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Invasion

Manso, Reinaldo

 

¡Uff, que alivio! Una larga y cálida meada. No podía más, tanta cerveza caliente… Ya no soy tan joven.

 

Éstas son las cavilaciones que pasan por mi mente mientras vacío la vejiga en un matorral cercano a la casa de guardeses donde me alojo junto con otros dos compañeros. Me llamo Bertolino, y junto con mis colegas estamos encargados de ahuyentar a los cazadores furtivos que  se internen en el bosque real de Rendlesham, junto a la costa del condado de Suffolk, en el nordeste de Inglaterra. Hemos pasado la noche bebiendo.

 

Mientras me ajusto el pantalón, alzo la vista hacia el mar y entonces la veo. Sin luna resulta difícil estimar la hora, pero no creo que sea ya medianoche, y allí cerca del horizonte hay una estrella muy brillante, nunca he visto nada parecido. No le habría dado mayor importancia, si no fuera porque parece estar volviéndose cada vez más brillante. ¡No puede ser una estrella, todo el cielo está cubierto de nubes de tormenta! Es como una gran chispa verde-azulada con cola. ¡Se está acercando muy rápido, quizá un trozo de cielo está a punto de caer sobre nosotros! Doy un grito de alarma para que mis amigos salgan la cabaña y corro a azuzarles. Al salir al exterior, ya no vemos nada. La  estrella fugaz ha desaparecido. Empiezan a tomarme el pelo, pensando que el alcohol me había hecho ver visiones. Les hago callar con un exabrupto. Cuando se hace el silencio descubrimos que en la zona de la playa, más allá de una pequeña colina boscosa, se percibe una claridad creciente. Mi amigo Hall dice que estará amaneciendo, pero no puede ser eso. También se escuchan ruidos y silbidos extraños. Decidimos acercarnos a investigar, guiándonos por el sonido…

 

Lentamente, el silbido se convierte en zumbido y el zumbido en alarido retumbante. Entonces, con una lentitud aún más exasperante, de un  agujero cercano y todavía humeante se alza una forma de enorme joroba. Los tres nos abrimos en abanico, indecisos sobre lo que hacer a continuación. Alguien decide por nosotros. De esa forma extraña, tímidamente, surge el espectro de una especie de haz luminoso. Y enseguida brotan llamas reales y brillantes resplandores entre mis compañeros. Primero, Bill, el más alejado; y luego, Hall. Diríase que algún chorro flamígero nos alcanza, produciendo con el choque llamas blancas. Por suerte para mi, me encuentro al final del arco recorrido por ese gigantesco dedo ardiente, y puedo apartarme a tiempo sin grandes quemaduras, dando un gran salto hacia atrás. Mis amigos se han convertido en teas de fuego andantes. A la luz de su propia destrucción los veo tambalearse y caer, como si la muerte hubiese saltado de uno a otro. Tengo la impresión de que algo extraño, una luz sorda y deslumbradora que hace caer por tierra cuantas cosas alcanza, incendia los abetos y las zarzas secas… Rápida y regularmente esta muerte flamígera completa la curva, cuál inevitable espada de fuego… Todo esto se ha efectuado con tanta rapidez que, tras apartarme, me quedo inmóvil, sordo y ciego por el ruido y la luz… Y todo queda de nuevo en tinieblas. Todo es negrura y soledad. Salgo corriendo sin mirar atrás, tratando de alejarme todo lo posible de aquella masacre.

 

Al principio no veo más que el camino por delante; pero de pronto acapara mi atención algo que baja rápidamente por la pendiente opuesta, Me parece ver al principio el tejado húmedo de una casa, pero sucesivos relámpagos me permiten cerciorarme de que la cosa gira con rapidez. Un nuevo relámpago y aquel objeto dudoso se me aparece claro, preciso, brillante…

 

¡Y qué objeto…! ¿Cómo describirlo? Un trípode monstruoso, más alto que varias casas, va dando zancadas sobre los pinos jóvenes, aplastándolos en su carrera… De pronto, los abetos del bosquecillo que hay junto a mi se apartan a su paso como frágiles rosales ante un hombre que se abre camino. Son arrancados en seco y derribados y aparece un segundo trípode gigantesco… Al momento, el enorme mecanismo pasa a mi lado, dando grandes zancadas. Vista de cerca, la cosa es incomprensiblemente extraña porque es una máquina, de paso mecánico y de ruido metálico, entre los intersticios de sus miembros escapan bocanadas de humo y vapor. Un engendro del diablo. Suspiro de alivio, creyendo haber pasado desapercibido. De repente, aquella cosa se detiene, alza una de sus enormes patas y sin darme tiempo a escapar, la deja caer sobre mí. ¡Arrgh…!

