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No habrá lápidas

Delgado, Nieves



     Esteban es un tipo duro. Pero no un tipo duro cualquiera, sino de esos de músculo hasta en las cejas, camiseta sin mangas y pitillo en la comisura de los labios. Y tiene muy mala hostia. Gracias a ella, seguramente, consiguió tiempo atrás un contrato en la Sección de Destinos de Especial Dificultad en la flota de la Federación. En esa sección.

     En la SDED, “La Jaula”, como la llaman algunos, se adjudican los destinos más complicados del comercio exterior. Mundos que no pertenecen a la Federación, que no se rigen por sus leyes y que, en algunos casos, ni siquiera las respetan. Nadie puede comunicarse con amigos o familiares mientras realiza una de esas misiones, y nadie puede violar las estrictas normas que se establecen en cada caso. Salvo pena de cárcel, o algo peor. La Federación suele argumentar que es por el bien de sus empleados, pero todos saben que hay algo más en todo el asunto. Como la posibilidad de crear conflictos interplanetarios, por ejemplo.

     En los últimos tiempos, Esteban tiene una mala racha. Hace tiempo que no le asignan una misión que lo motive. Él es un hombre de acción, no soporta la inactividad; las noches ociosas, los días vacíos, las manos nerviosas. Y además, se acerca la Navidad. Ese puto mes. Con sus láseres brillantes cruzando las calles, sus holospots a la entrada de las tiendas, y sus árboles de silicona endurecida, repletos de absurdeces colgando.

     Y la invasión de villancicos.       

     Los villancicos son lo peor de todo. Porque Esteban odia la Navidad, por supuesto, pero además tiene un secreto; le pone cachondo. Los villancicos, concretamente. Es escuchar una zambomba, y venirse arriba todo aquello. La polla se le pone dura como el cemento. Y eso le cabrea, claro, porque él de verdad ODIA LA NAVIDAD, y en la polla de Esteban solo manda Esteban.

     Hoy está ya al límite de su paciencia. Se nota especialmente nervioso, así que ha quedado con Randi, un compañero de La Jaula, para tomarse unas cervezas. Un compañero un poco loco, todo hay que decirlo, pero su mejor amigo al fin y al cabo.

     Es difícil llegar a El Descanso del Guerrero evitando las zonas comerciales, que en esas fechas son casi todas. La explosión de luces, música y sonrisas constantes, lo aturden. Rodea una plaza especialmente transitada y recorre una calle secundaria, estrecha, poco atractiva y sin glamour. Fachadas con principio de óxido y algún que otro cristal estallado. Se gira con disimulo hacia uno y otro lado para ver si alguien lo mira, saca su R14, su niña, y dispara sobre un muñeco de trapo que cuelga en una ventana. El muñeco revienta como un saco de polvo seco y parte del relleno se esparce por el aire, dejando el traje rojo del hombrecillo prácticamente hecho jirones.

     —Puto Santa Claus —murmura, cambiándose el pitillo de lado.

     En El Descanso, Randi espera ya en la barra. Cabizbajo, con un vaso de absenta entre las manos, es la imagen misma de la desolación. Muy apropiado para contrarrestar toda la mierda de fuera.

     —Hola, tío —saluda—, ¿todavía bebes esa mierda?
     —Seee —responde Randi levantando ligeramente la cabeza—, esta mierda es lo único que hace que pueda verte el careto sin que me entren náuseas.
     —Pues entonces pídete otra —dice Esteban—, porque pienso quedarme hasta que me caiga de espaldas. Joder, vaya calor hace aquí dentro, ¿no?

     Esteban se quita la chaqueta, observando cuidadosamente a la gente del local. Guarda dentro su niña, en un doble forro que le cosieron por encargo, y no le gusta nada la idea de perder el contacto con ella. Es ya como una extensión de sí mismo, como el estabilizador que se colocan algunos pirados para levitar sin perder la orientación espacial. Solo que su R14 le ha sacado de mucho líos. De muchos.

