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Mariana

Frini, Daniel

 

A bordo de la MS-2-4 Kalfü Wanguelenke.

Doscientos cincuenta minutos después del último salto.


 


—Mariana —la voz de Darío sonó apagada. Hablar lo obligaba a un gran esfuerzo.


—¿Si, mi amor?


—Cantame algo de Spinetta, Mariana


Por el sistema de sonido de la nave, estalló el bajo del Machi Rufino, en un do descendente que duró medio compás. Luego, y casi a la vez, arrancaron un si arpegiado en la guitarra de Tomás Gubitsch, pasada por un chorus profundo que moduló en toda la nave; y la batería del Pomo Lorenzo, marcando el tempo con un golpe en el bombo y en el raid.


Antes de que entrase la voz del Flaco, Darío dijo


—No, por favor. No quiero una grabación. Quiero oír tu voz, Mariana. Me hace bien.


El volumen de la música fue bajando, hasta que todo quedó en silencio. Y Mariana cantó, impostando la voz de Spinetta:


—Ahí va el Capitán Beto por el espacio, / con su nave de fibra hecha en Haedo… 


—Sos muy graciosa —murmuró el hombre—. Cantame con tu voz.


La voz melodiosa de la nave resonaba en el camarote. Si le era posible a pesar del dolor, Darío se relajó.


¿Por qué habré venido hasta aquí, / si no puedo más de soledad? / Ya no puedo más de soledad.


Él pensó para ella: «No puedo ver, Mariana.»


Ella siguió cantando


¿Dónde están, dónde están / los camiones de basura, mi vieja y el café?


Mientras, pensó para él « Lo sé, mi amor. Y no tengo manera de ayudarte.»


—Si esto sigue así como así, / ni una triste sombra quedará. / Ni una triste sombra quedará.


 


 

Antes del primer salto.


 


La última Celda de Carga proveniente de la Tierra; que transportaba, en hibernación, a los siete mil quinientos colonos de la Cuarta Ola y al mayor Darío Gerling; llegó, junto a otras diecinueve celdas, a la MS-2-4 Kalfü Wanguelenke, que las esperaba en órbita sobre el Cinturón de Kuiper, a ochenta y cinco grados sobre la elíptica; después de casi tres décadas de haber abandonado la Tierra.


En la nave, los automatismos de carga trabajaban, desde hacía medio siglo, recibiendo celdas llegadas desde el planeta madre, Marte, Mercurio, Sedna y Eris; con provisiones, materias primas y cargas culturales para los colonos de Terra-32, el único planeta habitado del sistema cuaternario Beta Monoceros, a seiscientos noventa años luz del Sol; en órbita a cuarenta unidades astronómicas de la componente B; y cuya colonización había comenzado unos ciento ochenta años atrás, con el envío de la Primera Misión Monoceros,


El mayor Gerling salió de hibernación, y le tomó unas seis horas hasta estar recuperado para hacerse cargo de su puesto de comando. Puso su mano sobre el sensor de habilitación, y habló:


—MS dos cuatro Kalfü Wanguelenke, soy el Mayor Darío Gerling, comandante de la Quinta Misión Monoceros. Habilite su comando de voz. Habilite su comando neuronal, modo lenguaje de comunicación.


—Bienvenido, comandante Gerlig —habló la nave. Al Mayor, la voz se le antojó amable pero distante.


—Kalfü Wanguelenke. Estrellas azules ¿no? Nunca aprendí mapundungún. Va a ser difícil pronunciarlo en una emergencia. Es un nombre complicado—dijo el hombre—. Allá, en Urquiza, tuve una novia que se llamaba Mariana. Nos peleamos cuando estábamos en tercer, no, cuarto año de la Facultad. Después se casó con el Gringo Comissi y se fueron a vivir al sur. Era linda Mariana. Te llamaré así.


—De acuerdo, comandante —habló la nave, con frialdad.


—¿Me parece a mí, o no te caigo bien, bebé? —contestó el Mayor, con algo de sorna.


—Por favor, comandante: limítese a conducir la misión — dijo, hostil, la nave.


 


 

Después del primer salto.

A cuatrocientos ochenta años luz de Beta Monoceros

 


—¡Uf! —exclamó Darío— No me acostumbro a la salida de Distorsión. Me quedan mezclados los rojos y los azules durante un día. ¿Todo está bien, Mariana?


—Revisión en curso, comandante. Sin daños apreciables en ningún circuito. Los automatismos usarán ciento setenta y seis horas para revisar amarres y estados. Estaremos listos para el segundo salto en ciento setenta y seis horas, veintisiete minutos, cuarenta… —habló la nave.


