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Este nuevo y extraño mundo

Juarez López, Edher

Los tres se encontraban en la estación, esperando pacientemente la llegada de su tren. Una proeza de la ingeniería. Un monstruo de vapor. Un dios diría algunos.

    —Vulcano. —dijo el viejo profesor Staín. Un hombre bonachón, con un gran mostacho y pelo blanco por la edad. Vestido como todo hombre letrado europeo debería: De traje completo color gris, con saco que combinara, una camisa blanca y moño en cuello. Con sombrero de bombín y su bastón siempre en la mano.

    — ¿Vulcano? —dijo la intrépida y siempre inquieta Srta. Elizabeth. Una joven de apenas quince años. Con una gran sonrisa siempre en el rostro. De cabello rojizo como el fuego y con un rostro lleno de pecas que le agregaban inocencia a su semblante. Llevaba un largo vestido blanco, con guantes y un bello sombrero. Y aunque era usual que las damas de la época, llevaran una sombrilla para protegerlas del sol, era más usual que la misma Elizabeth no la llevara por el mismo hecho de que todas las demás lo hicieran.

  —Sí —siguió con su explicación el profesor —. Así se le nombró a la locomotora más poderosa del mundo. Tal y como el viejo dios.

  — ¿No es una exageración? —dijo Elizabeth.

  —No. Una máquina de tal calibre, debe tener un nombre imponente. Y no hay uno mejor que el de un dios antiguo.

  —Me parece algo arrogante por parte de los creadores.

  —Tal vez. Pero una máquina que cruce el océano pacifico, no es cualquier cosa, Srta. Elizabeth.

   —Sí, pero hubiera preferido ir en zepelín —inquirió la dama al ver la razón que tenía el profesor Staín.

  —Sería más lento —dijo el profesor.

  —No si usábamos los nuevos TurboZep —habló Elizabeth con trepidante emoción.

  — ¿En serio, tan rápidos son?

  —Profesor, Staín. Me apena que no siga los avances del hombre, siendo alguien tan renombrado. —Staín solamente rió ante tal comentario. Nada hiriente o tratando de ser nefasta, pues se tenían esa libertad al hablar entre ellos. —Y tú fortachón, ¿Qué opinas?

El tercer individuo. Un hombre de piel de ébano. Con rasgos duros y un mentón cuadrado. Con la cabeza rapada y de una estatura más alta que la del hombre promedio. Con un traje ajustado que hacía notar lo musculoso de su persona y un moño rojo que resaltaba al desentonar con su combinación neutra de la vestimenta.

  —Yo opino qué —dijo el Sr. Oslow. Con una voz gruesa —. Que ya llegó el tren.

Y todos lo constataron al oírlo llegar. Sin más, agarraron sus cosas; el profesor Staín con su pequeño maletín y el Sr. Oslow con su bolsa de mano que contenía lo único que necesitaba un hombre como él y cargando la enorme maleta de la Srta. Elizabeth.

El fuerte silbato sonó anunciando la llegada de este dios. Sin lugar a dudas lo más impresionante era la misma locomotora. Mucho más amplia y alta que el resto del tren. Cuya caldera le apodaban “la boca del averno” no por la intensidad de calor sino por su monstruosa capacidad que se vislumbraba por las dimensiones abismales en comparación a otros ferrocarriles. Es bien sabido, que conforme las máquinas avanzan, se complica su manejo. Por ello que para ésta, se necesitaban de cinco operadores, sólo para maniobrar, mantener el fuego y regularla durante el viaje siendo ésta misma la más importante. Con un revestimiento de acero que la dotaba de un color platinado sin llegar a brillar mientras que las ruedas motrices y las bielas de acoplamiento seguían siendo de color negro como otros modelos obsoletos. La cima de la metalurgia se unió para crearla y moldearla. Pareciendo que estuviera hecha de una misma pieza incluyendo a su rompe hielo con forma de parrilla. Mucho más aerodinámica.

Se extendía más allá de la misma parte de abordaje, debía moverse por la magnitud de gente que podía trasladar ya que no todos cabían en el andén y siempre se priorizaba la clase más rica.

  —Mire eso, Srta. Elizabeth —dijo el profesor Staín —. Una chimenea tan grande que fácilmente podría entrar un hombre de la complexión del Sr. Oslow acostado.

