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El Subsuelo

Echeverría, Guillermo

 

Los nubarrones negros hicieron que las luces de las farolas de la calle se prendieran, y que las veredas se tiñeran de naranja pálido.

Las columnas de las luces eran muy bonitas: forjadas en bronce, con una base en forma de pirámide escalonada, y con todos sus lados profusamente decorados; el puntal igualmente ornado, y rematado por cinco brazos que sostenían cada uno una esfera de vidrio blanca. Pero también daban un poco de miedo, supongo que si hubiera habido más cantidad y no sólo tres por cuadra, no habrían causado tanto temor. Y es que siendo tan pocas, las tulipas creaban más sombras que luz.

Al que diseñó la ciudad evidentemente le gustaba mucho el bronce: las columnas de luz, las cabinas telefónicas, las paradas de autobús, todo era de brillante y reluciente bronce.

No era una bella ciudad. Estaba llena de diagonales, casi sin plazas, y por todas partes estaban esas feísimas baldosas con dibujos geométricos, que a su vez, juntas, formaban diseños aún más grandes. Solo había edificios altos, grises, modernistas, sin balcones. Pocos autos, poca gente, pocos autobuses. Viaductos de cobre con estaciones de mármol para que circulen muy pocos trenes de caoba y bronce. Casi no había perros, y los gatos que vagabundeaban por las calles siempre estaban asustados, a la defensiva y escabulléndose. Las que sí abundaban eran las palomas, con su horrible y quejumbroso arrullo, anidando en gárgolas, cariátides y atlas.

Parecía una ciudad para gente que ya no estaba, o que todavía no había nacido. Era triste, solitaria, vacía. Cuando llegué no era así, la gente se fue yendo de a poco.

Una telaraña de rayos violetas precedió al trueno y la lluvia comenzó; abrí el paraguas y me acerqué a la pared.

El frío me helaba la cara, así que me subí el cuello del abrigo y me dirigí al bar Chambery, en Cinco Esquinas. Me alejé bastante de mi edificio, pero tampoco tenía muchas ganas de volver; era muy opresivo. Cuando me había mudado allí recorrí casi veinte torres antes de comprar ese departamento, y en todos sentí lo mismo. Mi departamento, al menos, tenía la ventaja de ser el más grande que había visto: comedor, habitación, baño y cocina más amplios, y un pequeño hall en la entrada en el que pude poner algunas plantas. Después de empapelarlo y redecorarlo, tuvo un poco más de calidez.

Llegué al bar y me senté.

El Chambery es un triángulo pequeño, pero muy acogedor. Y era raro encontrar un lugar acogedor allí. El mostrador, de teca y estaño, que también es un triángulo, tiene un escalón de bronce para apoyar los pies. Las banquetas que lo rodean, y la fila de mesas y sillas que acompañan a las vidrieras, también están hechas de teca.

Las sillas, tapizadas y con apoyabrazos, son sumamente cómodas.

Al entrar, el delicioso aroma del habano perfumado con anís que degusta Norberto, su dueño, impregna el local. Una vez adentro lo sencillo del lugar te compra: una cafetera cilíndrica muy grande, de metal plateado, con cinco canillas para servir el café, toda labrada con raros dibujos; una vitrina dorada con vidrios esmerilados, con cosas dulces: poca variedad, pero exquisitas. Un mueble de roble con cajoncitos para las especias —¡mmmm, que delicia los cafés especiados!—, y unos estantes para colgar tazas y copas y poner vasos. Todo sobre el mostrador, junto con las azucareras, los servilleteros, las cremeras y unos potecitos —todos de porcelana—, con canela, cardamomo y chocolate en polvo —si algún incauto no confiaba en la experiencia de Norberto, podía servirse esos aditamentos a gusto—. Sobre la pared que forma la base del triángulo, estantes para las bebidas alcohólicas y un expendedor con distintos tipos de café en grano: unos tubos de vidrio con la boca de salida y el tope de reluciente cobre, con granos que iban de los más suaves a los más fuertes.

Ese día había elegido beber un café Puszta: licor de damasco, leche, yemas de huevo, azúcar, café bien cargado y copos de crema azucarada. Como era la única clienta, Norberto vino a mi mesa a moler los granos con su pequeño molinillo de madera de roble y cobre, y trajo consigo todos los ingredientes. Cuando el café estuvo listo, preparó el Puszta delante de mí.

La lluvia formaba una cortina, los truenos retumbaban y la luz de los rayos daba un aspecto fantasmagórico a los edificios de alrededor.

Con el primer café recorrí una vez más los cuadros del Chambery. Una extraña mezcla: Paul Delvaux, Hopper, Caspar Friedrich y escenas costumbristas vascas… lindo.

 Con el tercero, recordé la mañana de ese día: me había levantado, me había quitado los zoquetes lila y la braga violeta, y había ido a ducharme. Con el cuerpo todavía tibio me había sentado en el sillón envuelta en el toallón, y había estado mucho tiempo acariciándome, mientras escuchaba Making of cyborg una y otra vez. Tuve que apretar mis piernas para contener mi excitación ante el recuerdo. Aunque eso era, hasta cierto punto, contraproducente.

Por suerte, mientras terminaba mi copa de Camus, la lluvia cesó.

Emprendí mi regreso a casa.

Ése era el momento para no caminar pegada a la pared; las columnas, las molduras, las gárgolas y los fénix, chorreaban finos hilos de agua sobre la vereda.

