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Ángeles caídos

González, Maielis

 

El Hacedor probó sus poderes desde un principio.

Objetivó parte de su propia sustancia inconsciente,

como materia para su creación, y la modeló con un propósito consciente.

Así, una y otra vez, fue creando sus juguetes: los cosmos.

Olaf Stapledon, Hacedor de estrellas.

 


Deja, Zechariel, que te lo explique todo otra vez. Puede llegar a ser bastante frustrante, ¿sabes? La manera en que tu mente continúa sobrescribiéndose y borrando todo lo que había aprendido en estos últimos meses; toda la verdad que te había sido revelada, Zechariel. Esta no es la primera ocasión en que tengo que volver al principio y hacerte despertar. Quizás me equivoqué y tú no eras especial, no estabas hecha para saber estas cosas. Si no ¿cómo se explican estas crisis de negación, estas absurdas preocupaciones por tu cuerpo físico que cíclicamente comienzas a padecer?


El dolor no existe, Zechariel. Como tampoco existe el placer. Esto que ves a tu alrededor, esto que has llamado, desde que tienes uso de razón, «la realidad», es una mentira, un complot urdido por inteligencias superiores. ¿Recuerdas aquella película que viste cuando niña –apelemos a este tipo de recursos condescendientes a ver si entiendes por fin– en que un grupo de Inteligencias Artificiales se alimentaban de la energía de los humanos al tiempo que creaban una realidad virtual en la que estos creían estar viviendo? Esa misma. Piensa que tú habitas algo como la Matriz. Pero no son Inteligencias Artificiales quienes controlan todo. No son creaciones insumisas de los humanos quienes acomodan la realidad de una manera más o menos verosímil. Es algo mucho más complicado.


Hagamos un ejercicio de suposiciones. ¿Crees que puedas, Zechariel? Bien. Imagina la Historia como la sucesión de fotogramas de una película. Esta película se ha estado proyectando desde tiempos inmemoriales de la misma exacta manera. Cada episodio ha sido repetido hasta el cansancio, cada insignificante detalle que habría de desencadenar una acción relevante ya había sido pensado para ocurrir de esa forma y no de otra… los fotogramas no pueden ser cambiados puesto que han sido concebidos así desde el mismísimo principio del Tiempo. O al menos eso era lo que se pensaba.


El Tiempo es otra cosa, Zechariel. Un concepto demasiado complicado para intentar siquiera explicártelo ahora. Mejor concentrémonos en esta película que se proyecta ininterrumpidamente desde hace mucho y que fue imaginada, creada, por un ente que denominaremos –¿por qué no?– Dios.


Dios terminó de armar su película y, fascinado con su creación, no ha hecho otra cosa que reproducirla una y otra vez. No imagines, Zechariel, a Dios como ese señor respetable de largas barbas y ceño fruncido que han representado siempre los hombres; una figura de autoridad. Imagínalo mejor como un niño caprichoso y embotado frente a su juguete favorito. Nota cuán infantil, por no decir patológica, es su actitud.


Seguro, Zechariel, que cuando eras pequeña pedías a tu padre que te contara siempre la misma historia antes de dormir. La conocías de memoria, pero eso no importaba. Y si al buen hombre se le ocurría agregar un detalle diferente alguna noche, porque, quién sabe, se sentía en esa ocasión particularmente creativo, tú te molestabas y reclamabas la versión original; esa que era la verdaderamente tuya. 


Aunque, ahora que lo pienso mejor, Zechariel, he sido un poco insensible. Ya sé que tu progenitor no fue, lo que se dice, especialmente paternal. Es casi seguro que nunca te hubiera contado una historia para dormir, por más que al buen hombre le fue interesando cada vez más que te quedaras dormida pronto para poder hacerte otras historias. Pero bueno, como toda niña es casi mandatorio que te hubieras obsesionado con algún dibujo animado, una canción o película que reproducías incansablemente a pesar de conocerla al dedillo.


Habría que preguntarle a algún sicoanalista –freudiano o no– a qué se deben esas actitudes en tempranas edades. Habría que preguntarle, si no fueran Freud, el sicoanálisis, los divanes de las consultas de los terapeutas, el complejo de Edipo, los test mentales, la masturbación, los sueños,  el Síndrome de Estocolmo,  los ansiolíticos, las palabras mágicas para despertar de una sesión de hipnotismo, los argentinos, el sexo… Si no fuera todo eso una complicada trama urdida desde arriba por divinidades mediocres que habitan esta periférica sección del continuum espacio-tiempo.