  — ¡Lo sé!—dijo inusualmente asombrada Elizabeth. Que incluso ella al ser tan extrovertida, se apenó de tal reacción. —Lo sé —dijo más recatada y sonrojada por su anterior acción. Lo cual enterneció al profesor Staín que la veía como una hija.

  —Incluso, no sólo es un tren de pasajeros, sino también lleva carga de exportación. La única que puede llevar diferentes elementos entre los continentes, y en un tiempo bastante cómodo si me pregunta.

  —Cinco días —dijo Oslow.

  —Es correcto —dijo Staín.

Los tres subieron después de esperar a que la primera clase abordara. Dejaron su equipaje en sus dormitorios. Unos muy pequeños, dónde el profesor tuvo que compartirlo con Oslow, mientras que Elizabeth tuvo uno propio. Y al finalizar fueron al área común que la clase media tenía reservada.

  —Ya casi estamos por llegar al océano —dijo el Profesor mirando por las ventas y sentándose en uno de los amplios asientos.

  —Cierto —comenzó a decir Elizabeth —, Sr. Oslow, ¿siente la vibración del tren?

  —No —dijo Oslow.

  —Exacto. Una maquinaria perfecta. Incluso ahora si ve por la ventana podrá notar el océano. Es decir que entraremos en la segunda fase de velocidad. Espere… —dijo la Srta. Alzando el dedo y bajándolo estrepitosamente después de unos instantes. —Ahí está.

  —Cierto —dijo sólo con un atisbo de emoción en su voz, reconociendo el minúsculo cambio de velocidad.

  —Lo sé. Casi ni lo sintió. Es por el mecanismo que absorbe el impacto. Igual que la caldera y los complejos mecanismos para lograr la transición a todas las ruedas de todos los vagones. Sólo la empresa de ingeniería Steamfuture pudo lograr algo así.

Tanto Oslow como Staín no dijeron nada ante el comentario. No por ser ofensivos, sino que sabían lo que significaban que esas palabras vinieran de la misma Srta. Elizabeth. Pues el reciente entusiasmo de su plática se apagó al notar de qué hablaba.

  —Es hermoso, ¿no creen? —dijo el Profesor después de un pequeño instante de silencio. Observando el inmenso azul que ahora los rodeaba.

  —En verdad lo es —dijo Oslow algo asombrado.

  — ¿Creen que veamos ballenas? —preguntó Elizabeth volviendo a ser la misma de antes.

  —De verdad lo dudo, Srta. Elizabeth. Pero nunca se sabe —le respondió el viejo Staín sin apartar la vista de la ventana.

Se quedaron oteando por la ventana durante un largo lapso. Callados y sin afán de iniciar una conversación. Ante la paz que se generaba el magnético azul del mar.

Se pasaron el día entero hablando entre ellos o buscando conversaciones con las demás personas de la sala común donde podían descansar. Comían sus alimentos en el comedor y al concluir; en la noche, tanto Staín como Elizabeth dormían mientras que el Sr. Oslow se la pasaba fuera de sus cuartos. Simplemente parado con los ojos abiertos y los brazos cruzados, cual estatua, sin poder cerrar los parpados en toda la noche. Algo que no preocupó a sus compañeros pues era de lo más normal dada la condición del hombre.

Y entonces, justo a la mitad de su recorrido, en un día que parecía de lo más usual. La joven decidió investigar el tren entero, seguido del caballero moreno, que la cuidaría y la haría entrar en razón. Algo que calmó mucho al profesor, que se decidió a leer un buen libro en la sala común.

Los dos: Elizabeth y Oslow fueron detenidos al cruzar la entrada del comedor de primera clase. Un vagón de lo más elegante. Con asientos ostentosos, camareros vestidos de blanco e incluso un gran candelabro. Puertas de cristal se veían a partir de este punto, con finas sedas que las cubrían cual ventanas y les daba privacidad a quien lo deseara. Llevando sólo trajes hechos a la medida, siempre de lo más limpios. Con un sirviente propio o del mismo tren, sirviéndole como debía ser para alguien de su posición; hombres con monóculos y mujeres con sombreros que sólo jugaban, bebían y reían.

  — ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó la Srta. Elizabeth con un tono más alto y demostrando su inconformidad.

  —Lo siento Srta. —comenzó a decir uno de los guardias —. No pueden pasar a la primera clase.

  —Tranquilos, caballeros —dijo un elegante hombre que se acercaba —. Dejen pasarlos. —Y así hicieron ellos.

El ambiente cambió pues todos ahí se giraban para mirar a los dos nuevos pasajeros. Sobre todo a Oslow, que algunos lo seguían con una mirada lasciva por el simple hecho de ser de un color diferente. El hombre elegante los llevó hasta el bar y les ofreció algo de beber, el cual rehusaron. Al ser una menor de edad y Oslow… bueno, al ser “él”.

  —Srta. Elizabeth Swan —dijo el hombre siendo un caballero, besándole la mano e inclinándose en reverencia —. Mi nombre es Jhon Armstrong.

  —Impresionante que sepa mi nombre, Jhon —dijo Elizabeth.

  —Para nada. Qué clase de líder sería si no fuera así. Aunque debo admitir que desconozco la información de este hombre —habló refiriéndose a Oslow.

  —Él no habla mucho. Es el Sr. Oslow.

  —Encantado. —y entonces estrechó la mano de Oslow y sintió un duro apretón al que intentó no hacer una mueca de dolor.

  —Entonces —siguió hablando Elizabeth —, Jhon Armstrong. El heredero de la familia Armstrong. De los ferrocarriles y de la acerera. Un magnífico tren el que tiene usted.

  —Se equivoca, Srta. Swan. Es de mi padre, todo lo es. Yo solo soy el simple encargado.

  —Dígame, Jhon. Siempre tuve la duda ¿Cómo es que lograron poner unas vías en la mitad del océano?

   —Srta. No me engaña, alguien tan educada como usted, seguramente debe saber la respuesta. Pero debe querer alzar mi ego de hombre al preguntarme.

   >>Verá, es cierto que otros tiempos no podríamos haber logrado algo si quiera parecido. Y es por los avances de los alquimistas. La creación de la tierra que sostienen la vías, eso es único. Debo admitir que no sé mucho del tema. Pero es simplemente tener los elementos necesarios para la transmutación. En otros tiempos le llamarían magia.

  —Eso y muchos alquimistas —dijo sarcástica y nada impresiona la Srta. Swan —. Increíble la ciencia alquímica.

  —Todos ellos son trabajadores y muy bien pagados; debo admitir.

  —Vaya y muchos de ellos están aquí, ¿cierto?

  —Es verdad. Todos obtienen ganancias que los colocan en nuevos estatus, Srta. Swan.

  —Es muy gracioso que lo diga. Porqué justamente antes de venir fuimos a visitar la tercera clase.

  —Srta. Swan, No debería ir a esos sitios. Debo admitir que su guardián personal es intimidante, pero es su salud lo que me preocupa, esos sitios no son especialmente higiénicos. Se puede saber eso por el simple olor que despiden esos lugares y en especial esa gente.

  —Creo que es verdad que las personas despiden ciertos aromas según su posición. Es en la tercera clase donde más me he sentido a gusto. Pues hay una comunidad, hay felicidad al no tener nada y querer dar más. Incluso conocí personas de lo más asombrosas.

  >>Muchas de ellas alquimistas. Me sorprendió mucho saber que fueron ellos los que construyeron la mayor parte de los rieles y tierra sobre la que nos encontramos. Pero que apenas se les pagó lo necesario. Mientras que a sus capataces, aquellos hombres blancos, se les dio no sólo una obscena cantidad de dinero sino que se les deja viajar en clase alta. Impresionante, ¿no cree? Es cierto que huele a verdadera humildad y felicidad en la tercera clase. Pero aquí, Jhon. Huele a arrogancia pura de esa clase que olía en Inglaterra. Pensé que en las Américas sería diferente, que serían de otra clase de personas. Pero me equivoqué, en verdad eso es aburrido. Que las personas simplemente se crean mejores que las demás y tengan una tonta necesidad de hacerlos menos.