     De repente, Randi estalla en una sonora carcajada. Le apunta al pecho con un dedo y Esteban baja la mirada.

     —¡Joder, tío, qué bueno!

     Ya no se acordaba de llevar aquello puesto. Un dibujo infantil en medio del pecho resalta la figura de un reno empalado por el culo en una enorme estaca. El reno, con la nariz anormalmente colorada, parece mirar al cielo en un gesto de infinita sorpresa, mientras al pie de la escena, un Santa Claus perturbado lo observa con cara de hambre y afila un par de cuchillos.

     —¡Eres un puto psicópata, tío! —Randi continúa montando escandalera con esa risa nerviosa que tiene, así que Esteban decide cambiar el rumbo de la conversación.
     —¿Qué tal va todo por aquí? ¿Sigues reventando sistemas de seguridad, o solo te dedicas a beber mierda en los bares y destrozar los oídos a los amigos?
     —Qué va, chaval —Randi baja de nuevo la cabeza y parece concentrarse en su vaso—. Son malos tiempos, no hay casi nada. Y tengo que ser más cuidadoso, la última vez casi me pillan. Prefiero ir haciendo chapucillas mientras no sale algo mejor.

     Esteban se quita el gorro y lo deja sobre la barra. Casi parecería un tipo normal si no fuera por las cicatrices que recorren su calva, como ríos secos en época de estío. Levanta un dedo en señal de llamada y acude la camarera. Le sirve una cerveza negra y se aleja con un ligero contoneo, consciente de que los ojos de Esteban la observan.

     —Escucha, Randi…—se gira hacia su amigo— Yo estoy hasta el culo ya de toda esta mierda. Y no voy a estar como el año pasado, aquí muerto de asco y escuchando “felices fiestas” —voz de falsete— cada diez minutos. Me voy a pasar por La Jaula, ¿sabes? Sector Cero, a ver si tienen algo.
     —¿Sector Cero? —Randi abre mucho los ojos mientras aparta el vaso de absenta de sus labios— Pues sí que debes estar desesperado, nadie quiere los destinos del Sector Cero.
     —Pagan bien —responde Esteban.
     —Claro, porque nadie quiere ir allí —insiste Randi—. ¿Por qué crees que es el único sitio donde hay trabajo todo el año?
     —Pues yo voy a ir. Me da igual todo, voy a ir allí.

     Esteban se lo queda mirando con la cerveza en la mano. Su mirada no deja lugar a duda, la decisión está tomada.

     —Venga, vale, de acuerdo —dice Randi tras un rato—. Voy contigo.
     —¿Tú? ¿Conmigo, a un destino de la Cero? ¿A jugarte la vida por… por qué exactamente, aparte de dinero?
     —Por nada. Exactamente lo mismo que tengo ahora. Pero tú siempre te metes en líos, tío, siempre te metes en líos. Y yo no tengo nada que perder, porque aquí no tengo nada, salvo un puto amigo que siempre se mete en líos. Así que voy contigo, y eso no es discutible. ¿Lo has entendido?

     Esteban lo mira con cara de asombro y diversión al mismo tiempo. Aquel gilipollas es lo mejor de los últimos tiempos, vaya que sí.

     —Vale, vale, tampoco hace falta que te pongas así.
     Ambos permanecen en silencio, uno al lado del otro, mientras la camarera sirve la siguiente copa. Cogen cada uno la suya y beben, también en silencio, como si fueran dos perfectos desconocidos. En el bar, empieza a sonar de fondo una versión rockera del The Twelve Days of Christmas.

    ***

     —Veamos, Señor… —Aquel tipejo tras la mesa de recepción le está poniendo enfermo.
     —Esteban. Puede llamarme Esteban. Y este de aquí es Randi, mi amigo. También trabaja para la Federación.
     —Bien, Esteban. ¿Puede acercarse un momento, por favor? Tengo que hacer la lectura del chip. Y usted también, Señor… eh… Randi.  
     “Señor Randi”, juas. Qué puto imbécil.

     Le pasan el lector por la sien, primero a él y luego a Randi, y el hombre se queda mirando algo en el terminal durante casi un minuto.

