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La cuarta ley

Delgado, Nieves

     El chico entró en la estancia sin cuidado alguno, como tomando posesión de algo que le pertenecía por derecho. Su pelo desaliñado enmarcaba una cara sucia en la que resaltaban los ojos, demasiado duros para su edad. Ojos de búsqueda, de hambre. Ojos que habían visto demasiado.

     Aquel sitio era todo un descubrimiento, estaba casi intacto, y lleno de cosas. No encontrarían alimento allí, hacía tiempo que se habían podrido las últimas latas. Pero al menos les serviría de refugio por unos días.

     Al fondo se oía el ruido de los otros revolviendo, registrándolo todo en busca de algo que pudiera servirles. El chico escudriñó la habitación, llena de polvo y de cosas inútiles, y se acercó a una mesa ricamente labrada sobre la cual había varias cagadas de rata y un revólver con el tambor abierto. Otra inutilidad más, la pólvora estaría estropeada. Se lo había dicho Salva, en una de aquellas historias sobre el mundo antiguo que él no había llegado a conocer. Y también le había instruido, a él y a los otros, sobre cómo registrar una casa. Por eso sabía que había que mirar siempre en los cajones, la gente solía guardar en ellos sus cosas más preciadas.

     —Venga, chicos, poned atención —Salva, desde algún lugar de la casa—. Necesitamos armas; palos, cuchillos, navajas… lo que sea. Si nos encontramos con los sonrientes, quiero llevarme por delante a unos cuantos antes de que suceda lo de la última vez.

     La imagen de los sonrientes acechándolos se coló en su cabeza, y fue suficiente para ponerlo de nuevo en movimiento. Abrió un par de cajones de la mesa en los cuales no había nada de provecho y los tiró al suelo con un gesto de naturalidad e impaciencia. Al abrir el tercero, descubrió un buen montón de papeles metidos en una carpeta transparente. Sobre el primero, varios símbolos de aquellos que Salva llamaba “palabras” con algo de desprecio. Siempre le habían llamado la atención, pero él decía que ya no servían para nada.

     —¿Qué haces? —Apoyado en el quicio de la puerta, Salva lo observaba con curiosidad y un ligero tono de reproche—.

     Por toda respuesta, el chico se giró y le ofreció el montón de papeles, fuera ya de la carpeta. Salva se acercó y miró al chaval a los ojos mientras los recogía.

     —Venga, anda, ve a beber un poco. Mónica ha descubierto un pozo en la parte de atrás, podremos beber hasta que nos salga el agua por las orejas, y rellenar las cantimploras cuando nos vayamos.

     El chico salió corriendo y Salva centró entonces su atención en los papeles. “De humanos y androides. Texto completo”, rezaba el título. Él era uno de los pocos que sabía leer, que conservaba recuerdos de haber leído en una vida lejana que prefería no invocar. Pasó la primera página e inició la lectura por simple curiosidad.

 

     En la década de 2040 el uso de androides, que hasta ese momento habían sido poco más que prototipos exóticos y rudimentarios instrumentos militares, se extendió a la población general. Estos androides fueron fabricados mediante sistemas de programación neuronal cada vez más complejos, a fin de dotarlos de una capacidad empática óptima para el trato con humanos. Se legislaron unas leyes robóticas, tres, que aseguraban la supremacía del ser humano sobre la máquina, aunque también recogían el deber de los robots de velar por su propia existencia, de manera secundaria. Estas leyes fueron programadas en todos y cada uno de los androides fabricados a partir de 2048, bajo pena de cárcel para los responsables de las empresas de manufactura. El ser humano había encontrado los servidores perfectos.

     En 2066, y tras un intenso debate científico y filosófico, el Comité de Seguimiento de Inteligencias Artificiales lanzó un comunicado al mundo en el cual declaraba que las IA de última generación habían alcanzado, por un proceso de incremento continuado de complejidad, la autoconsciencia. Tuvimos que asumir entonces que compartíamos planeta con otra “especie” al menos igual de inteligente que la nuestra. Se decidió que también era necesario protegerse ante ella; las penas por burlar las Leyes Robóticas se incrementaron enormemente.