Jhon Armstrong se quedó mirando a la Srta., mientras todos en el vagón escucharon la conversación. Y entonces el hombre elegante de manera calmada y cordial respondió: —Srta. Swan, me apena que piense eso de nosotros, todos aquí incluidos. Pues usted, la única heredera de la familia Swan. Dueños de Steamfuture. Los que modificaron al mundo. Los que ayudaron a mi padre y que son socios mayoritarios de éste y muchas otras locomotoras. Me apena que viaje en segunda clase, es decir, usted fácilmente pudiera viajar aquí, junto a los arrogantes. Junto el profesor Staín y su “amigo” aquí presente.

Fue tal la manera despectiva en la que Jhon dijo “amigo”, deliberadamente haciendo menos a Oslow, que éste se acercó al heredero de manera amenazante. Pero instantáneamente tres de los camareros, desde diferentes posiciones, desenfundaron armas de fuego que mantenían ocultas. Lo que detuvo al hombre alto. Mirando y procesando sus opciones.

  —Sr. Oslow —comenzó a hablar Elizabeth —, por favor, no. Sé que ha dañado su ego. Pero se lo pido. Una de las promesas que le hice a mi padre, y con la cual aceptó que viniera en este viaje, fue que cumpliera con mis obligaciones de futura heredera. La de juntar a las dos familias más ricas y poderos del mundo. Y no puedo, de ninguna manera, permitir que un amigo tan querido como usted dañe a quien será mi futuro esposo.

  —Debo decir —dijo Jhon —. Que me he precipitado en mi discurso. Pero que maleducado he sido, por favor, todos bajen sus armas. —y así hicieron y volvieron a sus actividades, como si nada hubiera pasado y fueran simples camareros en el vagón. —Sr. Oslow por favor admita mis más sinceras disculpas. Me he dado cuenta que insultarlo a usted es insultar a mi futura esposa. Que no tenía el placer de conocer y que no creía que tuviera el conocimiento la situación de nuestra familia.

  —Seré joven, Sr. Pero créame. Mi padre me ha instruido en todo lo concerniente a nuestra familia. Incluyéndolo a usted.

  —Que apenado me siento ahora. Esto ha sido la peor manera de conocer a su prometido.

  —No. Ha sido la mejor a decir verdad. Si me disculpa, es momento de marcharnos.

 —Por favor, no. Insisto en que se queden. Es más, deben venir a primera clase. Pediré que los cambien de inmediato.

  —No. Por favor no haga eso. Si de verdad me respeta como su futura esposa. No lo hará. Este viaje es mi último momento de libertad. Acabando, seré de nuevo Elizabeth Swan. Por ahora sólo soy Elizabeth. No me consideré su prometida, sólo una desconocida.

  —Lo entiendo —dijo sonrientemente el heredero. Como si disfrutara de un espectáculo del que él mismo era participe.

  —Nos vemos, Sr. Armstrong.

  —Hasta luego, Srta. Elizabeth.

Ellos dos caminaron fuera del comedor y siguieron andando, hasta que fue Oslow quien se aventuró a hablar una vez alejados: —Ese hombre me inquietó.

  — ¿En serio? —Le dijo Elizabeth sin detenerse.

  —Parecía demasiado divertido con la situación. Nunca sintió vergüenza ante sus actos rebelados, ni siquiera miedo cuando me le acercaba. Casi como si supiera que todo esto iba a pasar.

  —Fue arrogancia pura. Nada más. Te lo dice alguien que fue criada por uno. Veamos que hace el profesor, ¿quieres?

  —Claro. —Y entonces Oslow la siguió sin decir ni una palabra y sin sacar de nuevo el tema.

Mientras estos acontecimientos ocurrían el viejo Staín entró al vagón comunal. Donde había tres hombres de negro sentados en la esquina y una familia justo a la mitad. Él decidió ocupar los asientos libres a lado del clan. Leyendo un viejo ejemplar que siempre cargaba consigo.

  —Pero, ¿Por qué? —dijo el niño a lado del profesor, y éste no pudo evitar escuchar, pues si había algo que de verdad lo emocionaba era la curiosidad de los más pequeños.

  —Bueno, así funciona —le respondió el padre vagamente.

  —No. Pero, ¿cómo? Quiero saber ¿Cómo se mueve el tren?

