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Los itinerantes

Castejón, María L.

Prólogo

La Tierra se está muriendo. No lo digo yo, es algo que lleva años sucediendo. Todo el que ha podido se ha marchado a otras colonias o incluso a los Territorios Inexplorados. Sólo quedamos aquí los que vivimos a costa de la de decadencia de lo que fue uno de los planetas más prósperos; pero nuestra especie, la humana, tiende a destruir todo lo que toca y su planeta natal no iba a ser menos.

Desde la explosión y el apagón de nuestra única estrella, el sol, hubo una época negra donde las enfermedades olvidadas se volvieron epidemias para quedar sumidos en la más absoluta desolación. La vida aquí ya no es lo que era. Ahora la noche eterna lo cubría todo, o al menos hasta que construyeron los soles artificiales que iluminan nuestra ciudad subterránea o lo que se empeñan en llamar “Infratierra”.

Mentiría si dijera que no me he planteado trasladarme pero, ¿qué haría una especialista en enfermedades de la Tierra lejos de ella? No tiene mucho sentido.

Sólo quedamos aquí los que nos alimentamos de la miseria.

Dominó

Las muertes comenzaron en pre-terminales. Se trata de una sección donde ingresamos a los pacientes con un cuadro muy avanzado y que, sin posibilidad de cura, pueden representar una amenaza al resto de los habitantes de la ciudad. Se les hace una serie de pruebas para asegurarnos de que no hay vuelta atrás. Luego se rellenan los formularios de solicitud y son trasladados a los hospitales situados en la superficie, en las cúpulas de aislamiento. Son un sistema aislado dentro de la devastada superficie. Tienen su microclima y su propia comida. Los enfermos van allí a morir y de sus cuerpos surgen nuevos medicamentos y vacunas.

Sin motivo aparente, los pacientes de pre-terminales empezaron a morir mucho antes de lo esperado, uno detrás de otro. No había habido ningún cambio significativo en sus cuadros, ni siquiera un pico que indicara que hubieran dejado de tomar la medicación asignada. No teníamos ninguna pista, simplemente una decena de pacientes, habían dejado de respirar. A los supervivientes, les llevamos a un área de aislamiento y no hubo más casos hasta que tuvimos un brote en Maternidad.

Tras el apagón del sol, los alumbramientos habían sido cada vez más escasos e incluso el número de madres fallecidas se había incrementado. Los humanos éramos una débil minoría en Infratierra. No me sorprendió aquel caso si no hubiera sido por un comentario de la enfermera Rosen. Aquella paciente había recibido una visita justo antes de morir.

Me temí lo peor y no dudé en llamar a Clodagh, mi pareja, bueno, mi amante. Aún me es difícil indicar qué era Clodagh para mí. Todas las palabras se quedaban huecas cuando me refería a ella. No podría decir mi pareja porque no es nada mío, no me pertenece, al revés, soy yo la que debería llevar un determinante posesivo delante de mi nombre.

―¿Clodagh? Soy yo, Sinead. ¿Podemos vernos esta noche?

No me gustaba molestarla durante sus guardias y lo sabía perfectamente, por lo que  aquella noche al notarme tan preocupada; accedió a vernos durante la cena. Quería comentarle lo del hospital, no estaba segura pero no me gustaba nada lo que estaba sucediendo y como ella trabajaba en el equipo especial de los Servicios Sociales, pensé que podía haber escuchado algo y, desde luego, su consejo me ayudaría mucho.

Se pasó por mi apartamento un poco antes de lo que tenía previsto, la abracé con fuerza y le pedí que nos sentáramos a la mesa. Había sacado todos los informes del hospital y los había colocado por orden cronológico. Todo estaba recogido en sus historiales médicos, desde su primer ingreso hasta el informe de la autopsia.

―¿Qué es lo que quieres que haga?
―Clodagh, sé que es una locura, pero la enfermera Rosen me habló de que la última víctima había recibido una visita antes de su muerte, de hecho unas horas antes de la misma. He estado revisando todas las visitas de los otros pacientes y me estremecí al ver que todos habían tenía una visita, sólo una, antes de sus fallecimientos.

Le conté que al ser un hospital en los que los pacientes eran humanos en su gran mayoría, tenían acceso sacerdotes, rabinos e imanes así como representantes de cultos minoritarios de oración. No era de extrañar que pacientes en pre-terminales llamaran a miembros de sus grupos antes de partir a la superficie porque una vez allí no están permitidos. Pero el libro de visitas no estaba firmado con ningún nombre y mucho menos como un grupo de oración.

