Convinieron en reunirse en la segunda bajada a la playa, después de la laguna de Mar Chiquita.


Celina llegó unas cuatro horas después. Se había cortado la palma de una mano trepando por un médano lleno de arbustos espinosos y piedras. Se acercó a la orilla para enjuagarse las heridas con el agua de mar y, rasgando una tira de su camisa, se vendó la mano con ella.


Esperó casi medio día a su grupo escondida entre unas grandes rocas mas ninguno de sus compañeros llegó.


Vio horrorizada como un avión se precipitó en caída libre al mar, estallando en mil pedazos al tocar el agua. Partes de la aeronave flotaron por toda la costa.


Fue entonces cuando supo con certeza que esto era el fin del mundo que conocía.


Se puso de pie, sacudiéndose la arena de los jeans. Suspiró profundamente, intentando disipar la congoja que sentía, se acomodó el revólver en la cintura y sin mirar atrás, comenzó a caminar.