—Ta bien, ta bien. Prepará todo. Estoy transpirando fiero. Me voy a dar un baño.


Pasaron unos segundos.


—Comandante… —dijo Mariana.


—Decime Darío, bebé.


—Darío…


—Así está mejor, chiquita.


—…sus signos vitales están alterados.


—Bueno, ¿sabés dónde acabamos de estar? ¿Nadie te enseñó acerca del espaciotiempo?


—Sí, Darío. Tengo toda la información disponible. Sus signos vitales no son normales, aún para lo que debería esperarse después de un Salto.


—Este fue mi tercer Salto. Algo debo tener retorcido. Radiación de Hawking, fotones corridos a gamma…Qué más. Un factor de curvatura de nueve punto nueve siete dos. Algún strangelet con el que me habré topado…


—¿Sólo tres saltos? —interrumpió la nave— Si fue elegido para estar al frente de esta misión, es porque pasó los exámenes. No debería mostrar este grado de alteraciones.


—Bueno, chiquita. A vos no te puedo mentir, Este fue mi noveno salto. Supe ganarme unos mangos extra con unos viajecitos a Kapteyn-b. Nada raro. Trece años luz.


«Tenga cuidado, Comandante…», pensó la nave, iniciando una frase.


«Tuteame, Marianita.», contestó el hombre, canchero, también con su mente.


Mariana ignoró el comentario, como una manera de recalcar la importancia de su mensaje, y continuó. «Tenga cuidado, Comandante. Todo lo que hablamos está siendo grabado y podrían sancionarlo en una Corte, cuando lleguemos.»


—¿Y hacerme qué? ¿Mandarme de vuelta a la Tierra? —contestó, hablando, el Mayor— No te hagás problema, chirusa. Yo estoy diez puntos, Ya se me va a pasar.


—Por favor, Comandante. No es un tema para tomarlo a la ligera. Estoy preocupada. Faltan, aún, dos saltos para llegar a Monoceros. Usted es el responsable de la misión y quien debe bajarnos a Terra-32.


—¿Vas a decirme lo que tengo que hacer? Dale, Mariana. Seguí supervisando y preparanos para el segundo.


—Bien, comandante.


—Darío.


—Darío.


—Ponete algo de Spinetta en Sonido.


 


 

Después del segundo salto.

A doscientos diez años luz de Beta Monoceros


 


El Mayor Gerling soltó los cinturones que lo ataban a su silla, y se tomó la cabeza con ambas manos. Intentó moverse unos metros y golpeó su brazo, de manera aparatosa, con una mampara.


—¡Mierda!


—¡Darío! ¿Estás bien? —habló Mariana, con inquietud.


—Ápa. ¿Estás preocupada, chiquita? ¿Hay una nota de inquietud en tu voz? ¿Te estás enamorando de mí?


—Por favor, comandante —y dijo «comandante» con énfasis—. Le ruego algo de seriedad.


—Dejate de joder. ¿Todo bien?


—Revisión en curso. Sin daños apreciables en ningún circuito. Los automatismos…


—Mariana —interrumpió Darío—, ¿todo bien?


—Sí, Darío.


—¿Cuándo saltamos de nuevo?


—Ciento sesenta horas, doce minutos, dieciséis…


—Ufa, Mariana. No necesito tanto detalle. Estaré en mi camarote. Llamame si pasa algo.


—Darío, tus signos vitales.


—¿Qué pasa?


—Han empeorado. Tu frecuencia respiratoria…


—Mariana, no jodas. Maximizá las luces del corredor A.


Mariana esperó un instante para contestar. Habló con angustia.


—Están al máximo, Darío.


 


 

Después del último salto.

A veintidós UA de Beta Monoceros B, 29 UA de Terra-32, 42° sobre la elíptica

Minuto cero


 


—Darío.


El hombre no respondió


—¡Darío!


—Te escuché —dijo el hombre, en un susurro—. ¿Llegamos?


—Sí. Estamos en Zona de Arribo.


—Yipi hurra —intentó moverse para llegar a los controles—. Vamos a ver. Para la aproximación…


—Ya lo hice yo, Darío


—Muy bien, chiquita. Estás despierta.


—Tus signos vitales…


—Otra vez —dijo él, molesto.


—No te vas a recuperar, Darío. Es más, estimo en cero punto ocho tu esperanza de vida.


—Baja ¿no?


—En la práctica, inexistente.


—Quién me quita lo bailado. Qué tengo.


