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Menaje del hogar

Pérez Ruiz, Begoña

Una vez conseguí un trabajo muy extraño, y os advierto del hecho de que, que un tipo como yo declare algo así, es verdaderamente insólito. No voy a presumir de mi vida, ¿de acuerdo?, aunque he vivido momentos grandiosos, pero también he tenido experiencias horrendas... De cualquier modo, si tuviera que elegir entre lo grandioso y lo horrendo, sinceramente, no sé muy bien en qué categoría debería clasificar lo que terminó pasando. Imagino que en una que fuera más bien intermedia. Pero no lo tengo claro.

La cuestión es que conseguí mi peculiar trabajo en una de esas épocas en las que el caos y la anarquía, que ya de por sí suelen pasearse rozándome cada vez que pueden, empezaron a campar a sus anchas poniendo todo mi mundo patas arriba. Acababa de finiquitar mi negocio en el planeta Rictor, con más pena que gloria, y me hallaba en una situación económica lamentable. Ni siquiera los beneficios de la última operación que había realizado, de nuevo bajo la batuta de Tera Salana, me garantizaban poder mantenerme a flote durante mucho tiempo. Así que me encontraba en una especie de encrucijada de esas que siempre pensé que a mí jamás me pillarían. En mi pensamiento, hasta ese momento, el hecho de que algo así pudiera llegar a ocurrirme era tan imposible como la oferta de trabajo a la que terminé accediendo. Lo que son las cosas… Pero, repito, dada mi precaria condición económica, no tenía muchas más opciones a las que atender, salvo regresar con la Hermandad, claro. Pero yo no tenía intención de abandonar mis planes de convertirme en un gran chef y de ganarme la vida de manera honrosa. Había decidido pasar página con respecto a la Hermandad, ya no tenía más deseos de volver a ser un ladrón, y menos aún un sicario, por más que la insinuante de Tera Salana me dijera que esas eran, precisamente, las ocupaciones más adecuadas para alguien de mis capacidades e intelecto. ¿En serio? Por supuesto, esto último me lo ha recalcado cada vez que ha podido, me refiero al hecho de que, según ella, intelecto, lo que se dice intelecto, no es algo que me sobre. En fin… Como siempre, no seré yo quien la niegue que mi fuerte no es ser una persona reflexiva y meditabunda; que me apaño mejor en los momentos de acción, pero también es cierto que tampoco soy el botarate que ella cree o, más bien, que quiere hacerme creer. Lo sé, parece un galimatías, pero en el fondo está muy claro, y estoy convencido de que Tera sabe muy bien que mi cerebro es mucho más operativo de lo que quiere admitir cuando está conmigo, de lo contrario, no seguiría queriéndome reclutar para algunas de sus operaciones.

Pero volviendo al trabajo que comentaba, al principio, el puesto en sí no parecía ser una ocupación aparentemente rara. En realidad, se trataba de un cargo como ayudante de cocina y, la verdad, no era nada que mis conocimientos culinarios no pudieran desempeñar más que de sobra. Pero el problema radicaba en el lugar donde se ubicaba el dichoso trabajito: el planeta Ank-Thalker, un mundo prisión de las regiones exteriores cercanas al Imperio Cthulkug. La sola idea de adentrarme en una cárcel me ponía un poco nervioso y, aunque no fuera a entrar en calidad de reo, mi currículum no era el de un ciudadano modelo precisamente, así que… bueno, ¡que las prisiones me daban claustrofobia, ya está! Evidentemente, había falseado mi historial para poder optar al puesto que necesitaba; no era cuestión de ir encima alardeando del hecho de que hasta hacía bien poco me ganaba la vida como un delincuente. Asimismo, teniendo en cuenta que aquella oferta de empleo venía de la mano del gobierno federativo, desde luego, no podía hacer otra cosa. Ahora bien, creo que el tribunal federativo que seleccionaba al sujeto más válido de entre todos los candidatos, no puso, en todo caso, mucha atención a los expedientes y, solo, se decantó por cuantificar, única y exclusivamente, las pruebas culinarias a las que nos sometieron. De otra forma, no me lo explico. Y en cuanto al proceso de selección, la verdad, no puedo decir que fuera una competición sencilla, porque tuve rivales muy, pero que muy brillantes, pero el caso es que, al final, conseguí hacerme con ese trabajo y no tardé nada en celebrarlo. Total… yo qué sabía lo que vendría después. Y, en todo caso, ya tendría tiempo más delante de arrepentirme de lo que fuera, ¿no es cierto? Lo suyo es vivir el momento.

Respecto a Ank-Thalker, diré, para todo aquel que no lo conozca y, al mismo tiempo, desee saber un poco más acerca de él, que para nada no merece la pena: es mejor descartar un deseo tan absurdo. Me refiero al hecho de querer conocerlo más. Menudo deseo, ¡no me fastidies! De verdad que no tiene ningún sentido. Los que hayan visitado cualquier otro planeta penitenciaría de la Federación, sabrán entender, y perdonadme la brusquedad, por qué no veo nada digno de ser descrito acerca de Ank-Thalker. Como es de suponer, todos los planetas que son elegidos como cárceles no dejan de ser rocas estériles en su superficie exterior: jamás son mundos que puedan ser habitados por nadie, ni siquiera por los secos antirianos, y ya es decir, y en el caso de los reclusos, son llevados allí precisamente para que no puedan disfrutar ni siquiera de las vistas del erial que los acoge, aunque, por otra parte, no sé quién puede echar de menos contemplar una naturaleza exterior semejante, por mucho que vivan confinados y no vean más que cuatro paredes. De todos modos, a ellos lo que les tiene que interesar es el interior de su prisión, nada más: trabajar en la extracción de minerales para saldar la deuda de los crímenes que han cometido.

Lo cierto es que nunca entendí muy bien este sistema tan arcaico de trabajos forzosos. Es sorprendentemente primitivo que la Federación obligue a sus presos a cavar en cuevas con pico y pala, habiendo sistemas de extracción mecánica con robots que son mucho más eficientes y económicos. Una vez, un tipo me explicó que era una de esas costumbres atávicas que pesan más por pura tradición que por utilidad real; se hacía necesario que, al mismo tiempo que los reos ejercían un trabajo y, sobre todo, en los casos en los que desempeñaban uno que quizá terminara reintegrándolos en la sociedad, al menos recibieran un castigo más allá de la mera reclusión: no debían olvidar. A mí todo eso me parecía correcto, según le comenté a aquel tipo, sin pensar demasiado en que yo mismo era un ciudadano con un historial de fechorías tan amplio como para que mis huesos fueran a caer en un planeta prisión para toda la eternidad. Pero seguía creyendo que la Federación, con todos sus recursos y su vanagloria de territorio civilizado, bien podía crear cárceles más rentables para los reclusos y gestores, porque lo cierto es que esos planetas presidios se asemejaban demasiado, al menos en apariencia, a los agujeros como Barser kirerr, que suelen usar los salvajes cthulkugs.