 

 

 

19 años antes

 

A lo largo de toda la semana, habían ido llegando diversas carrozas y carromatos a aquel valle oculto a gran altitud entre los picos del Pirineo español, y cuyo único acceso transitable era a través de un túnel de quinientos metros excavado en pura roca. Las carrozas viajaban con las ventanillas cubiertas, para impedir a sus ocupantes identificar el camino seguido. Se trató de una operación bien coordinada, pues a pesar de las grandes distancias a cubrir, todos los convocados llegaron con muy pocos días de diferencia. Al llegar el último, el que procedía de más lejos, Flandes, se les convocó a todos al salón principal del castillo donde estaban alojados.

 

Eran en total seis hombres, casi todos ya entrados en años, y que se encontraban sentados alrededor de una mesa, en completo silencio, impuesto quizá por los soldados armados que los habían conducido hasta allí y que ahora se encontraban firmes, a lo largo de todo el perímetro de la habitación. La tensa espera duró poco. Una figura embozada con una amplia capa de terciopelo verde entró por una puerta lateral, y entre los chirridos metálicos de la lujosa armadura que vestía, recorrió los pocos metros que lo separaban de la cabecera de la mesa y, sin descubrir su rostro, se dirigió a los presentes:

 

—Caballeros, lamento las molestias que les he causado por esta urgente convocatoria y el secretismo con el que he tenido que actuar, pero las circunstancias son graves. La reina católica de Escocia, María Estuardo, ha sido derrocada y capturada por la hereje Isabel I de Inglaterra, y se teme por su vida. Nuestro amado rey Felipe II, a quién Dios colme de bendiciones, ha decidido prepararse para reconquistar aquel reino que nunca debió abandonar, y me ha pedido que forme un colegio de expertos para el desarrollo de nuevas armas y tácticas guerreras que faciliten la invasión de aquellas islas. En los últimos años, todos ustedes han remitido a la Corte diversos memoriales sobre sus hallazgos o invenciones sin recibir respuesta. Y ello no ha sido por falta de interés, todo lo contrario, sino porque yo mismo he eliminado todo rastro de las mismas, para evitar filtraciones en ese semillero de espías que es Madrid.

 

Esta revelación provocó un gran revuelo entre todos los presentes, que empezaron a protestar airados, con gritos y fuertes puñetazos sobre la mesa. Pero, a un gesto del encapuchado, los soldados de la estancia se pusieron firmes haciendo entrechocar sus armas, y ello bastó para apaciguar los ánimos. Una vez hecho el silencio, continuó con su parlamento:

 

—Caballeros, por favor, cálmense. La buena noticia es que sus trabajos serán finalmente recompensados con generosidad. Los he convocado aquí, lejos de ojos curiosos, porque estoy convencido de que el trabajo conjunto, en equipo, de todos ustedes, les permitirá mejorar sus ideas y combinarlas de la mejor forma posible. Llegado este momento, quizá lo mejor sea que cada uno se identifique y explique en pocas palabras sus descubrimientos.

 

Aplacados por la promesa de retribución, cada personaje fue dando cuenta de lo que se le pedía. Inició la ronda el más joven y, por tanto, atrevido:

 

—Me llamo Leonardo Turriano y soy hijo del gran Juanelo Turriano, inventor del famoso artificio para llevar agua del río Tajo hasta el Alcázar de Toledo, puesto en marcha el año pasado. Mi padre, debido a sus obligaciones, no ha podido desplazarse hasta aquí, pero me ha confiado muchos de sus trabajos más avanzados, como diversos autómatas.