Después de doce cuadras tratando de no resbalarme, llegué a mi edificio: imponente, gris, sin balcones. Una mole de cuarenta y nueve pisos que parecía un panteón.

Siempre me dieron mucha impresión las dos figuras del titán Atlas que, a ambos lados de la puerta, sostenían la moldura sobre el dintel. Poseían una mirada de esas que hacen erizar la piel.

La torre tenía seis ascensores, contando el de servicio. Pisos con baldosas blancas, negras, verdes y naranjas, dispuestas para formar extraños dibujos, y columnas de mármol blanco con vetas negras cuyos diámetros tenían el tamaño de mis brazos extendidos.

Frente a los ascensores había una serie de sillones de cuero de color bordeaux, y a un costado, un pequeño bar.

Todo iluminado por inmensas arañas de cobre, cuya base consistía en un gran plato de vidrio pintado de amarillo con líneas marrones, rematado por un anillo de metal del cual salían unas especies de sirenas con alas, que sostenían unos platos más pequeños en los cuales estaban las luces.

Miré los marcadores de piso y las luces de los llamadores; los ascensores estaban en los niveles más altos y todos los llamadores en rojo, así que me senté un rato en los sillones y me puse a escuchar música. Los ascensores de aquel edificio eran muy particulares, pues parecían tomar sus propias decisiones; uno los llamaba y podía quedarse horas, incluso días, esperando que parasen donde uno deseaba. No importaba si iban con gente o vacíos.

El señor del 37 “A”, hacía dos días que estaba entre los sillones y el bar. A esas horas siempre dormía con la cabeza apoyada en el borde del respaldo.

Dos señoras del 21 “C” esperaban desde la mañana, en el bar, tomando té. Para eso justamente habían puesto el bar y los sillones, para que la gente esperase cómodamente a los ascensores.

A los pocos días de llegar al edificio, molesté mucho al consorcio por aquel tema, pero no tuve éxito; incluso yo misma me puse a llamar a compañías de reparación de ascensores, pero tampoco logré nada.

Cuando un grupo de personas está muy acostumbrado a una determinada situación, es muy difícil que quiera cambiarla, y aquí eso parecía estar agudizado. Le pregunté a varios consorcistas cómo hacían con sus trabajos, y me contestaron que en la ciudad todos sabían sobre las particularidades de este edificio y las de los otros, así que no había problemas. Después de eso me rendí; me lo habían dicho con tanta naturalidad, que me corrió un frío por la espalda.

Vivía en el piso 12, así que subía y bajaba por la escalera. Salvo que estuviera exhausta, era un buen ejercicio.

Las escaleras eran amplias, también de mármol blanco con vetas negras, y con barandas de hierro forjado representando raras figuras. Las paredes, beige, ostentaban dibujos en color malva de extrañas geometrías. A veces, sin darme cuenta, me quedaba parada en la escalera mirando los dibujos de las paredes o los de las barandas, tratando de descifrarlos, pero era imposible. Algunos parecían representar seres mitológicos, o de otros lugares o planetas: tentáculos, alas, muchas patas…

Encima, las tulipas de las escaleras iluminaban más a los dibujos que a los escalones.

Por suerte ese día comenzaba un fin de semana largo, así que decidí aprovecharlo al máximo.

Empecé por subir por las escaleras para no perder más tiempo esperando.

Como ya era tarde, llené la bañadera, prendí un sahumerio de canela, y estuve un tiempo muy largo dándome un baño. Cuando terminé de relajarme, me pasé colonia de rosa de Turquía y magnolia por los brazos, el pecho y el vientre; busqué mi remera y mis zoquetes preferidos, y disfruté de una tortilla vasca —receta de Norberto—, con un buen Syrah, mientras miraba la temporada ochenta y siete de Doctor Who.

El sábado lo aproveché para leer y dibujar escuchando música china; y el domingo para cuidar mis plantas. Tenía muchos bonsáis y plantas de interior con flores vistosas, que le daban mucha vida al departamento. Había flores azules, rojas, violetas, naranjas. Algunas de un perfume muy embriagador.

El lunes limpié mi colección de botellitas: Pravda, Famous Grouse, Marie Brizard, Tía Odete, Tanqueray, Domaine de Canton…Y mis latas: Cocoa Wilburs, Sole D’Italia Caffe, Regency Avenue, Franja Blanca, El Gato Negro…

Eran tan lindas y le daban tanto color al departamento que las cuidaba lo más que podía.

Los fines de semana, como no tenía que levantarme temprano, me daba el gusto de dormir hasta tarde, desnuda en el sillón. Me encanta sentir el cuero en la piel.

Después de acostarme, siempre pasaba un buen rato mirando los dibujos que hacía en las paredes la luz del cartel —que estaba en la esquina sur de la vereda de enfrente—, al entrar por las rendijas de la persiana americana. Indefectiblemente terminaba abrazando un almohadón entre las piernas y acariciándome. El frio de la seda de la sábana, mezclado con el sabor del Syrah en la boca; los aromas de las plantas, del cuero, del sahumerio de canela y del perfume que usaba después de bañarme; los dibujos en las paredes y la canción Bring me to life, me excitaban mucho.

Por suerte, el fin de semana largo había pasado muy lento, pero ahora tocaba enfrentar la rutina.

Mientras me bañaba decidí que el Chambery iba a ser una parte de esa rutina —por cierto, la más placentera—.

