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La última frontera

Reinaldo Manso

20 de febrero de 1947. El cohete V-2 capturado a los nazis se alzó sobre una gran llamarada, en medio de un estruendo ensordecedor y siguió elevándose sin problemas sobre la llanura del campo de pruebas de misiles de White Sands (Nuevo Méjico). En apenas tres minutos la nave alcanzaba algo más de las 68 millas de altitud, una veinteava parte del radio terrestre, lo que se considera el inicio del espacio exterior.

Sólo estuvo unos segundos allí, pero la tripulación que llevaba cambió para siempre. Al volver a tierra la cápsula, un paracaídas consigue depositarla sana y salva en el suelo. Poco después, llegó el equipo de tierra y el frasco metálico que contenía una decena de Drosophila melanogaster fue llevado al laboratorio. Al abrir la tapa, el técnico sintió una descarga (que atribuyó erróneamente a la electricidad estática acumulada) y dejó caer el frasco, con lo que las moscas del vinagre salieron volando y escaparon. Por suerte para la Humanidad, su ciclo vital es muy corto, y todas perecieron… salvo una, que había adquirido la inmortalidad.

Las siguientes pruebas con cohetes resultaron fallidas durante un tiempo. No se alcanzaba la altura necesaria, las cápsulas se destruían en la reentrada o contra el suelo al fallar los paracaídas, o bien explotaban en órbita por motivos desconocidos. Se decidió aplazar los lanzamientos a gran altura hasta tener dominada la técnica.

15 de septiembre de 1951. Mientras tanto, los soviéticos no se quedaban atrás. Más ambiciosos, el primer animal que consiguieron hacer llegar más allá de la frontera de los 100 kilómetros fue una coneja de color oscuro bautizada Marfusa (Pequeña Martha). Al volver al laboratorio, le resultó fácil comunicarse telepáticamente con su camada, a varios metros de distancia, sin que los humanos se percatasen. Por desgracia, la comunicación inter-especies es bastante más complicada. Marfusa apenas tuvo tiempo de transmitir un afectuoso “Nu che, dok?” (“¿Qué hay de nuevo, viejo?”), antes de caer bajo el hacha del técnico encargado de sacrificarla para su análisis. Éste creyó estar alucinando por el mucho vodka bebido la noche anterior. Los médicos detectaron las mutaciones sufridas, siendo incapaces de entender su verdadero significado. A partir de aquel momento, también los rusos sufrieron todo tipo de problemas en sus lanzamientos suborbitales tripulados, sin que llegara a sobrevivir ninguno de los animales que atravesaron la frontera de los cien kilómetros.

31 de enero de 1961. Los americanos lanzaron un chimpancé a bordo de un cohete Mercury Redstone. El animal había sido entrenado para manipular una serie de palancas en un orden preciso, recibiendo pastillas de plátano deshidratado a modo de recompensa. Bautizado HAM (acrónimo de Holloman Aero Med), el plan de vuelo original aspiraba a conseguir una altitud de 115 millas. Sin embargo, debido a problemas técnicos la altitud alcanzada fue aún mayor y el vuelo parabólico terminó amerizando en el Atlántico, a más de 60 millas del barco encargado de su recuperación. Los submarinistas lanzados desde un helicóptero, consiguieron rescatarlo antes de que se hundiese. Éxito. El examen médico posterior encontró al antropoide cansado y deshidratado; no se les ocurrió buscar más allá. Aquella noche, de vuelta en su jaula, Ham siente la punzada del hambre. Viendo un manojo de plátanos al otro extremo de la larga estancia, alargó un brazo y los atrapa sin problemas. El inteligente animal pronto aprendería que podía modificar su cuerpo como si fuese de goma y colarse por entre las mallas más estrechas. Sin embargo, el pobre mono no había aprendido los peligros de la electricidad y cuando decidió intentar colarse por los agujeros de un enchufe, quedó electrocutado al instante. Al morir recuperó su forma original, por lo que nadie llegó a sospechar nada, pensando que alguien se dejó la jaula abierta.

