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Low-born hunting girl

Guadalupe Ingelmo, Salomé

 

Oh, high born Hunting Girl,
I'm just a normal low born so and so.
    Jethro Tull, Hunting Girl


 


Cabalga por el bosque que antaño fue parque suburbial. De las prostitutas y los drogadictos ya no queda ni rastro; el hambre y la enfermedad los hicieron desaparecer en silencio, poco a poco, tempestivamente. La familia de su difunto esposo compró los terrenos y ordenó construir la mansión en los primeros años de la segunda recesión, cuando la crisis demográfica empezó a causar verdaderos estragos y las zonas urbanas se retrajeron definitivamente, quedando convertidas en una serie de pequeñas islas precariamente comunicadas, separadas por amplios páramos en los que ya sólo florece el bandolerismo y el pillaje.


No le importa que su reino esté desgajado del mundo. Cada día, al ponerse el sol, recorre su amplia propiedad. Sigue el grueso muro que la circunda, que la separa de la miseria en la que ella también habitó un día. Su penetrante mirada lo inspecciona en busca de alguna fisura que haya podido pasar desapercibida a los guardeses. Cuando quedan pocos metros para llegar a la verja da por concluido el paseo. Procura no acercarse a ella; se resiste a la llamada de esa boca insidiosa. La verja exhibe permanentemente una sobrecogedora sonrisa metálica, pero a través de los dientes apretados su fino olfato, ese olfato que se ha vuelto realmente prodigioso desde la mutación, puede percibir el aroma de indigencia que flota pesado como un buitre viejo al otro lado de los firmes confines. Y más allá aún, lejos de los oasis en los que ella y otros pocos privilegiados habitan, adivina la sordidez más absoluta, la miseria sin esperanza.


Observa la cerca con recelo. Aunque apenas le da la espalda y su caballo comienza a alejarse, olvida la amenazadora mueca y el escalofrío se diluye en su espalda. Al poco las sombras que se adivinan más allá de los barrotes han desaparecido por completo de su mente. Son engullidas por la majestuosa figura: ante ella se yergue orgullosa la mansión, su refugio. Un gesto sarcástico desfigura el rostro generalmente hermoso aunque inexpresivo. Piensa en la vieja especie, que también fue la suya. En los esfuerzos de algunos de ellos por turbar, desde sus clandestinos escondrijos, el sueño de sus semejantes, por emponzoñar sus embotadas mentes. Incluso osan calificar los tiempos que corren de edad oscura, de nuevo Medievo. Son tan estúpidos o tan ambiciosos que no les basta con haber sobrevivido donde muchos otros perecieron. Como todos los de su raza, se manifiestan escasamente pragmáticos y permanentemente insatisfechos. En ellos el instinto de conservación –como el resto de instintos– está tan aletargado que .ya se revela incapaz de ofrecerles alivio alguno.


Ella, sin embargo, sí sabe disfrutar de los beneficios de su animalidad.


De regreso a las caballerizas repara en un muchacho que no recuerda haber visto anteriormente, un muchacho aún vigoroso. Se muestra reluctante cuando le pide que la acompañe hasta la casa. No es capaz de esconder su incomodidad dentro de la mansión: teme cometer alguna torpeza, decir algo inconveniente, romper algún objeto de valor o manchar las elegantes alfombras. Por eso se limita a esperar de pie con la cabeza gacha, con la mirada clavada en los zapatos sucios. Habla únicamente cuando la señora se dirige a él; pero hace ya algunos minutos que han cesado las preguntas banales, y el muchacho se siente violento también en el silencio.


     — ¿Puedo irme ya, señora? Aún tengo trabajo en los establos –se atreve a decir.


— No hay prisa. Cada cosa a su debido tiempo.


Cuando extrae un recipiente del enorme frigorífico, los ojos del muchacho se iluminan por unos segundos. Ha alcanzado a ver las baldas repletas de comida, de manjares cuyo nombre ni siquiera conoce, que no será capaz de describir a sus compañeros de desgracia. Los dedos finísimos de largas uñas toman unos palillos y se disponen a atrapar algunas larvas lívidas. Sin embargo vacila. Parece haberlo pensado mejor y finalmente se deshace de los palillos; no quiere renunciar al contacto de los diminutos vientres blandos y palpitantes. Las larvas no se resisten. Es como si en esos dedos hubiesen creído reconocer a un semejante. Como si hubiesen sido hipnotizados por su insidiosa belleza, deslumbrados por su blanco fulgor céreo. Como si no fuesen conscientes de su destino de muerte, al que se someten dócilmente, casi con insensato entusiasmo.


