Twitter Facebook
Entrar o Registrarse
desc

Si no tienes cuenta Regístrate.

Mobi Epub Pdf  

La novena sinfonia de Macedonio

Gaut vel Hartman, Sergio

Llegamos al otro planeta a eso de las seis. Era temprano, aun para una invasión. Las nativas estaban sin maquillar y los chicos se restregaban las legañas con entusiasmo.

—¿Ustedes vienen de otro planeta? —nos preguntó un tipo muy delgado con aspecto de carcelero.

—Sí —contesté asumiendo la representación del ejército invasor—; venimos a conquistar este mundo.

—Eso es asunto suyo. Todos fuimos invasores alguna vez. —El tono desencantado del tipo me hizo sonreír.

—Esta invasión no será como las otras —dije.

—Quisiera vivir para verlo —se burló el flaco dándome la espalda.

Como invasión no impresionaba demasiado, lo acepto, pero tampoco era un trabajo de aficionados. Me parecía improcedente recibir tal rechazo de cualquiera.

—¡Adelante! —ordené. Algunos de mis hombres obedecieron de inmediato; otros se quedaron haraganeando por ahí.

 

—Quisiéramos alquilar departamentos, amueblados si es posible.

El empleado de la inmobiliaria me miró sin interés.

—¿Cuántos ambientes?

—No sé, digamos... no sé... —Me encogí de hombros—. Dos.

—¿A la calle o internos?

Busqué amparo en mis hombres; todos sin excepción miraban el techo o los extraños adornos de terracota que representaban flores antropomorfas devorándose unas a otras.

—Internos —contesté luego de un sorteo mental. Por suerte el empleado no había incluido "contrafrente" entre las opciones. Mi moneda ideal sólo tiene dos caras.

—¿Servicios centrales o individuales?

—Señor —dije perdiendo una buena porción de mi extraordinaria paciencia—, somos seres de otro planeta, aunque usted no parezca notarlo, y nada sabemos de servicios....

—Está equivocado —contestó el empleado mirándome por primera vez a los ojos—: he notado que son extraplanetarios. ¿Acaso me toma por un idiota?

No lo había considerado bajo esa perspectiva. Pero definitivamente el tipo no parecía idiota. Por el contrario, tenía una expresión mucho más inteligente que la mayoría de mis propios hombres.

—Confío en usted —dije finalmente, tratando de ganar su confianza—. Acomódenos según su criterio. Somos veintiocho... veinticinco.

—¿Juntos o separados?

—Sería preferible que nos pusiera a todos en el mismo edificio. ¿Puede ser?

—¡Cómo no! —repuso el empleado esbozando la primera sonrisa—. Son ocho millones de karamungs.

—¿Acepta cheques?

—¡Por supuesto!

La sencillez con que se allanaban los problemas en el otro planeta me desalentaba y me llenaba de confusión. Sentía que era un modo de minar el optimismo de un jefe invasor. ¿No se supone que tendría que haber cierta resistencia? Se lo dije al empleado.

—No se preocupe. Ya verá que la resistencia se materializa ante sus ojos cuando le lleguen las cuentas de expensas e impuestos.

Esta afirmación me condujo a un gesto interior de suficiencia (que me preocupé por disimular): la cuenta de gastos de una flota invasora no se debilita por un millón de karamungs más o menos.

—Le pido un último servicio —dije bajando la voz.

—Si puedo...

—¿Podría informarme dónde hay una armería? El oficial de abastecimiento olvidó traer las armas.

—Con el mayor gusto. Vayan por esta calle hasta el Santuario de la Hija y allí giren a la izquierda. La tercera tienda es la armería de mi hermano. Dígale que lo mando yo y les hará buen precio.

Nos dirigimos de inmediato hacia el lugar señalado. Un enorme cartel identificaba la armería y en el lujoso escaparate se exhibía una variedad casi infinita de armas, desde las más simples hasta las más sofisticadas.