22 de febrero de 1961.Un tercer participante entraba en juego. Desde su base en Hammaguir (Argelia), los franceses lanzaron un cohete Véronique en cuyo cono se alojaba una rata blanca llamada Héctor. Alcanzó los 150 km de altitud y conseguirían hacerlo regresar sano y salvo. Fue recuperado con rapidez, y en su estilo de grandeur habitual, los galos llevaron al animal de inmediato a Paris para dar una conferencia de prensa, todavía con las marcas en la cabeza de los electrodos del encefalógrafo al que estuvo conectado durante el vuelo. Todo se desarrollaba con normalidad hasta que, sin aviso previo, Héctor estalló en llamas. La rápida actuación de un agente de seguridad que lo apagó con un extintor de CO2 impidió mayores daños. Se supuso que algún elemento combustible del cohete había empapado a la rata y se habría encendido debido al calor de los focos del estudio, pero si hubieran examinado con atención lo filmado durante la rueda de prensa, habrían notado que Héctor se comportaba con tranquilidad pese a tener el cuerpo en llamas, como si no sintiese ningún dolor ni molestia. De hecho, la muerte le sobrevino por respirar el CO2 del extintor, quedando su cadáver inmaculado.

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4 de noviembre de 1957 - Sally Batson es una chica de 13 años que vive en un pueblo de Rhode Island. Perdió a su madre muy joven durante el parto de su primer hermano (ambos murieron) así que se convirtió en el principal apoyo de su padre y tuvo que madurar con rapidez. En el último año, su apacible vida ha cambiado bastante. Por un lado, su compañero desde la infancia, un Parson Russell terrier blanco, está desaparecido desde hace unos días. Por otro, su padre volvió a casarse y ahora espera descendencia.

Como todas las mañanas, Sally se levanta apenas despunta el alba. Tras asearse con el agua fría de un caldero, se pone una camisa, un pantalón de peto y unas botas y se dispone a bajar de la buhardilla, su actual dormitorio. Mientras mira por una ventana para ver que tal tiempo hará, ve caer una estrella fugaz. Dejándose llevar por la costumbre, le pide su deseo más ferviente, aunque luego se reprocha a sí misma esa debilidad porque sabe perfectamente que las estrellas fugaces son simples piedras espaciales que arden al entrar en nuestra atmósfera. Sin embargo, aquella parece durar un poco más de la cuenta y caer a tierra tras una colina cercana.

Ya en la cocina, Sally se pone a preparar el desayuno para toda la familia antes de salir para el colegio. Le espera una hora de pedaleo por carretera; algo menos, bosque a través, como le gusta hacer a veces.  Aparece su madrastra, moviéndose con dificultad. Está ya fuera de cuentas (pese a que se casó hace apenas siete meses, detalle que no se le ha pasado desapercibido a la niña) y por eso Sally ha tenido que subirse al desván, para ceder su dormitorio a los familiares venidos para ayudar en el acontecimiento. Se saludan cariñosamente, y la ayuda a sentarse mientras le ofrece un vaso de leche. Ambas están deseando poder disfrutar con el nuevo vástago. Tras cerciorarse de que todo esté en orden, Sally se despide con un beso y emprende el camino.

El día en la escuela transcurre sin incidentes. De vuelta a casa, Sally decide atajar, mientras sus pensamientos se van, algo habitual últimamente, hacia el profesor sustituto recién llegado, el señor Wyndham. Algunas de las repetidoras de su clase no disimulan en sus coqueteos hacia él. Es guapo, sí, habría que estar ciego para no notarlo, pero no es eso lo que fascina a Sally. Son sus historias. Hoy, por ejemplo, les ha estado contando un reciente descubrimiento que posiblemente haga ganar el Nobel a sus autores, porque muchos genetistas creen que es la pieza clave de la vida: la doble hélice del ADN. Fascinante. Le gustó especialmente su mención de una chica, que mediante análisis cristalográficos por rayos X, había sido capaz de determinar la forma de la molécula.

Entonces, desde lo alto de la última colina, le parece escuchar una especie de ladridos apagados: “Gav, gav”. Esperanzada, Sally pregunta en voz alta:

—Rex, ¿eres tú?

Se hace el silencio. Sally otea el horizonte a su alrededor, intentando ubicar el origen de los sonidos. Decide bajar hacia su izquierda, entre los pinos. Los árboles casi no dejan pasar los rayos del sol poniente y las sombras la rodean. Algo voluminoso, de aspecto rocoso y casi vivo la desconcierta por unos segundos. Reconoce entonces ese pequeño promontorio rocoso que los lugareños conocen como “La Cosa” y sonríe tranquilizada. Junto al mismo hay un peculiar hueco circular entre los árboles. “Esto no estaba aquí la última vez”, piensa para sí.

“Woof, woof”, suena ahora.