Los cuerpos henchidos caen uno tras otro dentro de la urna, produciendo un ruido sordo. Tras el desconcierto inicial que provoca en ellas el paisaje desconocido, las primeras larvas en salir del aturdimiento del golpe comienzan a reptar sobre la mullida hojarasca. Se consideran afortunadas por haber encontrado un hogar mejor: hasta donde alcanza su corta vista, distinguen un territorio acogedor y seguro. Pero, por supuesto, la perspectiva de un gusano es muy limitada: poco o nada sabe de cuanto sucede por encima de su cabeza. Aunque las larvas no se sienten vigiladas, el enorme ojo fijo las observa insistentemente, fingiendo no mirar. Sopesa la resistencia que opondrán y los beneficios que obtendrá de los cuerpos aún tiernos.


Se estremece al escuchar la feroz succión. Su respiración ha dejado de ser serena y su ritmo cardiaco, por lo general tan lento como corresponde a todos los de su especie, ha ido aumentando mientras asistía al cotidiano ritual. Inadvertidamente sigue ese ritmo con la fusta, que acaricia rudamente el suave cuero de sus botas altas de montar. Los dedos, como tentáculos voraces, se adhieren a la sólida empuñadura tallada en hueso.

 

***


Desearía dejar de mirar, pero esa siniestra escena le cautiva. Cuando el muchacho finalmente se libera de su morbosa fascinación, comprende que quizá sea ésa su única oportunidad de escapar, de escabullirse sigilosamente mientras ella aún disfruta del macabro espectáculo. Sin embargo, apenas ensaya los primeros torpes pasos hacia la puerta, la enorme bestia metálica que yace a los pies del diván alza sus puntiagudas orejas y comienza a lanzar amenazadores gruñidos. Resultan casi imperceptibles al oído humano, y precisamente por eso le parecen especialmente sobrecogedores. Sabe que no son un aviso para él sino para su dueña. La bestia no dudaría un solo segundo en despedazarlo si no supiese que ella lo quiere vivo, que lo necesita vivo.


— ¿No pretenderás marcharte tan pronto, sin haber gozado de mi hospitalidad?


La frase, hilada con una inusual dulzura, no es una proposición sino una orden. Ella no está acostumbrada a pedir sino a tomar.


A pesar de que sigue dándole la espalda, adivina la mirada gélida del predador. Nota cómo ella percibe su miedo, cómo lo huele y el punzante aroma abre su apetito. Cuando se vuelve, en su rostro encuentra una amplia una sonrisa mil veces ensayada. Se acerca a él desarmada, sin la fusta, y le ofrece un viejo caleidoscopio.


     — ¿Qué es? –pregunta el muchacho.


     — Mira a través de él y lo verás.


Dentro del tubo descubre un monótono collage en el que la misma figura se repite hasta el infinito. Mirar a través de ese ingenio es como observar el mundo a través de los ojos compuestos de un insecto. Ella se ha aproximado a su espalda hasta casi pegarse a su cuerpo. La tiene tan cerca que puede sentir su respiración entrecortada en el oído. La calidez de su aliento le eriza el vello de la nuca.


Reconoce perfectamente los síntomas y sabe que no la detendrá ni su juventud ni su inocencia. Ella es incapaz de sacrificio, de un gesto generoso. No puede sentir empatía hacia alguien que ni siquiera pertenece a su especie. No habrá piedad.


Y sin embargo una vez fue humana. Después, una vez también amó. Amó tanto que intentó renunciar a su propia naturaleza. Amó tanto, con tal pasión, que no supo frenarse a tiempo. Aún era invierno, pero ella nutría la vana esperanza; se repetía que la llegada de la primavera parecía inminente. Aquel cadáver ligero y pálido como los copos de nieve fue el que más le costó olvidar. Lo acunó durante días como a un hijo nacido muerto, hasta que la cruel naturaleza siguió su curso y hubo que deshacerse de él para acallar los aullidos del perro mecánico. Lo sigue acunando a escondidas en su mente, y sospecha que así será el resto de su vida. Sabrá cargar con ello.

 

***


Se reúnen en ese bar tras el trabajo cada noche. La televisión permanece perennemente encendida como ruido de fondo. En el telediario un presentador dice algo sobre una densa nube de ceniza que se extiende cubriendo el sol, una nube como no se había visto otra desde el lejano 2010, cuando un inoportuno volcán islandés paralizó la vida de medio mundo. Entonces aún no se habían cerrado las fronteras; todavía no se había comprendido que la movilidad del hombre resultaba contraproducente. Su especie aún no había tomado el mando. Apenas habían comenzado a surgir tímidamente. Todavía se escondían, se sentían obligados a justificar su evidente superioridad, la superioridad del predador avezado, con improbables excusas.