 

Una vez roto el hielo, el resto de los presentes se apresuró a presentarse:

 

—Mi nombre es Blasco de Garay hijo. Mi padre trabajó para el emperador Carlos desarrollando una máquina de ruedas motrices para barcos que podrían así, prescindir de velas y remeros. Aunque tras diversas pruebas, los burócratas de la Corte las consideraron inviables, yo he continuado perfeccionando sus diseños.  

 

—Soy Jerónimo de Ayanz y Beaumont. En la mina de plata de Guadalcanal, en Sevilla, he puesto en práctica un artefacto que me permite usar la fuerza del vapor para extraer el agua que la inunda periódicamente, permitiendo así su explotación.

 

     —A mi  hermano Pere y yo, se nos conoce como “los Rogetes”. Somos artesanos gerundenses y hace poco, por casualidad, combinando un par de lentes (una convergente y otra divergente) construimos un artefacto que hemos llamado “largomira” porque nos permite ver con claridad detalles lejanos.

 

—Uno de mis antepasados por parte de madre fue el gran Raimundo Lulio, nacido en la ciudad de Mallorca como yo. Nuestra familia conserva buena parte de su patrimonio y desde que hace unos años decidí convertirme en alquimista, he estado revisando todas sus anotaciones y escritos. Recientemente descubrí un manuscrito donde comentaba como poco antes de morir, un amigo almogávar retornado del Imperio Bizantino, sabedor de sus inquietudes científicas, le había traído la fórmula del llamado “fuego griego” capaz de arder incluso sobre el agua. Con esa arma secreta, Bizancio pudo sobrevivir frente a los asedios árabes durante siglos. Mi nombre es Matías Morey.

 

—Realmente no sé porqué estoy aquí. No soy ningún sabio ni inventor. Me apellido Alatriste y soy un simple soldado de los Tercios. Sólo se me ocurre que sea a causa del memorial que remití a mis superiores donde desmenuzaba, con la ayuda de minuciosas ilustraciones, todos los movimientos necesarios para la carga y el disparo de los mosquetes, recomendando un entrenamiento intensivo que permita su uso en varias hileras (para mantener un fuego continuo —una hilera avanza y dispara mientras la anterior recarga sus armas—). Gracias a tales consejos, yo mismo he reducido el tiempo entre disparo y disparo a la mitad.

 

La atmósfera de la habitación había cambiado por completo. Sin apenas darse cuenta, bajo la mirada satisfecha del encapuchado, aquellas mentes inquietas empezaron a proponer mejoras y combinaciones, llevadas por una curiosidad innata que pronto les hizo olvidar la situación en que se encontraban.

 

Un buen ejemplo de los beneficios de tal intercambio de pareceres, tuvo lugar un par de semanas después, cuando el misterioso encapuchado llegó al laboratorio de Ayanz. Aquel individuo era un enigma andante, salvo por los cónclaves periódicos, pasaba las horas en sus propios aposentos sin mezclarse con los demás. Nadie había conseguido saber nada sobre él, y todos estaban fascinados por la máscara de hierro que cubría permanentemente su rostro; ni los ojos podían verse. Corría el rumor absurdo de que podía ser un hermano gemelo del Rey, condenado a ocultar su rostro para siempre. Algunos, siempre a sus espaldas, habían empezado a llamarlo “Doctor Muerte”, por las draconianas medidas que había impuesto para evitar cualquier filtración.

 

Una de ellas eran las visitas de inspección sin previo aviso. Sorprendió al ingeniero Ayanz trabajando en su mesa y rodeado de una gran variedad de semiesferas de diversos tamaños, realizadas en una gran variedad de metales y aleaciones. Ayanz se encontraba inclinado sobre un extraño artilugio tubular de cuya parte superior salía un largo brazo de hierro. De la parte inferior, salía un delgado tubo de tela rígida que se sumergía en un gran tonel lleno de agua. Al descubrir la presencia del encapuchado, ni se inmutó. Antes al contrario, con una sonrisa, preguntó:

 

—Buenas tardes. ¿Puedo ofrecerle una copa de agua?

