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Por el bien de todos

Dolo Espinosa

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

Las voces repiten las mismas palabras sin parar.

Como una oración.

Como un mantra.

Como una lección.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

La tribu avanza, tardo el paso, bajo el opresor calor de la mañana.

A pesar de no ser aún mediodía, el sol ya cae a plomo sobre las cabezas bajas de la tribu. En unas pocas horas el bochorno será insufrible y habrá que parar pero, de momento, no hay excusas para detenerse y el clan prosigue su viaje a buen paso. Apresurado casi. La zozobra y la ansiedad sobrevolando sobre todos ellos y empujándolos hacia su destino.

Hoy es un día especial.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

Las bocas resecas siguen repitiendo las mismas palabras una y otra vez.

Como un recordatorio.

Como quien memoriza una lista de cosas que no quiere ni debe olvidar.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

En el cerebro recalentado de cada uno de ellos aparecen difusas imágenes, aprendidas de niños, más imaginadas que reales, de cada uno de los elementos que nombran. Lejanos recuerdos de cuando tales cosas eran comunes, hacía tanto tiempo que no quedaba nadie vivo que lo hubiera conocido.

Lo que se conocía de aquel entonces eran vagas leyendas, mitos de cuando el mundo era un lugar mejor, un mundo en el que existían máquinas voladoras y vehículos más rápidos que la gacela más rápida, un mundo en el que la gente podía comunicarse a kilómetros de distancia a través de extrañas máquinas y vivía apiñada en casas que llegaban hasta el cielo, un mundo en el que había agua en abundancia, en exceso incluso. En el que la lluvia no sólo se acumulaba en charcos o pozos, sino que podía formar ríos, lagos o mares, enormes acumulaciones de agua ahora inimaginables. Incluso se contaban cuentos sobre agua sólida a la que llamaban hielo. Pero nadie en la tribu había conocido esas maravillas y muchos, la mayoría, ni siquiera las creían.

Ahora el agua era un bien escaso, demasiado escaso, y cuando faltaba, el pequeño y frágil mundo de la tribu se venía abajo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

Dryala camina junto a la abuela Byzu. Como todos, lleva el rostro cubierto para protegerse del sol y el polvo del camino, y el cuerpo envuelto en amplios ropajes que permiten la circulación del aire. Es muy joven y soporta mejor el calor y la sed que la abuela, quien arrastra sus muchos años apoyando el menudo cuerpo en un retorcido cayado.

La anciana, con voz cascada y cansada también recita la curiosa jaculatoria:

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

Dryala debería hacer lo mismo, pero a ratos se calla, sumida en sus pensamientos. Es joven, muy joven, apenas ha visto quince lluvias, y hoy es un gran día para ella. La abuela la mira de reojo y le da un codazo para que continúe con el monótono cántico.

La muchacha lanza un bufido de protesta, pero, obediente, vuelve a unir su voz a la monótona enumeración.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

El calor, el sol, la tierra levantada por los cansados pies y la continua repetición mantiene a todos en una especie de trance. Las mentes se vacían y sólo existen el camino y las voces. Este arrobamiento ayuda a la tribu a sobrellevar la sed que empieza a acuciarles.

Dryala, cuyos pensamientos, la han sacado del embeleso, es la primera en sentirla, pero sabe que aún no es tiempo de beber pues la poca agua que queda, ha de ser racionada con cuidado.

Poco a poco, el mantra mil veces repetido la devuelve al ensueño:

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

Imágenes difusas de cosas perdidas pasan por las mentes de todos ellos.

La tisana de hierbas sedantes tomada antes de partir hace rato que ha comenzado a hacer efecto, las palabras repetidas no son más que un .vehículo que ayuda a inducir el trance y llegar a la calma tan necesaria para todos.

«Ninguno de nosotros quiere estar aquí, pero no tenemos más remedio que estar», piensa Byzu mientras aprieta la suave mano de Drayla que se esfuerza en mantener la concentración.