Digo lo de «en apariencia», porque una vez que estás dentro de la prisión y ves todos los equipamientos de esta, eres consciente de que aquello se parece más a un hotel de lujo, que al infierno de granito blanco de los cthulkugs. Conocer las instalaciones y las amplias y cómodas celdas de los presos de Ank-Thalker, me hizo pensar que no debía sentir tanto pánico ante la posibilidad de llegar a ser capturado por la autoridad federativa. Si eso sucedía, si me atrapaban por algunas de mis actividades delictivas, vería con buenos ojos disfrutar de la reclusión que ofrecía Ank-Thalker. ¿Por qué? Fácil: lo cierto es que he vivido en tugurios mucho más infectos, e incluso, he pasado vacaciones en hoteles que eran auténticos cuchitriles en comparación con las celdas de esta fortaleza. Sí, vale, en el caso de que me pillaran y encerraran, tendría que estar confinado todo el día y debería trabajar en la mina, pero ni siquiera eso último me asustaba; no lo hizo desde el momento en que pude comprobar, de primera mano, lo relajados que terminaban siendo los turnos de trabajo de los reclusos. Así que eso de que tenían que sufrir con lo que hacían para no olvidar, en fin… Desde luego, puedo asegurar que yo mismo he trabajado más horas al día y más duramente, tanto si se trataba de mi labor como sicario de la Hermandad, como cuando me dedicaba a mi cocina. Está clarísimo que ser encarcelado por la Federación, te trae más a cuenta de lo que puedas llegar a imaginar. Creo que es incluso más ventajoso que ser cocinero de los presos; ya sabéis, el trabajo que me llevó hasta Ank-Thalker, y que me hizo, tras la nefasta experiencia, mirar con cierta envidia a los favorecidos reos.

—Señor Pira Relka, ha sido usted seleccionado para el puesto de ayudante de cocina del planeta prisión de Ank-Thalker. Allí se incorporará a un equipo de nueve cocineras más que, a su vez, se ocuparán de atender las necesidades alimenticias de todos los presos y sus cuidadores.

Las palabras y el tono amable del presidente del jurado que se encargaba de seleccionar al candidato propicio para la vacante laboral me dieron las primeras pistas de que, en Ank-Thalker, la vida carcelaria seguramente no sería tan desagradable como pudiera llegar a creer. Además, si había al menos nueve personas ocupadas en las labores de la cocina, y ahora contaban conmigo, desde luego era una clara señal de que en esa cárcel las cosas se hacían bien y con criterio: acababan de reclutar a un tipo, yo, que manejaba el mundo de la hostelería a las mil maravillas y, asimismo, lo haría teniendo en cuenta el número de convictos y, en general, el de todos los comensales del penal.

En cuanto a mí, como estaba tan acostumbrado por la forma que tenía de trabajar en la Hermandad, ya había recabado los datos necesarios para saber tanto el número de reclusos como su nivel de hostilidad. Por muy desesperado que estuviera en aquella época, no era cuestión de ir a hacer el desayuno a una horda inmensa de asesinos amantes de los motines. Pero, no, por fortuna, en este planeta no había una gran población de reclusos; se trataba de un grupo de apenas trescientos individuos cuyo currículum delictivo, comparado con el mío, los hacía parecer misioneros Kármicos de la Orden del Bien Absoluto. ¡Si incluso el ogo que tuve de mascota siendo niño se me antojaba más peligroso que ellos! De hecho, la gran mayoría eran estafadores, falsificadores, y políticos corruptos. Pensando en ellos y calculando que diez personas se iban a ocupar de preparar sus menús con todo el esmero que estos requerirían, terminaba llegando a la conclusión de que si, aun así, algo les podía seguir sucediendo, sería el hecho de estar deprimidos, aburridos o enfadados de su suerte, porque, difícilmente, tendrían algo que achacarle a sentirse mal cuidados en lo que respectaba a la comida. Eso sí, a pesar de todo lo que había discurrido —y aunque en realidad yo solo desempeñaba mi trabajo como auxiliar de cocina en Ank-Thalker—, terminé descubriendo algo inesperado: empezando por las nueve compañeras que me aguardaban en las dependencias del comedor.

—Bien, mi nombre es Petra Paliker, soy la supervisora general y, también, su jefa directa. Estas de aquí son las nueve compañeras con las que ha de trabajar. Del mismo modo que usted, tienen la categoría de auxiliares de cocina. —A diferencia del tono amable del presidente del jurado de la selección, la inflexión de la voz de Petra Paliker solo me trasmitía hastío; era como si el simple hecho de mostrarme mi lugar de trabajo y presentarme a mis compañeras, ya la molestara.

Más tarde, descubrí que esa irritación venía de otro problema que yo estaba lejos de adivinar en un primer momento. Pero, antes, tendría que enfrentarme a la sorpresa de asimilar la naturaleza de mis compañeras de trabajo. Las miré durante largo rato en silencio, contemplándolas, al principio, una por una, pero pronto me limité a fijarme en una única mujer. Ya no necesitaba observar más para saber qué las sucedía. ¡Eran clones! Todas, de la primera a la última, eran idénticas: todas, de la primera a la novena, lucían la misma melena corta de pelo negro; un cuerpo que, imagino, era así de acuerdo con los cánones de esa región, y una fría mirada de ojos grises que, para colmo, me ponía nervioso.

—Son clones —le susurré a mi nueva jefa, procurando no subir demasiado mi voz para evitar ofender a los nueve pares de ojos grises que no me perdían de vista.

—En realidad, son simple menaje del hogar, o al menos así han querido bautizarlas en la Federación. Proceden de unos experimentos fallidos que trataban de emular a la raza zahiriana, ya sabe: ciborgs mitad humanos, mitad máquinas.

—Jamás oí hablar de esos experimentos. ¿Menaje del hogar? ¿En serio se las llama así?

—No se puede decir que sea un nombre muy humano, ¿verdad?

¿Humano? ¡Ese nombre era ofensivo! ¡Por muy clones y muy propiedad de la Federación que fueran! Desde luego, yo no tenía intención de llamarlas así si iba a trabajar con ellas codo con codo.

—¿Es imprescindible que use esa denominación? —Aunque no tuviera intención de ello, necesitaba saber si era obligatorio. Al menos, quería saber si lo era siempre que la supervisora estuviera presente.

