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Historia de la nueva raza

Olivera, Patricia K.


 


Recuerdo que me deslicé sobre una superficie suave y cálida, parecida al lugar en el que había estado. De repente, la sensación cambió y me vi impulsado hacía un ambiente distinto: frío y seco. Enseguida, un olor asqueroso me envolvió. Lo peor fue el golpe contra una superficie dura, momento en el que abrí mi boca lo más que pude, llené por primera vez mis pequeños pulmones con ese horrible aire y comencé a llorar. Mis berridos desesperados se confundieron con los gritos de dolor de mi progenitora, y, sobre nuestras claras voces, esa otra que logró silenciarme por el desprecio que contenía:


¡Malditohumano!


Con los años comprendí lo que quería decir.


Esa voz cargada de odio me hizo callar en el momento justo en el que algo cayó junto a mí: una pelota negra y peluda que salió del mismo conducto que yo y que, en esta oportunidad, fue recibida con alegría y triunfo. Me asusté, no tanto por esa bola negra que mis ojos apenas podían distinguir, sino por el alarido que quien me había dado a luz lanzó al ver esa cosa que surgió de su interior.


¡Malditohumano! —bramó una vez más la tenebrosa voz, y el lugar quedó en total silencio. Hasta yo callé mis gimoteos, y entré en una especie de letargo que me alejó emocionalmente de allí.


La siguiente vez volví a despertar a los gritos: algo o alguien me sostenía en el aire, bajo el chorro helado de un líquido que no se parecía en nada al que había dejado hacía poco rato. Eso fue suficiente para gastar el resto de energía que me quedaba, ni siquiera cuando me regresaron violentamente a mi sitio volví a quejarme. Quizá porque dejé de sentirme tan solo cuando oí a otros que gritaban igual que yo.


¡Malditohumano!


Esa horrible voz resonaba en mi pequeña cabecita.


Con los años comprendí lo que quería decir. Crecí y me acostumbré, al igual que mis hermanos, a ese lugar, a esa vida y a esos seres. Nos sentíamos hermanos por estar en esa misma situación, y porque nuestras facciones eran muy parecidas, aunque los habíamos de cabellos negros, rubios y castaños, de ojos claros u oscuros, y por el tono aceitunado de la piel que lamentablemente nos había heredado esa raza invasora. Nuestra contextura física hacía que todos los niños nos pareciéramos entre sí, dado que nuestra alimentación no consistía en una dieta balanceada éramos más bien pequeños y enclenques.


El día llegó en el que confirmamos que varios de nosotros éramos realmente hermanos, no solo descubrimos que habíamos nacido de la misma madre, sino que también conocimos la triste verdad: las mujeres que secuestraron y forzaron para perpetuar la especie eran humanas. Cuando, en lugar de un ser como ellos, nacía un humano —todavía aún no me explico cómo nosotros, que proveníamos de semejantes seres, éramos tan humanos como Madre—, ese «malditohumano» era utilizado como esclavo.


Lo poco que sabemos nos lo contó Madre, la madre que procreó a mi generación. Una mujer que envejeció drásticamente como consecuencia del maltrato, el descuido y los sucesivos embarazos y partos en los que fue obligada a participar.


En ese entonces, y según los cálculos que mis amos me escupían cada minuto a la cara, yo llevaba ya 2190 días disfrutando de una vida que no merecía, y ellos se encargaban de hacer más dura mi corta existencia. Más tarde, mi Madre me diría que yo tenía seis años.


Una costumbre «humanitaria» de estos seres consistía en abandonar a su suerte, en alguna cueva de esa tierra árida y seca, a las que pronto morirían. El día que la dejaron librada a su suerte, como un artefacto roto que ya no era útil, tres de mis hermanos y yo nos escapamos de la mina en la que hacíamos el trabajo duro de siempre. Mis hermanos, dos varones y una niña que pertenecían a la misma camada que yo —los niños y las niñas permanecían juntos hasta los dieciocho años, edad en la que a la niña se la apartaba para que comenzara a cumplir su rol de concubina y vientre prolífico— vimos pasar a uno de los depredadores, quien llevaba otra carga moribunda, inútil para él.