Como quería saber más sobre estas visitas, había pedido que me dieran una copia de las grabaciones de seguridad. Me sentía orgullosa de haberme adelantado a las necesidades de Clodagh pero al ver la mala calidad de las imágenes, me desanimé notablemente.

―No sirven de nada. ―Mi decepción era obvia.
―No creas, se ve un grupo de siete personas.
―Pero apenas se les distingue las caras y sin ellas, no tenemos nada.
―¡Ah de los humanos y sus emociones! ―Clodagh, como mest, solía hacerme reír con este tipo de comentarios.

Los mest habían sido humanos pero al tener implantes biomecánicos en mayor porcentaje que del cuarenta por ciento, ya no se les consideraba así. En Clodagh era de un ochenta por ciento o incluso más. Me contó que hubo un caso o un enfrentamiento entre guerrillas, nunca me lo explicó bien, también me habló de un incendio y que su cuerpo casi ardió por completo. “Hay veces en que tu fe te lleva a darlo todo sin reservas” Era toda la explicación que me daba sobre el accidente y ahí es cuando mi prudencia o mi temor me llevaban a cambiar de tema. Los mest viven apartados de los sectores humanos y aunque nunca quise creerlo, no sólo viven lejos de nosotros, sino lejos de nuestra realidad.

Aquella noche cenamos juntas, se quedó conmigo, me abrazó hasta que me quedé dormida y cuando pensó que lo estaba, se marchó sin hacer ruido. No era buena en las despedidas. Yo no lo era con su ausencia.

Cuervos

Me marché del apartamento de Sinead con la extraña sensación de sorpresa. Nunca me había hablado de su trabajo y mucho menos, me había pedido ayuda. Desde el principio, habíamos mantenido nuestros respectivos trabajos al margen. Ella arrastraba el silencio de la miseria del día a día, y yo no me atrevía a mostrar mi verdadera naturaleza.

Las imágenes que me habían mostrado podían pertenecer a los cuervos. Al vivir en ciudades subterráneas, el llevar las almas al otro lado, era cada vez más difícil y los cuervos tenían cada vez más problemas. Antes de que el sol se apagara, cuando vivíamos en la superficie, los cuervos se reunían en los cementerios pero ahora, en esta imitación barata de la tierra, no había campos santos ni otro tipo de construcciones que nos recordaran los rituales funerarios de antaño. En Infratierra, nadie moría. Sólo en la superficie.

No quedaba más remedio que subir a la superficie, salir de las cúpulas. No fue tarea fácil, había numerosos controles para salir. Ni siquiera perteneciendo a Seguridad Civil, podía eludirlos. Cuando conseguí salir, todo estaba a oscuras, como después de una fiesta, basura, restos, carteles hacia ninguna parte,…

―¡Estás muy lejos de casa! ―Era una voz conocida, chirriante y desagradable.
―¡Os estaba buscando! ―El cuervo salió de un rincón y pude ver su figura. No estaba solo, nunca lo están.
―¿Y qué es lo que quiere un mest como tú? ¡No tienes nada que pueda interesarnos! ¡Márchate! ―Esta vez habló otro cuervo pero todos compartía la misma voz.
―Tengo preguntas.
―¿Y por qué crees que vamos a contestarte?
―Sólo quiero saber por qué os estáis llevando el alma de los vivos.

Hicieron un corro, hablaron entre ellos, con la misma voz, todos a la vez, y luego vinieron donde estaba y desafiantes me escupieron que ellos conducían a las almas al otro lado, no eran asesinos. De la misma manera que aparecieron, se volvieron invisibles a mis ojos.

―Si no sois vosotros los que acudís al hospital, ¿quiénes son?
―No lo sabemos ni nos importa. ―La voz surgía de todas partes como si fuera un eco.

La oscuridad se volvió densa, quizás porque se habían marchado, quizás porque sabía que era hora de volver a las cúpulas.

Por la noche llamé a Sinead, le pregunté si los cuerpos presentaban algún tipo de herida, marca, algo que me diera una pista. Pero no había nada, ni heridas, ni mordeduras, ni marcas de ningún tipo. ¿Qué tipo de criatura podría matar sin dejar ninguna pista? Me desconcertaba que fueran en grupo, sólo los cuervos iban en grupo a recoger las almas.
 