—Ricura, puedes llamarlas como quieras; como si las nombras como las nueve musas griegas. El caso es que tú cumplas bien con tu trabajo. Yo tengo problemas más importantes que atender ahora, ¿sabes?, no tengo tiempo de ponerme a apodar a cada una de ellas de manera que sus nombres suenen más bonitos: llamarlas menaje del hogar complica menos mi existencia, es así de simple.

Por su modo de mirarme, tres cosas me quedaban claras de ella: la primera, que debía ser una tipa instruida cuando mencionaba términos que, además a mí, me eran tan ajenos, por ejemplo: «musas griegas». La segunda, que era una persona práctica y muy atareada. Y, la tercera, y la más inquietante, es que se hacía evidente que yo le gustaba. No es que no me sintiera halagado por ello, ¡por supuesto!, porque, de hecho, era una mujer bastante atractiva, pero se me hacía demasiado mayor para mi gusto y, sobre todo, tenía la firme convicción de no volver a enrollarme con ninguna jefa: ya sufría, pero bien, mis deslices con Tera Salana. Así que, mejor no volver a mezclar trabajo y placer, si podía evitarlo.

A todo esto, sin apenas explicarme gran cosa, la supervisora no tardó en dejarme solo junto a mis nueve compañeras de cocina.

El primer día de trabajo me sentí un poco incómodo, por no decir un bulto molesto, ya que las clones apenas sí se molestaban en hablarme y sus indicaciones eran, más gestos y monosílabos, que otra cosa. Yo me limité a seguir su ritmo de trabajo a la hora de preparar los menús. Afortunadamente, todo estaba muy bien organizado y las comidas que se hacían se caracterizaban por ser sencillas, al mismo tiempo que sabrosas y equilibradas. Ello me hizo reafirmar lo que ya pensaba: que los presos no podían quejarse del trato que recibían allí.

Tras terminar mi primera jornada laboral, aproveché para dar una vuelta por las instalaciones cercanas a mi cuarto que, por cierto, era una estancia de lo más aséptica, aunque muy espaciosa y cómoda. Durante mi paseo, dio la casualidad de que me salió al paso uno de los celadores; un tipo de aspecto afable pese a su gran envergadura, pero con una especie de síndrome del aburrimiento mortal que, para colmo, no debía saber controlar y que lo empujó, maldita sea mi suerte, a tratar de hablar conmigo a toda costa:

—Amigo, eres nuevo por aquí, ¿verdad? ¿Formas parte del último relevo que llegó ayer?

—Si el cargo de auxiliar de cocina implica ser miembro de ese relevo, sí, así es. —No pude dejar de apreciar que el rostro simpático de aquel grandullón se puso serio y, además, se trataba de una seriedad que no parecía justificar lo que acababa de decir; salvo que él no fuera muy amigo de los auxiliares de cocina, claro.

—Ya, no han encontrado todavía a Robab N’lool, imagino...

—Perdona, no sé de quién me hablas. ¿Tiene algún tipo de relación con mi puesto aquí? —No llevábamos prácticamente nada hablado, y ya era consciente de que el espontáneo no se caracterizaba por ser un tipo de discurso claro, a pesar de que se hacía evidente su deseo de comunicarse con cualquiera.

La idea de que aquel individuo decidiera seguir dándome palique hizo que empezara a dolerme la cabeza. En ese momento, lo que menos me apetecía era enredarme en una conversación larga y sin sentido: estaba cansado. Definitivamente, la carga laboral ya empezaba a pasarme factura, y se me estaba echando encima el peso psicológico de todo lo relacionado con el cambio de entorno. A esas alturas, estaba claro que necesitaba volver a mi habitación a toda cosa, para descansar, sí, pero también porque era el lugar adecuado para continuar amoldándome a mi nueva vida. ¿Es que ese tipo no tenía corazón? Cabeza desde luego que no…

—Sí, era el que se ocupaba anteriormente de tu puesto. Pese a ser persoliano, no era un mal tipo, ¿sabes? Y no es que yo tenga nada en contra de los persolianos. Tú no lo eres, ¿verdad? —Vale, puede que yo no sea ninguna lumbrera, pero de todas esas palabras dispersas y sin aparente relación que estaba soltando, se podía extraer una conclusión clara: yo estaba ejerciendo de sustituto de un tal Robab N’lool y este había desaparecido del mapa sin dejar rastro. Aunque, si el vigilante lo describía como un buen tipo, pese a ser persoliano, se hacía evidente que su huida no estaba motivada por delito alguno.

Bien, ya me quedaba claro que mi antecesor había abandonado su puesto de trabajo de una manera un tanto misteriosa, y que no habían podido encontrarlo aún. Sé que puede haber a quien no le guste tener que reemplazar a alguien que ha abandonado su puesto de trabajo sin más; la gente tiende a pensar en maldiciones y cosas similares con demasiada ligereza... Pero no es mi caso, claro. Aunque he viajado a lo largo y ancho de este universo, y he visto cosas que no hay quién se explique, no soy dado a caer en el terreno de las supersticiones y otras supercherías. Solo me faltaba eso. Y que conste que bien podría hacerlo, porque si repaso todos mis intentos infructuosos de trabajar como un reconocido cocinero, parece que estoy gafado.

—No, no soy persoliano —contesté finalmente—, y tampoco sé nada de ese tal Robab N’lool que mencionas. ¿Quién es? —pregunté por cortesía, aun sabiendo que aquel gigantón no iba a darme información muy clara.

—Bueno, si te soy sincero, yo tampoco lo conocía demasiado. Apenas charlé con él en un par de ocasiones. De hecho, no parecía que le gustase hablar demasiado, o al menos es lo que a mí me pareció. Pero sí que aparentaba ser feliz en su trabajo de auxiliar de cocina. A todos nos resultó muy raro que desapareciera de un día para otro, sin dejar rastro. Además, desde entonces, nadie ha sabido qué le pudo haber pasado realmente, ni en qué dirección se marchó…

—Imagino que tomaría uno de los transportes secundarios que suelen abastecer a este planeta, ¿no?

—Eso sería lo más lógico, pero la cuestión es que no hubo transporte exterior en la fecha de su desaparición. Aunque, sí que es cierto que sus pertenencias desparecieron del cuarto al mismo tiempo que él. No sé, es todo un misterio, pero parece que a la Federación no le interesa demasiado resolverlo teniendo en cuenta que tú estás aquí como sustituto. De todos modos, la que creo que sigue fastidiada con el tema es la supervisora; está convencida de que la desaparición de Robab N’lool tiene relación con la muerte de Mnell odorag Kiro.