 

Y sin esperar la respuesta, procedió a bombear la manija un par de veces. Ese gesto bastó para que, por una espita en la parte superior del artificio, saliese un chorro abundante de agua, llenando la copa allí colocada y ofreciéndosela a su anfitrión. Mientras éste degustaba el líquido (cargar a todo rato esa extraña armadura que lo cubría por completo debía ser muy caluroso a inicios del verano, aunque fuese entre alturas aún nevadas), Ayanz explicó;

 

—Se trata de una nueva y trivial aplicación que he descubierto para mi bomba de achique minera. Sin embargo, tiene otro uso más curioso. Mire. He construido estas cuatro semiesferas metálicas con la misma cantidad de bronce, para crear dos esferas, una del doble de diámetro que la otra. Vea lo que ocurre cuando las conectamos a este artilugio.

 

Untó los rebordes con un poco de sebo, para mantener pegadas ambas partes de cada esfera por unos momentos. Tras conectar el tubo flexible a la esfera más pequeña, empezó a bombear. Pronto tuvo que detenerse, con disculpas:

 

— Lo siento. Esta altura no me sienta bien para hacer esfuerzos. ¿Podría su señoría seguir manipulando la bomba?

 

El “Doctor Muerte” siguió bombeando. Al principio con facilidad, pero pronto se hizo evidente la dificultad y mucho antes de lo que pensaba, le resultó imposible continuar. Ante su evidente sorpresa, Ayanz comentó:

 

—Ya ha extraído todo el aire del interior, por eso no puede seguir. Lo más curioso viene ahora. Coja ambas mitades por las manillas que he añadido y sepárelas.

 

Creyendo que sería sencillo, el encapuchado agarró con sus manoplas ambas asas casi sin darle importancia. Esa complacencia pronto se trocó en irritación y segundos más tarde en frustración. Pese a todos sus esfuerzos, aquellos casquetes esféricos permanecían unidos. Sin embargo, bastó con que Ayanz liberase la espita de su artificio para que, al volver a entrar el aire, ambas partes cayesen separadas sobre la mesa.

 

El espectáculo no había acabado. Ayanz conectó su artilugio a la segunda esfera, la mayor, y volvió a solicitar la ayuda del encapuchado para bombear el aire del interior. Tras varios minutos de trabajo, se escucharon algunos crujidos. Ayanz, señalando algunos casquetes metálicos arrugados como pasas que se acumulaban en uno de los extremos de la mesa, le indicó que fuese con cuidado, diciendo que eran el resultado de las pruebas que había realizado allá en Sevilla. Por lo visto, cuando las paredes eran finas, las esferas se arrugaban conforme iban extrayendo el aire. Pese a los crujidos crecientes, esta vez no ocurrió así. Sorprendido, Ayanz se abalanzó sobre la esfera, con tan mala fortuna que ésta se deslizó de la mesa y cayó justo dentro del tonel de agua.

 

Se apresuraba a arremangarse la camisola para recuperar la pieza del fondo, cuando ésta volvió a la superficie como un corcho. Aquel inesperado hecho dio para mucho debate en las semanas posteriores. Unos propusieron que podrían construirse barcos metálicos capaces de flotar en el mar, otros llegaron a elucubrar si sería posible realizar esferas metálicas capaces de elevarse por el cielo.    

 

 

    Veintidós de julio del año de nuestro Señor de mil quinientos ochenta y ocho.

 

La pequeña flotilla de seis barcazas con ruedas de palas se aproximaba a la playa pedregosa. La travesía había sido muy tranquila pese a la amenaza de tormenta, gracias al escaso oleaje nada frecuente. Parecía un buen augurio. Con la ayuda de brújulas había sido sencillo realizar el trayecto en pocas horas, bajo un cielo encapotado que ocultaba la Luna y las estrellas, y les cubría con un manto protector de oscuridad. Cada barcaza llevaba un pequeño farol coloreado que les había permitido mantener la formación con ayuda de los “lentespías” que utilizaba cada capitán.

