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Greix

By Pacoman

Corría y seguía corriendo. El sudor resbalaba por su redondo cuerpo. Las fofas carnes al saltar producían el característico sonido de grasa sobre grasa. En su mente asfixiada en sebo podía ver el círculo que se estrechaba, creía sentirlos, sólo era cuestión de instantes que lo alcanzasen. Siguió corriendo y corriendo. El aire se negaba a entrar en la tráquea estrangulada por el tejido adiposo. Tras de si dejaba el tufo de los gordos antes de morir, el reguero de sudor lo delataba como cartel luminoso.

Corría y seguía corriendo. En su cerebro la esquina se resistía a ser alcanzada, sus pasos menguaban y la interminable distancia a la bocacalle no se reducía. Los perseguidores estaban encima, le alcanzaban, su aliento sediento de su sebo le azotaba su rolliza nuca. Siguió corriendo y corriendo, el sudor manaba de su atocinado cuerpo como saliva de perro de Paulov. El riachuelo que fluía de su gordura permitía engrasar la maquinaria de la ciudad durante un mes.

Corría y seguía corriendo, los golpes caían sobre su carnosa espalda, los impactos traspasaban las infinitas capas sebáceas y herían su cuerpo. El dolor aplastado por el peso de su humanidad se abría camino y le producían ganas de vomitar. Seguía corriendo y corriendo, los perseguidores habían acomodado la carrera a su trote cochinero. Los puñetazos, patadas y dentelladas caían en su achaparrado cuerpo pausadamente. El caudal de sudación caía envuelto de rugidos de fuente en fiestas.

Corría y seguía corriendo. La lejana esquina harta de huir del gordo corredor, se dejó atrapar entre sollozos de doncella violada. Con el último aliento y las carnes abiertas en sangriento saludo a sus perseguidores, ganó la esquina. Nunca más seguiría corriendo y  corriendo, el silbante tajo de la yugular paralizó su porcino trote. La sorpresa del escalofrío del acero sesgando la epidermis, rajando la arteria y rompiendo el músculo, cedió paso al pánico. Incapaz de contener el raudal del rojo elemento, se permitió caer al suelo entre aplausos de sus maltrechas carnes. Sangre y sudor se mezclaban en humanas morcillas, delicia de ratas e indigentes.

Moría y seguía muriendo. La mezcla de embutido amenazaba con ahogar a los perseguidores y el improvisado matarife se vio comprometido a cumplir su obligación.

Por el artículo veintitrés de la Constitución de Europa y el decreto cuatro barra Junio guión dos mil treinta y cinco de la Comisión delegada y por el reglamento jurisdiccional de los agentes Preceptores del Orden. Se te sentencia y ejecuta por la evidente violación del artículo tres de la Constitución. El forense corroborará la apreciación de culpabilidad. Tu ajusticiamiento se registra con el código: 002/agente 1.456 Ec,  Peter Martínez/ 3 de Sep. 2047.

Moría y seguía muriendo. La morcilla líquida le asfixiaba, con los últimos restos de energía de sus músculos levantó la cabeza del enorme charco que brotaba a dúo de su sudoroso montón de grasas y el corte en su garganta. Los ojos se nublaban pero mientras moría y seguía muriendo contempló cómo el agente que le había ejecutado, se ponía a buen recaudo del mar de humores que amenazaba inundar la calle. Murió asfixiado entre sudor y sangre.

 

El lejano zumbido, fue creciendo por momentos y se hizo evidente que el despertador invitaba a abandonar al solícito Morfeo. Pedro agradeció el sonido que le despabilaba cada mañana laborable. Las gruesas pesadillas le estaban gastando la salud mental. Su cabo no dejaba de sonreír al observar sus crecientes ojeras, fruto según su opinión de cacerías nocturnas tras musulmanas, que poder violar bajo la impunidad de su ilegalidad.

 

− Juan ¿Cómo estás?

− Hola Pedro. Tienes más ojeras, que pelos el bigote de una mora.

− Calla, calla. Las pesadillas de gordos no me dejan en paz.

− ¡Hostia!,  ¿sabes que Manolo está fuera de servicio por baja?

− No, ¿Qué le ha pasado? preguntó Pedro con inquietud.

− Se ve, que fue a "beneficiarse" moras y harto de no encontrarlas, él y los demás se fueron a las chabolas beréberes y le prendieron fuego a una.

− ¡Qué!, ¿que hicieron qué? cuestionó Pedro.

