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Índigo y argento

Durán, Dani

 

El hangar principal de la Santa María era un hervidero de actividad. Las pesadas lanchas de desembarco estaban diseminadas en el asfalto de la zona de aterrizaje. Grasa, aceite y polvo procedente de los escapes y chimeneas de gasoil de las grandes naves, manchaban las paredes de acero remachado y el alto techo. Grandes vigas de acero sujetaban el pesado entramado de cúpulas nervadas que formaban especie de tela de araña metálica, donde se apoyaban las demás cubiertas del gigantesco buque.

Todos los infantes llevaban armaduras de combate. Manchas de barro salpicaban sus cuerpos y sus rostros mostraban marcas del cansancio y combate. En varios puntos del hangar los equipos médicos trataban de estabilizar a los heridos más graves recien desembarcados. La multitud se había congregado alrededor de dos figuras. Miraban la batalla dialéctica de la sargento Grana con el teniente Gutierrez.

―¿Qué se supone entonces que tendría que haber hecho Teniente de Navío Gutierrez? ―la voz de la sargento de infantería de marina Alicia Grana era más elevada de lo que tendría que haber sido al dirigirse a un superior. Tenía la armadura a medio desabrochar y podía verse la camiseta de tirantes reglamentaria, la pesada hombrera con el escudo de su compañía le colgaba a mitad del brazo izquierdo.

―Acatar las órdenes, que eran muy claras: Reagruparse y replegarse inmediatamente. ―el teniente trataba de mantener sus nervios bajo control. Aunque sus brazos en jarra, aún con los brazaletes de combate, mandíbula apretada y entrecejo fruncido, no transmitían tranquilidad alguna.

―Estaba reagrupando a mi escuadra cuando sufrimos un nuevo ataque...

―Tendría que haberse replegado ¡Inmediatamente! ―le interrumpió Gutierrez.

―¡Todos mis hombres no estaban en la barcaza de desembarco! ―Grana dio un paso hacia el teniente ―¡Tenía que esperarlos!

―¡Podrían estar muertos! ―el teniente era una cabeza más alto que la sargento, pero aún así le costó mantenerse estático ante el empuje de esa mujer, que emanaba furia por todos sus poros.

―¡Estarían muertos si nos hubiésemos marchado como ordenó!

―Su incompetencia nos impidió retirarnos del sector para que nuestra artillería barriera la posición ¡Ahora retírese! ―el teniente Gutierrez miraba a los ojos de la sargento como intentando desintegrarla con la mirada.

―¡Si la artillería hubiera barrido la zona mis hombres habrían muerto! ―Grana mantuvo la mirada. ―¡El único incompetente que hay aquí es usted! ¡Nos llevó directo a una encerrona sólo para ordenar retirada!

―¡Vigile ese tono señorita! ¿Ahora también me va a dar lecciones de estrategia? Llevo en el ejército desde antes de que usted llevara pañales.

―Al parecer es su único mérito. ―le escupió Alicia.

―El suyo, sin embargo, es calzarse al capitán. ―el teniente le dedicó una sonrisa lasciva. Una algarabía de rumores y risitas quedas se oyó entre el resto de infantes allí congregados.

Fue demasiado para la sargento que le propinó un derechazo a la mandíbula que le partió el labio e hizo recular al teniente.

―¡Está usted acabada sargento Grana! ―bramó el teniente ―¡Limpiará letrinas hasta su consejo de guerra! ―se acariciaba la mandíbula sin afeitar, pese a superar el medio siglo el teniente seguía siendo un hombre fornido y acostumbrado al combate, pero el gancho de la sargento le dejó aturdido unos segundos.

Alicia se lanzó de nuevo hacia él pero sus compañeros corrieron para sujetarla, mientras otros se colocaban delante del teniente para evitar que la alcanzara.

―¡Dejadme en paz! ¡Si quiere un consejo de guerra dejadme que le arranque la lengua a ese malnacido! ―los hombres de Grana la sujetaban y tiraban de ella mientras trataban de tranquilizarla.

―¡Llévensela de aquí! ―dijo Gutierrez y añadió mirándola fijamente a los ojos―No volverá a entrar en combate nunca más.