 

Las naves se abrieron en abanico al llegar al rompiente de las olas. En ese momento, las barcazas de los extremos se vieron envueltas en un paroxismo de ruidos. Desde el resto, los soldados cuyas pupilas se habían acostumbrado ya a la escasa iluminación de los farolillos, las vieron contorsionarse como animales en un momento de agonía. Aunque habían sido cuidadosamente elegidos, entrenados, y advertidos para esperar maravillas, algunos no pudieron evitar mascullar una plegaria ante lo que veían sus ojos. Lo que hasta entonces habían parecido unas simples barcazas, de forma extraña, eso sí, y con un único tripulante, empezaban a elevarse en el aire, sobre unas largas patas mecánicas. El agua desalojada se deslizaba por unas extrañas articulaciones de metal, mezclándose con las nubes de vapor lanzadas por los motores que las impulsaban. En apenas un par de zancadas alcanzaron la costa y se apostaron vigilantes desde sus casi diez metros de altura, para defender la cabeza de playa.

 

La barcaza central no tardó en alcanzar tierra firme. Con el último impulso brusco de las ruedas de palas al golpear contra el fondo, la quilla se deslizó fuera del agua y, al caer la compuerta, la primera en descender a tierra enarbolando el pendón con la cruz de Borgoña sobre fondo amarillo, fue la ominosa figura del “Doctor Muerte”, con su armadura impoluta y su capa verde al viento. “Ahora comienza mi venganza”, se le oyó gritar a pleno pulmón.

 

Como una maquinaria bien engrasada, la compañía de arcabuceros a sus espaldas empezó a desplegarse por la playa, para comprobar si su llegada había sido descubierta por el enemigo. El lugar había sido escogido cuidadosamente mucho más al norte del paso de Calais, suponiendo que nadie les esperaría por allí, y menos aún de noche, pero las primeras horas del desembarco serían cruciales.

 

Una vez asegurado el perímetro, algunos soldados empezaron a plantar en el suelo largas espingardas terminadas en faroles alimentados con un derivado del “fuego griego” para proporcionar algo de iluminación al campamento. Otra parte del equipo empezó a descargar del resto de las barcazas los artilugios de guerra con los que confiaban repeler cualquier ataque enemigo.

 

Había un par de cañones livianos sobre ruedas, pero que incorporaban una interesante mejora: una cámara de detonación independiente y cartuchos. Así no había que recargar cada vez por la boca del cañón y volver a apuntar, sino que bastaba con ir metiendo los cartuchos. Un segundo diseño mucho más terrible era una especie de aparato con tres hileras de arcabuces  en torno a un eje central. El disparo de una hilera proporcionaba el impulso necesario para colocar en posición de disparo la siguiente, y así sucesivamente.

 

Pero el arma más terrible era el llamado “trompo flamígero”. Era un mecanismo impulsado por un motor de vapor y provisto de una larga manguera rígida y una bomba, todo ello protegido bajo una especie de cono metálico que le proporcionaba su nombre. Alimentado con “fuego griego” era un verdadero lanzallamas gigante, capaz de aniquilar cualquier cosa en un radio de veinte metros y funcionar durante varios minutos sin interrupción.

 

Cuando toda la fuerza de choque estuvo desplegada, el “Doctor Muerte” desveló las nuevas órdenes. “Tú, Alatriste, coge uno de los trípodes y dirígete a toda velocidad hacia el norte para avisar a nuestros aliados escoceses del éxito de nuestro desembarco. Deben atacar sin dilación”.

 

“Por mi parte, pilotaré el otro trípode en una misión especial. Mientras tanto, lanzad el cohete convenido como señal (el verde, significando que no hemos hallado dificultades) para que el resto de la escuadra se aproxime y consolide nuestra posición sin más retraso. Nada está ganado aún. Hay que avanzar con rapidez. Nos vemos en Londres”.  