Quince lluvias han visto sus brillantes ojos y su cara de luna, y cada uno de ellos sintiendo, sabiendo, que era tremendamente especial, pues así la llaman, a ella y al resto de huérfanos, “los especiales”. Niños débiles, enfermos, niños con toda clase de problemas cognitivos o motores, niños que ningún padre desea y que provocan lágrimas de dolor y decepción en las familias. Niños cara de luna, de inteligencia lenta, como Dryala, niños ciegos, niños sordos, niños demasiado pequeños, niños paralizados de cuello para abajo...  Todos esos pequeños son entregados a la comunidad, bajo la atenta autoridad de la abuela Byzu y sus acólitas, a las que llaman «tías» y son cuidados con esmero y sumo cariño.

Los niños nunca vuelven con sus padres y ningún padre regresa a reclamarlos, la renuncia es total, y la mayoría los entregan con cierto alivio culpable.

En época de bonanza, los pequeños especiales viven vidas largas y felices, rodeados de amor y respeto. Nada les falta, nada les es regateado. Comida, vestido, incluso educación para aquellos que posean la capacidad necesaria. Son tan plenamente felices y son cuidados con tanta dedicación que no llegan a echar de menos unos padres o una familia. No tienen por qué. Ellos ya tienen una.

Pero cuando llegan las vacas flacas.

Cuando la lluvia no llega.

Cuando los alimentos escasean.

Cuando el hambre comienza a enseñar sus amarillos dientes.…

Dryala había tenido suerte, su vida había coincidido con un largo período de bienestar. Durante quince años la lluvia había llegado puntual, nunca en demasía, pues eso ya no ocurría desde aquellos legendarios tiempos que contaban las viejas historias, pero siempre lo justo para que los cultivos salieran adelante y tanto animales como seres humanos pudieran vivir y prosperar. Así que Dryala no había conocido más que felicidad y amor durante su breve vida, al igual que el resto de pequeños, al que ella llamaba hermanos, que ahora avanzaban, andando los que podían, en carro aquellos cuyos miembros se encontraban inmovilizados. Todos acalorados y sedientos, pero todos ilusionados, rumbo a su destino.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

El monótono cántico continua, a pesar de las resecas gargantas, y reverbera en el aire ardiente, extendiéndose por el implacable secarral. Las voces, en el silencio, recorren kilómetros, pero no hay oídos que puedan oírlas aparte de los suyos propios y los de los escasos animales que malviven en el desierto.

Aunque todos tienen prisa por llegar al templo, Sanzagh, la jefa, decide hacer un alto para descansar, comer y, sobre todo, beber. El sol ya está muy alto y andar es un tormento. Es hora de buscar refugio. De ser un día normal ahora mismo estarían todos a cubierto, disfrutando de alguna sombra benevolente, dejando pasar las horas ardientes, entretenidos en alguna tarea menor.

Se montan las sencillas tiendas de los viajes, un par de palos y unas pocas telas, para crear la necesaria sombra. Luego se reparte la ya escasa comida y la aún más escasa agua. Es tiempo de descansar, de dormitar, de charlar en susurros, de no pensar en nada. Antes de partir se repartirá un poco más de la tisana mañanera. Hay que mantener a todos tranquilos. Que no piensen en lo que está por venir.

Byzu atiende a sus pequeños, a sus niños especiales, reparte agua, besos, comida, abrazos y sonrisa… Y se traga las lágrimas que pugnan por salir.

Durante las últimas estaciones Byzu se había atrevido a soñar que la tribu podría prosperar sin temor a morir de hambre y sed, que sus niños crecerían sanos y felices, que el futuro sería más hermoso que el pasado.

La estación de lluvias duraba apenas un par de meses y el agua caída no llegaba a ser, ni mucho menos, como en los tiempos anteriores al Gran Cambio, pero era suficiente para que se llenaran pozos, aljibes y otros dispositivos de recolección. Incluso algún año especialmente lluvioso, llegaba a correr algún diminuto torrente. tímido remedo de los viejos ríos. Con el agua de esos días, la tribu debía sobrevivir todo el año y, tras tantas generaciones de escasez, lo lograban sin demasiada dificultad.