     —Bien, señores, ¿qué tipo de destino están buscando?
     —El mejor pagado —responde Esteban al momento—. Y que tenga una duración de al menos un mes.
     —De acuerdo —murmura el empleado—. Veamos, destinos Código Rojo… Sí, muy bien, aquí están.

     Ante ellos, en el aire, se despliega un listado de nombres, cada uno con una pequeña esfera flotando justo al lado. Todas las esferas son rojas, pero las tonalidades son diferentes. Esteban coge la que tiene un rojo más intenso, la presiona con los dedos y esta se abre, mostrando todo tipo de información e imágenes dinámicas. El nombre del destino aparece resaltado en la parte superior del infotráiler; “Averno”.

     —Seeee… —exclama Esteban con una sonrisa—, creo que esa es una buena cantidad, ¿no te parece, Randi? —pregunta mientras señala con un dedo una cifra con muchos dígitos, justo debajo del nombre.  
     —¿Pero tú estás viendo eso, tío? —Randi observa con la boca semiabierta— ¡Es el puto infierno!

     Las imágenes muestran un mundo repleto de pequeñas fumarolas, un ambiente denso y viciado por los gases, un cielo rojizo y oscuro  que amenaza con desplomarse en cualquier momento; y, lo peor de todo, unos seres con pequeños cuernos en la cabeza y un largo rabo naciendo del final de su columna vertebral.

     —Bueno… —interrumpe el empleado de recepción—, Averno es un planeta colonizado hace ya mucho tiempo. Sus habitantes son los seguidores de uno de los primeros colonos, que era un adepto de… bueno, ustedes ya saben… del culto a Satán —el hombre, manifiestamente nervioso, pronuncia las palabras en un tono más bajo, como queriendo quitarle importancia—. Decidieron no pertenecer a la Federación e iniciaron un proceso de modificación genética y planetaria que dio lugar a lo que están viendo. Pero vamos, la misión no tiene ningún peligro si uno se ciñe a las normas. Averno tiene sus propias leyes, pero en el espaciopuerto rige un Tratado que garantiza la seguridad de los trabajadores internacionales. Siempre dentro de ese recinto, claro, y siempre que se cumplan las normas —muestra la sonrisa más falsa que Esteban ha visto en su vida.
     —Me suda la polla —dice Esteban—. Con ese dinero podría largarme durante un par de años. ¿En qué consistiría exactamente el trabajo?
     —Pero tío, es que… —empieza Randi.
     —Ssssshh… —le indica Esteban con un dedo en los labios, mientras se gira de nuevo hacia el hombre—. ¿Qué tendríamos que hacer en esa mierda de planeta?
     —Oh, bueno, el trabajo es realmente sencillo —dice—. Averno es el principal proveedor de componentes robóticos para nuestros androides A5. Su tecnología en Inteligencia Artificial es la mejor de la galaxia. Ustedes solo tendrían que ir allí, recoger un pedido y volver a casa. Así de simple.  

     Esteban mira a Randi con cara de condescendencia, en un gesto de “¿Lo ves?”.

     —Siempre que no se metan en líos, claro —añade el tipo de recepción.
     —Claro —dice Esteban, un poco mosqueado—. ¿Por qué repites eso tanto?
     —Bueno… su ficha, Señor Esteban, recoge ciertos problemillas en el pasado con la disciplina. En concreto, con una cierta tendencia a portar armas ilegales. Las normas de Averno son claras; nada de armas en su territorio. Ningún tipo de arma. Y la Federación tampoco lo cree necesario.
     —Tranquilo, no habrá ningún problema. ¿Tú qué dices, Randi?

     Randi no dice nada, y Esteban da ese silencio por bueno.

     Al salir de la Central, tras los trámites oportunos, ninguno dice una sola palabra. Recorren una calle repleta de carteles luminosos, y adornada con láseres que forman alegres figuras de colores. Randi va cabizbajo, pensativo. Esteban parece concentrado y su gesto es ceñudo.