Tatuaje

Llevaba un par de días sin saber de Clodagh y aunque me moría de ganas de llamarla, saber que estaba bien, no lo hice. Quería parecerle fuerte y autosuficiente aunque no lo fuera, así que me centré en el trabajo. Leí todos los informes varias veces, casi me aprendí de memoria las autopsias y no recuerdo cuantas horas pasé viendo las cintas de seguridad.

Ninguno de los pacientes había mostrado ningún cambio antes de su fallecimiento. No había signos de lucha, ni cambio en sus constantes vitales. El análisis de tóxicos no revelaba la presencia de ningún veneno ni siquiera de un aumento de algún elemento como el potasio, nada externo. De repente, se imaginó a una visita asfixiándoles con la almohada, ¿dejaría algún tipo de evidencia? Marchó hacia a la Morgue esperando, no, deseando, que la doctora Hara le confirmara sus sospechas.

―¿Doctora Lori Hara?
―¿Sí?
―Soy la doctora Mahon, de pre-terminales e infecciosos. Quería hacerle una consulta.
―Claro, estoy en medio de una autopsia, si pudiera ser breve se lo agradecería.

Le expliqué, a modo de prólogo a su pregunta, las autopsias realizadas a los cuerpos de pre-terminales.

―Si alguien les asfixiara con una almohada, ¿dejarían algún tipo de evidencia?
―Normalmente sí pero al tratarse de enfermos en tal estado, probablemente no. Todos ellos estaban demasiado débiles.

Volví a mi despacho. No podía evitarlo pero estaba muy excitada con la nueva posibilidad pero cuando caí en la cuenta de que podía haber un asesino suelto en el hospital, sentí un nudo en la boca del estómago.

Revisé los historiales tratando de buscar algo en común entre los pacientes: algún móvil, quizás una herencia, quizás algún pasado que les uniera, pero todo perdía fuerza a medida que leía una historia tras otra.

Como aquella noche me tocaba guardia, revisé muchas de las grabaciones de seguridad y tras horas de muchas escenas típicas de servir comidas, dar la medicación a su hora, el aseo de los enfermos impedidos, de la limpieza y cambio de sábanas, de las consultas médicas, me encontré con un personaje que se repetía en muchas de ellas. Era un celador. Solía aparecer antes del grupo de oración que había visto con Clodagh en mi casa.

Volví a entusiasmarme ante de la idea de tener otra nueva pista: el celador. Un hombre de complexión fuerte, de unos treinta años y con un tatuaje en la mano izquierda. Un símbolo como un anj egipcio pero más retorcido.
 
Buscando

Sinead me llamó pasadas las tres de la madrugada, fingí estar dormida pero estaba buscando información sobre aquel grupo fantasmal. Me habló de un celador, de la posibilidad de que fueran asfixiados con la almohada cuando estuvieran débiles o sedados para no dejar marcas, de que me echaba de menos, de que estaba cansada, de que le asustaba la idea de un asesino y de su tatuaje. Sinead era un torbellino de emociones e ideas y me gustaba esa pasión por todo lo que le rodeaba: si era feliz, todo se iluminaba a su paso pero si estaba triste o preocupada, el mundo se nublaba.

Me gustaba su necesidad por mí, me hacía sentir con raíces en esta parodia de la Tierra. Su calor calmaba el dolor, un eco de un cuerpo que dejó paso a éste artificial. Sin embargo, ese mismo entusiasmo la mostraba frágil y por primera vez, me sentía vulnerable.

No me gustó nada la posibilidad de un asesino pero menos aún el símbolo que me describió. Tras el apagón del sol, tras las décadas de epidemias hasta la creación de un mundo subterráneo, las religiones apenas tenían seguidores. ¿Quién iba a creer en un dios que traía tanto sufrimiento y muerte? Era de esperar que las sectas se multiplicaran y muchas de ellas peligrosas. Hubo suicidios colectivos, sacrificios y asesinatos rituales. Todo se calmó con el régimen de los trece y su Seguridad Civil. Aún así muchas de las sectas, las que no fueron descubiertas, seguían asesinando.