Aquel día estaba particularmente cansada; la vuelta se hizo extremadamente tediosa. El tren estaba casi vacío, y con la poca luz —disminuida además por el naranja de las tulipas—, no se podía leer. Y además me había olvidado la radio. Tenía ganas de llegar a casa cuanto antes.

Los asientos de madera ya me molestaban. Lo único que me quedaba por hacer era mirarme en los espejos y jugar con las múltiples imágenes.

El paisaje que se divisaba por la ventana pasaba de la luz a la obscuridad en segundos; se notaba que algunos de los barrios habían sufrido cortes de energía; un problema bastante recurrente, ya que vastos sectores de la ciudad se quedaban sin suministro durante días. A la gente parecía no importarle demasiado. En realidad nada perecía importarles. Era una ciudad de zombies. La gente tenía gestos y posturas indolentes, hablaba poco, se movían despacio. En el tren se quedaban duras, mirando hacia adelante, como momias. Hacían cola durante minutos y minutos y minutos esperando los ómnibus, para que no les pararan o se detuviera sólo el más lleno de los tres o cuatro juntos que venían. Entonces subían como vacas al camión del matadero, sin decir nada, resignados. Cuando yo protestaba, me miraban todos con cara de: “por qué no se sienta y se calla”.

Solía preguntarme cómo vine a parar aquí. No era un buen lugar, y cada vez era más asfixiante, sobre todo al anochecer. Pero yo no iba a irme, me había costado mucho encontrar mi hogar.

Por mis cavilaciones sobre la ciudad casi me paso. Dejé la caoba y el bronce del vagón, para pasar al cobre y el mármol de la estación. Una gata de tres colores, acostada en una baranda y lamiéndose una pata, dejó su aseo personal y me miró con atención, —qué mirada penetrante tienen los gatos—. Al pasar a su lado se paró arqueando el lomo y me lanzó un bufido; algo de mí no le gustó.

Bajé las escaleras escuchando el retumbar de los tacos en los escalones, caminé hasta la esquina y crucé la Av. S. Weaver.

Al fondo de ésta, me esperaba una amarillenta luna llena, que le daba un aura fantasmagórica a todo lo que veía delante de mí. Caminando por Weaver me crucé a Jianyu, el viejito chino de la herboristería. Llevaba con él el mortero de piedra donde muele las hierbas. Su larga y fina barba blanca terminaba dentro de él. Pasó a mi lado y me hizo una reverencia, como siempre que nos cruzábamos. Todavía recuerdo la última clase de Tai Chi que tuve con Yueh, su hija… hijo… Su largo y lacio pelo negro, sus facciones delicadas, sus ojos rasgados clavados en los míos, sus senos redondos y firmes, sus dedos suaves en mi cola, y su duro sexo dentro del mío.

Aun no comprendo por qué no volví a sus clases. ¿Vergüenza? ¿Deseo? ¿Las dos cosas?

Había tanto silencio que escuchaba el eco de mis pasos en las baldosas.

Poco antes de llegar a la esquina de la calle Adama me encontré, como siempre que volvía por ese camino, con el pequeño camión de Maite. Ya estaba cerrando pero me atendió con su amabilidad de siempre.

—Hola Maite.

—Hola Ibone, ¿cómo estás?

—Muy bien, ¿y tú?

—Bien, pero muy cansada. ¿Deseas algo?

—Sí, tengo mucha hambre y no tengo ganas de cocinar.

—¿Te doy los de siempre?

—Sí, por favor —contesté mientras se me hacía agua la boca.

Los pintxos de morcilla dulce, queso de oveja y hongos; el de bacalao, ajíes verdes y chocolate; y el de kokotxas y txipirones en su tinta, siempre fueron los más exquisitos de todos los que hacía Maite.

—¿Qué tal el trabajo?

—Rutinario como siempre —le respondí—. ¿Y el puesto?

—Cada vez viene menos gente. Bah, en la ciudad cada vez hay menos gente —me dijo con cara de preocupación.

—Tú también lo notaste.

—Sí —me dijo con resignación—. Aquí los tienes.

—Muchas gracias —tomé el paquete con sumo cuidado.

Sus dedos rozaron los míos sin querer y una oleada de calor me subió a la cara.

—¿Nos vemos mañana? —me preguntó con una sonrisa.

—Mañana no, vuelvo por otro camino —le contesté sonrojada.

—Entonces hasta cuando regreses —su expresión había perdido todo su brillo.

—Nos vemos.

Seguí por la avenida hasta doblar en Hodgson, y por allí hasta Dare, la calle de mi edificio.

Por fin llegué. Estaba exhausta así que decidí arriesgarme con los ascensores. Los llamadores estaban todos en rojo por lo que me senté a esperar. Saqué del bolso La casa de las bellas durmientes y aguardé leyendo.

A la hora y veinte paró uno vacío, subimos los diez que esperábamos, y arrancó.

Después de un rato me quedé sola. Esperé y esperé a que el ascensor llegara a mi piso sin que lo hiciera, así que me senté, seguí leyendo y empecé a degustar los pintxos; sólo eran una entrada. Siempre me abren el apetito.

Estaba tan cansada que no me di cuenta de que podría haber bajado en un piso superior al mío, y descendido luego por la escalera. Bajar siempre es más fácil que subir, pero por alguna razón seguí sin hacerlo, y preferí quedarme sentada.