Cuando subimos a respirar y a comer los deshechos podridos que el guardia arrojó a la entrada de la mina de carbón —la fuente de energía que utilizaban en detrimento de lo que quedaba del planeta—, evadimos al carcelero y fuimos tras el depredador. Este se dirigió al laberinto de cuevas que visitaba con asiduidad e ingresó a una de ellas. Nosotros esperamos en la entrada, escondidos tras un par de rocas enormes. No salió de inmediato, oímos el jadeo de la bestia y el gemido de alguien, y la acostumbrada frase:


¡Malditohumano!


Enseguida que abandonó la cueva entramos con paso vacilante, y la vimos: yacía desnuda sobre la tierra, había sangre entre sus piernas. Cuando nos vio trató de incorporarse y taparse con las ropas desgarradas que tenía junto a sí. Comenzó a sollozar y nosotros, que nos acercábamos con lentitud, nos detuvimos en seco, asustados, a punto de echar a correr para volver a nuestra prisión. Nuestro estado también era lamentable, sucios de la cabeza a los pies y apenas cubiertos por un taparrabos. Murmuró algo y nos hizo señas para que nos acercáramos.


Tuvimos que soportar besos y caricias maternales a las que no estábamos acostumbrados. Entendimos que su nombre era Madre. Nos hizo muchas preguntas y solo supimos contestar algunas. No estábamos habituados a hablar, apenas sabíamos hacerlo en un modo tosco y limitado; supongo que de alguna forma nos entendió. Cuando nos preguntó nuestros nombres y repetimos con solemnidad lo único que habíamos escuchado desde que nacimos, «Malditohumano», rompió a llorar. Callamos, nos miramos. Estoy seguro de que en ese momento mis hermanos esperaban un gesto mío, o una reacción, para salir corriendo de allí.


Poco a poco se calmó, tenía los ojos enrojecidos y hacía esfuerzos por no quebrarse de nuevo. Entonces nos contó la historia de una Tierra distinta a la que estábamos acostumbrados a ver desde que habíamos nacidos. Una Tierra de verdes y azules, de días soleados, de campos llenos de flores de todos los colores, y de primaveras alegres con lluvias mansas, donde existían todo tipo de animales y donde vivía gente de todas las edades y colores.


Madre nos contó que en el año 2040 ella vivía en el campo con su marido, cerca de la casa de sus padres, y su nombre era Camila. Hacía poco tiempo que se había casado con el hombre que su familia eligió para ella: un joven respetuoso y de buena familia. Sus padres fueron muy sabios al elegir como marido a un hombre que la amaba desde que eran niños.


En ese entonces imperaba un gobierno de alcance mundial, conformado por tantos miembros como naciones independientes existían en el momento de su constitución. Las fronteras habían desaparecido, se hablaba una lengua común y se utilizaba la misma moneda de cambio en toda la superficie del planeta. Se habían logrado avances científicos y tecnológicos sin precedentes, la implantación de un estado mundial benefactor derivó en esa tan ansiada paz mundial que tantos líderes políticos y espirituales soñaron durante décadas


Existía una clara diferencia entre la ciudad y el campo. En este último, las pocas familias que lo habitaban vivían con las comodidades mínimas y cada círculo familiar poseía la capacidad para construir y dar vida a las máquinas. Un complejo entramado de cables y tornillos formaban un corazón en el interior de las máquinas que utilizaban para llevar adelante las tareas necesarias para la sobrevivencia: el cultivo del lino, su recolección y posterior utilización en la confección de prendas de vestir para ser vendidas en la ciudad.


La relación entre estos humanos y las maquinas era especial, ellos sabían cómo armar con excelente precisión esas partes antiguas cuyo complicado mecanismo solo era conocido por los mejores relojeros de la antigüedad. Las nuevas tecnologías no poseían esas propiedades, eran mecanismos muertos que se volvían obsoletos de inmediato, pasaban y desaparecían dando paso a nuevos descubrimientos. Este grupo de humanos nunca estuvo de acuerdo con la fabricación ilimitada de tecnología, mucho menos que se llegara al extremo de sustituir a los seres humanos por máquinas: servicio que comenzó a invadir con premeditación cada uno de los hogares del planeta. La tecnología estaba ganando la batalla, y ellos intuían que pronto el mundo sería gobernado por máquinas.


Si bien había una gran diferencia de aptitudes y valores entre ambos medios, las familias de las zonas rurales eran respetadas y reconocidas por la sabiduría que les era transmitida de generación en generación, lo que no tenía punto de comparación con los adelantos tecnológicos que ostentaba la ciudad, y que al final resultaban inservibles frente a las piezas de relojería que estas personas utilizaban para construir sus máquinas.