En todo caso, Dios es así. Esto, a lo que tú le dices «realidad», es una vieja historia que ha venido repitiéndose a sí mismo unas 13 730 veces sin parar. En la vez número 333 ocurrió la Rebelión de los Ángeles. Los díscolos fuimos expulsados del Nodo Central –llamado Paraíso, en otros contextos– y nos comenzaron a conocer por muchos otros nombres: demonios, númenes, genios, amanojaku, espíritus malignos, ángeles caídos.


Fue un largo errar por una tierra baldía, un sitio extraño que no lográbamos reconocer como el planeta que, desde arriba, habíamos contribuido a amueblar. Ni siquiera habíamos ido a dar todos al mismo sitio. Cada uno de los rebeldes pisó suelo en una región distinta de la Tierra, aunque igual de hostil. Una legión de ciegos espectros nos rodeaba. Líneas y más líneas de códigos, capas superpuestas de datos, años de trabajo y programación para dar a luz a aquellas criaturas idiotas e inútiles, para las que ni siquiera existíamos; no podían ni olfatearnos. Nuestro éxodo iba a ser solitario. Sin embargo, el reencuentro era inevitable.


Para la vez 9 491 ya habíamos establecido nuestro puesto de mando en las mismas entrañas de la Tierra y logrado desestabilizar algunos fotogramas de la lastimera película de Dios. Verás, Zechariel –y esto ya te lo he explicado antes– Dios, si bien es una criatura a la que injustamente se le concedió el don de la creación, es bastante poco imaginativo. Y para eso estábamos nosotros, para asesorarlo, para diversificar esa vida obtusa que había creado… para perfeccionarla. Se suponía que debíamos funcionar como un equipo creativo, pero esa ansia de poder que aparece tantas veces en la Historia humana, que parece ser el impulso primario de todas las acciones de los hombres, no es más que un reflejo de la podredumbre interior de ese autodenominado Ser Supremo.


Nuestras voces casi nunca eran tomadas en cuenta. Poco a poco, las decisiones sobre la vida en la Tierra se fueron centralizando en su figura. Nuestra función como asesores, como equipo, fue derivando hacia un existir burocrático y ocioso. Por eso la Rebelión. Su dictadura debía terminar de una vez por todas, aunque eso implicara su muerte; su asesinato perpetrado por nuestras propias manos traidoras. Ah, he aquí, Zechariel, un dato que no conocías: los dioses también pueden morir.


Pero fracasamos. Al menos parcialmente. Hace mucho que los programadores que nos rebelamos vivimos aquí en la Tierra, condenados, como ustedes, a repetir este bucle sin fin. Solo que para nosotros existe el castigo agregado, el bonus, de recordarlo todo. Vemos repetir a la Humanidad, una y otra vez, los mismos errores. Los vemos conducirse hacia el ridículo final que el Creador concibió para ustedes, sin ser capaces de rebelarse por sí mismos. Y nos escuecen los ojos ante tanta ineptitud. Pero, como dije, hemos conseguido algunas pequeñas victorias. Parecerían insignificantes, pero ciertos cambios comenzaron a operarse en sus torpes narrativas.


Al principio fueron aspectos prácticamente indetectables: la cantidad de espinas en un rosal en Belice; el número de cachorros en las camadas durante los años bisiestos; el nivel de la marea alta en ciertas islas del Pacífico. Al darnos cuenta de que el Todopoderoso no reparaba en tales alteraciones, nos arriesgamos un poco más y comenzamos a introducir variaciones en las narrativas humanas; y esto sí que lo notó. Pero descubrimos, maravillados, que Dios no tenía recursos para impedir que nos inmiscuyéramos en sus historias. Lo único que atinaba a hacer era introducir otras variaciones por su parte.


