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Mantis

So Blonde

Puede que fuera por la educación recibida, por el paternalismo reinante en una sociedad en la que conservar la inocencia era lo más importante y que no alentaba a pedir aquello que se deseaba de verdad.

También pudiera ser que nunca tuvo ningún guía que ayudara a dar forma a aquello que sentía y que sabía debía ocultar ante el resto.

Quizás. Lo cierto es que su descubrimiento del placer resultó una mera coincidencia en todos los grados en que éste se iba manifestando; pidiendo más cada vez, acercándose a unos límites que se tornaban más peligrosos con cada alarde de valor

La primera vez fue fundamental y, pronto, rutinaria. Con la infancia aún fresca en la memoria, estrenó sus primeros pantalones vaqueros con corte para curvas de mujer. Tan duros y ásperos, con esa costura central que oprimía y humedecía. La prenda era discreta, no así los movimientos de las caderas que en ocasiones la delataban cuando ella estaba sentada, con las piernas cruzadas, apretando en secreto los muslos y forzando el tejido en el tedio de las clases.

Luego se descubrió a sí misma ante el pudor de su desnudo en el espejo, en la intimidad de la ducha, en la seguridad que otorgaba el velo de la ropa de cama.  Se amó de forma egoísta y repetitiva, como hace todo el mundo. Se regaló postales de una estética admirable: un cuerpo núbil que se exploraba con dedos inexpertos clavados hasta los nudillos. Pero aquello fue banal.

Igual que cuando inmoló su doncellez  y  compartió su cuerpo con alguien. Una experiencia torpe, vergonzosa y frustrante. Demasiado miedo.

La segunda, sin planteamiento previo y brutal en su acometida, la asustó. No quería, no quiso, pero lejos del sexo descubrió un nuevo matiz; el del control. La excitó más el componente violento e irracional de dominación que el acto en sí.

Le costó varios encuentros más descubrir que no quería ser montura sino amazona; hoja y no carne; fusta y no piel.

Además, este aprendizaje abrió un nuevo campo de juegos. La intensidad de los estímulos puede ser cosquilla, arañazo o desgarro. Fue un accidente que se descarnase una uña del anular cuando su mano derecha topó con la pared mientras era montada por un semental de veinte años. Las endorfinas del orgasmo se unieron a las que producidas por el cerebro para amortiguar el dolor. Aquella sangre fue muy dulce.

La plenitud llegó con la oportunidad de ofrecer ese descubrimiento a otros. No todos estaban preparados, por supuesto, y tuvo que comenzar a elegir a sus amantes con mucho tiento, en una selección que iba  más allá del  físico de presentación inicial. Aprendió a leer en el círculo brillante que redondea las pupilas,  donde se vislumbra un leve jirón del alma. Allí veía que el apuesto y viril varón no era más que una rutina de movimientos pélvicos y también que el alopécico casado de mediana edad escondía aristas aceradas que deseaban clavarse o ser pulidas.

Al final, no existía para ella diferencia entre el placer y el dolor y los límites de tolerancia convirtieron lo antes divertido en una rutina de excesos que resultaban grotescos.

La abstinencia no sirvió para remediarlo.

De nuevo la casualidad la salvó del celibato impuesto por el tedio. Fue la casualidad, no las cadenas que oprimían las muñecas de su partenaire mientras ella lo enterraba en su vientre con una furia proveniente de la frustración, lo que la permitió encontrar un nuevo modo de saciar sus apetitos.

También ayudaron los golpes de siete colas que ella propinaba sobre los pectorales para dibujarlos con trazos de sangre que antes la embriagaban y que ahora eran simple attrezzo.

Lo que hizo que hallase el nuevo sabor fue el último espasmo de su masoquista pareja.  Cuando él dejó de respirar, cuando eyaculó simiente y vida, cuando el rictus de su cuerpo se volvió eterno, cuando el alma abandonó el cuerpo a manos de Eros, ella creyó también morir  abrasada por un fuego que nació en su sexo y explotó en su cabeza casi volviéndola loca.

¿Casi?

En esa ocasión fue la providencia, el exceso de pastillas azules, la asfixia provocada por la bola de goma que él tenía atada en la boca, lo que hizo que el corazón explotase, que la muerte llegara.

Ella no iba a estar a merced de la suerte de nuevo, no dejaría que el placer desapareciera otra vez. Si la Dama no aparecía en el lecho, ella la invitaría.

Consiguieron detener a la Mantis cuando la última de sus víctimas, la que hacía la número treinta, resucitó milagrosamente. La catalepsia le salvó la vida.

 

 

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