Parecen provenir de esa novedosa zona despejada que Sally no consigue ver con claridad debido a las sombras. Se vuelve hacia el camino por donde ha venido, pensando en un extraño efecto de eco o algo similar. No. Al volverse otra vez, queda estupefacta. Donde antes no había nada, descubre ahora una especie de perro esquimal, tendido de lado y con apenas fuerzas para ladrar. Se arrodilla a auxiliarlo y comprueba que se trata de una perra. No puede apreciar ninguna herida, aunque unas extrañas manchas moradas marcan algunas zonas de su pelaje que parecen haber sido afeitadas. Rebuscando en su chaqueta, encuentra los restos del bocadillo que no se acabó para comer y se los ofrece. El animal los devora con fruición. Aprovechando una piedra cóncava, vierte también el agua de su cantimplora y, entre ladridos de alegría, la perra se levanta temblorosa y empieza a lamerla hasta agotar su contenido. Bastante recuperada, resulta ya imparable: “Guau, guau, guau…”.

Sally decide llamarla Barky (Ladradora).

Todavía se le nota muy débil, así que Sally la transporta trabajosamente en brazos hasta su bicicleta y la coloca en la cestilla delantera. Inicia la vuelta a casa, primero empujando la bicicleta cuesta arriba y luego pedaleando. De vez en cuando, suelta una mano del manillar para acariciarla. Entonces recuerda que una de las hermanas de su madrastra que han venido para acompañarla, manifestó su alegría de que no hubiese ya ningún perro en la granja (¿habría tenido algo que ver en la desaparición de Rex?):

“Debes ser buena y no ladrar. La tía Mae no debe verte. Te alojaré en el granero, que está lejos de la casa y ahora en otoño no se utiliza. Se buena chica y que no te vea nadie”.

Perdida en sus pensamientos, mientras siente el pelo canino bajo sus manos, Sally no se da cuenta de que ha sido entendida perfectamente. ¡Barky se ha vuelto invisible (por unos instantes)!

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Semanas más tarde, los ufólogos norteamericanos, siempre a la búsqueda de noticias que pudieran darles pruebas de la visita de platillos volantes de otros mundos, se tropiezan con dos historias, en cierto modo complementarias a pesar de las diferencias (o quizá, justo por ellas) y a las que no saben encontrar ningún sentido:

4 de noviembre – Aproximadamente a las 06:30 a.m., Everett Clark, 12 años, vecino del pueblo de Dante, Tennessee, se levantó para abrir la puerta a su perro Frisky. Unos 20 minutos después salió a llamarlo y lo descubrió, junto con varios perros más, al otro lado de la carretera, cerca de un extraño objeto posado en el suelo. Junto al mismo, pudo observar a dos mujeres y dos hombres vestidos con ropas normales. Uno de los hombres trataba de coger a Frisky, pero éste le gruñía y retrocedía. El hombre lo intentó con otro animal, que casi estuvo a punto de morderlo. Con posterioridad, Everett declararía que aquellas personas hablaban “igual que los soldados alemanes de la tele”. Todas entraron en el objeto “atravesando directamente las paredes, como si fuesen de cristal”. El objeto entonces se elevó en vertical y se marchó sin hacer ningún ruido. Everett añadió que uno de los hombres le había hecho una seña para que se acercase. No se atrevió. Su padre aseguró a los periodistas que no pensaba que su hijo pudiera inventarse algo así, pero que aún le costaba creerle.

(Knoxville News-Sentinel)

 

“OJOS DE RANA – OJOS DE PERRO”)

4 de noviembre - Caía la tarde cuando John Trasco regresaba a su hogar en Everittstown, New Jersey, desde su trabajo en una papelera cercana. Salió fuera a darle de comer a King, su pastor belga de 6 años, casi ciego y con muy malas pulgas, que estaba atado junto a la casa. Desde la cocina, la señora Trasco podia oir a King ladrando desaforado y al asomarse a la ventana descubrió un objeto luminoso de forma ovoidal y entre 9 y 12 pies de largo que flotaba, “temblando arriba y abajo” a pocos pies del suelo junto al granero cercano. Sin embargo, los matorrales no le dejaron ver el “hombrecillo” con quien se tropezó su esposo. El visitante medía menos de 3 pies de alto e iba vestido “con un traje verde de botones brillantes, una especie de boina del mismo color, y unos guantes terminados en algo deslumbrante”. Su cara parecía pintada de blanco y, aparte de nariz y boca, destacaban en ella unos ojos grandes y saltones como los de un sapo. En una voz “chillona y que daba miedo”, se dirigió a John en un inglés casi irreconocible: “Somos gente pacífica. No queremos problemas. Solo queremos a su perro”. Desde la casa, la señora Trasco pudo escuchar a su marido gritar desaforado, “¡Fuera de aquí!”. Ante semejante respuesta la criatura volvió a su aparato sin saberse muy bien cómo porque el marido no vio puertas, escotillas o ningún otro tipo de abertura. Acto seguido, el objeto salió disparado hacia el cielo, como una de esas chispas que saltan de un fuego de campamento, en la curiosa analogía utilizada por la señora Trasco. Según ella, John trató de agarrar al extraño ser y quedó manchado de un polvo verde que se eliminó sin problemas. También descubrió restos de ese polvo en sus uñas al día siguiente. No existen casas al otro lado de la calle, y las vecinas están vacías en la actualidad. La señora Trasco concluyó su relato añadiendo: “Le dije a John que debería haberles dejado que se llevaran a King. Está medio ciego y se ha vuelto tan insoportable que no creo que nadie más lo quiera”.