Mientras la sacaban a rastras decidió que acaba de vivir el peor día de su carrera.

**

Despertó sumida en la oscuridad y el silencio. Tardó unos instantes en orientarse y recordar dónde estaba. Desde que la despojaron de su cargo había estado enjabonando cubiertas, barnizando y pintando con Índigo y Argento, los colores del imperio. Después de cada jornada agotadora, buscaba refugio lejos de los demás. Se colaba a hurtadillas en almacenes o antiguas salas de oficiales en desuso. Hasta que por casualidad encontró un acceso de mantenimiento a la Sala de Navegación. Había oído hablar de lo que había en su interior... rumores e historias para asustar a los novatos.

Allí estaban el Navegante y el Piloto. Sentados uno junto al otro mirando por un pequeño ventanal hacia el infinito espacio profundo. Sus bocas tapadas por una máscara cosida a su piel, con numerosos tubos que les suministraban oxígeno, líquidos y nutrientes esenciales. Sus ojos enmarcados por unas complejas gafas, con numerosas lentes unidas por engranajes que elevaban y descendían los cristales con distintas curvaturas, colores y texturas, que los ayudaban a discernir entre el éter la ruta óptima del bajel.

Sus cuerpos cubiertos por unas delicadas placas de oro y plata, adornadas con filigranas de otros metales e incrustados en joyas. Distintivos que denotaban la importancia del rango y valor que se le otorgaba en su cultura a estos hombres y mujeres: soldados, pegados y atornillados para siempre al navío, sellando su destino al mismo. Ellos no parecían darse cuenta de que Alicia estaba allí y ella agradecía su silencio. Admiraba la dedicación de estos seres convertidos en suprahumanos, para ellos la nave era una prolongación de sus cuerpos. Le gustaba quedarse allí, observándolos en silencio para no distraerlos de su eterna tarea.

Allí echada sobre un improvisado jergón se había quedado dormida. Pero algo la había despertado. Cuando los ojos de la degradada sargento se hubieron acostumbrado a la penumbra de la cabina, vio a una figura envuelta en una capa negra. Pensó que era un sueño hasta que un vio el brillo de la daga que sostenía la sombra, con dos rápidos movimientos degolló a piloto y navegante, que no emitieron sonido alguno. Alicia apenas tuvo tiempo de ponerse en pie y gritar cuando la forma oscura se deslizó hacia la salida de la habitación. Se puso en pie y corrió tras ella, no se le ocurría nada más impío que asesinar a dos personas indefensas a sangre fría, el alma de la nave, la vida de la nave.

Los hombres que guardaban la entrada a la Sala de Navegación estaban en el umbral, tumbados sobre el suelo de madera del pasillo. Un charco de sangre de grandes dimensiones despejaba cualquier duda sobre el estado de salud de los mismos. Saltó por encima de sus cuerpos sin vida y corrió tras el asesino. Atisbó como este se perdía tras una esquina de acero del pasillo. Se desplazaba con increíble velocidad, de modo que la sargento tuvo que esforzarse al máximo para no perderlo en los laberínticos pasillos de la Santa María. Por fortuna ella llevaba tres años sirviendo en ese buque y se hizo una idea clara de hacia dónde se dirigía la figura encapuchada. Empezó a sonar una lejana sirena de alarma, la nave estaba sin control, muerta y más le valía a todos sus ocupantes abandonarla antes de que fuera demasiado tarde. Empezaba a escorarse a babor, sus enormes chimeneas seguían despidiendo humo negro procedente de sus calderas que funcionaban a toda máquina, ajenas al peligro al que de repente se enfrentaban.

Alicia llegó a una de las escotillas que daban acceso al cuarto de mantenimiento de la cubierta superior. Cuando consiguió destrabar la puerta, el tránsfuga ya se había equipado con una mochila autopropulsada de salto, un aparatoso armatoste con una chimenea invertida que emitía un potente rugido y surcaba el cielo dejando una densa humareda sucia, se usaba para servicios de mantenimiento en exterior del bajel cuando navegaba por el vacío.