Me marché a la oficina para recibir un fax con la foto del celador de espaldas pero en la que se veía el tatuaje. Cuando llegué Sinead ya lo había mandado con un nota con muchos besos y corazones. Me hizo sonreír, siempre lo hacía. Me bajé al archivo donde guardábamos toda la información sobre los crímenes en Infratierra. Allí trabajaba Ronan, un psíquico que podía oír los pensamientos de todos los humanos y a veces, de algunas otras razas. No obstante, no podía escuchar la voz de algunos mest, como yo.


―¿Qué te trae por aquí a estas horas, mest?
―Un símbolo. ―Se lo mostré y lo miró apenas unos segundos.
―Se trata de los Itinerantes. Es el símbolo de la secta de los Itinerantes.

Me sacó una carpeta con toda la información, es decir, una foto y un listado de fallecidos. Al ver mi cara de sorpresa, me explicó que era un culto de los años de las grandes epidemias, del segundo brote de peste. Se trata de humanos que invocan a estos seres o dioses, como se empeñan en llamarles, que absorben la esencia vital.

Estuvimos de acuerdo con que debían ser algo parecido a los vampiros emocionales pero nunca creímos en su existencia. ¿Seres que vacían los cuerpos humanos de su vida? Siempre creía que se trataban de seres demoníacos que almacenaban almas dentro de sus cuerpos.

―Se llaman los Itinerantes porque nunca están en un sitio, son una especie de secta nómada que viaja por toda la galaxia. Todos los fallecidos, de los que tenemos constancia, son humanos pero no podría asegurártelo.
―Gracias, Ronan, has sido de mucha ayuda. ―Me marché con la idea de hablar con Sinead.
Ronan se encogió de hombros y siguió leyendo un libro como cuando le encontré. Prefería el turno de noche por la tranquilidad y la ausencia de voces. Para el resto del equipo era un excéntrico pero no mucho más que el resto de nosotros.


Celador

Revisé todos los perfiles e información del personal del hospital. Las guardias solían ser bastante tranquilas en pre-terminales y el tiempo pasaba muy despacio si no tenía nada que hacer. Aunque solía ver la tele, leer o echar una cabezada, esta vez no podía quitarme aquella figura de la cabeza.

No tardé demasiado en encontrar la ficha del celador: Samuel (Sam) Colton. De treinta y seis años, metro ochenta y un tatuaje en la mano izquierda. Tenía dos faltas por protestas contra el hospital y fue cabecilla de una huelga. Había un dato muy esclarecedor: estaba en contra de que mandáramos a los terminales a la superficie. Estaba a favor de la muerte digna y no de que los cuerpos se utilizaran para el estudio y desarrollo de nuevos medicamentos y vacunas.

Era militante de un grupo llamado MD, muerte digna, en la que hacía apología del terrorismo contra las grandes compañías farmacéuticas que, según él, nos privaban de la dignidad para rebajarnos a ratones de laboratorio. No apoyaba la opción de ser donantes ni de los implantes biomécanicos. En su ficha policial, había cargos por agresión a ciudadanos mest. Creía firmemente en la supremacía humana y que no debía contaminarse ni con implantes ni con órganos de otros pacientes. El hombre debía morir si así estaba escrito.

Tristemente, no era el primer caso de este tipo de fanatismo. Tras el apagón del sol, muchas enfermedades volvieron a ser una causa de mortalidad y los transplantes (biomecánicos o no) fueron nuestra única salvación. Pero también hubieron accidentes, desastres naturales, en los que muchos pacientes perdieron miembros de su cuerpo que, al ser sustituídos por implantes, dieron a esos pacientes la oportunidad de una vida independiente.

A veces la medicina recurre a diversos métodos para salvar vidas, en algunos casos, podemos no estar de acuerdo pero agredir, atentar e incluso asesinar alegando una muerte digna no era algo que entrara en mi mentalidad, ni como médico, ni como ser humano.

Mandé toda aquella información a Clodagh a su oficina. Esperaba que le encontraran y le detuvieran. Aquella noche se me estaba haciendo eterna.

Una pista y ellos

Cuando estaba a punto de irme a casa, recibí una nueva llamada de Sinead. No le iba hablar de los Itinerantes cuando me abordó con datos del celador. Sam Colton. Estaba tan nerviosa que aquella conversación fue un monólogo de dos minutos cuarenta segundos. Le dije que la recogería al terminar su guardia y esperaba haber detenido a susodicho antes.

A través del ordenador, encontré su última residencia y me marché en moto hacia allá. Ésta se encontraba a dos sectores de donde me encontraba por lo que, al tener un pase de prioridad uno, no tardaría en llegar.