Cada tanto miraba el marcador del piso para saber dónde estaba. Los ascensores eran bastante lúgubres, con paredes hechas de tablas de madera, dos barandas de bronce para sostenerse, una lámpara formada por un brazo y una tulipa de cada costado, y las puertas de tres paneles de madera —el central con una pequeña ventana—.

Después de ir y venir un montón de veces, terminé durmiéndome con la cabeza apoyada en el libro. Una pequeña vibración me despertó, me paré, y cuando quise mirar por la ventana, una luz lila inundó el ascensor. Me agaché instintivamente y me restregué los ojos, me acerqué al tablero marcador de pisos y miré: estaba en cero y la flecha hacia abajo encendida. El ascensor estaba bajando.

No sabía qué pasaba, así que oprimí reiteradamente el botón de la alarma, pero no la escuché. Entonces me di cuenta de que no se oía nada. Había un silencio absoluto.

Apreté desesperada todos los botones, a ver si alguno funcionaba. Volví a mirar el marcador de piso: seguía en cero y continuábamos bajando, pero el edificio no tenía sótano.

El calor me subió a la cara y comenzó a temblarme la mano izquierda, como siempre que me ponía nerviosa. El botón de detención tampoco funcionó; yo ya no sabía qué hacer.

La luz viró violentamente al rojo. Era como estar dentro de un tubo de ensayo lleno de sangre. Lo único que se me ocurrió hacer fue sentarme y cerrar los ojos esperando que todo pasara; tal vez estaba soñando.

La sensación no era la de caer, era la de estar descendiendo muy lentamente.

Puse la cara sobre las rodillas, me tapé con los brazos, y esperé.

El cubículo vibró nuevamente, la luz externa se apagó y el ascensor quedó a oscuras. Pocos minutos después se detuvo y la puerta se abrió. Todo terminó como había empezado: de repente.

 Tardé un rato en levantarme. Supongo que esperaba que la puerta se cerrara y volviera a arrancar, pero después de diez minutos nada pasó.

Ya de pie, me asomé. Vi un hall muy distinto al del edificio: aquí había una puerta giratoria, no había mármol, ni sillones, ni bar, ni paredes o pisos trabajados, solo hierro y vidrio.

No había nadie.

Salí con temor. La puerta se cerró detrás de mí y el ascensor se fue. Golpeé la puerta con fuerza, grité, traté de abrirla, pero nada funcionó.

Lo único que me quedaba por hacer era encontrar a alguien que me dijera qué estaba sucediendo, así que me armé de coraje y salí a la calle.

No pude creer lo que vi: edificios enormes como el que acababa de abandonar, gente de aquí para allá, bullicio, luces brillantes, coches que se deslizaban flotando a distintos niveles —unos a hélice y otros a vapor—.  Trenes de tres pisos, también a vapor, que se deslizaban en plena calle sin tocar el pavimento; con coches cilíndricos, imponentes, llenos de ventanas hexagonales.

Ya no podía abrir más los ojos.

Empecé a caminar, y era difícil con tanta gente. Después de siete cuadras llenas de negocios, marquesinas y carteles titilantes, llegué a un mercado callejero donde se mezclaban artesanías, ropas y comidas de todo tipo. Los aromas formaban un mosaico que nunca había olido antes: dulces, salados, frituras, embutidos, especias —únicamente reconocí el Hung Liu, que recordaba de la tienda de Jianyu—, quesos, café… El humo de las cocinas llenaba el lugar y había una extraña mezcla de modernidad y tradicionalismo.

Entre el tamaño que tenía, y mi sorpresa que me hacía detener a cada segundo, la cabeza me explotaba, así que me decidí a salir. Cuando pasé los últimos puestos, un nene con gorrita y una muleta me pidió: “Una mone'ita, por favó”. Me dio mucha ternura así que le di unas cuantas y seguí.

No comprendía qué sucedía, ni donde estaba, ni cómo iba a regresar.

Llegué a una plaza muy bonita; flores, árboles, estatuas, pájaros… Hacía años que no los escuchaba. Era tanto lo que veía que sentí vértigo. Me senté en un banco y respiré hondo, aflojé los hombros y traté de sentir todo lo que me rodeaba.

Miré para arriba y mi boca se volvió a abrir sorprendida. El cielo era muy extraño; parecía real y parecía no serlo. De pronto se iluminaba una zona y algo que semejaba una explosión revolvía las nubes. En las regiones sin nubes, sectores de cielo se iban decolorando ante mis ojos, muy lenta pero perceptiblemente; y en otras, aparecían sectores de color verde oscuro. Tuve el presentimiento de que algo malo iba a pasar.

No conocía a nadie. Iba a tener que hablar con alguien, contarle mi situación  y averiguar dónde estaba. Pero todos me tomarían por loca. Seguí caminando mientras pensaba qué hacer. Busqué un lugar para comer; el estómago ya me estaba doliendo de hambre.

Las calles no tenían nombre ni número; en realidad nada tenía nombre.

Pasé por un lugar que parecía una estación de despegue de dirigibles. Todos semejaban peces de madera y metal dorado. Muchos recién estaban inflando sus globos, otros ya estaban listos para salir. Las colas para abordarlos eran interminables. El calor seguía aumentando; había unas máquinas recorriendo las filas y repartiendo entre la gente un líquido frío para tomar. Lástima que el vapor que salía de los motores de las expendedoras les quemaban las piernas. Una de esas máquinas me invitó con un vaso y acepté; la bebida era deliciosa y muy refrescante.