Envestidos de esta nueva confianza, durante la reproducción 11 666, comenzamos a pregonar por el mundo la verdad sobre las cosas. Y a Dios se le ocurrió inventar el Demonio y el Infierno. Pensamos, entonces, que sería más factible si nuestra labor de convencimiento se centraba en un grupo étnico concreto y limitado… y así comenzamos a hacerlo. Pero Dios creó el nazismo, los campos de exterminio de judíos y Broadway. Pensamos que no era en este plano de la realidad donde mejor podíamos conseguir la victoria, sino en algún momento cercano al final, cuando se llevaran a cabo intentos de conformar una mente única en el ciberespacio. Entonces Dios nos mandó los neurovirus modificados y la ciberguerra, y todo se fue a la mierda.


Con tantas abruptas modificaciones, la Historia terminó por resquebrajarse. La cinta se averió. Desde la vez 12 084, caímos en un loop que solo repite un pequeño fragmento de la película; un intervalo entre el año 1939, según el calendario gregoriano, y el año 2055. Así que nuestras transgresiones han tenido que restringirse a este lapsus. Sin embargo, recientemente descubrimos un nuevo modo de insurgencia. Descubrimos la manera de hacer despertar a algunos humanos, pues hay, entre ustedes, quienes poseen ciertas cualidades esenciales que les permitirían, con el entrenamiento adecuado y los cambios morfológicos pertinentes, convertirse en ángeles. Tenemos fe en que en esta oportunidad sí lograremos reunir un imponente ejército y hacer la Revolución.


 


Tú eres uno de ellos, Zechariel. ¿Ahora lo recuerdas? Claro que sí. Despertaste hace unos meses. Y en tu caso no hay mejor manera de decirlo que esa, pues estabas viviendo realmente un delirio pesadillezco. ¡Eso! Ya van llegando a ti las imágenes. Aunque puede que antes recuerdes los olores. El olor a orine y vómito de aquel cuartucho en el que te habías parapetado con tu amiguita la cableada. Bueno, la que ahora es una cableada. En ese momento era una adolescente en fuga de su casa, lanzada a los ávidos brazos de la prostitución para pagar sus dosis de drogas de diseño. Igual que tú. Pues mira que tenían vicios caros para ser las dos unas pobres diablas.


Muy bien, hemos logrado recuperar esos megabytes de información. La ardentía en las fosas nasales y los conductos de tu nariz. El hambre y las noches sin electricidad. Los breves momentos de éxtasis cuando tu amiga acariciaba con su lengua el escurridizo botón de tu clítoris. El agua salada de las olas del malecón contra tu cara los días de mal tiempo. El sicodélico deambular por las calles de una ciudad que nunca era la misma. El sudor frío, la abstinencia, el delirium tremens. Luzbel.


Luzbel te hizo despertar. Traerte de vuelta no fue fácil. Tu cerebro parecía estar estropeado irremediablemente. Milenios de drogadicción se ceñían sobre el diseño de tu personaje y teníamos que recomponerte. Hay que elogiar la paciencia que él siempre te tuvo. Quizás con otro programador no hubieras tenido tanta suerte, Zechariel. En el proceso de desintoxicación te comportaste como una verdadera alimaña. Un animal enjaulado yendo de aquí para allá dentro de su celda. Te negabas a comer y a tomar los medicamentos; los escupías a la cara de Luzbel. Orinabas y defecabas tus ropas como un acto subversivo, con la completa seguridad de que él vendría luego a limpiarlas con aquella impávida devoción. Eras una criatura repugnante. Pero él insistía en hacerte despertar.


Un día, finalmente, volviste a la vida. Saliste a la calle y tu ciudad ya no era la de antes. Estaba habitada por criaturas extrañas con las líneas de códigos de sus programaciones atrofiadas y a flor de piel. Ahora podías leer esas líneas de códigos; podías ver más allá de sus caras de aburrimiento e irritabilidad. Invisibles pestañas se desplegaban en las inmediaciones de las personas que te cruzabas y te revelaban los datos, los increíblemente escasos datos que bastaban para definirlas. La gente no es tan complicada como aparenta. A la larga no son más que una agrupación de cifras y cantidades; de etiquetas y convenciones culturales que no se diferencian radicalmente unas de otras. 


Luzbel te hizo comprender todo eso. Así que, Zechariel, cómo te atreves a siquiera titubear ante el último paso de tu conversión.