 

   En Londres

 

Había sido una noche inquieta. Me había acostado muy tarde, agotada tras varios días de tensión. En nada habían ayudado las parcas noticias llegadas  mediante las torres de señales desde toda la costa a lo largo de las últimas cuarenta y ocho horas. Los cada vez más inquietantes informes decían que buena parte de nuestra flota había sido casi totalmente destruida en  el puerto de Plymouth, por un ataque sorpresa español cuyas circunstancias no estaban nada claras. Por fin, ya anochecido, llegó un mensajero a caballo, que había sido testigo ocular de la catástrofe. Según él, los españoles maniobraban causando el máximo daño como si supieran en todo momento quién estaba dónde, pese a las distancias. Entre los caídos, estaba mi apreciado Sir Francis Drake, al que habían sorprendido mientras jugaba a los bolos. Naturalmente, ordené la salida de todas las tropas disponibles para el refuerzo urgente de las defensas costeras en todo el paso de Calais, pero por primera vez en quinientos años, Gran Bretaña corría un riesgo real de volver a ser invadida.

 

Cuando por fin pude conciliar el sueño, las pesadillas me impidieron el descanso necesario. La última fue la más terrorífica de todas. Soñé que los conquistadores españoles me condenaban a muerte y era conducida a una hoguera de la Inquisición para ser quemada viva. Mientras me llevaban en un carromato por las calles londinenses, descubrí que estaba desnuda y que mis hasta hace poco fervorosos súbditos, se lanzaban insultos irreproducibles y cosas peores, como hortalizas. Lo peor llegó cuando empezaron las llamas. Curiosamente, no sentía ningún dolor, pero el humo me ahogaba. No podía respirar. Mi garganta parecía cerrada a cal y canto. Y entonces desperté.

 

Estoy boca arriba, con los brazos pegados al cuerpo. No puedo moverme. Es como si algo o alguien estuviese montado sobre mi pecho y me hubiese aprisionado bajo su peso. Pero no hay nadie. Está amaneciendo. Los rayos del sol entran por la ventana cayendo sobre la cama, y sobre mi misma. Nada interrumpe su alcance. Y sin embargo, siento una insoportable presión en el pecho y como si unos dedos aferrasen mi garganta. Con un esfuerzo casi sobrehumano me arqueo alzándome entre el cuello y los talones y consigo liberarme de lo que me estaba asfixiando.

 

Entonces oigo una especie de apagado grito de sorpresa. Las cortinas del dosel que cubre la cama saltan como arrancadas por algo que hubiese salido despedido de ella. ¿Qué estaba pasando? ¿Habría sido un falso despertar y seguiría inmersa en mi pesadilla?

 

Mientras recupero el resuello, deslizó la vista por el cuarto. Todo parece como siempre. Me llaman la atención las motas de polvo flotando en los rayos solares. O mejor dicho, su ausencia. Por un momento, me parece vislumbrar una forma humana. Pero, tan rápido como vino se fue. Intranquila, decido levantarme. Para ser un sueño, todo parece real. Aunque tampoco podría ser de otra manera, ¿verdad? Me dispongo a meter mis pies descalzos en las pantuflas cuando noto un desplazamiento de aire y, de pronto, algo o alguien me coge por la espalda y me tapa la boca. ¡Otra vez, no! Si es una pesadilla, espero que acabe pronto, pero… ¿y si no lo es?

 

Quizá me haya vuelto loca. Si no es un sueño, sólo eso podría explicar lo que estoy viendo ahora. El puñal que dejo siempre bajo la almohada como último recurso, flota ahora frente a mí y sin el menor titubeo coloca su cortante filo entre mis pechos. Dicen que para salir de dudas lo mejor es pellizcarse; pues bien, el pinchazo del puñal me ha sacado de dudas. Esto no es un sueño.

 

Entonces, una voz como de ultratumba murmura junto a mi oído:

 

Hola, mi zorrita juguetona. ¡Cuánto tiempo! No se te ocurra gritar o te rebano el gaznate.

 

¡My God! Había alguien que me llamaba así, pero… está muerto.

 

Con que la “Reina Virgen”… ¡Qué guasona! Tu y yo sabemos que eso no es cierto, ¿isn’t it?

 

Si me quedaba alguna duda, mi nariz detectó efluvios que llevaba años sin percibir. Mi semental ibérico. El novicio que había llegado con el séquito del rey castellano que se casó con mi medio hermana. Al que di orden de envenenar meses después, cuando se descubrió que el embarazo de la reina había sido falso, y mis posibilidades de ocupar su lugar crecían de nuevo.