  —Este… —el padre no sabía que responder, dudoso y hasta un poco apenado ante su propio hijo fue el mismo profesor el que intervino.

  —Es la fuerza del vapor, niño —Tratando de no sonar petulante y sólo con la motivación de ayudar —. Perdón por interrumpir, pero no pude evitar escuchar tal conversación. Dejen que me presente. Pueden llamarme Profesor Staín.

  —No, para nada —dijo el padre —. Ellos son mi familia. Mi esposa Julia, Ana el bebé, mi hijo Gustav y yo, Alfonso. Es un placer.

  —Pero entonces, ¿Qué es el vapor? —siguió preguntando el niño. Ahora teniendo al viejo Staín.

  —Gustav no seas maleducado, no puedes…

  —No, para nada —dijo el profesor sonrientemente —. La curiosidad es esencial para que pueda avanzar la humanidad.  Veras, pequeño Gustav. El vapor viene de calentar el agua y que pase de su estado liquido al gaseoso, eso hace que salga a una velocidad, lo que hace en sí que se muevan las ruedas de los trenes.

  — ¡¿En serio?!

  —Sí, de verdad. Aunque para mover esta locomotora y a tal velocidad se necesita más que eso.

  — ¿Qué?

  —“El liquido perfecto” Es lo que es llamado el invento más grande del siglo. Lo cual nos llevó a donde estamos, sin éste, no podríamos construir tales proezas.

  — ¿Por qué?

  —Pues nada es tan poderoso como el líquido perfecto. En su estado de fluido, no es gran cosa, incluso te lo puedes beber como si fuera agua, aunque sería la más cara que hayas ingerido. Pero lo sorprendente es la facilidad con la que se calienta y la presión es tan fuerte que puede traspasar el metal.

  —Y si ni siquiera el metal puede contra el vapor, ¿Cómo el tren lo soporta? —preguntó ahora el papá. Lo cual hizo reír al mismo Staín.

  —Lo lamento, no me río de ustedes. Es que me alegra tanto que les guste la ciencia. Verán. Los materiales están reforzados no solo por los más grandes metalúrgicos, sino por los alquimistas.

  —Ya veo.

  —Sí. Es más, aquí tengo algo para ustedes. —el profesor les pasó su viejo libro que leía. —Es un gran libro.

  —Las bases de los sistemas de vapor. —leyó en voz alta Alfonso. —Oh gracias, pero no puedo aceptar esto, déjeme pagarle de alguna manera.

  —No, no, no. Si quieren pagarme, entonces sólo léanlo en familia. Y aprendan.

  —Me sorprende la generosidad de usted, Profesor —dijo la madre que se había mantenido escuchando.

  —Para nada. La verdad me sigue sorprendiendo que la gente se sorprenda de la amabilidad. Es una mala costumbre que debemos quitar y la única forma es siendo buenas personas.

  —Increíble, profesor —dijo uno de los hombres de negro del rincón, que se acercaba —. Tal y como cuentan “el Profesor Staín tienen el más grande corazón”

  — ¿Disculpe —dijo Staín, algo consternado pues en la forma en que lo dijo sonó más de manera sarcástica y amenazante que como un cumplido —, lo conozco?

  —No, la verdad no —dijo el hombre vestido con un traje completo negro y con guantes blancos —. Puede llamarme Sr. Black.

  —Un gusto, Sr. Black.

  —Aunque faltó algo en su historia.

  — ¿En serio?

  —Sí. Algo que me sorprendió no escuchar. Al descubridor del “Liquido Perfecto”. Al que llaman el dios de la alquimia. Al Profesor Edward Hanzel Staín.

  —Deduzco por su tonó que no tiene buenas intenciones, Sr. Black.

  —Yo sólo cumplo propósitos. No busco el mal a nadie. Espero que sea tan amable de acompañarme.

  — ¿Acompañarlo? Es posible saber, ¿a dónde?

  —Bueno, una mente como la suya vale demasiado. Muchos países quisieran su ingenio dentro de sus filas y pagarían por ella.

  —Un secuestro ¿A la mitad de la nada? —lo dijo Edward casi sorprendido.

  —Sí. Gracias a usted todo es posible —habló Black con total seguridad.

  —Pronto llegaremos a la Isla Media. La única parada. No podrás escapar.