− Sí tío, le metieron fuego al chamizo; cuando salía una tía la agarraban y al resto se lo cargaban.

− ¡Joder!, que huevos le echaron.

− Sí, pero el último de esos perros, salió con escopeta y se llevó por delante a Manolo.

− Se le va a caer el pelo.

− ¡Bah!, no lo creo. ¿a quién le importa un moro más o menos? afirmó Juan mientras acababa de ponerse el uniforme.

"Agentes Peter Martínez y John García, acción de servicio. Repito, agentes Peter Martínez y John García acción de servicio".

− Mierda Pedro, muévete que ya tenemos "faenita".

− Joder.

− Da gracias, que al ser tan temprano, ésta no lo querrán retransmitir.

− Sí, pero tampoco nos pagarán prima por el espectáculo soltó Pedro mientras cerraba la taquilla y se ponía bien el casco.

 

El vehículo se acercó lentamente a la dirección que indicaba la orden de acción. El edificio no revelaba la existencia en su interior de una posible violación del artículo tercero.

Los gordos eran gentes normales, buenas personas, sus amigos no notaban nada extraño en su comportamiento. Pero un buen día, comían más de la cuenta y su organismo era incapaz de desechar el exceso de nutrientes y comenzaba la degeneración de su esencia humana. La repugnante grasa se infiltraba en sus tejidos y simultáneamente su adecuación a la sociedad desaparecía. Un gordo es inhumano, un delincuente, es un peligro para la sociedad, un egoísta y sobre todo una anormalidad estética. La familia de un gordo es peligrosa, debe ser aislada y estudiada para evitar futuros casos. Europa se protege de este peligro social y elimina el problema en cuanto aparece por la raíz.

Pedro y Juan corrieron hacia la puerta. ¡Boom!, patada y puerta al suelo. Una voltereta con caída en posición de acecho.

− ¡Que nadie se mueva!, agentes del orden. Esto es una operación oficial. Todos quietos y no pasará nada chilló Juan desde el centro de la habitación.

Pedro cubría las entradas a la estancia, pero nada se movió, parpadeó o respiró. Lentamente Juan se levantó del suelo, hizo un gesto a Pedro y se acercó a la primera puerta. Abrió y miró, el cuarto estaba vacío.

Pedro mira arriba, yo registró aquí.

Pedro asintió con la cabeza y subió por las escaleras de la casa. La puerta de lo que parecía un lavabo, estaba cerrada. La intentó abrir. El cerrojo no cedió. El agente Preceptor del orden tomó impulso y la derribó con el hombro. Cayendo observó la gorda en el centro de la estancia.

− ¡Gordo! − chilló Pedro, mientras se incorporaba sin dejar de apuntar a la criminal.

− Sí soy una gorda replicó la repelente cuasi-mujer.

− Calla, engendro de Satanás. Y no intentes nada  espetó sorprendido Pedro, mientras observaba a su alrededor en busca de alguna trampa.

− ¿Tanto miedo me tienes?, sólo soy ...

 −¡Calla, monstruo! − interrumpió Pedro a la vez que le golpeaba la cara con el anverso de la mano. La gorda cayó con sonido amortiguado.

Juan entró en el lavabo, cuchillo en mano.

- Eh, ¡qué pasa aquí! se abalanzó sobre la caída obesa y con un ágil gesto seccionó las venas y arterias del cuello.

El río carmesí brotaba de la herida y la tráquea abierta pitaba en un intento de chillido.

Por el artículo veintitrés de la Constitución de Europa y el decreto cuatro, Junio del 2035 de la Comisión delegada y por el reglamento de Preceptores del Orden. Por ser gorda te sentencio y ejecuto. El forense lo legalizará. Tu registro es: 001/agente 1.134 Ec,  John García /15 de Oct. 2047. − ¿Qué te pasaba Pedro? ¿Por qué estaba todavía viva? − inquirió con agresividad.

Pedro seguía observando cómo la gorda moría de asfixia, el aire no acertaba a entrar por la tráquea anegada.

Cuánta sangre tienen los gordos. Por lo menos un litro más que nosotros. Fíjate va a inundar el cuarto.

− Tío, ¿qué tienes?, ¿te ha hecho algo? preguntó Juan.

− ¿Crees que escuchan la sentencia?.

− Eh, tío estás mal. ¡Reacciona!, ¿por qué no te la cargaste?.

− Me habló. No intentó huir, ni pegarme, se quedó ahí en medio y me habló.