El dependiente no se parecía en absoluto al empleado de la inmobiliaria, pero la disimilitud entre consanguíneos es frecuente también en nuestro planeta.

—¿Usted es el hermano del empleado de la inmobiliaria?

—Sí. ¿Qué se le ofrece?

—Somos invasores extraplanetarios y hemos venido desarmados.

—Un contratiempo muy molesto —admitió el armero.

—Quisiéramos comprar un buen surtido: cortas y largas, pesadas y livianas.

—Seguro. Tengo unos cotilleros muy eficaces.

—¿Los puedo probar?

—Por supuesto.

El armero me entregó una escobilla con empuñadura. De los costados del caño, formando un ángulo de cuarenta grados, salían dos varillas rematadas por sendos ojos en los extremos; parpadeaban con luz verde. Se me ocurrió pensar que ese color indicaría que el cotillero estaba cargado.

—La luz verde indica que el cotillero está cargado —dijo el armero.

—Entiendo —dije.

—Cuando la luz pasa del verde al amarillo, indica que la carga está a punto de agotarse.

—Claro, claro.

—Y el rojo indica que la carga se agotó por completo.

Mi mente se inflamó y alcanzó una cima. Este es un momento ideal para empezar efectivamente la invasión, razoné. Busqué él gatillo sin éxito.

—¿Perdón? —preguntó el armero, solícito.

—No encuentro el gatillo.

—No tiene gatillo. El cotillero se dispara respondiendo al deseo de quien lo empuña. Obedece a las ondas mentales de quien lo empuña.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Apunté al cuello del armero sin que a éste se le alterara un solo músculo. Deseé con todo mi corazón que el cotillero disparara y el resultado me sorprendió: varias docenas de relámpagos morados zigzaguearon cruzando el espacio y separaron la cabeza del tronco del armero. La cabeza estalló con tal violencia que todos quedamos salpicados de sangre y materia gris. Miré el cotillero con extrañeza, ya que en mis cálculos había reservado un buen porcentaje de posibilidades a que el armero me vendiera un artefacto fallado (lo que por otra parte yo hubiera interpretado como un acto patriótico, inspirado en el derecho a la legítima defensa).

—Muchachos —dije eufórico por la carnicería—, la invasión acababa de empezar.

Mis hombres respondieron con muecas despectivas y dos de ellos se marcharon bruscamente, haciendo sonar las campanillas de la puerta.

Como si el sonido hubiera activado un circuito, una puerta corrediza se deslizó hacia un costado y de la trastienda salió un hombre idéntico el armero, el hermano gemelo absoluto. El armero número dos se acodó sobre el mostrador y enarcó las cejas en un gesto interrogativo.

—¿Los lleva o no los lleva? —Noté admirado que empujaba disimuladamente con el pie el cadáver del armero número uno—. ¿Los lleva o no? —insistió, impaciente.

—Sí —dije, resuelto a que la situación no escapara a mi control.

—¿Cuántos?

—Veintitrés.

—¿Envueltos como para regalo?

—No, déjelos así; los vamos a usar enseguida. —El armero sacó otros veintidós cotilleros de un baúl y los colocó en un confuso montón sobre el mostrador, junto al que yo había probado.

—Son diecisiete millones de karamungs.

Me pareció caro, pero pagué sin protestar. Por otra parte no estaba en condiciones de volver al otro planeta en busca de las armas. A mis superiores los irrita mucho más la ineficacia que un gasto extra.

—Dígame: ¿usted sabe que esto es una invasión extraplanetaria?

—¿Cuántas veces me lo va a decir?

—Yo se lo había dicho a él —dije apuntando con un dedo tembloroso el cadáver semioculto por el mostrador.

—Usted tendría que ver a un psiquiatra. ¿Siempre se preocupa tanto por un cuerpo descartado?

—Yo lo maté. Él es la primera víctima de la invasión extraplanetaria.