Perfecto, si no tenía suficiente con pensar en la desaparición de mi antecesor, ahora aquel tipo me hablaba de una muerte, a buen seguro y por la forma en que me lo contaba, por asesinato.

—¿Y quién es Mnell odorag Kiro? —pregunté, sin asomo de cortesía y con un poco más de cansancio.

—Era uno de los presos del sector cuatro. La supervisora no permite que se hable demasiado del caso. Los rumores dicen que murió envenenado…

Y, aunque no lo creáis, el tipo siguió contándome la historia sin aportar mucha más información, pues carecía de datos fiables. Si bien es cierto que, aunque los hubiera tenido, por mi parte tampoco le habría dado demasiadas aclaraciones, aun cuando su charla hubiera sido más enriquecedora y correcta de lo que terminó siendo. ¿Qué queréis que os diga? Solo de pensar en la posibilidad de poder morir a causa de un envenenamiento, me hizo sentir mareado. Como amante del buen comer y excelso cocinero, temas como este son poco menos que tabúes.

Cuando por fin conseguí zafarme de la cháchara del celador y refugiarme en mi silenciosa habitación para descansar y meditar, de verdad que no me lo creía. Y, aunque mi cabeza bullía, preferí no darle más vueltas a la historia que me había contado aquel sujeto. Debía tratar de descansar, costase lo que costase, tras esa primera jornada tan ajetreada y llena de cambios. Eso sí, antes de meterme en la cama, aproveché para pedir a mi ordenador central información sobre qué cosa eran las nueve musas griegas que mencionó la supervisora, y fue una sorpresa descubrir que se trataba de personajes de una antigua mitología terrestre. ¡Vaya! Decidí apuntar sus nombres: Calíope, Clío, Erato, Euterpe, Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore y Urania. Ahora ya sí, mis nueve unidades de menaje del hogar iban a ser rebautizadas en mi mente.

Sin embargo, no era muy inteligente por mi parte pensar en poner nueve nombres diferentes a nueve mujeres idénticas, porque, aun así, me sería imposible distinguir a la una de la otra en todo momento. Así que se me metió en la cabeza la idea de que quizá podría colocarle a cada una de ellas un brazalete con el nombre que las había asignado, pero ponerlo en práctica no iba a ser nada fácil: para ello, lo primero que tendría que hacer sería pedir permiso a la supervisora y, la verdad, no me apetecía demasiado hacerlo. Bien sabía que, aunque la había tratado poco, Petra Paliker no se caracterizaba por ser una mujer abierta a sugerencias que no esperaba. Además, por lo que había podido saber desde mi llegada, no estaba atravesando un buen momento, y ella misma ya me había dejado bastante claro que tenía un montón de frentes abiertos a los que atender. Así que no podía esperar que me recibiera con una sonrisa abierta de oreja a oreja y, encima, que me atendiera manteniendo ese gesto para terminar escuchando mi idea de poner unas pulseras con sus nombres a mis compañeras de cocina. Bueno, un momento, ahora que lo pienso, qué tonto… quizá sí mantendría la sonrisilla mientras yo le hablaba de mi propósito, pero a buen seguro que se trataría más de una sonrisa pícara y seductora. No, no, no podía arriesgarme… estaba decidido a no tener ningún intercambio sexual con mi superiora.

Pensándolo bien, ahora incluso me parecía que aquello de los brazaletes no dejaba de ser un poco humillante para mis compañeras clónicas. Si me ponía en su lugar, me daba cuenta de que, llevar mi nombre en una tira de plástico rodeando mi muñeca, era más propio de una mascota doméstica que de un ser humano. Y si decían que, incluso había determinadas mascotas que podían llegar a sentirse denigradas por verse obligadas a llevar algo así, ¿cómo viviría una experiencia semejante esa una persona? Sé perfectamente que, en determinados sectores de la Federación, para los más reaccionarios, los clones no tienen un estatus de ser humano, pero, personalmente, yo no puedo dejar de considerarlos de otra forma. Lo cierto es que no había tratado con ninguno antes de haber llegado a Ank-Thalker, solo los había visto de lejos, y aunque nunca imaginé que, en algún momento, llegaría a trabajar con nueve clones idénticas como compañeras de faenas culinarias, no era óbice para dejar de ser justo.

El segundo día de trabajo tuve que lidiar con la idea en mi cabeza de poner nombre a las nueve mujeres, mientras que seguía tomándole el ritmo a mi cargo de manera acelerada y sin que nadie me ayudara. Tampoco podía quejarme demasiado, en resumidas cuentas, no tenía que soportar una ocupación dura y solitaria. Las clónicas se ocupaban de todo a un ritmo endiablado, y estaban perfectamente coordinadas para que cualquier tarea saliera adelante sin problemas. Se hacía evidente que llevaban mucho tiempo juntas desempeñando los turnos de comidas, y habían convertido su cometido en una cadena muy bien engrasada. Yo ocupaba mi lugar dentro de dicha cadena, claro está, pero como una pequeña pieza auxiliar. Desde el primer momento, me di cuenta de lo pequeño que era como pieza y, por consiguiente, de que mi aportación laboral no suponía una necesidad evidente. Me pregunté entonces por qué se habían molestado en cubrir un puesto como el mío, si no parecía demasiado necesario. Barajé la posibilidad de que fuera una simple política de cupos, de hecho, esto ya solía venir ocurriendo en entornos de trabajo donde la mayoría de la plantilla eran robots: la Federación asignaba siempre un mínimo de trabajadores humanos, aun cuando los entornos laborales robóticos no solían ser muy apreciados por el resto de los empleados.

—Creo que es cosa de Petra Paliker, más que de cualquier política de cupos —dijo Malone Tres, el enorme vigilante parlanchín que había conocido la jornada anterior—. A ella no le agrada demasiado el menaje del hogar, y una de las condiciones que impone a los altos cargos de prisiones es que haya al menos un hombre como auxiliar de cocina.

Yo ya había tenido la oportunidad, aunque no lo hubiera confirmado de manera taxativa, de comprobar que Petra Paliker no sentía simpatía por las cocineras clónicas. Las palabras del grandullón solo venían a corroborar esa idea.

—No entiendo qué puede ver de malo en ellas. Solo llevo un par de días trabajando a su lado, pero puedo decirte que son muy buenas con lo que hacen. De acuerdo, tal vez no son compañeras sociables, en realidad, pueden llegar a ser demasiado frías y silenciosas para mi gusto, pero trabajan sin parar y no causan problemas. En muchas ocasiones, he tenido que sufrir a compañeros de trabajo tremendamente vagos, irresponsables e incluso inútiles, y he acabado yo solo atendiendo más de lo que me correspondía.