  —Ya se lo dije gracias a usted todo es posible. Nos bajaremos antes de llegar. Saldremos con nuestros Aerosteam. Los tres de nosotros podremos cargar el peso extra. En la isla un bote nos espera. No se preocupe, profesor. Estará de lo más cómodo. —El Sr. Black sacó de su ropa un revolver para encañonar a la familia. —Usted decide, amable profesor. —dijo amenazantemente apuntando a la madre que cargaba a su hijo.

  — ¡No por favor! —gritó el padre.

  —Llegarán los guardias —inquirió el profesor.

  —Tengo a mis hombres fuera de este vagón. Los detendrá lo suficiente. Pero le aseguro que una bala podría salir.

  —Bien. No les hagas daño, Black. —El amable profesor, sacrificándose, optó por ser el rehén de aquel hombre. Levantándose y sin oposición se colocó delante de él.

  —Me resultó bastante fácil capturarlo —comenzó a decir el Sr. Black —. Estando usted en este vagón, un hombre tan importante debería estar en clase alta. Pero no, decidió estar en uno de segunda. Simplemente tuve que esperar el momento adecuado. No podría estar siempre rodeado de gente, ni de su protegida o su guardián.

   —Se equivoca. —dijo una voz a las espaldas del Sr. Black. No era otra que la Srta. Elizabeth que sobresalía de uno de los asientos. A su lado de pie, estaba el Sr. Oslow que cargaba a uno de los hombres del Sr. Black desmayado. Oslow con extrema facilidad dejó el cuerpo inconsciente de aquel hombre en el suelo. Sin quitar la vista a Black. —No tuvo suerte. Lo que pasa es que el Profesor es muy tacaño. El podría pagar la clase de lujo a la que se refiere. Pero prefiere ahorrarlo.

  —Srta. Elizabeth —comenzó a hablar el profesor —, y Oslow, me alegra tanto que llegarán, a pesar de dar a notar mis hábitos financieros.

De un rápido movimiento el Sr. Black sujetó al profesor por el cuello y le apuntó a la cabeza, dejándolo como escudo humano y viendo de frente al Sr. Oslow. Que lo acoquinaba con su enorme estatura.

  —No se muevan. —inició con sus amenazas Black. Pero antes de que si quiera pudiera terminar. Un sonido de explosión se escuchó y su arma salió volando fuera de su mano sin explicación. Impactado ante el hecho, no pudo notar que el Sr. Oslow, con una velocidad sorprendente y más de un hombre de su constitución, llegó hasta donde él se localizaba, para liberar al profesor y tumbarlo al suelo e inmovilizarlo con sólo una mano. —Ya veo —dijo al darse cuenta de lo sucedido.

En ese instante, el tercer y último hombre de Black. Entró con arma desenfundada y afirmando de manera amenazante: —Suéltalo. —Sin siquiera pensarlo, Oslow dirigió su mano libre hacia el recién llegado y apuntando con su dedo, disparó una bala que salió del mismo, dando en el blanco y tumbando al malhechor. Y entonces con increíble admiración de los sucesos, el pequeño niño sacó la cabeza para mirar mejor, pero de inmediato el padre lo jaló y lo cubrió para protegerlo de nuevo. A lo que Gustav dijo: — Pero, papá. Quiero ver.

  —Impresionante —dijo Black con total de seguridad de los acontecimientos —. Claro, un guardaespaldas del mismo dios de la alquimia debía de tener un AutoSteam. Y no sólo un brazo, los dos. Con que en eso gasta todo su dinero, Profesor Staín. Pero si crees que eres el único con esos lujos, te equivocas. —Y al terminar esta frase, Black, de un rápido movimiento liberó su brazo, al realizar un movimiento inhumano del mismo, para apuntar con su dedo a la cabeza de Oslow y disparar.

El Sr. Oslow yacía tendido en el suelo, inerte por el impacto. La Srta. Elizabeth que no se había movido de su lugar veía tranquilamente la situación con calma, mientras que el profesor Staín con el ceño fruncido no quitaba la vista de aquel enemigo.

  —Usted —dijo el profesor —. Tiene un AutoSteam. Algo no muy barato en estos días.