—Y habrá otras —enfatizó el armero número dos—. No se puede comer un huevo sin romper la cáscara.

—¿Usted no debería dar una alarma general? Me parece que esto se está desarrollando muy... muy, digamos, alevosamente.

—Ocúpese de su invasión. Yo sé bien lo que tengo que hacer —dijo el armero sin inmutarse.

En la puerta de la tienda repartí los cotilleros y en cuanto lo hice noté que me sobraban cinco. Por otra parte recordé que había olvidado comprar las armas largas; pero la idea de volver a enfrentar al armero número dos (y quizás al número tres, arriesgándome a caer en una trampa hábilmente urdida) me repugnaba.

—¿Dónde están los que faltan? —pregunté con el ceño adusto.

—Bajas —respondió el sargento.

—¿Hubo escaramuzas con los aborígenes?

—Dije que hubo bajas —insistió mi subordinado, de muy mal modo.

Anoté el asunto en "pendientes" y ordené a los hombres que me siguieran. Luego de insistir varias veces logré convencer a siete. Los demás se quedaron tomando cerveza alegremente. No pude menos que festejar en mi fuero interno el éxito de los muchachos con las chicas del otro planeta. Pero una invasión tiene sus obligaciones y yo era el jefe.

 

Tomamos por asalto la Casa de Gobierno. Eso es lo que me gusta de los planetas con Gobierno Mundial: uno no tiene que dilapidar esfuerzos. En la Casa de Gobierno había pocos funcionarios. El Presidente estaba pescando truchas en un lago lejano y el vicepresidente solía llegar después de las seis de la tarde porque los martes sacaba a pasear a un hermano tullido. La excusa me pareció pueril, pero parafraseando al armero: cosa de ellos.

El funcionario de mayor jerarquía resultó ser un secretario de asuntos ecológicos que buscaba en ese momento la solución de un problema insoluble: cómo extraer potasio cianhídrico de las aguas servidas. En algún momento del pasado (un momento que prefiero no recordar) ocupé un cargo semejante.

—Somos una invasión extraplanetaria —le dije apuntándole con dos cotilleros. Creo que no sonó muy convincente, pero el secretario levantó la cabeza de la pila de formularios.

—¿Son muchos?

—Sí —dije con mi voz más grave.

—Entonces me rindo. Tengo todos los cuerpos lejos de aquí y no quiero correr riesgos.

—¿Usted me podría explicar ese asunto de los cuerpos?

—No. Y créame que lo siento, pero tampoco yo lo entiendo. Es como con la luz, el crecimiento de las flores, las estaciones y el viaje a otros planetas. Están ahí y uno los utiliza cuando los necesita.

—Gracias —dije de todos modos.

—Vengan. Les enseñaré el trabajo.

Cuando mis hombres vieron los archivos, las montañas de expedientes, las inmensas salas abarrotadas de computadoras que trabajaban febrilmente, vomitando tiras de papel que nadie leía, escaparon a la carrera.

—¡Motín! —exclamé, perdida la calma—. ¡Vuelvan! ¡Se exponen a una corte marcial!

—Escúcheme —dijo el secretario tirándome de la manga—: son jóvenes, tienen música en las entrañas; no los censure. Este planeta tiene encantos que usted, limitado por la responsabilidad, no puede apreciar.

—Somos invasores invictos —protesté.

—Lo sé. Ah, el invicto. ¿Quiere que le diga una cosa? Les convendría perderlo de una buena vez. El invicto es una carga, una pesada carga.

La observación del secretario me hizo reflexionar acerca del triste papel que yo, como jefe de la invasión, estaba cumpliendo. Desertar... Nunca había considerado el asunto, ni siquiera como hipótesis de trabajo. Y justo cuando iba a hacerlo por primera vez, el cielo verde se llenó de libélulas enloquecidas que descendían en espiral sobre la Casa de Gobierno.

