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La habitación

Barragán, Eugenio

La luz del techo titila. Sobre la litera adosada a la pared, yace un cuerpo cubierto por una piel de ciervo. Un brazo se mueve con un chasquido metálico y destapa las piernas oxidadas.

 

La figura uniformada observa un montón de huesos humanos, diseminados por el suelo. El destello de las paredes blancas y sin ventanas le ciega momentáneamente. Levanta la cabeza, comprueba que el techo es bajo y podría tocarlo sin mucho esfuerzo. La única salida al exterior es una puerta de madera.

 

Mira la extraña iluminación sobre los paneles. Nunca había presenciado una luz tan intensa y pura, ni siquiera en las ancestrales ceremonias de antorchas o en los sacrificios para fertilizar los campos. No sabe dónde se encuentra. Todo es confuso, pero no siente miedo.

 

Da un paso. Siente vértigo, levanta los brazos y los coloca horizontalmente para no perder el equilibro. Se para un momento e intenta recobrar algún recuerdo de su mente, pero solo nace una profunda ira en su coraza sucia y abollada; aprieta los puños. Avanza poco a poco, se apoya en la pared entre jadeos. Sobre sus ojos pespuntean una miríada de puntos amarillos y blancos. El vértigo es tan insoportable que se desvanece. Las rodillas impactan contra el suelo con un fuerte estruendo. Las paredes devuelven el eco.

 

Percibe una presencia extraña, un rumor confuso como la del enjambre de una colmena de abejas. No entiende nada.

 

Apoya las manos enguantadas sobre la pared y se impulsa débilmente con una pierna para recuperar la verticalidad. Cae de bruces y se da la vuelta. La habitación se mueve o está mareado. La luminosidad oscila de un lado a otro, en el escenario del techo. No percibe el insoportable calor que emana del suelo. Un torbellino de preguntas aborda su confusa mente. El eco de las palabras pierde intensidad. Intenta levantarse y se apoya sobre el marco. Golpea con los dedos sobre la puerta. Lee una grafía menuda: «No abras, no podrás volver atrás». No reconoce la abigarrada letra. Tampoco es suya; no está escrita con sangre. Parece una burla, pero quién se atrevería a desairarle sin temer su venganza. Intenta abrir. No cede, encallado por el óxido y la suciedad.

 

Grita con furia; su boca sólo emite sonidos guturales. Examina el resto de la habitación, se fija en cualquier ínfimo detalle. No encuentra ninguna debilidad, ninguna fisura, nada que le pueda situar en algún punto de partida.

 

No sabe de dónde, pero recobra fuerzas. Agarra el picaporte con ambas manos, pero sólo consigue arrancarlo de cuajo y estrella la manilla contra la pared.

 

La ira le vuelve a dominar y recobra unas imágenes: escombros de ciudades enterradas en cenizas, bosques arrasados por el fuego, volcanes en erupción. Es un vestigio de memoria que ilumina su mente. Casi puede recordar su nombre, el nombre que provocaba terror allá donde fuera pronunciado. Escenas olvidadas en las profundidades de su mente se desencadenan: ha caminado victorioso por todas las guerras. Leyendas escritas por poetas y orates le mitifican, allá por donde pasaron sus huestes. Nunca nadie pudo detener su furia y ahora se encuentra encerrado en una habitación sin aparente salida.

 

Cierra los puños y golpea con saña la puerta. La superficie se resquebraja. Arranca las astillas y se sobrecoge al encontrar el quicio tapado. Una pátina de suciedad recubre un espejo empotrado. Sus pasos se dirigen hasta la litera. Patea los huesos desperdigados y agarra la piel de ciervo.

 

Las dudas se acrecientan y se paraliza. Limpia el espejo con la piel. Reconoce el uniforme, pero no comprende el por qué lo viste. Contempla su faz envuelta en una máscara metálica. Una manera de despersonalizar y humillar al enemigo. El casco que cubre la cabeza no tiene ningún remache; se palpa la frente, la mejilla, el mentón. La parte que tapa la oreja está levantada. Introduce los dedos en el conducto que protege el oído y desplaza la pieza hasta que la dobla. Arranca parte del armazón que protege la nuca y prosigue con el resto. No siente dolor. Sus brazos tiemblan por el esfuerzo. Durante un momento permanece inmóvil. El espejo sólo refleja un cráneo descarnado. Sobre el hueso frontal aparecen unas figuras esquemáticas. Parecen dibujadas por niños. Ni siquiera es un mensaje oculto; sólo una estúpida burla, una afrenta que pagará quién haya osado ridiculizarle.

 

La superficie del espejo se agrieta. Como si fuera un rompecabezas, cada parte le devuelve una imagen de su existencia. Una sombra de duda planea sobre su discernimiento y se acrecienta, cuando cientos de minúsculos fragmentos se precipitan sobre sus pies.

 

La luz chisporrotea y se apaga. La habitación se mueve más deprisa, en un vaivén continuo. Apenas puede mantenerse en pie.

 

La oscuridad le envuelve. Golpea la pared repetidamente. Los huesos de las falanges se fracturan por la violencia del choque. Se tumba en el suelo, exhausto.

 

Alguien le invoca, como si le arrullara la lluvia y desaparece. Recuerda afligido la última batalla sin nombre: extrañas embarcaciones surcaron los cielos. De sus panzas metálicas surgían relámpagos y arrasaban la superficie. Ningún hechizo pudo parar la destrucción. Las naves aterrizaron para acabar con las últimas hordas humanas. Las tropas avanzaron, exterminaban cualquier tipo de vida. La tierra se resquebrajaba por gigantescos terremotos. Las fumarolas ascendían hacia el cielo gris y contaminado. Los soldados caminaban, enarbolaban armas que quemaban en segundos a los poderosos guerreros. La niebla calaba su túnica y se arrodilló, desafiándoles, pero pasaron por su lado, como si no existiera, y clamó por un digno final, sin que pudiera captar la atención de ningún extraño ser.

 

Unos niños jugaron con él, como si fuera una marioneta, le pintarrajearon y le vistieron con el uniforme de combate de un guerrero caído. Antes de despegar del mundo yermo y vacío, le encerraron en el calabozo de una nave averiada.

 

Herido en su orgullo, baja la cabeza, restriega los dientes y musita extrañas frases en un lenguaje olvidado por el tiempo.

 

El calabozo choca violentamente contra alguna cosa y acelera, gira sobre su eje, frena. Una pared se resquebraja. El techo se desploma sobre la pared de la litera, las esquinas se abren. El suelo se convierte en una balsa zarandeada por la densa lava. Navega sin rumbo, por un inmenso océano incandescente, bajo la oscuridad del cielo cubierto de polvo y azufre.

 

Con la postrimera energía que emana de sus restos, introduce una pierna en la lava, que se deshace al instante con un intenso fulgor. Rememora la desolación que sembraba con su sola presencia, alimentándose del miedo y de las palabras vacías.

 

Antes de sumergirse, recuerda por última vez su nombre, el nombre que nunca nadie pronunciará jamás: «¡Muerte!»