Entonces pudo echarle un buen vistazo a aquel tipo antes de que se pusiera la escafandra:  llevaba una máscara negra que sólo dejaba ver sus ojos y reconoció la insignia gastada que lucía en el hombro derecho: una daga negra sobre un ojo dorado, “La hermandad sombría”. Un gremio de asesinos y, si había que hacer caso a los rumores, los mejores y más caros de la galaxia. Alicia saltó para intentar atraparlo antes de que saliera al exterior, pero el tipo activó la mochila y salió despedido por la escotilla, dejando un rastro de humo negro tras de sí. La sargento Grana tosió y no dudó en equiparse con otra de las mochilas disponibles para el equipo de mantenimiento. Iba desarmada, de modo que echó un rápido vistazo por la habitación, encontrando únicamente un pesado martillo que se usaba para destrabar esclusas atascadas. Decidió equiparse con la herramienta y salió al exterior tras la negra estela del hermano sombrío.

No sabía cómo, pero se hallaban demasiado cerca de un campo de asteroides. El Santa María había estado rodeándolo, pero en estos momentos escorado a babor y describiendo un amplio arco, empezaba a meterse de lleno.

El rastro se adentraba en el denso bosque de rocas. Alicia pensó que el fugado tenía que haber ocultado su infecta nave en algún planetoide cercano para evitar los ojos de los vigías de la fragata.

El hermano se volvió y comprobó que lo seguían, desenfundó una aparatosa pistola de llaves y bujías y disparó un par de veces. Sin embargo la sargento no se amedrentó e hizo unas piruetas para evitar los impactos, utilizando de cobertura los pequeños asteroides fue aproximándose a la posición del asesino, que disparaba intentando acertar a su intrépido perseguidor. Viéndose ya demasiado próximo a su cazador reemprendió la huida. Alicia usó la potencia de su cohete propulsor para empujar y proyectar la trayectoria de una roca del tamaño de un hombre, que pasó muy cerca del cobarde homicida. Este se vió obligado a hacer una maniobra brusca que lo dejó a merced del ataque de la sargento que se le venía encima. Trató de disparar, pero ella estaba demasiado cerca y le propinó un poderoso golpe con el martillo que casi le arranca la cabeza a aquel despreciable ser. Herido de gravedad soltó una granada que quedó suspendida delante de la sargento y se dió a la fuga. La infante tuvo que resguardarse como pudo para no ser alcanzada por la explosión.

Con la escafandra rota y casi sin oxígeno, el hermano negro llegó a su nave, que estaba oculta bajo una red de camuflaje. Se sentía a salvo al fin. Era toda una suerte encontrarse tan cerca, de su cápsula de escape, no habría sobrevivido mucho más sin oxígeno y sus pulmones funcionando a pleno esfuerzo debido al dolor y la adrenalina.

De la nada, Grana se lanzó hacia él a plena potencia de su mochila de salto y le propinó un nuevo martillazo que terminó de separar la escafandra del asesino para luego chocar contra él con todo su peso. El hombre boqueó varias veces intentando tomar aire, mientras intentaba zafarse del poderoso agarre de Alicia, hasta que, con los pulmones vacíos, se quedó inmóvil.

En ese momento el espacio se iluminó, Alicia se giró y contempló como la titánica fragata de acero y madera de su majestad se arrojaba a toda máquina contra un centenar de pequeños meteoritos, que impactaron en su cubierta. Cada golpe, cada impacto de roca arrancaba terribles explosiones. Aunque muchas de sus baterías disparaban contra el campo de asteroides en un intento desesperado por escapar de su destino, lo cierto es que la nave se encaminaba hacia su destrucción. La colisión contra una roca espacial del tamaño de un pequeño satélite encendió el firmamento en una muda explosión.

Habría deseado llorar, volar hasta allí e intentar salvar a sus compañeros, por desgracia había agotado prácticamente el gasoil de su cohete portátil, de modo que sólo le restaba intentar poner en marcha aquella nave oscura.

Era del tamaño de un caza imperial, unos 15 metros de envergadura y estaba parcialmente cubierto con una red de camuflaje. Mientras le quitaba la liviana tela, observó que el vehículo estaba equipado con unas semi alas dispuestas en forma de V invertida en la popa del vehículo y unidas a cada una, poderosas turbinas de hélice cubiertas por un extraño carenado. Ella había recibido un cursillo rápido sobre manejo de aeronaves igual que todos los marines y había hecho una práctica en una de las enormes barcazas de desembarco de la Santa María.