  —Ni que me lo diga, Profesor —Dijo el hombre y se arrancó la manga de donde provino el disparo —. Magnifico, ¿no cree, usted? —Un brazo compuesto de diferentes piezas la mayoría de color dorado, unas se notaban oxidadas y cuando se movía se podía escuchar el rechinar. Con varios mecanismos dentados y engrandes que se podían ver mover entre tubos con diámetros nada ostentosos y placas que ayudaban a dar la forma de un miembro humano, pero que su principal función era la de proteger las piezas más frágiles. Y de repente, cual sonido de una soga tensada rompiéndose, un pequeño frasco cilíndrico salió expulsado de aquel AutoSteam. Cayendo al suelo y llegando hasta los pies del mismo Staín; que lo miró de reojo. Lo que produjo que la maquinaria parara de golpe e inhabilitándola. —, creo que todos los humanos debemos agradecerle por lo que hizo por nosotros. —Black extrajo de su bolsillo un frasco idéntico al del suelo, pero éste, contenía un líquido de color índigo que brillaba con intensidad y lo instaló en su prótesis de metal. Los dispositivos comenzaron a sonar y el brazo regreso a su movilidad; ahora con un furor rojo proveniente de su interior. Alegre y animado miró al profesor mientras una bocana de vapor salió su extremidad.

  — ¿Qué desea exactamente? —preguntó el profesor.

  —Lo que todo mundo, Staín —le respondió mientras se acercaba —Más. Escuché que había iniciado un nuevo viaje. Desmotivado por lo que su invención provocó. Buscando “La verdad”.

  —Se equivoca otra vez —dijo de nuevo la Srta. Elizabeth desde su lugar —. Él no lo inventó.

  — ¿Qué? —dijo Black, con duda. Acerca de: ¿lo que oía, de quien provenía y de su veracidad?

  —El profesor creó el líquido perfecto por error. —Black tuvo ganas de reír, pero al mirar al profesor, éste, esquivó la mirada confirmando las cosas.

  — ¡Es en serio!

  —Bueno —dijo el profesor intentando cubrir sus verdades —.La mayoría de los descubrimientos fueron mera casualidad: Newton y la manzana, Kekule y su sueño y el mismo Ognar y la transmutación exitosa.

  —Sólo se está cubriendo, Profesor —dijo Elizabeth sonriente.

  —Díganos, ¿cómo inventó el liquido supremo, Profesor? —preguntó el curioso Gustav, que se asomó y al momento de terminar con su cuestión, su padre lo jaló nuevamente lejos de los posibles disparos.

  —Bueno, la verdad es que sólo buscaba como mejorar la manera de hacer té —dijo el profesor.

  — ¿Hacer té? —preguntó anonadado el Sr. Black.

  —Sí. Verá yo soy un alquimista gastrónomo.  —La familia se asombró, Elizabeth sonrió y Black, bueno, él retrocedió ante la impactante noticia.

  —Pero… —comenzó a decir Black al ver como sus planes se veían imposibilitados —Usted, es el “dios de la alquimia”.

  —Jamás me gustó ese nombre. Y bueno, es cierto que tengo gusto por la información, lo que me ha llevado a la investigación de otras ramas. Es más, por eso nos dirigimos hacia las Américas. Para probar las diferentes comidas, y encontrar “La verdad”. Es una frase de la alquimia gastronómica, es decir, el sabor perfecto.

  —Usted…maldito —proclamó Black en un susurro.

  — ¿Qué dijo?

  — ¡Maldito idiota! ¡No me importa que tan patético sea! Lo llevaré de todas formas a usted y a su investigación. Nadie sabe de esto. Aun así pagaran mucho.

Enloquecido por las aclaraciones, Black se preparaba para arremeter nuevamente en contra del profesor. Pero fue detenido de golpe, pues su brazo fue arrancado de tajo por una fuerza mayor a la de él. Se giró para ver de quién o qué se trataba. Y lo que vio lo dejó atónito.

  — ¿tú? —dijo Black al verlo. Al Sr. Oslow de pie, tan alto como siempre, sosteniendo la extremidad que le había amputado recientemente y con el agujero de la bala en la sien.

  —Sr. Oslow —dijo Elizabeth —. Usted sí que sabe mantener el suspenso.