(Delaware Valley News)

 

Quizá si los ufólogos hubiesen completado el tercer punto de la ortotenia, la línea recta que según ellos une los diversos sucesos extraños o paranormales ocurridos en un mismo día, habrían hallado la respuesta. Ese tercer punto se situaba, claro está, en las cercanías de Providence (Rhode Island), e iba a convertirse sin que ellos llegasen jamás a sospecharlo, en algo muy distinto de un encuentro cercano.

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Sally ha llegado a la carretera. Le queda un último kilómetro. Va tan ensimismada en sus pensamientos que no ve el camión que se le echa encima al entrar en una curva sin visibilidad. En menos tiempo del que se tarda en contarlo se desarrolla el drama. Cuando el gigantesco tráiler de dieciséis ruedas está a punto aplastar la bicicleta de la niña, se arruga con gran estrépito, como si hubiese chocado contra una barrera invisible. Por desgracia, transportaba ácido clorhídrico y su contenido cubre toda la zona. Horas más tarde, los investigadores del accidente no pueden siquiera hallar el menor resto humano, solo los fragmentos corroídos del camión y la bicicleta, imposibles de identificar.

Sally despierta tumbada en una especie de mesa de operaciones. En otra, a su lado, Barky también empieza a recuperar la consciencia. La niña se incorpora y mira a su alrededor. Está en una habitación extraña, de paredes curvadas y luminosas, sin nadie a la vista. “Nunca había imaginado que el Cielo fuese así”, piensa mientras se dispone a bajarse de la mesa. En ese momento, la pared que se encuentra frente a ella parece abrirse en espiral y descubre a dos seres que se disponen a entrar.

El más alto tiene las orejas picudas y un extraño corte de pelo, como Moe, el de los Tres Chiflados de la tele. Viste una especie de pijama de color azul y cuello negro con una peculiar insignia dorada en el pecho, similar a un triángulo de líneas curvadas o una punta de flecha. Los pantalones son negros. Su compañero, de aspecto totalmente anglosajón, lleva el mismo atuendo en color amarillo.

Los tripulantes del platillo se dirigen a Sally en un inglés perfecto:

—Lo hemos visto todo, y con nuestro rayo tractor hemos alzado la esfera de fuerza que os protegió del impacto inicial. Por desgracia, era demasiado tarde para el conductor. Por fin la hemos encontrado. No hay tiempo que perder. Necesitamos llevarnos a tu perra antes de que la situación empeore.

—No entiendo nada—, dice Sally. —¿Cómo es que estamos vivos? ¿Qué queréis hacer con ella? ¿Es vuestra?

Ante la retahíla de preguntas, los dos seres dudan y hablan entre ellos en un lenguaje ininteligible. Parecen esperar instrucciones. Al cabo de unos segundos, la decisión está tomada.

—Vale, te lo explicaremos. Acompáñanos.

La conducen en una breve gira por la nave, durante la que Sally queda maravillada viendo puertas que se abren solas, pantallas de televisión en color con paisajes alienígenas, y otras cosas que ni siquiera llega a entender. Finalmente, el individuo de las orejas puntiagudas la invita a sentarse a una mesa, con Barky a sus pies. Con un simple gesto, hace aparecer por una trampilla algo de bebida y comida que ambos prueban. Deliciosa. Sin mayores preámbulos, aquel ser suelta una larga explicación:

—Según nuestra Primera Directiva, no puede haber ninguna interferencia con el desarrollo interno de civilizaciones alienígenas. Por desgracia, hemos quedado incomunicados con nuestro Cuartel General y los acontecimientos se han precipitado mucho más rápido de lo estimado por nuestros expertos.

(La verdad es que aquello era más bien culpa de la lentitud de la burocracia galáctica, pero no quería quedar en evidencia ante aquella raza inferior)

Hace millones de años, una de nuestras naves de exploración visitó este sistema solar y viendo que el tercer planeta gozaba de las condiciones adecuadas, decidió incluirlo en uno de sus experimentos. ¿Supongo que sabes lo què es -cómo lo llamáis- el ADN?”