Después de un par de cuadras encontré un restaurant, entré y le pregunté al maître si el dinero que tenía me servía. Lo miró, me dijo que no conocía ese dinero y que allí no me serviría. Salí decepcionada. Ya no aguantaba más el hambre. Me acordé del chico de las monedas; a él tampoco le servirían.

Cuando puse un pie en la vereda se me cruzó un viejito chino de barba blanca. Era muy parecido a Jianyu, pero era imposible que fuera él. Lo acompañaba un hombre alto, delgado y muy blanco. Sus ojos rasgados eran tan negros como su pelo. Tenía un sobretodo gris oscuro encima de algo de color púrpura, y un corbatón dorado sobre la camisa blanca; llevaba un bastón. Parecía tener unos treinta años y daba mucho miedo. Me miró tan solo unos segundos, y un frío muy raro corrió por mi espalda.

Seguí caminando.

Cuando ya no sabía qué hacer ni a dónde ir, sentí una punzada en el cuello. Algo me había picado, y el ardor era cada vez más fuerte. Las imágenes comenzaron a mezclarse.  Al pisar, parecía que los pies seguían hacia abajo, perforando el suelo. Todo me dio vueltas, me asusté mucho, me apoyé en una pared, y me desplomé.

 

* * *

 

La luz me enceguecía. Me costaba abrir los ojos así que lo hice muy de a poco. Cuando finalmente pude mirar a mi alrededor, noté que me hallaba en una habitación con paredes azul pálido, llena de mesas con extraños aparatos, armarios, estantes, frascos y tubos. Estaba acostada en una camilla, no tenía nada puesto, solo una bata de tela casi transparente.

Entré en pánico y quise bajarme, pero no pude. Había algo que me rodeaba por completo y que no podía ver. Empujé con los brazos y las piernas,  y la cosa se estiraba y estiraba, pero no se rompía. Era algo invisible. Si bien me rodeaba por completo me dejaba respirar. El calor me volvió a subir a la cara y comenzó otra vez a temblarme la mano izquierda.

Alguien entró; era un hombre alto, de pelo negro, de unos cincuenta años; tenía guardapolvo y pantalones gris oscuro. Dio vueltas alrededor de la camilla sin sacarme los ojos de encima, tratando de percibir hasta la más escondida de mis reacciones, y yo intentaba sostenerle la mirada lo mejor que podía. Estaba muy asustada.

Tomó una silla y se sentó. Sacó una pipa de su bolsillo derecho, la preparó, la encendió y le dio una calada.

Dos hombres con uniformes marrones y cascos negros esperaban en la puerta con sus armas listas.

Después de tres caladas más, me habló.

—Hola, Ibone —dijo con voz afable.

—¿Cómo sabe mi nombre? ¿Quién es usted? ¿Dónde estoy? —repliqué a los gritos.

—Tranquila, Ibone. Tendrás todas las respuestas. Soy el Doctor Dorskan. Yo te hice.

Lo miré incrédula.

—Usted está loco.

—No, no lo estoy —su tono monocorde me irritaba.

—Si no lo está, entonces cree que soy lo suficientemente estúpida para tragarme eso.

—Ibone, eres el resultado de la manipulación genética y la tecnología cyborg. Estás en Virandar, y trabajas para Virandar desde hace setenta y tres años.

—¿En serio piensa que voy a creerle?  —le contesté con una mueca.

Él suspiró y me dijo:

—¿Nunca te lastimaste, verdad?

—No.

Se levantó, fue hasta una mesa, y tomó algo de una caja. Atravesó con su mano la “cortina” que me rodeaba y dejó una pequeña cuchilla en la camilla.

—Hazte un corte en la pierna derecha.

Me quedé mirándolo.

—Hazlo. Te dolerá, pero no te pasará nada. A pesar de que parece piel, no lo es.

Tomé la cuchilla, la apoyé sobre el muslo, e hice un ínfimo corte. Me estremecí de dolor.

Un escalofrío de terror me corrió por la espalda cuando vi que la herida no sangraba. Tomé con ambas manos una punta de piel y tiré. El dolor fue insoportable. Me quedé paralizada, y mi garganta comenzó a secarse. Entre mi carne había piezas de metal.

Cuando salí del shock, grité como nunca antes lo había hecho. Empecé a patear y empujar la “jaula” invisible en la que estaba, pero no pude romperla. La “jaula” perdió poco a poco su transparencia y se volvió traslúcida. Todo me dio vueltas y me desmayé.

Al despertar, el tipo de gris estaba otra vez sentado, mirándome.

—¿Cómo amaneciste, Ibone?

Me repugnaba.

—¿Qué es lo que estoy haciendo para ustedes? —inquirí resignada.

—Eres un arma muy sutil y efectiva.

—¿Y qué es lo que hago? —insistí.

—Tu cuerpo esparce una toxina que exacerba la apatía y la indolencia en los humanos. El efecto llega hasta tal grado que podemos traer a tus vecinos aquí sin que se den cuenta.

—¿Con los ascensores? —sugerí más que pregunté.

—No solo con ellos.

—¿Para qué los quieren aquí?, ¿Y que es aquí?

Se levantó, tomó la silla, la acercó a la camilla y me contó los planes de Virandar.