- Un gordo hablando, ¿estás seguro?

− Sí.

− ¡Bah!, vámonos. − Venga, fuera Juan echó un vistazo al grueso cuerpo caído en medio del gran charco. − Vámonos, está muerta.

 

El ambiente en el interior del vehículo era tenso, Juan no entendía nada y Pedro no rompía su silencio.

− Duermes poco y mal. Mira, esta noche te vienes a follar negras.

Pedro no dijo nada. Juan le miró y la incipiente sonrisa se congeló en los labios.

− Mierda tío. Va, despierta. ¿Cuánto tiempo hace que no la metes en caliente? los continuos intentos de Juan no hicieron efecto, Pedro seguía cabizbajo.

Durante bastante tiempo el silencio llenó el vehículo.

− Sabes Juan, en mis pesadillas yo soy el gordo.

− Mira Pedro, tienes que ir al "arregla seseras", no estás bien.

− Creo que piensan. En la pesadilla lo hacen, además la gorda me habló.

− Tío, en la central ni se te ocurra decirlo y porque los de la tele no estaban, que sino estás bien jodido soltó Juan observando la reacción de Pedro.

− ¿Tú crees que ...

− Cállate y no sigas. Un gordo es un subnormal, un criminal y además no piensan. ¡Te enteras! Juan intentaba contenerse, Pedro había sido un buen compañero y amigo, el problema es que dormía mal.

− A ver Pedro, jodes poco, siempre te lo he dicho. Esta noche te vienes conmigo y nos tiramos unas negritas. ¿Vale? Sabes, José el de "anti−socialistas", me ha dicho que en la montaña hay unas dominicanas que acaban de llegar. Venga, cepillarnos alguna estará chupado.

− Gracias Juan, pero no... no puedo.

− Pedro, si insistes en ser un cabezota voy a tener que contarlo en la central. Eres mi amigo pero no me voy a dejar emplumar por tus tonterías.

El mutismo de Pedro impuso su ley, la pesadez del ambiente era más que evidente y Juan comenzaba a creer que Pedro tenía más problemas de los que podía digerir.

 

La tarde era plomiza y desde la ventana de su apartamento la ciudad de sus pies era aún más gris. La suciedad de los cristales no impedía ver lo frío y deprimente de las fachadas diseñadas por el gusto de dos décadas atrás. Pedro apartó la frente del gélido cristal y se dirigió al interior del oscuro cuartucho. Marcó el número privado del jefe.

−Sí − dígame respondió la voz del jefe de sección de los Preceptores del Orden.

− Soy el agente Peter, señor respondió dócilmente Pedro.

− Hombre Pedro, ¿Cómo estás?, hace tiempo que no te veo.

− Bien... bueno no. Señor quiero que me traslade.

− ¿Por qué?, eres un buen agente y nunca has tenido problemas.

− Es que..., sueño señor. Sueño con gordos que piensan y hoy una gorda me habló. No creo que pueda seguir ajusticiando gordos, señor.

− Algo he oído. Te voy a dar un consejo: no vuelvas a decir nunca más que un gordo te habló. Pedro eres un buen hombre y te tengo aprecio, pero si te empeñas en decir que los gordos hablan, no podré hacer nada por ti. ¿Lo entiendes?

− Si, señor. Gracias señor contestó servilmente. La ansiedad le crecía en el estómago.

− Señor, ¿me va a trasladar? preguntó dubitativamente Pedro.

− Pedro, ¿estás seguro de querer trasladarte?. Y si descansas unos días y luego lo comentamos. Eh, ¿qué te parece?

− Bueno... señor, creo que sería lo mismo. No creo que pueda seguir, señor.

− Bien, como tú quieras. Creo que hay una vacante en el servicio de Evaluación de subversión intelectual y otra en el de Control esterilizador de  teratológicos.

− Perdón señor, no... no los conozco.

− Creo que les llamáis "anti-socialistas" y "Subnormales".

− No sé, señor. ¿Cuál me recomienda?, señor.

− Para ti creo que el mejor será el servicio de deficientes.

− ¿Qué tendré que hacer?, señor.

− Es fácil, deberás capar a los subnormales.

− Perdone señor, ¿Por qué no se eliminan?

− Bueno, creo que los médicos necesitan probar sus medicinas... pero no te  preocupes, tú sólo tienes que meterle los cojones en una solución a cuatro cientos cincuenta y un grados Fahrenheit.

− Gracias... gracias por todo señor Bradbury.