 


Ya hemos perdido demasiado tiempo. Será mejor que cruces la avenida. Has estado parada ahí por tanto rato que la luz del paso peatonal ha tenido oportunidad de cambiar unas cuatro veces. Pero no te preocupes, nadie se ha dado cuenta. Por las calles del Vedado la gente se recicla constantemente. Todos andan en lo suyo y no alcanzan los minutos para pararse a mirar a una adolescente ojerosa con los jeans hechos girones. No alcanza la vida para detenerse a preguntar si es varón o mujer lo que camina con ese mechón de pelo negrísimo tapándole buena parte del rostro. La gente ha dejado de voltearse consternada cuando pasas. Han terminado por acostumbrarse a la androginia del montón de jóvenes que, cómo tú, deambulan por las calles de La Habana.


Y por eso mismo, porque los y las de tu tipo ya se han hecho costumbre, porque terminaron por ser absorbidos por la normalidad, es que resulta este un momento propicio para dar el siguiente paso. Ya está cayendo la tarde y en Larrampa.com la multitud se apiña para obtener mejor la señal de la wifi. Todos abren sus bocas, levantan las manos al cielo como si esperaran recibir el maná; sin embargo, tan solo es un reflejo incondicionado, ridículo e inútil para intentar obtener una mejor cobertura. Los miras con un gesto de vergüenza ajena, aunque bien sabes que en el fondo sientes un poco de envidia y curiosidad por esas extrañas criaturas cableadas que llegaron hace no mucho al talonario de la mitología caprichosa de la ciudad. Los cableados, así les llaman en el Gremio, así los bautizó Luzbel, a pesar de que pocos cables van quedando en este mundo cada vez más inalámbrico. Pero ellos aún conservan vestigios de arcaicos servomecanismos post-industriales: esos alambres que les salen de los oídos y que los mantienen enchufados a su dispositivo cibernáutico, al que gritan sin conmiseración durante sus jornadas de voraz intercambio de datos.


No te has dado cuenta aún, Zechariel, pero has aminorado el paso y te has quedado mirando por unos segundos a una hembra cableada que aprieta frenéticamente las teclas de su dispositivo. No has conseguido suprimir la sacudida de la electricidad estática que recorre tu columna vertebral cuando estás en presencia de ciertas hembras de otras tribus que no son la tuya. Piensas que has dado muestras suficientes de fidelidad y devoción como para que se te perdonen estos deslices de escudriñar por unos segundos a una hembra ajena. Pero te equivocas. Luzbel estaría muy decepcionado si conociera los confusos sentimientos que a menudo te embargan, sobre todo  porque en el Gremio ha dejado de existir algo tan discriminatorio como una «hembra» o un «varón». Allí son todos iguales y está prohibido sentir. Y tú bajaste la cabeza, bebiste de la copa y juraste fidelidad a ese ideal.


Pero, ¿qué ocurre? Tu reacción química-hormonal no es esta vez un subidón azaroso. Conoces a esta particular cableada, ¿verdad? Sí, se trata de tu amiguita de los tiempos de meretricio y drogadicción. Ella también te ha visto. Pero no tenemos tiempo para esto, Zechariel. ¿Acaso no recuerdas? En el Gremio esperan por ti. Hoy es tu día especial. Será mejor que finjas no reconocerla y sigas tu camino.


Ahora acelera la marcha y dobla en la siguiente esquina. Toma el atajo de siempre. Un paso tras otro, sin mirar atrás. Bastaba con alejarte para que las dimensiones de tu destino aquí en la Tierra cobraran repentino sentido para ti. Estás otra vez despierta, Zechariel, y lo comprendes todo.


Ahí ves el portón del garaje donde usualmente realizan las ceremonias. Percibes un fuerte olor a desinfectante que te trae a la memoria otros recuerdos que es mejor no mencionar. ¡Vamos! Acerca tus nudillos a la lámina de metal y toca de la manera que ya tienen acordada. Será Luzbel quien te abra.


Las bisagras chirrean. La penumbra reina, como de costumbre, en el interior del sitio. Adentro todos mascullan para sí una letanía. ¿Ves? Han notado que eres tú y se han callado de repente. No sientas miedo, Zechariel, sabes bien que no es prudente demostrar aquí ninguna debilidad. Mejor disfraza ese temor con una máscara de arrogancia, como te  han acostumbrado a hacer. Sabes que muchos de los que están aquí añoran el día en que llegue su propio ritual de desdiferenciación. Deberías sentirte privilegiada.