Echó un vistazo a aquel potente monoplaza con la cabeza inclinada a la izquierda, negó agitando su melena y sonrió pensando que los únicos parecidos con la aparatosa barcaza eran las alas y las ruedas del tren de aterrizaje. Al menos sabía que estaba diseñado también para vuelos suborbitales y que desgraciadamente para tomar tierra necesitaría un terreno más o menos llano y libre de obstáculos, como aquel asteroide. Quitó los calzos de las ruedas y los arrojó dentro de la cabina, luego se desenganchó el arnés de la mochila y dejó caer el pequeño cohete al suelo. Subió a la cabina y se sentó en el asiento del monoplaza. Identificó en seguida una palanca roja que sobresalía de debajo del sillón del piloto, podía leer con letras blancas “ÉJECTER” en el lenguaje del enemigo. Casi todo lo que veía en el tablero de mandos le era familiar y en poco tiempo los motores ronroneaban suavemente. Cerró la cabina, activó el oxígeno y se quitó la escafandra. Revisó un mapa estelar lleno de anotaciones y reconoció varios nombres, una flecha azul salía de uno de los nombres conocidos y marcaba la ruta de su fragata. Otra flecha negra marcaba el recorrido que, intuyó, debió ser la ruta que siguió el caza negro. No conocía el planeta del que salía la flecha negra, ni los de su alrededor. Su base tendría que estar allí, así que al menos tendría que tener combustible para volver. Reconoció unos números garabateados sobre ese planeta como coordenadas galácticas. Localizó el sistema automático de pilotaje, unos relojes con números iluminados, programó las coordenadas y se sintió más animada.

Miró el indicador de temperatura y sonrió pues los motores estaban listos para el despegue. Sin embargo el indicador de combustible marcaba menos de la mitad de su capacidad. No tenía ni idea de cuánto sería eso, pero se convenció que debería ser bastante para la vuelta. Lo que habría allí esperándola... una base secreta, secuaces, asesinos esperando a su compañero... Ya se preocuparía de ello cuando llegara el momento, ahora tenía que alejarse de allí. Espantó sus temores sacudiendo la mano derecha delante de sus ojos, como el que ahuyenta una mosca y se dispuso a despegar.

En la posición en la que estaba el asiento apenas veía al frente, estiró el cuello y observó que la aeronave estaba alineada para el despegue. “Potencia ya al aire” recordó las palabras de su instructor. Empujó la palanca de potencia con la mano izquierda, las hélices empezaron a girar con furia. Entre traqueteos y rugido de motores la sargento Grana abandonó el asteroide, su pasado y sus sueños de hacer carrera en la marina.

Antes de conectar el piloto automático, sobrevoló el lugar del desastre: los colores Índigo y Argento hacían reconocible el cascarón muerto de lo que había sido la Fragata Santa María, cuerpos inmóviles flotaban en el espacio, cientos de ellos, ni rastro de barcazas de desembarco ni botes salvavidas. Debido a su falta de pericia con los mandos de su recién adquirido caza, no pudo acercarse mucho más por miedo a estrellarse contra algún resto, de modo que viró poniendo proa a la aventura, dejando atrás el mundo conocido.

Mientras se acomodaba en el sillón del piloto, decidió que acababa de vivir el peor día de su vida.

 

 

Dani Durán (DDTang). Málaga 1 de Noviembre de 1972.

Gran aficionado a los comics, las novelas de ficción y el cine. Se licencia en ciencias económicas y empresariales para ganarse la vida decentemente mientras colabora en publicaciones de subcultura como Ciudad B, Dreamers, Me Parto con un Hacha,... Ha dedicado muchas horas a la simulación de vuelo, donde conoce a Ave "Badfun" Marcos que lo lleva por senderos oscuros y acaba enrolándolo en las más pintorescas aventuras, a destacar: Arkham. Relatos de horror cósmico y Apocalipsis 35 una novela a seis manos de Ciencia Ficción y Zombies.