Era un edificio de apartamentos, vivía en el sótano F, no fue difícil encontrarlo. Aquel sector era uno de los mest. Tras la legislación de 3015, los mest debían vivir separados de los humanos en sectores de la periferia, de hecho no solían verse en estas áreas y en caso de que los hubiera, eran vagabundos, borrachos o personas que no habían superado las perdidas de las grandes epidemias. Era una zona sucia, insegura y llena de negocios de trueques, no eran ilegales pero solían ser tapaderas de negocios de realidades virtuales. Los humanos solían engancharse fácilmente a estas realidades en las que vivían una y otra vez, recuerdos de sus vidas pasadas. No obstante, había todo un negocio de grabaciones de estas realidades. No todo eran recuerdos de cumpleaños y paseos por el parque. Podías encontrar desde suicidios, asesinatos, todo tipo de encuentros sexuales y por supuesto, perversiones a la carta. Podías encargar tu propio recuerdo.

Llegué al apartamento de Sam sin hacer ruido. Oí voces como de varias personas. Di una patada a la puerta y entré con el arma apuntando a todo lo que se moviera. Mi sorpresa fue encontrar a Samuel Colton solo.

―¿Samuel Colton?
―¡Sí, soy yo!
―Queda detenido por asesinato y culto a sectas.

Me miró con sorna, se rió y no trató de huir. Se dio la vuelta y conjuró algo en una de las lenguas anteriores a Infratierra, incluso anterior a muchas de las que pueblan los infiernos. Me giré y vi un grupo de personas, unas diez en el rincón de la habitación. Me rodearon dejando a Sam a parte y empezaron a susurrar mi nombre. Bueno, mi nombre de mest no el verdadero.

―Clodagh, Clodagh, Clodagh, Clodagh, Clodagh, Clodagh, Clodagh, Clodagh, Clodagh, Clodagh, Clodagh, Clodagh, Clodagh.

Las voces se repetían como un eco infinito fundiéndose unas con otras casi en espiral. Miré a Sam, sonreía con satisfacción y me acerqué a él. Le puse las esposas y le leí sus derechos. Las voces continuaban y Sam gritó:

―¿Por qué no te estás muriendo?
―Quizás porque ese no es mi verdadero nombre, quizás porque no tengo alma.

Los itinerantes aullaron y continuaron más fuerte. Seguían aferrándose a su cántico infernal. Se acercaron a Sam y a mí y me escupieron a la cara:

―¡Muéstranos tu nombre!

Lancé a Sam Colton a un lado y mostré mi verdadera naturaleza.

―¡Mi verdadero nombre es Fuego!

Los Itinerantes ardieron ante la gracia de la serpiente de tres pares de alas cubierta de fuego. Sus voces se volvieron una en un eco hasta difuminarse en el silencio.

Cambio de turno

Como me había dicho, al salir de su guardia estaba allí, al lado de su moto. Al acercarse, me ofreció el casco y fuimos a mi apartamento. Nos tumbamos abrazadas en el sofá para ver las noticias, picamos algo mientras en los informativos sólo hablaban de la detención de Colton. Clodagh no salía por ninguna parte sólo una doctora de la fiscalía. Aunque se había declarado culpable, no tendría la pena máxima, de purificación (ya no se llamaba pena de muerte porque no era adecuado para la población) sino que le llevarían a una cárcel para enfermos mentales. Alegaba que las voces, que eran una, le obligaron pero que la serpiente se los llevó.

―Ha sido una guardia muy larga. ―Le dije zalamera. ―¿Por qué no nos vamos a la cama?
―¿No decías que tenías hambre?
―Pero no de comida precocinada.

Me levanté del sofá, mientras la cogía de la mano, tiré de ella con dirección al dormitorio.

 

María L. Castejón Madrid, España, 1973.

Aficionada a la literatura en general, y a la erótica y de terror en particular. Ha sido finalista en el Premio Avalon de relato 2007 y II Certamen de poesía erótica Búho Rojo. Sus trabajos han aparecido en Ediciones Efímeras, Microhorror, Químicamente Impuro, la revista digital miNatura ( http://www.servercronos.net/bloglgc/index.php/minatura/ ), entre otros. Actualmente reside en Dublín, Irlanda.

Su blog personal: http://stiletto.crisopeya.eu/