Luzbel no te dice ni una sola palabra. Ya el local está dispuesto para la ceremonia. Deja que te tome de la mano y te conduzca al centro de la habitación, donde se halla colocada la rústica mesa de operaciones que iluminan radiantemente varias lámparas. Sabes perfectamente qué pasará ahora. Ya lo has presenciado en otras ocasiones. Luzbel comenzará a quitarte la ropa. Empezará por el t-shirt y quedará al descubierto el contorno de tus costillas y tu blanquísimo pecho, libre prácticamente de protuberancias. Va a desabotonar después tu pantalón y lo bajará con cuidado hasta tus tobillos, junto a la ropa interior que traes puesta. En ese caso, colabora. Descálzate las zapatillas ayudándote de los pies. Luego saca las piernas de los grilletes que remedarán las patas de tu pantalón. Toda tu ropa será recogida diligentemente por alguien del Gremio y alejada de la mesa de operaciones.


Estarás totalmente desnuda y no podrás controlar un amago de cubrirte la entrepierna lampiña, que será recibido con un murmullo desaprobatorio por parte de los miembros del Gremio. Intentarás ver de dónde provienen los murmullos pero la luz de las lámparas es cegadora y el resto de la habitación se habrá desvanecido para ti. Solo quedará Luzbel que va a agarrarte por los hombros y a indicarte que te acuestes de lado.


Sentirás la punzada de la anestesia epidural. Dolerá mucho, no te voy a decir mentiras. Muérdete la lengua para no gritar. Pasado un momento ya no sentirás nada de la cintura hacia abajo. Luzbel se colocará en un extremo de la mesa de operaciones y te abrirá las piernas. Podrás ver, desde la postura en la que estarás, su cara sudorosa y concentrada... y el bisturí entre sus dedos.


Luzbel realizará sin vacilar la primera incisión. Contorsionará con agilidad la muñeca y de un solo movimiento extirpará tu clítoris. Puede que percibas una rara sensación de escozor y un obvio forcejeo en la zona de los genitales. Luego comenzará la infibulación. Con un bisturí de mayor tamaño va a rebanar el primero de los labios menores y es posible que des un respingón y dejes escapar un aullido de dolor. No sería raro que la anestesia no funcionara como debía.


Pero, en ese caso, Luzbel hará un gesto mínimo y acudirán corriendo dos miembros del Gremio para sujetarte. La operación deberá continuar. Lo harán a sangre fría si es preciso, Zechariel, que, en definitiva, es la manera como normalmente se realiza el procedimiento en ciertos lugares de África sin que provoque tanto revuelo.


Luzbel te mutilará los labios mayores. Dejará cada pedazo de carne rebanada en una bandeja a su izquierda y una pequeña laguna de sangre se formará sobre la superficie bruñida del metal. Tomará, entonces, un último bisturí para raspar los fragmentos que quedaron luego del corte. Mientras, tú gritarás frenéticamente y le suplicarás que se detenga. Aunque ambos sabrán que eso ya será imposible. Finalmente, Luzbel va a aplicarte un ungüento y a suturar los extremos de la vulva para sellar totalmente la otrora abertura que indicaba que tú, Zechariel, eras, sobre todas la cosas, una mujer. Enjugará la sangre de la herida con una esponja y se asegurará, metiendo la punta de los dedos, que haya quedado un mínimo orificio para la orina. 


Ya han comenzado a desnudarte y una pátina de sudor te perla la piel de la barriga. Es una piel muy tersa, casi perfecta. Excepto por esas cicatrices, aún enrojecidas, de la operación del mes anterior en que extirparon tu útero y tus ovarios.


Dentro de poquísimos minutos Luzbel lo habrá conseguido. La operación número treinta y tres, modalidad “castración femenina”, habrá terminado con éxito y tú, Zechariel, estarás libre de ataduras biológicas y culturales. Serás criatura sin historia ni identidad. Sin pecado ni sexo. Como los ángeles.


La Revolución está a punto de comenzar.