—No creo que su antipatía sea por motivos de producción laboral. Creo que Petra Paliker es anticlónica, ya sabes, amigo, hay mucha gente así dentro de la Federación. No puedo culparla, yo mismo no me siento cómodo con personas como tus compañeras. Entiéndeme, no soy de esos fanáticos que gritan su deseo de quemar clones, es solo que no me gustaría que me copiaran y menos sin mi permiso. No sé, es una sensación extraña…

Por alguna razón que no llegaba a entender, me causaba cierta comicidad que aquel individuo mastodóntico se mostrara temeroso de un clon. Por su tono, parecía que le daba auténtico pánico atenderlos; era como si tratara con monstruos en lugar de con personas. Yo sabía que había gente así en la Federación, pertenecía al tipo de sujeto que rechazaba a los clones por miedo, o incluso por odio, sin que todos esos sentimientos pudieran justificarse de una mamera racional.

—Ya, entiendo, por eso estoy yo aquí. Sea como sea, me alegro de haber conseguido un trabajo tan cómodo y bien pagado. Cumpliré mi turno de un año federativo y, después, me iré de regreso a Tarinia para disfrutar de mis ahorros…

—Sí, eso, solo espero que no te marches antes y, sobre todo, que no lo hagas de la misma manera extraña que Robab N’lool.

Escuchar aquello me hizo sentir un escalofrío inesperado. Esa sencilla frase, se me antojaba más que como una profecía, como toda una afirmación.

En mi tercer día de trabajo pude darme cuenta de un detalle que hasta entonces no había tenido tiempo de anotar, y que me había pasado desapercibido. ¡Una de mis nueve musas cocineras parecía disponer de más recursos gestuales que las otras ocho! Acerté a ver que era una en particular porque se encargada siempre de llevar las raciones al comedor común y de servir a los reos. Estoy seguro de que cualquier persona normal no hubiera podido apreciar tan fácilmente los gestos que parecían hacer diferente a la clónica del resto de sus hermanas, pero yo, por fortuna, o tal vez por desgracia, no puedo considerarme una persona muy normal tras haber pasado por todas las experiencias que he pasado trabajando para la Hermandad. Así que me dediqué a contemplar con curiosidad a la muchacha que aparentaba estar dotada de una individualidad especial. En aquel momento, la observaba a conciencia no solo porque me llamara la atención, sino porque tampoco tenía mucho más que hacer. Para variar, mi trabajo ese día no era nada estresante, así que terminé bautizándola como Melpómene, sin saber lo acertado que había sido por mi parte darle el sobrenombre de la musa de la tragedia.

Como he dicho, soy un buen observador y más cuando me centro y tengo un objetivo muy concreto. Por eso se me hizo tan fácil poder escrutar a Melpómene y diferenciarla de entre el resto de sus ocho hermanas clónicas. Al principio, la distinguía con claridad solo en los momentos en que se ocupaba de servir en el comedor, pero pronto pude identificarla a cada momento. La observaba, claro está, sin que ella se diera cuenta de que, por mi parte, era el objeto de un exhaustivo estudio. Solo así podía corroborar si mis impresiones, hasta el momento siempre certeras, no estaban equivocadas, lo que confirmaría que Melpómene destacaba por ser diferente a las demás. Bueno, quiero decir diferente a nivel gestual; lo que para mí ya suponía un misterio y no dejaba de llamarme poderosamente la atención. Por eso se había convertido casi en una obsesión: porque me incitaba a estudiarla a cada instante, de manera cada vez más próxima, obligándome a buscar, concienzudamente, cada nuevo detalle.

Ahora que lo cuento, y lo hago además de esta manera, sé que podría llegar a pensarse que mis pensamientos, o más bien mis obsesiones, son las de un loco. De acuerdo, en cierto modo, no puedo negarlo. Pero en mi defensa diré que hay que tener en cuenta que estaba en medio de un trabajo rematadamente aburrido; sin apenas gente con la que charlar, salvo que tengamos en cuenta las cuatro frases que me sacaba, y yo le sacaba, a mi colega el vigilante grandullón. En pocas palabras: necesitaba buscarme algún tipo de entretenimiento para no perder el juicio. Ya sabéis que soy un hombre de acción, con lo que los pasatiempos que pudiera ofrecerme una consola personal, y que parecían divertir a todo el mundo, a mí no me llenaban. Tampoco era capaz de pasarme el tiempo divagando sobre qué iba a hacer en Tarinia, cuando dejara este trabajo, con todo lo que estaba ahorrando. Así que Melpómene se convirtió en mi pasatiempo, en mi juego y en mi manía, porque no dejaba de intrigarme que pudiera diferenciarla y que, de hecho, fuera capaz de distinguirse del resto de sus hermanas. Y es que tan pronto sonreía más, como fruncía el ceño con disgusto y con gran frecuencia. Pueden no parecer auténticas proezas, cosas nimias y sin importancia, pero yo no podía dejar de preguntarme por qué era capaz de hacerlo y sus equivalentes no. Este tipo de clones ciborg tienden a ser fríos en general, pero, más si cabe en sus reacciones. Tanto a los sujetos masculinos como a los femeninos se los educa desde su infancia y, sin embargo, Melpómene parecía no haber pasado por el mismo proceso. Resultaba toda una interrogante, y ya a esas alturas no dejaba de preguntarme si era posible que fuera un clon defectuoso o, muy al contrario, que sorprendentemente hubiera recibido una educación distinta a la del resto. ¿Sería eso posible?

Para tratar de saciar mi curiosidad, y siempre intentando darle una respuesta a ese enigma que me estaba volviendo un poco loco, incluso gastaba varias horas de mi descanso para poder estudiar los datos que aparecían en mi consola sobre los clones tipo menaje del hogar. Pero por más información que busqué, no conseguí dar con ningún artículo o noticia que comentara si era posible que los clones de una misma partida pudieran haber sido educados de manera diferente, o ya puestos, que hubiera ciertos especímenes que se diferenciaran de sus hermanos por su forma de actuar o precisamente por sus gestos. En fin… era frustrante. De todo lo que pude recopilar y leer a través de mi consola, al final, no pude dar con ningún caso que justificara por qué Melpómene parecía funcionar de una manera distinta. Lo sé, eran detalles casi inapreciables, pero diferentes al resto de los de sus clones.