     —No me gusta, no me gusta nada —dice Randi sin mirar a Esteban a la cara—. Si pagan tan bien, ¿por qué les cuesta tanto encontrar gente que vaya allí? Y si es tan fácil, ¿por qué es un destino Código Rojo?
     —No sé —dice Esteban—, tal vez hayan tenido problemas en el pasado. La gente tiende a ser estúpida, ¿no lo sabes? Pero si hacemos lo que dicen, será fácil. Un trabajo fácil de verdad.
     —Claro, como tú nunca te metes en líos, ¿verdad, capullo?
     —Necesito dinero, Randi. —El gesto de Esteban se vuelve duro—. He perdido hasta el empaste de las muelas en la última timba, y hay unos hijos de puta muy chungos que me están buscando. Necesito ese Código Rojo, en serio, y voy a ir contigo o sin ti.  Todavía estás a tiempo, puedes renunciar.
     —Sabía que había algo más —murmura Randi—. Eres un cabrón, ¿lo sabías? Eres un cabronazo, y yo soy un imbécil, porque voy a ir contigo, joder.

     A Esteban se le escapa media sonrisa mientras siguen caminando. La gente pasa a su lado sin prestarles atención, demasiado ocupados en su alegría de plástico. Al acercarse a una tienda de juguetes, ven en la puerta a un Santa Claus agitando una campana y diciendo idioteces a los niños. Es un androide; un A3, concretamente. Incluso a esa distancia se distinguen sus movimientos mecánicos. También se escucha una música ambiental que va aumentando a medida que se acercan. Son villancicos. Villancicos.

     La polla de Esteban se empieza a endurecer.

     —Hostia puta —murmura entre dientes.

     De la tienda sale un niño llorando, con su padre al lado, al parecer bastante enfadado. El crío hace casi más escandalera que los villancicos. Algo es algo.

     —¿Qué te he dicho? ¿No sabes que mentir está muy feo? —dice el padre, cuando pasan por su lado— ¿Sabes qué pasa con los mentirosos, eh? Pues que en Navidad se quedan sin regalos. Porque si no han sido buenos, Santa Claus no les deja nada. Así que ya lo sabes, ni una sola mentira más.

     El padre, el niño y los reproches se alejan, mientras Esteban nota que aquello se endurece todavía más al acercarse a la tienda. Su mano acaricia suavemente a su niña a través del forro de la chaqueta.

     No, no merece la pena.

     —Puff… —resopla Esteban—. Tío, de verdad, necesito salir de este planeta de mierda.

     ***    

     La Terminal de Comercio de Averno no parece tener nada de particular. Es un espacio amplio, altamente robotizado, y dotado de multitud de cabinas en las que tienen lugar las transacciones. Esteban y Randi llegan en la Gallar-Dom, la nave más traicionera que jamás hayan pisado. A punto han estado de perder la vida por una fuga en una de sus bodegas. Pero en la Gallar-Dom nadie pierde la vida; toda su tripulación es masculina, formada por aguerridos mercenarios capaces de guardar templanza incluso en las situaciones más difíciles. O eso dice su comandante. “La ausencia de mujeres evita distracciones”; para Esteban, una puta basura.     

     El comandante está ahora cerrando el negocio, y la tripulación ha sido informada de que deberá permanecer en el planeta unas horas más de lo previsto, el tiempo necesario para reparar la nave. En la propia Terminal hay habilitadas estancias para este tipo de incidentes. Pero hace calor, mucho calor. Y los carteles que advierten en lo alto de las escasas puertas de acceso al exterior, no son nada tranquilizadores. “ATENCIÓN. Está usted en el límite legal del territorio compartido con la Federación. Si traspasa esta puerta, pasará a estar a merced de las leyes del planeta Averno”.

     —¿Has visto eso? —pregunta Randi.
     —Lo he visto. No te preocupes, es una fanfarronada. Lo único que me jode es no poder conocer alguna diablita cachonda, aquí tiene que haber muchas de esas.
     —Bueno, seguro que las tripulaciones de las otras naves son más normales que la nuestra, a lo mejor encuentras allí algo que te guste —dice Randi guiñándole un ojo.