Los ojos de Madre brillaron por sobre la tristeza cuando habló de su gente, de su familia. En especial cuando rememoró la vida que llegó a disfrutar junto a su esposo.


Nos contó que, pese a estas diferencias, los humanos vivieron en armonía y orden hasta que se produjo un golpe de estado. Si bien la sociedad apoyaba al gobierno por una mayoría abrumadora, existían excepciones a la regla, individuos que llevaban la rebeldía mal encauzada en sus venas y que buscaban el derramamiento de sangre con cualquier excusa. El gobierno mundial estaba al tanto, los tenía plenamente identificados y, a espaldas de los civiles que solo se ocupaban de vivir una buena vida y ser felices, buscó erradicarlos. Hasta que llegó un momento en que la situación se descontroló, los rebeldes humanos tomaron el poder por la fuerza, y asesinaron a los representantes mundiales. Se desató el caos y se sembró el terror, pues los usurpadores no venían solos, querían poder y riqueza y estaban dispuestos a compartirlo con quien fuera, si con ello lograban desbaratar el equilibrio planetario.


Su fuerza y número fueron ilimitados gracias a la alianza pactada con una de las civilizaciones alienígenas que conformaba la confederación de planetas, y que hacía tiempo buscaba colonizar la Tierra.  


Ese fue el comienzo. Cada rincón del globo fue invadido. Los hombres en edad fértil, exterminados de inmediato —incluidos los rebeldes—, y las mujeres en edad de procrear, esclavizadas para perpetuar la especie; tarea que ya no podían llevar adelante las hembras de la raza invasora porque además de volverse estériles estaban muriendo, y necesitaban nuevos vientres para evitar la extinción.


Por lo poco que sabía Madre, esas bestias provenían del planeta Negro, expelido en algún momento por el Sol, el que llegó a integrar la Asamblea Galáctica, junto al resto de los planetas de la vía láctea. Mientras fue gobernado por un rey justo, y leal a la Asamblea, reinó la paz y el orden, pero cuando este fue asesinado se instauró una política represiva que de ahí en más tendría como meta la invasión y dominación de todos los planetas integrantes.


La Tierra fue la primera en convertirse en tierra muerta, de muertos y esclavos.


 


Esa tarde, cuando volvimos a la cueva, nos invadió el pánico al imaginar lo que nos haría el guardia por habernos escapado, pero tuvimos suerte: no había rastros de él por los alrededores. Los otros niños, de caritas tristes y sucias, nos miraron con indiferencia, mientras que, con la poca fuerza que aún tenían, golpeaban la dura roca con el pico. Muchos estaban enfermos, tosían o gemían débilmente, sin atreverse a llorar. Al terminar el día, varios quedarían desvanecidos en el piso y ya no volverían a levantarse; los depredadores se encargarían de hacerlos desaparecer de la misma forma que un día llegaron a este mundo: sin pedirlo ni buscarlo.


Cuando nos regresaron a nuestra celda, apenas pude dormir. Nosotros no hablábamos mucho, no era mucho lo que sabíamos decir, apenas algún balbuceo de la lengua que por repetición habíamos aprendido de los invasores. En una palabra: no sabíamos hablar; nuestras vidas transcurrían en silencio o a merced de los insultos que nos escupían cada día. Intenté representar en mi mente todo lo que Madre nos había contado de su anterior vida, pero era imposible imaginar colores que nunca había tenido la dicha de ver, que no existían en ese planeta muerto que era ahora la Tierra, sobre cuya superficie solo caía lluvia ácida. Me dieron ganas de llorar, nosotros no sabíamos cómo eran los colores. Cerré los ojos e intenté dormir, abrazado a mis hermanos para entrar en calor y olvidar la dureza del piso.


Como cada noche, a mis oídos llegó algún sollozo ahogado, una tos contenida o una voz infantil que despertó del sueño con sobresalto; y de repente, esas voces sin rastro de humanidad ni compasión que ordenaron silencio.


Pensé en Madre. Nos habíamos encargado de que quedara en la cueva recuperando fuerzas para escapar. Le dimos los mendrugos de comida que llevábamos escondidos en los bolsillos de nuestros taparrabos, y la dejamos instalada cerca de un manantial de agua cristalina que manaba de una de las paredes de la cuerva, de la que también nosotros bebimos hasta saciarnos. Ella nos despidió con un beso a cada uno y susurró lo que luego nos diría era una bendición. Teníamos muchas preguntas para hacerle, pero no podíamos darnos el lujo de pensar en un futuro; no sabíamos si mañana seguiríamos vivos o si el planeta estallaría de un momento a otro.