—Nuestro pequeño universo está colapsando, Ibone. Lo que viste en el cielo, las explosiones y manchas, son parte de ello.

»Todo lo orgánico va a colapsar también. Todos somos parte de este espacio y de este tiempo: animales, plantas, zortxanes. Y todos vamos a morir.

»Así que traemos a los humanos aquí, encerramos su alma, esencia, o como le quieras llamar, en un envoltorio orgánico como el que te rodea, y ocupamos sus cuerpos.

—¿Qué es lo que me rodea?

—Una membrana de células primordiales. No podrás romperla.

—¿Qué pasará después de traerlos aquí? —mi desesperación iba en aumento.

—Cuando terminemos los traspasos, cambiaremos de dimensión a la ciudad, y a todos sus habitantes.

—¿De dimensión? ¡Eso sólo pasa en las películas!

—No, no sólo en las películas. El universo posee múltiples dimensiones, unas paralelas, otras que se cruzan, otras que se entrelazan. Diminutas, inmensas, con formas geométricas, sin forma definida.

»La dimensión donde está tu ciudad es infinita, la nuestra es diminuta…Virandar, sus alrededores, las tres lunas que nos rodean y los siete anillos, eso es todo lo que hay aquí.

—¿Y qué va a pasar con las almas que traen?

—Van a colapsar. El material orgánico en el que los encerramos pertenece a esta dimensión, así que colapsarán con ella. Sin embargo sus cuerpos son como receptáculos inorgánicos aquí, de modo que pasarán con nosotros dentro, tal como los edificios y los muebles.

—¡Van a asesinar a millones! —le escupí en la cara.

—Y vamos a salvar a otros tantos.

—Pero ellos no son los que deben morir, estamos alterando la naturaleza, el curso de las cosas, el equilibrio.

—Estamos sobreviviendo. Si tenemos la tecnología, ¿por qué no hacerlo?

—Porque estamos metiéndonos en su mundo, en su tiempo, en sus vidas, ¿por qué no convivir con ellos?

El hombre sonrió como si mi pregunta fuera obvia.

—Porque tenemos que ocupar exactamente la misma superficie en una dimensión vecina, y el espacio que está pegado al nuestro es el de tu ciudad de trabajo.

—No tiene sentido, ¿por qué trasladar una ciudad entera y no sólo a sus habitantes?

—¡Porque queremos conservarla junto con nuestra cultura!

—¿Y para conservar su cultura van a aplastar otra?

—Si es necesario, sí.

Mi cabeza explotaba, ese hombre era un demente.

—Pueden reconstruir su cultura una vez que pasen —le dije asqueada y sin esperanza.

Pero el hombre consideró que ya no era necesario seguir dándome explicaciones, ni discutir más conmigo de nada; así que se levantó y se fue, dejándome entre los gritos y los golpes que profería contra su estúpida “jaula” invisible.

Al día siguiente nadie vino a verme. No sabía qué iban a hacer conmigo, seguramente dejarme colapsar con el resto. Y tal vez lo tenía merecido por ayudar a matar a tantos millones de personas.

A los pocos minutos de despertar entró un tipo de amarillo, puso una bandeja en una mano mecánica y la accionó para alcanzarme la comida; el dispositivo atravesó la “jaula” y aproveché el momento para intentar escapar, pero el de amarillo hizo que la mano me volcara la comida caliente encima, tomándome así por sorpresa y empujándome sobre la camilla. Cuando intentó retraer la mano, la volví a agarrar; pero realizó una fuerte torsión y me rompió los dedos de la mano derecha.

Mientras le gritaba: “¡Estúpidos asesinos!”, una mujer apretó un interruptor y mi “jaula” volvió a ponerse traslúcida.

Me desmayé.

Cuando desperté ya tenía sanados los dedos y la pierna. Levanté los ojos, y allí estaba Yueh acariciándome una pantorrilla, y a su lado Maite.

No sabía cómo habían llegado hasta allí, ni cómo me habían encontrado, ni para qué, pero me abracé a las dos llorando desesperada. Yueh me dio un beso muy fuerte, Maite me sorprendió con un beso tierno y suave. Y yo me encontré devolviéndoselo.

Nos separamos y Maite dijo:

—Tenemos que salir ahora, el paso es inminente.

La tomé de los brazos y le grité con desesperación:

—¿Van a hacerlo?

—Sí, no podemos impedirlo. Sólo nos resta salir de aquí e ir a un lugar seguro.

»Eres un arma perfecta, y tienen miedo de que, tarde o temprano, también causes algún efecto en ellos; por eso te iban a dejar allá, donde morirías como el resto de la gente que no fue necesario traer, siendo destruida en el momento del traspaso como el resto de la ciudad.

»Jianyu te devolvió aquí para salvarte. Tu cuerpo humano, tanto como los nuestros, son ajenos a esta dimensión, y por lo tanto, aquí no representamos algo orgánico; así que durante el traspaso, seremos como un mueble más. Por eso Dorskan te puso en esa burbuja de células primordiales, ya que dentro de ella, colapsarías junto con la dimensión.

—Al parecer no soy tan perfecta. Sobre ustedes no causé el efecto de apatía.

»¿Y cómo hicieron para llegar aquí?

»Un momento, ¿Jianyu qué?

—No hay tiempo de contestarte ahora; tenemos que irnos ya —dijo Yueh.