—¡Mire eso! —exclamé aterrado. El secretario se limitó a observar de reojo el brillante reflejo de las alas y volvió a fijar la atención en mí.

—No se preocupe. Es una invasión más. ¿Un invasor le tiene miedo a otro invasor?

—No es lo mismo —dije—. Por la forma en que caen sobre nosotros diría que proceden de un planeta hostil. Fíjese con qué agresividad baten las alas.

—Agresivos o simpáticos, como ustedes. ¿Qué importa? Hemos llegado a considerar a los invasores de otros planetas un elemento más en la trama de la realidad.

Reflexioné un momento.

—Tiene razón —dije—. La agresividad es aleatoria.

Fue su turno de sentirse desconcertado.

—¿Sabe que nunca lo había considerado bajo ese punto de vista? —Miró el cielo con más atención. Las libélulas estaban muy cerca, pero parecían agruparse para un ataque masivo—. Corremos el riesgo de que los cuerpos ni siquiera alcancen.

—No pensaba en eso, pero sí, podría suceder. —Entonces había un límite para el número de cuerpos que una persona podía descartar, aunque quedaban otras cuestiones sin resolver—. No puedo volver por donde vine.

—¿La nave quedó muy lejos de la ciudad?

¿Nave? ¿Qué es una nave? —repliqué.

El secretario me miró como si yo hubiera perdido la cabeza.

—Naves. Aparatos para viajar entre planetas. Como ésas —dijo señalando la nube de libélulas.

—Ésas son libélulas, invasores de otro mundo.

—Llamamos libélulas a una clase de nave. Los paneles solares brillan como alas de insecto. —El secretario se rascó la cabeza—. ¿Realmente no sabe lo que es una nave? Entonces ¿cómo llegaron a nuestro planeta?

—Pasamos. No sé. Lo hacemos con naturalidad. Pim, plaf.

—Pim, plaf —susurró el secretario. La masa de libélulas se hacía más densa a cada minuto que pasaba; su aspecto era amenazador—. A fin de cuentas no somos tan diferentes. Es posible que estemos un poco anquilosados por culpa de los cuerpos, pero mi abuelo decía que cuando él era joven...

—Opciones —dije tratando de no parecer pedante—. Infinitas. Nosotros las controlamos. Cada obra de arte es una puerta abierta a otro mundo.

Las libélulas se precipitaron como una lluvia de verano.

—¡Huyamos! —gritó el secretario.

—¡Espere! —le dije tomándolo del brazo—. Confíe en mí. ¿Ve ese cuadro? —Señalé con el dedo el paisaje aldeano que ocupaba una pared completa del cuarto; un fantástico cielo compuesto en azules, celestes y blancos, y en primer plano una casa humilde, un huerto, un camino de tierra.

—Brahms. Amo las creaciones de Brahms.

Qué raro, pensé; en mi planeta Brahms había sido un talentoso novelista. Y el cuadro me evocaba una obra conocida, aunque no podía recordar su título ni quién la había pintado.

—¡Métase! —exclamé en el preciso instante en que la primera libélula rompía el vidrio de la ventana.

—Métase usted —dijo el secretario—. Tengo cincuenta y un cuerpos. No creo que los invasores los encuentren a todos...

No escuché el resto de la frase. Me metí en el cuadro y mi pensamiento derivó hacia una cuestión estúpida: ¿podría volver desde la realidad del cuadro a mi planeta de origen? La respuesta no estaba al alcance de la mano. Si había algún punto de intersección entre los dos mundos no era visible desde este lado. Decidí concentrarme en el paisaje.

Los azules, celestes y blancos, girando en torbellino sobre mi cabeza, alentaban una traducción musical de la escena. Pero Brahms... En una cosa podía estar de acuerdo con el secretario: el pintor del cuadro, fuera quien fuese, habría producido maravillosas sinfonías. Ese pensamiento fue reemplazado por otro, una certeza tan sólida como inidentificable: los habitantes de la casa me ayudarían. Empecé a caminar.

