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Pasillos

Dolo Espinosa


El primer día de trabajo habían advertido a Marta de lo fácil que podría resultar perderse en el laberinto de pasillos de aquel edificio y hasta le habían hecho entrega de un plano, por si las moscas. Por supuesto, Marta no le concedió al plano más que un rápido vistazo antes de dejarlo olvidado en el fondo de su bolso, ese lugar al que iban a parar tampones olvidados, lápiz de labios estropeados, pañuelos de papel usados y las monedas que se caían de su cartera.


―La gente es muy exagerada ―pensó para sí―. Seguro que todo es cuestión de fijarse un poquito.


De todos modos, cuando tuvo que ir a recoger unos informes en la segunda planta, Marta tuvo el cuidado de fijarse en el camino que había seguido hasta llegar al despacho al que tenía que ir.


Con lo que no había contado es con que aquella oficina tuviera dos puertas y la hicieran abandonarla por una diferente a aquella por la que había entrado.


En un principio, no se preocupó demasiado, después de todo, pensó, por laberíntico que pudiera llegar a ser el edificio, no podía tardar mucho en orientarse o en encontrar a alguien que la orientara. La gente, se repitió, es muy exagerada. Lo más sencillo hubiera sido volver a entrar y preguntar el camino al ocupante del despacho que acababa de abandonar pero, al recordar la cara de malas pulgas que tenía el interfecto, la joven prefirió echar a andar animosamente por aquellos largos, ominosos y silenciosos pasillos.


Veinte minutos más tarde seguía perdida y comenzaba a sentirse preocupada. No lograba reconocer nada. No conseguía averiguar qué rumbo debía seguir. Los despachos junto a cuyas puertas pasaba estaban vacíos. No se había cruzado con nadie en todo ese tiempo.


Empezaba a sentir unos casi irreprimibles deseos de gritar.


Cincuenta minutos más tarde, la preocupación fue dando paso al miedo (o, para ser más exactos, el miedo apartaba a la preocupación de su camino a base de fuertes empellones y codazos). Al doblar una esquina se dio de bruces con un ascensor y, suspirando aliviada, decidió entrar en él y bajar a la planta desde la que, suponía, había subido. Cuando la puerta se abrió en lo que ella creía la planta baja, su sonrisa de alivio quedó congelada. En lugar del ajetreo de sus compañeros, de la luz solar y del rumor de voces humanas, Marta se encontró con la humedad, el silencio y el olor a moho de un oscuro sótano. Apenas sacó medio cuerpo fuera para echar un rápido vistazo, no se atrevió a dar ni medio paso fuera del ascensor. Allí abajo había lugares en los que las sombras parecían moverse y arrastrarse, le pareció escuchar gemidos quejumbrosos, olió la podredumbre de la muerte... y sintió pavor. Apretó con urgencia los botones, todos a la vez, con desesperación, el corazón batiendo con fuerza contra su pecho. La puerta se cerró con lentitud exasperante y volvió a subir a la planta superior para volver a encontrarse con los mismos pasillos y puertas.


Tras hora y media de estar recorriendo pasillos, abriendo puertas y buscando gente, el miedo había salido huyendo a toda velocidad y había dejado en su lugar al pánico. Daba igual que subiera o bajara escaleras, daba igual que fuera a izquierda o a derecha, todo parecía idéntico. Marta estaba segura de que sólo estaba dando vueltas y más vueltas en el mismo lugar.


Hubo un momento, al entrar en el pasillo donde se encontraba el ascensor, que le pareció ver a una mujer entrando en él. La joven intentó atraer su atención a gritos, pero la otra no pareció darse por enterada.


Ella, abatida, continuó buscando la salida.


Tres horas más tarde todo seguía más o menos igual, a excepción de sus nervios, su ropa, su peinado y su cordura. Ahora ya sabía que no había salida. Nunca la había habido.


Lo había descubierto diez minutos antes.


Había entrado en el baño en busca de agua. Alguien lloraba tras una de las puertas. ¡Al fin, otro ser humano! Tal vez supiera cómo salir de allí. Marta se acercó con cautela. Tocó suavemente en la puerta. Los llantos cesaron pero nadie abrió.


Tomó aire y, lentamente, empujó la puerta. Le pareció escuchar un débil no, no, no lo hagas, pero siguió abriendo, tenía que hablar con alguien, tenía que preguntarle a alguien cómo salir de allí, no podía dejar pasar la oportunidad de escapar.


Cuando la puerta se abrió del todo, Marta se encontró ante una mujer que ocultaba el rostro tras sus manos crispadas. Sus ropas le parecieron conocidas.   Su pelo, también. Incluso su perfume le recordaron a algo. Le cogió las manos y, despacio, logró separarlas y ver su cara arrasada por las lágrimas.


Entonces supo que nunca, jamás, saldría de allí.


Entonces supo que el horror tan sólo acababa de comenzar.


Porque el rostro que la miraba llena de tristeza, miedo y angustia era su propio rostro.


Salió corriendo y gritando de allí.


Escapó de aquella visión de sí misma.


Luego, con alivio, casi con alegría, Marta se hundió en el frío y protector abrazo de la locura.