Lo que sí pude leer fue que los clones cibernéticos del tipo menaje del hogar habían dejado de producirse hacía años, básicamente, porque la Federación ya no expedía permisos para este tipo de experimentos. De hecho, los responsables políticos que concedieron esos últimos consentimientos habían terminado imputados por saltarse ciertos requerimientos éticos a la hora de permitir la creación de nuevos clones. Desde luego, no era una noticia que me resultara inconcebible, para nada, porque al final siempre sucedía lo mismo; los políticos se terminaban lucrando, estirando las leyes a su antojo, y comportándose, si ello fuera necesario, como auténticos animales, y no precisamente mitológicos. Ellos pertenecían a otro tipo de fauna, una mucho más selecta, o eso creían los de su calaña: formaban parte de la fauna de los gobernantes federativos. Así de fácil era catalogarlos. Pero, volviendo a la noticia, lo que sí que me resultó más llamativo fue comprobar que entre estos políticos figuraba el nombre de Mnell odorag Kiro, el preso que, al parecer, había muerto envenenado. ¡Vaya! ¡Qué casualidad! Desde luego, era una coincidencia que debía tener en cuenta porque, no me digáis que no, ya se hacía raro haber ido a tropezar con el nombre de aquel tipo mientras me documentaba sobre el asunto de las producciones denominadas menaje del hogar. Y lo de «coincidencia para tener en cuenta» lo digo, precisamente, porque soy un tipo que no cree para nada en las coincidencias, es más; no dejo de ver en lo que quiera que sea esa «coincidencia», una ventana que el destino te abre justo para que te asomes a ella y te des cuenta de lo que de verdad esconde: la auténtica realidad al otro lado.

Desde luego, puedo decir que no me gustó nada tener que tropezar con el nombre de Mnell odorag Kiro, pero ya que lo había hecho, aproveché para estudiar en profundidad a aquel personaje muerto. Resultó que él, junto a otro político dilentiano llamado F’Dor miral Toka, había actuado en su planeta de una manera un tanto oscura a la hora de proporcionar material genético para crear clones: ambos, habían permitido que el material de este tipo fuera vendido a empresas no públicas con concesiones irregulares. Una auténtica pena, porque muchos de sus ciudadanos habían prestado su material genético creyendo que se destinaba para estudios científicos, cuando, en realidad, se lo otorgaban a una empresa privada cuyo único fin y lucro eran los de crear clones. No pude evitar imaginar lo mal que podrían llegar a sentirse aquellas personas una vez que supieran cuál era la realidad del asunto, ya que, en su momento, no se las informó de que sus células, en realidad, iban a crear a otros seres a su imagen y semejanza: nuevas personas, esta vez clónicas, destinadas a tareas serviles como era el caso de las menaje del hogar.

Finalmente, terminé por almacenar toda esa información creyendo que no me había servido de nada, después de todo, seguía sin poder determinar por qué razón Melpómene aparentaba ser distinta a las de su grupo. Lo bueno es que, aunque en un primer momento creía que eran datos inservibles, no tardé en darme cuenta de lo equivocado que estaba, pues acabé descubriendo el tipo de relación que existía entre el desafortunado Mnell odorag Kiro y Melpómene. Aunque, bien mirado, calificar de desafortunado a un político sin escrúpulos como aquel, era ser demasiado generoso por mi parte.

Los hechos que propiciaron mi marcha de aquel planeta prisión, tuvieron lugar a los tres meses, según fecha terrestre, de haber estado ocupando mi puesto de auxiliar de cocina. Ya lo veis… justo cuando más a gusto estaba —aunque bastante aburrido— en un trabajo que requería de poco esfuerzo físico y mental, y me proporcionaba, además, un buen sueldo.

Entonces, aún no había abandonado mi hábito de observar con atención cada gesto de Melpómene y, precisamente aquel infortunado día, tras haber cumplido con su turno repartiendo las raciones en el comedor, mi musa de la tragedia regresó a la cocina adornando su rostro con una sonrisa triunfante; la más inusual de todas las que le hubiera visto hasta ese momento. He de confesar que, pese a ser en apariencia una mueca de supuesta alegría, contemplar esa sonrisa me provocó un escalofrío. Y que conste que no soy un individuo fácil de impresionar; demasiadas son ya las cosas truculentas que he visto, o incluso he causado yo mismo, como para que una simple sonrisa me produzca desagrado, pero es que en este caso no podía ser de otra manera: aquella expresión facial era sin duda el preludio a una risa malvada propia de un ser abyecto. Sí, entiendo que es fácil pensar que estoy exagerando, que uno no puede vislumbrar algo tan macabro en una simple curvatura de labios, pero os aseguro que no exagero. Reitero que soy un tipo observador, muy dado a analizar lo que leo en el rostro de cuantos me rodean, y esta es una habilidad que he desarrollado con los años —más por necesidad que por gusto—, pues la diferencia entre tenerla o no tenerla puede salvarte el pellejo cuando eres un sicario de la Hermandad. Desde luego, la cadena de acontecimientos que siguieron a ese gesto vino a darme la razón en mi acertado análisis.

Quizá se podría haber evitado que todo lo que pasó después sucediera de aquella manera, o al menos que no lo hiciera con tanta rapidez si la propia Melpómene no hubiera sido testigo de mi reacción. Vale, aún no lo he dicho, pero tengo un defecto. Bueno, según Tera Salana, tengo muchos, pero el que empezó a liarlo todo a partir de ese momento fue el de no saber ocultar mis propios gestos. Sí, lo sé, si uno lo piensa fríamente, parece hasta ridículo; yo que me considero un maestro a la hora de interpretar las expresiones faciales de los demás, no soy capaz de camuflar las mías. Pero no siempre es así, ¿de acuerdo? A veces, si me lo propongo, soy un gran actor. Sin embargo, cuando no me lo espero, mi cara termina siendo el fiel reflejo de todos mis pensamientos, aunque, como diría la dura Salana: «mis pensamientos son tan simples que es imposible no interpretarlos con un rápido y único vistazo». Así que, según yo apreciaba la sonrisa ladina que vestía Melpómene, ella también vio, por primera vez, la forma en la que la escrutaba y, completando el combo, cómo tomaba nota de su ademán desacostumbrado y maligno. Y en ese momento en que nuestras miradas se cruzaron de una manera que hasta entonces no lo habían hecho, presencié cómo el tinte perverso de sus labios también se instalaba en sus ojos. Aquello solo podía ser el preludio de algo malo; acontecimientos aciagos que estaban por llegar y en los que yo estaría, casi seguro, en el mismo centro, mientras que mi musa de la tragedia parecía alzarse como futura maestra de ceremonias. Por cierto, no estoy muy orgulloso, pero he de decir que fui yo el que perdió en el duelo de miradas intensas: bajé la cabeza antes que Melpómene. Me afané en volver a atender la tarea que estaba realizando antes de todo el desastre, aunque era consciente de que ya no podía engañarla: ella sabía que yo había visto algo inusual en su comportamiento; ese algo que, por supuesto, no debía querer que nadie descubriera.