Mis ensoñaciones y pensamientos fueron interrumpidos por el mismo sonido de todas las noches. Dos guardias llegaron. Todos eran iguales: semejantes a lobos hambrientos, cubiertos de un espeso pelo oscuro, sus fauces, cubiertas de doble hilera de dientes afilados, tenían la capacidad de abrirse para dar paso a un animal entero y los ojos, negros y pequeños mostraban la maldad de sus instintos; se sostenían en dos patas como nosotros, pero cuando se trataba de cazar o de capturar a alguno de los esclavos que lograban huir andaban a cuatro patas, corrían a una velocidad que dejó, a quienes llegamos a verlo, impresionados y atemorizados, seguros de pensarlo bien si alguna vez decidíamos huir. Sobre el pecho llevaban un cinto cruzado, de los cuales colgaban los garrotes y los látigos con los que nos sometían. Tenían por costumbre tomar un niño cada noche para disfrutar de su cena preferida, y cada noche intentábamos hacernos invisibles a sus ojos… hasta la próxima vez.


Cuando se fueron respiramos aliviados por continuar vivos, y sollozábamos bajito por ese hermano que no había tenido igual suerte que nosotros. Mis hermanos se sumieron en un profundo sueño, mientras yo pensaba en cómo escapar; ni siquiera recordar las habilidades de los depredadores me haría cambiar de idea. Algo me decía que la próxima vez ya no tendríamos suerte, no quería confiar en la providencia. Con mis escasos seis años, me sentí lo suficientemente maduro como para decidir por mis hermanos que era hora de escapar de ahí, y si lo hacíamos con Madre mucho mejor.


 


Al otro día, mientras estábamos en las minas, un movimiento telúrico provocó derrumbes en diferentes puntos del tramo subterráneo. Muchos niños quedaron sepultados y otros levemente heridos. El caos que reinó por unos instantes me sirvió para despojar a una de las bestias del garrote y llevárselo a Madre. Ella estaba trabajando en algo, tenía junto a sí una pila de huesos y partes de lo que parecían ser artefactos eléctricos, como los que poseían las bestias, de las que tomaba lo que necesitaba. Solo permanecí junto a ella unos segundos, los suficientes como para que me meciera entre sus brazos y llenara mi cara de besos, mientras me daba algunas instrucciones.


Esa noche engañé al vigilante con facilidad: un acceso violento de tos fue suficiente para que me creyeran muerto y me llevaran a la cueva mortuoria para permitirme un «piadoso» final. Un golpe firme y seco con la maza bastó para destrozar el cráneo de la bestia que me había cargado. Yo contemplé a Madre embelesado, admirado por esa capacidad para convertirse, de un momento a otro, en el ser más dulce del universo o en una vengadora implacable y mortal. De igual modo procedió con el vigilante que fue en busca del que me había llevado. Con las armas de esos dos, la cuidada planificación y la celeridad para cumplir las órdenes comenzamos a reducirlos uno por uno, sin que siquiera lo notaran.


 


En las minas diseminadas por el vasto territorio de nuestro planeta, bajo los escombros de las ciudades más representativas de la antigua cercana civilización humana, nacieron y crecieron nuevos niños cada día, potenciales esclavos de la raza invasora. Si bien existieron muchas otras madres, la nuestra fue la cabeza de la nueva civilización, la punta del iceberg, la instigadora del movimiento veloz y silencioso que se dispersó por cada punto del planeta.


«¡Malditohumano!», esa expresión que tanto sufrimiento causó, y que prácticamente logró exterminar a la raza humana, se difuminó poco a poco, junto con el odio y la injusticia. Madre no le perdonó la vida a ninguna de las bestias ni a las crías que con tanta repugnancia la obligaron a lanzar a la vida. No le tembló el pulso en ningún momento cuando los degolló. La orden de no dejar vivo a ningún «malditohumano» voló sobre la faz de la Tierra. No se les permitió vivir ni siquiera como esclavos.


 


El año 2320 marcó el nuevo despertar de una Tierra que ya no pertenecía a la raza humana, y que comenzó a mutar lentamente para albergar en ella a la nueva raza que surgió a partir de nosotros…