     Una patrulla de soldados los lleva a un comedor enorme, donde recogen una bandeja y se sirven la cena. Varios de esos soldados permanecen de pie, vigilando. Soldados nativos, con cuernos en la cabeza y enormes fusiles en los brazos.

     Tras la cena, les asignan una habitación con veinte literas. Randi escoge una y Esteban se instala en la de abajo. Hay cuatro o cinco tipos más por allí, el resto seguramente sigue en el comedor. Esteban se quita la chaqueta y la tira sobre la cama, dejando parcialmente a la vista el cañón de un arma.

     —¡Me cago en la puta, tío! —exclama Randi—. Me cago en la puta —repite, ahora en un tono mucho más bajo, ante las miradas de los otros—. ¿Pero tú estás loco, o qué coño te pasa? ¡No puedes traer ninguna puta arma a este sitio!
     —Sí puedo, ¿no ves cómo puedo? —replica Esteban, mirando a su amigo a los ojos y bajando aún más el tono de voz— Escucha, en serio; no pretenderás que vaya a un planeta clasificado con el nivel máximo de peligrosidad completamente desarmado, ¿verdad? Eso no tiene ningún sentido.
     —Joder… Son las normas de la compañía, tío, son sus normas, y tú has dicho sí a esas normas. ¿Sabes lo que te pueden hacer si descubren que te las has pasado por el forro de los cojones?
     —No van a hacer nada, porque no van a descubrir nada, ¿vale? Haz el favor de tranquilizarte.
     —Ah, sí, espera, que ahora mismo me tranquilizo. Me tranquiliza mogollón saber que estoy en un planeta de mierda donde unos tíos que se creen demonios tienen unas normas que tú te acabas de saltar. Eso es tope tranquilizador, tío.
     —Escucha, Randi; ¿alguna vez te he metido a ti en un lío?
     —No, a mí no. Pero tú te has metido en cientos.
     —Exacto. Yo me he metido en líos, no tú. Y si me vuelvo a meter en líos, será cosa mía, ¿lo entiendes? Así que esto no te incumbe.

     Randi permanece en silencio. Un silencio más incómodo que cualquier palabra.

     —Sea como sea, ya está hecho —dice Esteban con gesto contrariado, como si le hubieran disparado un pequeño dardo en la nuca—. Y te repito que no va a pasar nada.
     —Dijiste que no te meterías en problemas —dice Randi, todo puños apretados y ojos brillantes—. Lo dijiste.
     —Y no lo haré.

     Esteban se da la vuelta, dando por zanjada la conversación. No vuelven a cruzar palabra, y cada uno se mete en su cama. Al poco, llegan los hombres que faltaban. Hacen ruido, pero Esteban está cansado y se queda dormido.

  ***

     A medianoche se despierta. Todo está en silencio, salvo por las respiraciones y ronquidos de sus compañeros. Siente una ligera sensación apremio, como si algo escapara a su control. Se gira, en la semioscuridad del cuarto, y descubre una silueta que parece estar mirándolo. Esteban pega un bote en la cama y se despierta por completo.

     —¡Joder! —Es Randi, medio tembloroso, sentado ante él—. ¿Qué coño te pasa?

     Randi no contesta, se limita a permanecer ahí, observándolo, encogido. Un par de personas se remueven es sus literas, inquietas. Están haciendo mucho ruido.
    

    —Vamos a hablar, anda —Esteban se levanta y hace el amago de salir de la habitación.     —No, ahí no —dice Randi—. Hay cámaras.
     —Vale —responde Esteban—. Venga, vamos al baño.
     —Van a pensar que somos maricas —dice Randi mostrando una ligera sonrisa. No sabría decir por qué, pero a Esteban esa sonrisa le produce alivio.
     —No creo que nadie piense que tengo tan mal gusto, capullo.

     Entran en el baño y Esteban cierra la puerta tras de sí.

     —A ver, ¿qué es lo que pasa?