Durante nuestro turno para comer, que siempre tenía lugar dos horas después del de los presos, disponíamos de una mesa de comedor para sentarnos juntos las nueve cocineras clónicas y yo. Aquel tiempo se caracterizaba por ser solo eso: el momento dedicado a comer. Las clónicas no solían charlar, excepto sobre temas laborales, y cuando lo hacían tampoco es que se explayaran demasiado, aunque siempre terminaban enredándose en alguna frase atemporal acerca de lo rutinario que resultaba todo en ese planeta. No lo planteaban como una queja, ojo, sino más bien como una observación ya mil veces reformulada, pero eso era lo que, precisamente, terminaba convirtiendo un comentario que había empezado siendo anti rutinario, otra vez en pura y soporífera rutina. Lo que quiero decir, en definitiva, es que las comidas con mis compañeras de trabajo eran de lo más aburridas. De ahí que yo me dedicara a desear que, al terminar mi turno, pudiera cruzarme al menos con el anodino vigilante, Malone Tres, para charlar, aunque solo fuera durante diez minutos, con alguien que se comportara como una persona normal.

Como cabe esperar, la comida de aquella jornada no estaba difiriendo en nada de las de otros días, aunque la cosa cambió cuando, un hecho de lo más inusual terminó despertando todas mis alarmas. Si bien es cierto que Melpómene siempre se encargaba de servir a los presos, no lo hacía en el caso de nuestra comida: ella nunca la había dispensado. En ese momento, he de reconocer que no andaba yo con la mente muy centrada; estaba demasiado ensimismado dándole vueltas precisamente a esa sonrisa retorcida en el rostro de mi musa, así que, en un primer momento, no atendí a quien me sirvió la comida. Por desgracia, en el último segundo, levanté la vista lo suficiente como para que mis ojos se cruzaran con la clónica que echaba el estofado en mi plato, y ese instante me sirvió para poder ver en la mirada de Melpómene el mismo brillo que hacía un rato la había dominado y que, de nuevo, volvía a regalarme: sus ojos resplandecían llenos de un maligno rencor. Me costó mucho tirar de toda mi fuerza interior —esa que no acostumbro a gastar—, para conseguir que ella no percibiera que me estaba dando cuenta del mensaje que transmitían. Procuré comer aparentando despreocupación, dejando que, al mismo tiempo, todo siguiera su curso. Eso sí, por dentro, me invadió un gran desasosiego: el hecho de que Melpómene, y no otra clónica, me sirviera la comida justo en ese aciago día, solo podía suponer eso: algo ominoso.

En cuanto terminé mi turno de trabajo me fui a descansar a mi habitación sin intentar encontrarme con Malone Tres, de hecho, creo que incluso evité toparme con él. Estaba cansado. Además, necesitaba meditar sobre todo lo que había ocurrido con Melpómene, aunque se me estaba haciendo difícil pensar con claridad. El estofado no me había sentado demasiado bien, y me había dejado en la boca un regusto intenso que no lograba identificar. Me eché para intentar dormir un poco, pero no dejaba de moverme y no podía conseguir encontrar una posición con la que sentirme cómodo, hasta que terminé levantándome de un brinco: ¡ya sabía de qué era ese regusto que tenía en la boca!

Salí a toda velocidad de mi cuarto y me dirigí con pasos acelerados hacia las estancias que compartían mis compañeras clónicas. Las nueve vivían en una misma habitación, amplia, en el lado opuesto de la misma ala que la mía. La puerta se abrió sin necesidad de llamar, ¿y eso? Ni siquiera tenían puesta la clave de seguridad.

—Deberías estar muriéndote —fue la frase con la que me saludó Melpómene nada más cruzar el umbral de su cuarto.

Estaba sentada en una silla de la parte de la estancia que hacía las veces de salón. No necesité fijarme demasiado para saber que se trataba de mi musa de la tragedia, y no de cualquier otra de las clónicas. La intensidad del brillo de sus ojos me daba la razón. Aunque, por otra parte, también había un matiz que parecía querer apagarlo, ¿qué era aquello, una mezcla de sorpresa y de tristeza? ¿Podía ser? Su expresividad, más que sus propias palabras, fue lo que me puso todavía más en alerta: me fijé mejor en ella, en el tono amarillento de su piel, y una terrible certeza empezó a golpearme ya de manera brutal.

—¿Quieres decir que debería estar muriéndome como tú, o como F’Dor miral Toka? —le espeté, aun a riesgo de equivocarme.

—Creí que eras un tontorrón, al menos así te juzgué la primera vez que te vi…

—Se me da bien hacerme el idiota… aunque a veces también lo soy, no te creas.

—No lo eres en absoluto, al menos no en este momento. Sabes perfectamente que envenené varias raciones de la comida que serví hoy; la de F’Dor miral Toka, la de mis clones, la mía propia y la tuya. Por cierto, no entiendo cómo aún te tienes en pie. Yo apenas aguanto sentada…

—Es muy sencillo: soy inmune al kile-merk. Solo me produce dolor de tripa y me deja un sabor intenso a cúrcuma en la boca. Claro que, en la cocina de este lugar, no hay cúrcuma. Pero es que tampoco debería haber kile-merk; aquí no pinta nada. Es un veneno muy potente que, para colmo, apenas deja rastro… Nunca pensé que un clon de tu clase fuera una asesina tan refinada.

—No soy un clon. —Su declaración me desconcertó totalmente—. Soy humana: genuina al cien por cien. Tomaron mis muestras genéticas para diseñar a mis ocho hermanas clónicas. Claro que eso nunca me lo advirtieron. Como puedes imaginar, lo que hicieron, lo hicieron sin mi consentimiento. Engañándome de la manera más ruin; dándome las esperanzas necesarias para poder robarme. Me hicieron creer que les importaban mis problemas, así de sencillo. Prometieron hallar una cura para la G’ko 8 que sufría mi hija. ¡Malditos políticos! Y lo que hicieron, en realidad, fue lo de siempre: terminar anteponiendo sus propios intereses… a cualquier necesidad vital ajena. ¡Cómo no! En el fondo, lo que cuenta es nuestro material genético y… el rendimiento que puedan terminar sacando de él, nada más. —Su tono empezaba a verse afectado, no por la pena o la rabia, porque de todo eso estaba impregnado desde el principio. No, lo que empañaba su voz, lo que la hacía flojear, era otra cosa—. De verdad que no entiendo cómo es posible que existan personas así. ¿Cómo se puede vivir sin ningún cargo de conciencia? ¿Dónde dejan sus… escrúpulos? ¿Y son capaces dormir por las noches?, ¿de abrazar a sus familias y de creer que ellos… sí se las merecen? ¡Pero si dejan morir a gente inocente sin más…, incluso a personitas que han caminado tan poco tiempo por esta vida! Y encima consiguen llevar a cabo sus planes sin… terminar volviéndose rematadamente locos…

No necesité preguntarle por el destino final de su hija; incluso ahora, que apenas tenía fuerzas para hablar, podía leerlo en el tono que imprimía a sus palabras. También, lo supe por el contenido de su confesión, no hacía falta ser muy listo… y porque esa maldita enfermedad, la G’ko 8, seguía siendo incurable y mortal.