El lugar se llamaba Cordeville y había sido pintado por van Vogt. La certeza me golpeó como un martillazo. Poseía una reproducción del cuadro en mi habitación de soltero. Pero, ¡qué lejos estaba todo! Mi planeta natal, mi esposa... Llegué ante la puerta de madera y la golpeé con energía. A los pocos segundos apareció una mujer vieja y rústica que me miró sin hostilidad y sin alegría.

—Soy un ser de otro planeta —dije—. ¿Me daría pan y leche?

—Pase —dijo la mujer.

 

Sergio Gaut vel Hartman

Tras terminar sus estudios secundarios inició la carrera de derecho en la Universidad de Buenos Aires, que abandonó un año y medio después. A inicios de la década de 1970 empezó a publicar en la revista española Nueva Dimensión (Barcelona, 1968-1983) y en diversos fanzines españoles de la época, como Kandama, Tránsito y Máser. En 1982, mientras era parte del equipo de la revista argentina El Péndulo, dio impulso al movimiento que fundaría el Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía. Al año siguiente (1983) creó y dirigió el fanzine Sinergia. Durante 1984 fue director editorial de la revista Parsec (Buenos Aires, mayo a octubre de 1984).

Cuando Marcial Souto relanzó la revista Minotauro, Sergio Gaut vio publicadas varias de sus ficciones, como Islas, En el depósito y Carteles. Esto sería el preludio a su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, que Ediciones Minotauro publicara en 1985. En 1995 su relato Náufrago de sí mismo, fue seleccionado por Pablo Capanna para la antología El cuento argentino de ciencia ficción, de editorial Nuevo Siglo. Tiempo después, su novela El juego del tiempo quedó finalista del Premio Minotauro 2005. En noviembre de 2009 salió su segundo libro de cuentos, Espejos en fuga, y en 2011 el tercero: Vuelos.

Durante algo más de tres años fue el director literario del e-zine Axxón, actividad que abandonó en mayo del 2007 para retomar el proyecto Sinergia, ahora en formato web.

Fue el fundador y coordinador de Comunidad CF y del Taller , aula virtual de escritura creativa. Más tarde creó Planeta SF, un espacio multilingüe de encuentro para escritores, lectores y editores de ficción especulativa de todo el mundo. Actualmente coordina talleres de escritura personalizados que se dicta a la vez en forma presencial y por Internet, para escritores que viven fuera de Buenos Aires. Sus cuentos han sido traducidos al inglés, francés, portugués, italiano, ruso, griego, búlgaro, japonés y árabe. También lidera el grupo Heliconia Literaria, destinado a manejar blogs de ficciones breves como Químicamente Impuro, Breves no tan Breves, y Ráfagas, Parpadeos.

Su biografía apareció en la antología Latin American scientific fiction writers: an A - to - Z guide.

Formó parte del panel de Crónicas de «La Frontera Difusa - Primer Encuentro entre Astronomía y Ciencia Ficción», desarrollado en la ciudad de La Plata el 18 de abril de 2009, y organizado por la Facultad de Astronomía de la Universidad de La Plata.

El 24 de octubre de 2009, en el marco del Segundo Encuentro entre Astronomía y Ciencia Ficción, Sergio Gaut participó en un debate entre escritores de ciencia ficción argentinos y hombres de ciencia, junto al físico Héctor Ranea Sandoval y el ensayista y filósofo Pablo Capanna (1939-).

En julio de 2012 participó en mesas de debate y dictó una conferencia en el marco de las I Jornadas Internacionales de Ciencia Ficción, organizadas por la Universidad de Buenos Aires.

En mayo de 2013 viajó a Berlín (Alemania) para participar en el simposio Mundos Alternativos, organizado por el Instituto Iberoamericano de esa ciudad.