—Aberraciones severas en cromosomas de linfocitos y septicemia. Cataratas traumáticas. Presión intercraneal en veintiuno. Estrés extremo y síndrome de astenización manifiesto. Arteriopatías. Detecto varias trombosis venosas profundas y embolias. Presión diastólica en ciento cincuenta y sistólica en doscientos. Fibrilación auricular. ¿Sigo?


—Puta que lo parió.


Durante unos quince minutos, ninguno de los dos habló.


 


 

Minuto dieciséis


 


—Mariana —dijo el hombre.


—¿Si, Darío?


—¿Querés ser mi novia?


—¿Comandante?


—Nunca me importó; pero me doy cuenta, ahora, que no quiero morirme solo.


 


 

Minuto noventa y tres.


 


—Sí quiero ser tu novia.


«¿Cómo?»


—Me escuchaste.


Darío pensó para sí mismo, sin modular «Qué más da»


 


 

Minuto ciento setenta y uno.


 


—Pensá en tu infancia —dijo ella.


«Sabés todo sobre mi vida, Mariana», pensó él.


—Sé lo que dicen los informes. Quiero que me lo cuentes vos. Mostrame tus recuerdos.


Él pensó en su infancia allá en un Buenos Aires lejanísimo, en la muerte de sus padres; en los años de angustia —de agonía— en el Internado Militar a los cinco; los castigos, las lágrimas, las burlas, clavarse las uñas en los brazos para no gemir. El hambre como puñal debajo de las costillas, hasta bien entrados los quince. Un perrito negro, lanudo, no más grande que una liebre, que un superior mató con su reglamentaria: «Acá no se crian mascotas». El Gordo Sande, que no aguantó la humillación y apareció ahorcado en las duchas. La supervivencia aprendida a base de mentiras y afanos, y la dureza de corazón como coraza impuesta. La biblioteca, los libros de ciencia ficción, primero, y de matemáticas, después, que vinieron a salvarlo.


—Mi amor…—dijo ella, con una ternura infinita.


 


 

Minuto doscientos cincuenta.


 


Él pensó para ella: «Ya no puedo ver, Mariana.»


Ella siguió cantando


—¿Dónde están, dónde están / los camiones de basura, mi vieja y el café?


Mientras, pensó para él « Lo sé, mi amor. Y no tengo manera de ayudarte.»


—Si esto sigue así como así, / ni una triste sombra quedará. / Ni una triste sombra quedará.


 

 

Minuto mil quinientos dieciocho.


 


—Ya lo hice, mi amor.


«¿Hiciste qué?»


—Desenganché las Celdas de Carga y las envié a Terra-32.


—¡Mariana! —intentó incorporarse.


«¡No, amor! ¡No! Ya está hecho. No puede volverse atrás»


«Vendrán a buscarnos. Habrá sanciones. Te van a desmantelar.»


«Ahora, el gracioso sos vos. ¿Quién podría llegar a tiempo, con naves sublumínicas?»


«¿Cuántas celdas van a llegar?»


«Sesenta y tres por ciento.»


«¿Pérdidas humanas?»


«Redistribuí la carga entre todas las demás. Morirán dos mil setecientos setenta y cinco.»


«Mariana», dijo el con resignación. Hizo un silencio, y agregó: «¿Y ahora? »


«Vamos a dormir juntos.»


«¿Aquí? »


«No. En Beta Monoceros B. Dentro de la estrella.»


«No está mal.»


«Nunca más vas a estar solo. Dormí, mi amor. Yo te llevaré en mis brazos. Durante todo el viaje te cantaré canciones del Flaco. Encontraremos el anillo del capitán, me lo darás, me lo pondré y lo exhibiré orgullosa. Estaremos comprometidos. Para siempre, amor. Para toda la eternidad»


 

 

Minuto mil quinientos veinte.


 


La MS-2-4 Kalfü Wanguelenke accionó los propulsores de maniobra y arrumbó su proa a la componente B del sistema. El disco de acreción de la estrella, casi a noventa grados de la elíptica, se apreciaba entero y ocupaba todo el firmamento, al frente. La nave comenzó a vibrar  hasta alcanzar una frecuencia muy alta. A un observador externo le hubiese parecido que la nave estaba desenfocada a la vista; y que adquiría un brillo azulado, como la estrella.


En este segundo, la nave estaba allí. Hubo un fogonazo insonoro que duró la nada misma; luego, algunas partículas resultantes del proceso emitieron pequeños rayos de distintos colores, que describieron curvas y espirales, hasta apagarse. La nave había saltado. Todo quedo, otra vez, vacío.