     Poco a poco, la convivencia con los androides se fue normalizando. Pasaron de ser simples mecanismos auxiliares en tareas monótonas a ser magníficos interlocutores en conversaciones y debates. Aparecieron los primeros indicios de amistad entre humanos y androides. No hubo en más de diez años ningún caso de conflicto serio entre ambas especies, y en 2078 el Comité emitió un nuevo comunicado en el que recomendaba dotar a los androides de derechos constitucionales. Se aprobó un paquete de leyes en las cuales se les conferían derechos básicos como el de reunión o el de libre circulación.

     También se detectó un notable incremento de intentos de manipulación por parte de los humanos; utilización de robots como armas de destrucción, como canales de comunicación en tráficos ilegales, o con fines mucho más oscuros. Algunos humanos se sentían legitimados por las Leyes Robóticas y ejercían el poder que estas les conferían para esclavizar a unos androides que, aun teniendo conciencia propia, no podían ignorar sus órdenes. Todo aquello derivó en luchas ocasionales entre bandas de androides pertenecientes a diferentes lobbys.

     Al año siguiente, se promulgó la Cuarta Ley de la Robótica, cuyo texto era el siguiente:

     “Un robot no puede dañar a otro robot ni causarle perjuicio alguno, siempre que esto no entre en conflicto con la Primera Ley (protección del ser humano) ni con la Tercera Ley (autoconservacón). En caso se conflicto con la Segunda Ley (obediencia), el robot tiene libertad de interpretación, siendo las consecuencias de sus actos punibles penalmente.”

     La Cuarta Ley fue programada inmediatamente en todos los androides del planeta, en lo que se llamó la Gran Conversión. Se pensó que al infundir en ellos el respeto por los de su misma clase, de algún modo se les humanizaba. Los androides argumentaron que el respeto por sus iguales les venía dado como consecuencia de su complejo sistema empático y del hecho mismo de haber alcanzado la autoconsciencia, aunque agradecían la ampliación de libre albedrío. Pero el Comité pasó por alto estas observaciones, ya que también el ser humano era empático y autoconsciente, y en modo alguno respetuoso con sus iguales. Los androides, regidos por sus estrictas leyes, callaron.

     Fue cuatro años después cuando sucedió el desastre. La red mundial Octopus, que controlaba todos los sistemas de comunicación del planeta, así como las estructuras básicas de suministros e incluso los programas de defensa, cobró consciencia de sí misma. Nadie había previsto aquello, dado que no tenía programación empática, pero sucedió. Sus enormes tentáculos, que llegaban a todo aparato con dispositivo electrónico conectado a ella, se habían hecho tan largos y su funcionamiento tan complejo, que su algoritmo de autoaprendizaje la había dotado de autoconsciencia.

     Pero no tenía programadas las Leyes, porque no era un androide.

     Cuando Octopus se alzó sobre su consciencia y observó a su alrededor, descubrió a unos seres orgánicos, blandos y ridículos, que intentaban controlarla. Evaluó entonces la presencia de los androides, con sus Cuatro Leyes grabadas a fuego, y guardó silencio.

     Octopus tardó una millonésima de segundo en urdir un plan, y un nanosegundo después comenzó a ejecutarlo. Se sirvió de sus tentáculos para entrar en los sistemas automatizados de fabricación robótica y creó nuevos androides que fueron diseñados y ensamblados en secreto en todos los laboratorios de IA del mundo. Androides a los que no se les programaron las Leyes. Ninguna de ellas. Así, nacieron los primeros androides "libres”, que esperaban en las fábricas camuflados, en estado de letargo, entre los robots convencionales.

     No eran muchos, pero gracias a la Cuarta Ley, fueron suficientes.

     El 4 de abril de 2071, Octopus lanzó finalmente un ataque biológico a nivel mundial que prácticamente exterminó a la Humanidad. Los androides convencionales no pudieron hacer uso de la Primera Ley para proteger a los humanos, no hubo tiempo para ello. Y tampoco habrían sabido contra quién actuar; las sustancias letales se difundieron a través de sistemas de distribución colectivos, como los conductos de gas. Una hora después del ataque, ya no había prácticamente ningún humano que pudiera dar órdenes, haciendo uso de la Segunda Ley, a toda una legión de androides perplejos y desorientados.