     Randi se ensombrece de nuevo. Un ligero temblor recorre una vez más su cuerpo.

     —He salido, tío. He cruzado una de esas putas puertas.
     —¿Que has hecho qué? Joder, Randi… ¿pero no eras tú el que iba a cuidar de mí?
     —He salido. Estaba tan enfadado… y además, ¿qué coño importa? Solo quería que todo acabara de una vez. Ya sabes que llevo una mala racha. Quería ser yo por una vez el que se atreve a hacer cosas estúpidas. Tuve cuidado, te lo juro, no me vio nadie. Sé dónde están las cámaras.  Rompí el código de seguridad de la puerta, ya sabes que esas cosas se me dan bien. Tampoco fue muy difícil, ¿sabes?, estos tíos no creen que nadie se atreva a desafiarlos. Pero me volví loco, joder, qué quieres que te diga. Loco del todo.
     —Bueno, vale, te volviste loco. ¿Y qué ha pasado?

     Randi permanece en silencio un momento, acumulando fuerzas, y luego empieza a hablar.

     —Sé lo que hacen en este planeta. Lo sé, lo he visto. He… he salido ahí afuera, al resto de la instalación, tío. Son los putos robots, los… los torturan, joder. Torturan a los robots.
     —¿Pero qué coño dices, Randi? ¡No se puede torturar a un robot! —lo coge por los hombros y empieza a zarandearlo— ¿Qué es exactamente lo que has visto?
     —Sí se puede, tío, te lo juro. No todos están de acuerdo, claro, yo me encontré con… con una… no sé, supongo que podría llamarse una rebelde. Me lo contó todo, me dijo que debíamos contarlo en la Federación. Para acabar con esta puta locura, ¿entiendes?
     —No, Randi, no entiendo nada. Así que vas a hacer el favor de tranquilizarte y me lo vas a contar con calma, ¿de acuerdo?

     Randi traga saliva y asiente con la cabeza. Esteban le suelta los hombros.

     —Bien, vamos a empezar por el principio. Yo pregunto y tú respondes. En primer lugar, ¿quién es esa… esa nativa, supongo… la que te contó el asunto?
    —Ya te lo dije, es una rebelde. Nadie puede entrar en esta Terminal, igual que nosotros tampoco podemos salir. Están infiltrados, escondidos entre los trabajadores de la fábrica, y cuando consiguen hablar con alguien de fuera, se lo explican todo. Para que se sepa.
     —Vale, de acuerdo —ahora Esteban habla despacio, intentando calmar a su amigo—. ¿Y qué es exactamente lo que hacen con los robots?
     —¿Recuerdas lo que nos dijo el tipo aquel cuando fuimos a pedir trabajo? —continúa Randi— Son los mejores fabricantes de A5 del mundo, los androides más parecidos a una puta persona, ya sabes. Lo que hacen aquí es monstruoso, tío. Les colocan a los robots un sistema nervioso, me lo dijo ella, les dan un sistema nervioso para que tengan dolor. Lo sacan de las personas, de alguna forma consiguen que una mezcla entre robots y humanos. Y luego, los torturan. Buscan el grado exacto de dolor para que los robots sean más parecidos a los humanos, para que sientan como ellos. Eso los hace tan especiales, tío, esos androides son tan jodidamente buenos porque están realmente jodidos, tan jodidos como las personas de verdad.

     Esteban queda en silencio mientras Randi reprime un pequeño lloriqueo.

     —Lo he visto, tío. Esos robots abiertos, con todos sus componentes al aire, como si fueran cadáveres… pero con los ojos abiertos; los movían, se lamentaban… Hay unas máquinas a las que están enchufados, y registran datos todo el tiempo… Y sangre, joder, había mucha sangre. No sé por qué, pero había mucha sangre.
     —Entiendo —dice Esteban—, si la Federación se entera, se les acaba el comercio. Por eso son tan cuidadosos con los visitantes —se queda pensativo unos segundos, mientras Randi se recompone—. Lo que no entiendo es por qué tienen montado todo el tinglado justo aquí al lado, eso no tiene sentido, ¿no?
     —Bueno —contesta Randi—, ella me dijo algo sobre eso. Tener la fábrica al lado de la Terminal tiene varias ventajas. Creo que me dijo…

     Un ruido brusco se oye de repente. Alguien ha entrado en la habitación de malas maneras. Ambos saben lo que sucederá a continuación, y tienen solo un segundo para chocar las manos antes de que una patrulla de soldados nativos entre en el baño.