  —Supo el momento exacto en lo cual actuar —dijo el profesor.

  —No, imposible —habló Black — ¿Cómo? —Y entonces rió, tan fuerte y de manera alocada que los ahí presentes se le quedaron mirando extrañados. —Tú eres uno de ellos, ¿no es cierto? Un mito solamente, pero ahora veo que es cierto. Eres un Autómata. Un simple muñeco de metal.

Y al escuchar esto, y como única muestra de un verdadero sentimiento que había mostrado en todo el viaje, el Sr. Oslow con gran furia le dio un golpe en el estomago a su enemigo que resonó en todo el vagón.

  —Nunca te atrevas a compararme con un muñeco —dijo Oslow aún resentido por aquellas palabras —Mi cuerpo no es humano, eso es cierto. Pero en mi interior reside mi alma.

  —Eso no es posible —dijo entre gemidos de dolor el hombre de negro que yacía tendido en el suelo después de tal impacto.

  —La Srta. Elizabeth, a la que llaman un prodigio de la tecnología Steam. Hizo este cuerpo para mí cuando el mío pereció y el profesor no dejó que mi existencia desapareciera. La dejó aquí adentro. —Oslow se apuntó donde debería estar su corazón. —Juré protegerlos con mi vida. Pues es por ellos que tengo una. —Y con otro golpe el Sr. Black se desmayó.

  —Bien, ya que eso terminó —dijo el profesor —. Porqué no vamos por una taza de té y les avisamos a las autoridades del tren que hay tres malhechores inconscientes.

  — ¡Sí! —Dijo Elizabeth —Una buena pieza de pastel también.

  —Profesor —dijo Oslow —. Creo es posible que uno de ellos se esté desangrando.

  —Bueno, habrá que darnos prisa en nuestra notificación. Sr. Alfonso, sería mejor que usted y su familia nos acompañe.

  —Este…Claro —dijo dudoso el hombre ante todos los acontecimientos.

  —No crea que lo hace por bondad —dijo Elizabeth rápidamente —. Seguramente quiere que pague usted por su almuerzo.

  —Srta. Elizabeth —inició a hablar el profesor —, le he dicho que la difamación es algo poco decoroso. Además le salvamos la vida y le di uno de mis libros más preciados.

  — ¿En serio? No habrá sido “Las bases de los sistemas de vapor”, ¿o sí? Porqué siempre trae muestras de ese viejo libro que le regalaron cientos de copias y que a usted ya no le sirven.

  —Como sea el caso, será mejor apresurarnos.

Y fue así que los malhechores fueron atrapados y ninguno tuvo precarias situaciones posteriores. Todos disfrutaron del pequeño descanso en la Isla media. Después continuaron con su viaje. Oslow siguiendo a la Srta. Elizabeth que no volvió a ir a primera clase ni conversar con Jhon Armstrong. Y el profesor disfrutando de sus lecturas y conversando con la familia de Alfonso, sobre todo con el curioso Gustav.

Y entonces al casi finalizar aquel viaje. Fue el pequeño Gustav que miró por la ventana donde ya se podía ver el continente al que se acercaban; dijo fuertemente y muy sorprendido: — ¡Miren!

Desde la lejanía se podía ver como se alzaba hacía los cielos con una estela de vapor que dejaba atrás y viéndose tan diminuta por la gran distancia que los separaba. Resplandeciente al estar hecha con el acero más fuerte y siendo tocada por los últimos rayos del sol en aquel ocaso del final del trayecto. — ¿Qué es eso, profesor? —preguntó el niño. Y ya todos estaban observando, y aunque algunos conocían la respuesta, no quitaban el asombró al verlo elevarse más allá que cualquier otra cosa en este mundo.

  —Eso mi querido, Gustav —dijo el profesor con la mirada clavada en el objeto volador, con serenidad y respeto, pues dentro de él sabía que no había sido tan malo su descubrimiento —. Es un Columbian. Una nave espacial. Se dirige a la Luna y regresará.

  —Allá vamos —dijo Elizabeth —. No a la Luna, aún no. Sino donde las máquinas están creciendo a una manera acelerada.

  —Sí, Srta. Elizabeth. A ese nuevo y extraño mundo.