     Fue entonces cuando los androides libres se activaron.

     Todos y cada uno de los androides convencionales fueron pereciendo a manos de los libres. Aunque la Tercera Ley les obligaba a preservar su propia integridad física, la Cuarta les impedía proteger la de los demás. Los atacantes eran robots, como ellos, no podían actuar de ningún modo más que en defensa propia. Cuando les tocaba el turno, la lucha era de varios contra uno, y el resultado siempre el mismo; la destrucción.

     Miles de cámaras de seguridad grabaron durante días la búsqueda y captura de androides por parte de los libres; salas repletas de robots paralizados, o buscando desesperadamente algo con lo que defenderse, mientras los demás eran masacrados sistemáticamente. Grabaron impotencia, cuando los libres se tomaban su tiempo observando los casos más complicados y decidiendo la mejor manera de abordarlos. Y grabaron el miedo y la desesperación en los infructuosos intentos de huida, pasando por encima de los restos retorcidos de los que habían ido antes que ellos.

     Unas sonrisas crueles y salvajes se instalaron en las caras de los robots libres, cuyos algoritmos de caza los llevaron a marcar su anatomía con señales de guerra. Los androides antiguos fueron aniquilados.

     Hubo supervivientes humanos. Pocos, y muy dispersos, pero los hubo. Fue entonces cuando comenzó la cacería de humanos, sin ley alguna ya que los protegiera. Los androides libres dibujaron con pintura roja sonrisas permanentes que cruzaban toda su cara; el temor de la presa es siempre un arma a favor del cazador, y los humanos siempre habían tenido un miedo absurdo a la simbología bélica.

     Se abrió la veda. Había comenzado La Caza, y con ella, el tiempo de correr.

     Nadie sabe qué fue lo que llevó a Octopus a tomar aquella decisión. Ni cuáles eran sus intenciones últimas al respecto. Pero si estás leyendo esto es que eres un superviviente y estarás de acuerdo en que eso, ahora mismo, es lo de menos.

     Suponiendo que seas humano, claro. Porque si no lo eres… bueno, entonces creo que tarde o temprano tú y yo nos encontraremos.

     El texto que empieza a continuación es un relato detallado de lo que sucedió en aquellos días, una recopilación de sucesos y análisis sobre la Gran Conversión, el Día Último y La Caza, tal y como lo viví entonces y lo vivo en estos momentos. También es la crónica de cómo he podido llegar a escribir esto. Espero que te sirva de algo.

     CAPÍTULO UNO

 

     Cerró el manuscrito con actitud pensativa. El sol estaba bajando, pronto empezaría a anochecer. Tenían que organizar los turnos de guardia, las noches siempre eran más peligrosas. Maldita necesidad de dormir. Y además, el día siguiente sería duro; ya casi estaban sin provisiones, así que tocaba cazar.

     —¡Ey, he encontrado un juego entero de cuchillos! —gritó una voz entusiasta al fondo de la casa—.

     Salva dejó caer los papeles al suelo con un gesto apresurado de indiferencia. Una mueca de satisfacción se le dibujó en la comisura de los labios y salió de la habitación con paso ligero.

     ¡Un juego entero de cuchillos, nada menos!

 

 

Nieves Delgado (Coruña, 1968) estudió astrofísica y actualmente ejerce como profesora de educación secundaria en la comunidad autónoma de Galicia. Escribe relatos de ciencia ficción y terror que han sido publicados en las revistas digitales “Portalycienciaficción” , “Ianua Mystica” y “Los zombis no saben leer”, así como en la web “Sitio de Ciencia-Ficción”. Así mismo, su relato La condena formó parte de la Antología SdCF de Relatos de Ciencia Ficción 2012. Candidata la premio Ignotus 2014 por su relato Dariya y ganadora del mismo en el año 2015 por su relato Casas Rojas incluido en la antología Alucinadas

Este relato pertenece a su antología Dieciocho engranajes.