Me ayudaron a levantarme y a vestirme. Las dos sabían exactamente por dónde ir para que no nos descubrieran. Recorrimos muchos pasillos escondiéndonos, agachándonos y mirando en todas direcciones para que no nos vieran. Maite iba adelante.

En nuestro camino pasamos frente a unos ventanales que daban a un gran salón: la sala de control del traspaso. Las máquinas de calcular despedían vapor sin cesar, las cintas con los cálculos eran llevadas a una oficina que decía “Analistas”. Yueh comentó:

—El punto de paso tiene que calcularse con exactitud, sino las consecuencias serían terribles. Podrían pasar sólo partes de la ciudad, o la gente podría quedar fundida con los objetos. Y eso no debe ser agradable.

—¿Tiene que ser un solo punto? —le pregunté.

—Sí —me contestó Maite.

En ese momento se encendieron unas luces rojas y una sirena comenzó a sonar.

Yueh gritó:

—Corran. Ya empieza el proceso.

Muy cerca de la salida pasamos por un depósito inmenso. Pisos y pisos con estantes llenos de unos cubos del mismo material que rodeaba mi camilla, todos alrededor de un agujero cilíndrico central. Me detuve para observarlos; Maite y Yueh intentaron arrastrarme a la salida, pero no las dejé. Un leve olor a humedad invadía toda la estancia.

—¿Qué es este lugar?

Maite bajó la cabeza y casi en un susurro me dijo:

—El almasario.

Dentro de los cubos se veían cosas moverse, etéreas, casi imperceptibles. En todos parecía adivinarse un rostro, algunos resignados, otros tristes, la mayoría con expresión de pánico o de furia. Tomé uno entre las manos y traté de romper esa porquería que usaban como jaula; tironeé con todas mis fuerzas. El alma que estaba adentro me miraba con esperanza, pero no pude abrirlo.

—No se pueden romper —me dijo Maite—. Para que se liberen es necesario ir a la sala de desconexión, y nos matarían antes de entrar.

Tuve un segundo de duda; desesperada y temblando, con los ojos bañados en lágrimas, miré el alma que tenía en mi mano. Quise ir a la sala de desconexión, pero Maite y Yueh me lo impidieron. Volví a mirar el alma, ella pareció devolverme la mirada y absolverme. Su “rostro” quedó en paz. Y mi propia alma, si es que la tenía, se consoló.

La dejé en el estante y continuamos camino.

Al llegar al estacionamiento, la sirena ululaba ensordecedoramente.

—Tenemos una hora para llegar a casa— dijo Yueh.

Nos dirigimos a un vehículo muy extraño. Tenía forma de pez, cuatro ruedas —las de adelante con guardabarros, las de atrás no—, una hélice rodeada por un círculo de metal en el frente, dos puertas y cuatro asientos. No parecía muy rápida.

Entramos y volví a sorprenderme. Jianyu estaba al volante. En cuanto cerramos las puertas, esa cosa ascendió verticalmente hasta un determinado nivel. La hélice se encendió y nos impulsó hacia adelante a una velocidad que nunca pensé que un vehículo con esa apariencia pudiera alcanzar.

La poca gente que quedaba en las calles se afanaba por llegar a sus hogares. La sirena se escuchaba en todas partes, y me hacía encoger el corazón, o lo que tuviera en lugar de él.

Maite pasó su brazo derecho por mis hombros y yo me recosté en ella.

Los fenómenos que había visto en el cielo, al llegar, eran mucho más fuertes, y una tormenta de rayos naranja comenzó a desplegarse hasta que el firmamento se puso de color gris verdoso.

Jianyu estuvo callado todo el camino. En realidad todos lo estuvimos. Maite no dejó de darme pequeños besos en la cabeza, y yo se los devolvía en su mano izquierda.

No había ningún sonido; sólo la sirena.

Después de casi cuarenta minutos llegamos a una casa donde todo parecía responder a la voz de Jianyu. La puerta se abrió y se cerró de acuerdo a órdenes suyas. A otro comando suyo se bajaron las persianas.

Pasamos a una habitación que estaba casi en penumbras y nos pidió que nos sentemos encima de la cama. Varias velas, que daban una extraña luz verde, iluminaban la pieza, y un fuerte olor a jengibre llenaba el aire. Nos sentamos y aguardamos.

La voz que salía de un aparato lleno de engranajes anunció que faltaban cinco minutos para el traslado. Jianyu tomó un pequeño tambor, nos pidió que nos tomáramos de las manos, e inició una letanía.

Algo empezó a pasar. Las cosas fueron adquiriendo una brillantez pálida, los contornos fueron difuminándose y las formas se perdieron, incluso las nuestras. Sentí que mi interior se deshacía de a poco. Vértigo, nauseas, zumbidos en los oídos; partes de mi cuerpo parecían faltarme. Maite se tapó los oídos y dijo que millones de gritos la estaban atormentando; la abracé con fuerza. Todo se nubló, ya no vi, ni escuché, ni olí. Perdí el contacto con la realidad.

 

* * *

 

Despertamos.

No sé cuánto tiempo pasó. Parecía que volvíamos en sí después de siglos de estar durmiendo. Los sentidos nos fueron regresando de a poco. Maite se había orinado encima y Yueh estaba mareada, pero todo parecía estar bien.