Llegados a ese punto, reconozco que me quedé un poco bloqueado. No esperaba, ni por lo más remoto, que todo se resumiera a eso: a una venganza; a una triste e inútil venganza. De acuerdo, no soy un tipo de naturaleza sensible, pero en aquel momento, sentí una profunda pena por mi musa. Y hubiera deseado trasmitirle todo eso que ahora sentía, porque en cierta manera entendía su modo de obrar; las razones que la habían llevado a cometer todos esos crímenes. Como para no entenderlo… Pero también quería preguntarla, aunque sabía que no era el mejor momento, si ella misma estaba tras la extraña desaparición de mi antecesor en el puesto de auxiliar de cocina. No podía evitarlo, ahora, un montón de pensamientos confusos colapsaban mi mente. ¿Sería demasiado insensible? Noté entonces un silencio incómodo, uno muy grande… Melpómene ya no respiraba. En ningún momento lo había dudado, pero ahí estaban los resultados, dándome un figurado puñetazo en la boca del estómago: efectivamente, el kile-merk era un veneno muy eficiente.

Como habréis podido imaginar, las ocho cocineras clónicas también estaban muertas en sus respectivas camas. Aquel escenario no era nada halagüeño para mí, y, sí, ya sé que puede sonar egoísta, pero había tenido la puntería de estar en medio de una habitación justo cuando se hallaba plagada de cadáveres. Asimismo, mis compañeras habían muerto tras ingerir la misma comida que yo, pero, claro, entre nosotros ahora había una pequeña, pequeñísima diferencia: solo yo seguía en este mundo, vivito y coleando. ¿Veis? Otra cosa más: gracias a mi experiencia, con el tiempo me había vuelto inmune al kile-merk.

Cuando estaba meditando si pudiera haber una forma lógica y, sobre todo, nada sospechosa de explicar aquello, o si, por el contrario, mi mejor opción era salir huyendo de semejante decorado, la puerta de entrada se abrió de golpe. Petra Paliker y Malone Tres, junto con otros dos fornidos vigilantes de la prisión, entraron apresuradamente. La supervisora me miró con una frialdad acorde con el momento, y después se dirigió hasta Melpómene.

—Está muerta —sentenció tras comprobar sus constantes—. Acerté cuando sospechaba que todas estas escondían algo sucio. Lástima de no haber hecho algo antes, si me hubiera lanzado, ahora no tendríamos dos presos muertos…

—En realidad, eso sucio a lo que alude no estaba orquestado por ninguna de las clónicas, sino por esta mujer: una persona auténtica —acerté a decir, aun riesgo de que Petra Paliker me fulminara con la mirada por haber intervenido por las buenas.

—Sé perfectamente lo que era ella, acabamos de oír vuestra conversación. —Descubrir eso me supuso un gran un alivio, las cosas como son. Al parecer, la habitación llevaba tiempo siendo monitorizada a través de micrófonos espías y, gracias a eso, tanto la supervisora como sus hombres de seguridad habían escuchado todo lo que Melpómene y yo habíamos hablado—. Estás vivo de milagro, ricura. Es una suerte que seas inmune al kile-merk. Por cierto, ya me contarás cómo se consigue eso. —Petra Paliker me guiñó un ojo. Empezaba a ver más que probable que esa mujer, que ahora estaba demostrando una insensibilidad casi intolerable, tuviera la intención de proponerme una futura cita. Desde luego, la excusa ya la tenía: su interés por saber de mis aventuras con el kile-merk. ¡Lo que me faltaba!

Pese a los lamentables acontecimientos, la situación en el planeta prisión volvió a la normalidad con relativa rapidez. La supervisora mandó los informes pertinentes y, un cónsul federativo, más un par de agentes centrales de Tarinia que aterrizaron en el planeta, anduvieron un par de ciclos recogiendo datos de manera un tanto errática para mi gusto. No parecía que fuera un caso que a nadie le importara demasiado tras su conclusión, pese a los terribles motivos que lo propiciaron. Tampoco, en esta segunda investigación a priori mucho más rigurosa, se dio con ningún rastro que indicara el paradero de Robab N’lool, el auxiliar de cocina al que yo había sustituido. Su desaparición permaneció en el oscurantismo más absoluto, aunque yo intuía que había tenido alguna extraña relación con los planes de la perturbada Melpómene.

Las ocho cocineras clones, y aquella novena de la que procedían las otras, fueron inmediatamente sustituidas por nueve IA’s especializadas en gastronomía. Pese a su naturaleza y, en contra de lo que pudiera yo imaginar, las IA’s hablaban mucho más que mis anteriores compañeras, pero por la razón que fuera, yo me sentía más incómodo trabajando con ellas. Imagino que sería porque echaba de menos a mis clónicas, sobre todo a la desdichada Melpómene. Así que no aguanté mucho más allí. En parte, sí, por el cambiazo de mis compañeras, pero también porque mi supervisora estaba demasiado encaprichada conmigo y yo no compartía sus mismos deseos. Así pues, en el momento en que vi que mi cuenta bancaria tenía los créditos suficientes como para saldar ciertas deudas y darme la oportunidad de empezar a recuperarme, aunque fuera en algún planetoide infecto, renuncié a aquel trabajo y me marché de allí.

Cuando ya estaba totalmente instalado en un cuartucho de la capital de Orbina, me permití hacerme un regalo para decorar mi triste hogar. Compré a través de galaxnet una lámina que era una reproducción de un antiguo cuadro procedente de un artista terrestre. Era la hermosa pintura de una mujer que vestía una túnica roja tapando todo su cuerpo y, aun así, resaltaba toda la belleza de su propietaria: se trataba de Melpómene, musa de la tragedia.

 

 

 

Este relato pertenece al libro Cornis Bomper, cocinero y ladrón.