     Después de todo, parece que también en el baño hay cámaras.

    ***

     El traslado está resultando penoso, hace demasiado calor en ese planeta. Esteban está convencido de ser uno de los pocos terrestres que han visto tan de cerca el paisaje de Averno. Tan asquerosamente cerca.  

A saber qué han hecho con Randi, no ha vuelto a verlo. A él lo han condenado a “El Infierno”. No tiene ni idea de qué coño significa eso, porque Averno ya es un infierno en sí mismo, pero se dirige hacia allí en esos momentos. Tal vez sea una especie de cárcel de máxima seguridad. O un lugar donde envían a morir a tipos molestos como él. Qué muerte tan absurda, sin una triste lápida en su memoria.  

     Y eso que ni siquiera estaba fuera de los límites marcados en la Terminal. Hijos de puta.

     Llegan a una explanada y el vehículo se detiene. Los guardas le indican que salga. Está a punto de hacer una broma sobre un tridente y lo que podrían hacer con él en su culo, pero decide que es mejor no empeorar las cosas. Se baja con calma y observa el cielo mientras los guardas vuelven a subir al vehículo y lo ponen en marcha. Prepotentes, eso es lo que son. Ni siquiera le han registrado ni puesto una triste cinta magnética en las muñecas. Como si ya fuera suficiente castigo el estar allí. Como si él no fuera unos de los humanos más peligrosos que hubieran pisado el infierno.

     Lentamente, el vehículo se aleja, levantando una polvareda tras de sí que se confunde al instante con el aire espeso de Averno. Esteban pasea la mirada por la explanada, pero la visibilidad es realmente mala. Le parece escuchar como una melodía lejana. Entorna los ojos para ver si consigue distinguir algo, pero nada. Sí, es una melodía. Una melodía conocida. Es como…

     …. Como un villancico.

     Es un puto villancico.

     La música va aumentando en volumen, hasta que Esteban puede distinguir perfectamente cada uno de sus matices. Los cantos alegres e infantiles. Las jodidas zambombas.

     A medida que se acerca, empieza a reconocer una curiosa comitiva. Varias figuras humanas se acercan en fila por un sendero. A la cabeza va una mujer vestida de pastorcita, con un corsé excesivamente ajustado, seguida por varios niños con bufandas y gorros (¿bufandas y gorros en el infierno?). Todos van cantando. Cantando villancicos. Y Esteban sabe que vienen a por él.

     Sin pensárselo un momento, en un acto instintivo de supervivencia, echa mano al interior de su bota, donde ha escondido su arma. Tiene la polla completamente dura, tan dura que parece a punto de estallarle. Malditos hijos de puta, lo tienen todo pensado.

    Y entre sonidos de zambombas y aleluyas infantiles, Esteban saca su R14, su niña, y empieza a impartir justicia.  Un grito de guerra resuena a lo largo de todo el valle, es un nítido “¡Cagoendios!”.
     
     
     
     
    
Nieves Delgado (Coruña, 1968) estudió astrofísica y actualmente ejerce como profesora de educación secundaria en la comunidad autónoma de Galicia. Escribe relatos de ciencia ficción y terror que han sido publicados en las revistas digitales “Portalycienciaficción” , “Ianua Mystica” y “Los zombis no saben leer”, así como en la web “Sitio de Ciencia-Ficción”. Así mismo, su relato La Condena formó parte de la Antología SdCF de Relatos de Ciencia Ficción 2012.
Podéis leer algunos de sus relatos en su perfil de Wattpad:
 http://www.wattpad.com/user/NievesDelgado