Él respira hondo y penetra en la densa nube. Es consciente de que está totalmente a su merced. No existen mapas ni brújulas que puedan guiarle en esa tierra inexplorada. Podría interpretar mal las señales y perderse para siempre. Sin embargo, cuando ya comienza a embargarle el pánico, vislumbra una luz a lo lejos. Ella le mira aún. Sus ojos enormes y oscurísimos, enmarcados por unas cuencas hundidas, cinceladas en la piel lívida y desmejorada, le muestran el camino a través de la niebla. En efecto parece que no se ha equivocado. “¿Puedo sentarme?”, pregunta. Ella se limita a lanzar otra larga bocanada de humo. Pero el cigarrillo la delata: arde y se consume a gran velocidad, chisporrotea impaciente entre sus largos dedos.


A medida que la noche avanza y la ginebra corre, él se vuelve más audaz. Desde la corta distancia a la que se encuentra, percibe el aroma del modesto plato que consumió en la cantina durante la pausa para el almuerzo. Ella tiene hambre, mucha hambre. Y comprende que ni los escrúpulos ni la idea de compartir desgracias con él y con cuantos les rodean en ese momento lograrán frenarla. Porque, en ella, el afán de supervivencia se revela más fuerte que cualquier otra cosa: que la piedad, el amor o incluso el deseo. Aunque ese pobre desgraciado no pueda sospechar la naturaleza de lo que la quema por dentro. Súbitamente comprende que la miseria que azota al mundo no es más que una prueba, una nueva selección. Que sólo los más fuertes lograrán sobrevivir. Que la mutación constituye la única vía posible.


Mientras sus compañeros agonizan y fallecen, ella, inexplicablemente, se diría un poco más lozana cada día. De vez en cuando intuye, en encuentros ocasionales, a otros miembros de la nueva especie. Ellos también parecen reconocerla. Sus ojos intercambian un brillo cómplice y cada uno continua por su camino. Respetan los respectivos terrenos de caza.


Florece como una rosa entre el estiércol. Hasta que un día su inquietante belleza llama la atención del propietario de la fábrica.

 

***


El muchacho despierta, turbado, sobre la alfombra del salón. No hay rastro de ella. Si fuese sensato volvería a las caballerizas y olvidaría sin más. Pero el agotamiento que le ha obsequiado tiene un regusto del que ya no quiere prescindir. Su mordedura escuece y pica. No puede dejar de rascarse. El veneno se extiende sigilosamente, inflama las venas hasta hace poco ignorantes de su efecto. A pesar de sentirse exhausto, corre en su busca por los aposentos abandonados de la enorme mansión, introduciéndose cada vez más profundamente en el laberinto, acercándose cada vez más al corazón del edificio. Hasta que finalmente da con la puerta de su alcoba.


El aposento está recorrido por finísimos hilos casi imperceptibles. Los delatan únicamente algunas gotas que cuelgan de ellos dispersas aquí y allá. Brillan como diamantes líquidos bajo los pálidos rayos lunares que se cuelan por la ventana. La humedad que destilan los viejos muros ha debido de condensarse en la delicada tela. O quizá ella sea aún capaz de llorar su amargo destino de perpetua viuda. Él no puede estar seguro porque sus facciones resultan impenetrables. En el centro de la ineludible red, le espera.

 

***


La mujer teje sin descanso una labor que no parece tener forma concreta. Teje resignada mientras aguarda a un hijo que sabe definitivamente ausente. Lo que sujeta entre las manos podría ser mañana una colcha, una bufanda, una chaqueta o un sudario. Quizá nada de todo eso. Se limita a mover sin descanso las agujas. Teje día y noche. Ni siquiera se detiene para preparar una de esas ligeras sopas de verdura con las que solía recibirle cuando regresaba a casa por la noche. Teje obstinadamente. Hasta que sus ancianos dedos topan con un vacío insoslayable, hasta que las yemas agrietadas perciben el final de la hebra. Entonces, finalmente, comprende que ha llegado el momento de rendirse y de sus ojos se descuelgan las lágrimas.

 

***


Al pasar frente al espejo del corredor consigue verse sólo a sí misma. Ni rastro del cadáver que transporta sin ningún esfuerzo bajo el brazo. Ni siquiera del fiel perro que la sigue sumiso, esperando una recompensa. Algo vagamente similar a la melancolía se apodera de ella durante algunos segundos. Luego destierra el inútil sentimiento. Se consuela recordando que la soledad es la única condena a la que puede estar sometida, el precio que han de pagar los fuertes.