Jianyu miraba por la ventana, y con su parsimonia de siempre, nos hizo un gesto para que fuéramos con él. Nos asomamos; la ciudad comenzaba a funcionar normalmente. ¿Cómo iban a vivir todos ellos con tantos muertos sobre sus conciencias?¿Cómo iba a vivir yo con tantos muertos sobre mi conciencia? Maite y Yueh trataron de secar mis lágrimas. Jianyu me explicó que habían elegido ese lugar porque la gente de allí ya era dejada e indolente, que lo único que yo hice fue acentuar la dejadez y la indolencia. Pero para mí era lo mismo; nadie existía ya.

Lloré durante días.

Lloramos durante días.

Jianyu me contó que él era uno de los encargados de la operación hasta que se enamoró de una mujer de la ciudad; y desertó. Cuando sus jefes se enteraron, la secuestraron y la torturaron para que les dijera qué pensaba hacer Jianyu; cuando Romina ya no les sirvió porque ni siquiera podía hablar, la arrojaron a las vías del tren. A partir de ese momento Jianyu intentó varias veces sabotear el traslado, pero todos sus intentos fallaron. Así que se resignó a morir con la ciudad, se escondió bien y adoptó como sus hijos a Maite y a Yueh, dos armas fallidas y con errores genéticos, que habían sido abandonados en la ciudad para morir durante el traslado. Yueh había resultado una mujer con sexo de varón, y Maite tenía un error de calibración: empatía exacerbada con otros seres.

Cuando Maite y Yueh le dijeron que estaban enamoradas de mí, Jianyu recuperó la esperanza y cambió sus planes. Me enviaron a Virandar, y detrás de mí, pasaron ellos; pero perdieron mi rastro. Me hallaron gracias a Techduinn, el nigromante, el hombre al que vi acompañando a Jianyu a la salida del restaurant.

Y aquí estábamos. La única forma de salvarnos había sido estar en Virandar durante el cambio de dimensión.

Ya pasaron muchos años desde el traslado. Va a pasar mucho tiempo todavía hasta que pueda quedar en paz definitivamente. Todas las noches tengo pesadillas y me despierto llorando o a los gritos; pero estoy bien acompañada. Maite y Yueh me dan mucho amor. Sólo las tengo a ellas y a Jianyu; todo lo que tenía en mi departamento fue reducido a quarks junto con el resto de la ciudad. Salvo un punto, el punto de traspaso: las Cinco Esquinas y el Chambery. Ahí está aún Norberto con su bar, sus cafés especiales y sus habanos.

Según me contó Jianyu, el punto de traslado fue el único lugar que quedó en pie de la antigua ciudad; Norberto debe haber estado dentro durante el cambio y por eso sobrevivió. Por suerte para él, cuando se recuperó, tomó a la nueva ciudad como si su bar hubiera estado siempre allí, a un costado del Parque Tatvar, al borde del lago de los dúolos, —si hubiera sido de otra forma lo habrían matado—.

Jianyu ya no está entre nosotros, antes de morir nos dijo que éramos una trinidad femenina completa, que permaneciéramos siempre unidas. Yueh: la recreadora, la fértil, la generadora, lo masculino de lo femenino, lo monstruoso. Maite: la nutricia, la empática, la protectora. Y yo: la muerte, un instrumento de la entropía, una desparramadora de inercia; y finalmente la continuadora de la vida. Fue conmovedor escucharlo con su último hilo de voz.

Ahora, sólo me concentro en mi vida con Maite y Yueh. Es delicioso estar con ellas; tener sus caricias, sus besos, su amor, su compañía las treinta y seis horas del día. Sentir la boca de Maite en mi sexo, y el sexo de Yueh en mi boca, moviéndose al mismo tiempo, todas las mañanas, es un bálsamo para mi existencia.

Ya empecé una colección de pequeñas figuras de los animales de Virandar, hechas en dagnesio naranja y negro. Y las plantas invaden la casa.

Todas las mañanas, después de bañarnos las tres juntas, vamos a desayunar al Chambery. Por suerte eso se ha convertido en la mejor parte de nuestras rutinas diarias fuera de casa. Hoy elegimos tomar un café Westindia: corteza de naranja rallada, nuez moscada, canela, ron blanco, café muy cargado, azúcar y crema chantilly para decorar; una delicia.

 

Guillermo Echeverría nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, en 1967, en el seno de una familia de ascendencia vasca.

Trabaja en la hemeroteca de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA.

Forma parte del grupo de escritores “Los clanes de la luna Dickeana”. La revista electrónica NM ha publicado cuentos suyos (uno de ellos escrito en colaboración con su esposa, Teresa Pilar Mira): “El árbol de nuestra sangre”, “El círculo”, “Extremo cuidado” y “Cortina de humo”. En la Revista PROXIMA se publicó su novelette “Ataun” y el cuento “Spider”, este último también escrito con su esposa y que forma parte de la antología Diez variaciones sobre el amor.

El portal Axxón publicó su relato “Nieve” y republicó su novelette "Ataun". Su cuento "El círculo" fue traducido al francés para el proyecto llevado a cabo por traductores de diversas universidades, encabezados por profesores de la universidad de Poitiers, Francia. También participa en la Antología BUENOS AIRES PRÓXIMA con el cuento “N. Bs. As.”, escrito junto a su esposa  Teresa Pilar Mira. Y su cuento “El subsuelo” forma parte de la antología Antología Steampunk –Cuentos del Retrofuturo. El sitio español Ficción Científica, ha publicado su cuento El final.