 

Sí, mi zorrita juguetona. Soy yo. Ha llegado la hora de mi venganza. Vengo para llevarte al infierno, donde el diablo te tiene reservado un lugar muy especial como jefe de los antipapistas.

 

Jamás he creído en fantasmas, y lo cierto es que esa mano huesuda es demasiado tangible, aunque no pueda verla. Tampoco nunca llegué a ver su cadáver. Me dijeron que se lo habían llevado a morir a su patria. Y sí…

Logro balbucear:

 

My Spanish bull! ¿De que venganza hablas, Tómas? Cuando desapareciste, traté de saber que te había pasado pero me dijeron que enfermaste y te llevaron a tu pueblo a morir. ¿Cómo puedes creer que yo quise hacerte daño?

 

Noto que he conseguido hacerlo dudar. Y también noto algo más. Está de rodillas, tras de mí. Siento su pecho contra mis omoplatos, pero algo más está creciendo allá donde la espalda pierde su casto nombre. Deslizo mi mano derecha hacía atrás y sí, agarro su erguido falo, empezando a menearlo con suavidad.

 

¿Todavía me deseas? Cuánto te he echado de menos. Te juro que nada tuve que ver con lo que te sucedió, fuese lo que fuese. Si me sueltas, te lo demostraré, y volveré a ser tu zorrita juguetona. ¿Recuerdas cómo te gustaba sentir mi boca donde ahora está mi mano?

 

Sus dudas aumentan… al igual que mis caricias manuales. Mi puñal cae sobre la cama y siento como unos brazos invisibles me dan la vuelta. ¡Qué sensación tan extraña! Sentirse besada por unos labios y abrazada por unos músculos que están ahí aunque los ojos no los vean. Lo cierto es que mi lujuria también se enciende y pronto estamos forcejeando por placer y acabamos jugando a lo que ese bardo tan de moda en la City llama la bestia de dos espaldas.

 

Al terminar, descansamos uno junto al otro. Acaricio su forma envuelta en las sábanas y mi amante, malinterpretando tales gestos, se explica:

 

No, no soy un fantasma. El día antes de nuestro habitual encuentro semanal, fui asaltado por un par de personajes embozados. No fue un atraco cualquiera, me llamaron por mi apellido, Rodaja, aunque con un fuerte acento cockney. Pensé que iban a matarme a golpes o puñaladas, pero tras inmovilizarme, se limitaron a obligarme a tragar un maloliente bebedizo y dejarme tirado junto al portal de mi albergue, marchándose sin haber dicho ni una palabra. Logré alcanzar mi habitación, y entonces empezaron unas fuertes náuseas y dolores, junto con una elevadísima fiebre. Me debatí entre la vida y la muerte durante meses. Trasladado a España, quedé al cuidado de mi anciana madre, la única que nunca perdió la esperanza. Cuando por fin salí de mi estado comatoso, se pusieron de manifiesto las terribles secuelas. ¡De alguna forma mi carne y mis huesos se habían convertido en algo transparente como el vidrio! Casi me vuelvo loco, o quizá así haya ocurrido. Lo cierto es que, con ayuda de mi madre y un amigo suyo recaudador de impuestos manco, logré ocultar mi condición y llevar una vida casi normal. Supe aprovechar mi nuevo estado para medrar en la Corte y pronto alcancé la confianza del Rey Felipe, el único a quien he revelado mi secreto. Para los demás soy el Doctor Muerte, un encapuchado con máscara de hierro. El propio rey fue quien me ofreció esta oportunidad para vengarme, avivando mis sospechas sobre ti para sus propios intereses. ¿Cómo pude ser tan ingenuo?

 

Siempre fue un simple. Mientras aparento seguir con interés su relato, alargo la mano y consigo apoderarme de mi fiel puñal y antes de que pueda darse cuenta, soy yo quién le rebana el cuello.

 

No obstante, ahora me arrepiento… Debí haberlo capturado vivo, para saber cómo y con quien había llegado hasta aquí. ¿Y si han podido reproducir el proceso?