—Sí— contesta Sally, mientras la imagen de su guapo profesor le viene a la mente.

—Pues bien. Debes saber que todas las especies galácticas inteligentes que viajan por el espacio están dotadas de una hélice de ADN triple, que las protege contra las mutaciones que el espacio exterior podría provocarles. Solo naves avanzadas con escudos especiales, como la nuestra, ofrecen también una protección perfecta. No tienes nada que temer.

Continúo. Aquellos científicos decidieron comprobar si era posible el desarrollo de la vida y la inteligencia con solo dos hélices de ADN. Desde entonces, cada pocos millones de años, una de nuestras naves os visita para comprobar la evolución. La última visita, hará unos mil años, se encontró con la inesperada sorpresa de la aparición de una especie inteligente. Se decidió entonces instalar un pequeño puesto de vigilancia permanente en vuestra luna. Y entonces, todo se complicó. No se os ocurrió otra cosa que empezar a lanzar seres vivos al espacio. Saltaron todas las alarmas. Cualquier animal o vegetal que supere el techo de vuestra atmósfera y alcance el espacio sin protección, sufre inevitablemente mutaciones que lo convierten en otra cosa, a veces favorables (éste parece haber sido el caso de Barky, que en realidad fue lanzada ayer desde Baikonur en Rusia), pero la mayoría de las ocasiones perniciosas y/o incontrolables. Hemos tratado de evitarlo con sabotajes, pese a que estamos escasos de personal y la Directiva Primaria establece fuertes cortapisas a nuestra actuación. Estamos esperando instrucciones más precisas, que no acaban de llegar. En cualquier caso, Barky no puede volver a la Tierra, ¿lo entiendes, no?

Tras meditarlo unos instantes, Sally responde:

—Lo entiendo. Sin embargo, ¿y conmigo? ¿Qué haréis conmigo?

—Bueno, eso tiene fácil solución. Te devolveremos a tu casa. No recordarás nada.

Sacando un peculiar tubo de un bolsillo, levanta la parte superior revelando un curioso punto oscilante de color rojo que apunta hacia su cara.

—Si miras aquí…

Sólo cuando Sally queda en el limbo, el ser se permite desconectar su capa holográfica de camuflaje, revelando su verdadera forma a Barky, que no parece sorprenderse demasiado.

+++++++++++

Sin embargo, “las cosas de palacio (galáctico) van despacio” y aquellos inexpertos alienígenas se olvidaron de seguir controlando los vuelos orbitales terrestres.

12 de abril de 1961. Esa tarde, Wyatt Olsen va circulando por la recta carretera, atravesando verdes colinas en su querida Harley-Davison a la busca de su destino… y con algo así se da de bruces.

Ve caer a tierra envuelto en llamas un extraño aparato. Pensando que pueda tratarse de algún prototipo en pruebas, se aproxima al lugar donde ha impactado contra el suelo. Una luz verdosa, similar a la de esos fanales que utilizan en el ferrocarril para dar la salida a los trenes, brilla entre los restos. Algo aprensivo, Wyatt se acerca a la nave estrellada, descubriendo a un corpulento ser de más de ocho pies de altura que le da la espalda. Su ropa está hecha jirones y solo conserva por alguna extraña pudibundez restos de unos pantalones que inexplicablemente todavía siguen en torno a esa musculosa cintura. Su piel tiene un tono cenizo y parece desconcertado.

Sin atreverse a avanzar más, Wyatt pregunta:

—¿Vienes del espacio exterior?

El ser se da cuenta de su presencia, girándose lentamente. Lo mira con unos fascinantes ojos azules y tras unos segundos de vacilación, como si estuviese escogiendo las palabras (o el idioma), contesta:

—De hecho, así es. ¿Dónde estoy?

Mirando de abajo a arriba a aquel musculoso ser humano, Wyatt comprueba que el color gris se debe a ceniza, y que la persona que acaba de contestarle tiene la piel blanca y rasgos occidentales. Su pelo negro incluso muestra un rizo en la frente. Está tan asombrado que sólo puede reaccionar con normalidad y responder a la pregunta.

—En Kansas, Estados Unidos. ¿Necesita ayuda? Aquí cerca hay un orfanato, dirigido por mi colega Charles Francis. Seguro que allí podremos asegurarnos de que ha salido usted ileso de su accidente. ¿Cómo se llama, amigo?

—Yuri, Yuri Gagarin.