El problema aparece cuando las ansiadas lluvias no llegan. Cuando los ojos se cansan de escudriñar el cielo en busca de una nube gris. Cuando el miedo encoge los corazones.

Como está ocurriendo ahora.

Entonces no se puede cultivar, la comida comienza a escasear y la sed es una amenaza constante. Las mujeres recurren al sanador en busca de métodos que impidan la concepción, pues la tribu no puede permitirse más bocas que sustentar, los cuerpos se vuelven más enjutos, angulosos, todo piel y huesos, la felicidad huye de las familias.

Si la sequía se extiende mucho en el tiempo, los más viejos se dejan morir y los que enferman son abandonados a su suerte.

Por eso la tribu ha dejado hoy sus casas y, en pesada procesión, se pusieron en marcha rumbo al Templo. Una antigua construcción, de techos altísimos, siempre fresca, llena de extrañas figuras, quizás viejos dioses ahora desconocidos, que la tribu usa para sus rituales más importantes.

Cuando todos se han alimentado y descansado, Sanzagh ordena reanudar la marcha. Byzu contempla a la fibrosa y dura jefa estirar su largo cuerpo. En su curtido rostro se puede ver la preocupación y el dolor.

No son tiempos fáciles para nadie.

Con crujir de huesos, Byzu se pone en pie y se prepara para volver al camino.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

Vuelta al mantra, al polvo, al calor.

Vuelta a intentar no pensar en lo que está por llegar. El ánimo un poco más oscuro que al comienzo del día. El paso, presto antes, se vuelve más pesado, más remolón, más desganado a medida que se acercan a su lóbrego destino.

Los corazones están divididos entre el deseo de acabar cuanto antes y el de no llegar nunca.

La pesadumbre vuelve los pies cansados.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

El agotamiento nervioso es mayor que el físico.

Los únicos tranquilos son los pequeños, los especiales y los otros, que, ajenos a todo, disfrutan de lo que para ellos es una gran aventura.

El sol se está poniendo cuando, al fin, llegan al Templo.

Byzu sabe que, en el fondo, hacer tan larga peregrinación para llegar a este lugar, es un gasto de tiempo y energía bastante estúpido. La tribu no tiene ninguna creencia real en dioses, a lo sumo una vaga fe en espíritus y algunas supersticiones sin base religiosa, pero las tradiciones unen y los rituales ayudan a que todos sientan que tienen el control de la situación, la repetición de gestos y actos centenarios contribuye a que se sientan más tranquilos y bajan el nivel de ansiedad. Por eso viajan hasta ese templo, por eso se castigan con el sol, el calor y la sed, por eso repiten el mismo cántico sin sentido:

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

Hasta que entran en la fresca sombra del edificio y se produce el silencio.

Y el silencio pesa.

Con el peso del silencio sobre los hombros, la tribu se sienta en círculo. Los niños especiales se sitúan en el centro.

En silencio, la abuela Byzu prepara una nueva tisana. Esta será sólo para ellos. Para sus niños. Tan sonrientes, tan felices, tan inocentes, tan amados, tan especiales. Sí, sólo para ellos... Y también para ella.

En silencio y con ternura, ofrece un cuenco a cada uno de los niños. Las tías ayudan a quienes por edad o estado físico no pueden hacerlo.

Ellos, con los ojos iluminados, beben confiados.Son el centro de atención y eso les gusta. Son especiales y este es un momento especial. Este es su momento.

La tribu entona un dulce cántico que parece volar hasta el lejano techo del templo para luego caer, suavemente, sobre todos, envolviendo a cada uno de ellos en una dulce melancolía, una tristeza sorda, un dolor reprimido.

Sin dejar de cantar, algunas parejas se levantan y se acercan a los pequeños. Son los padres de los abandonados, los mismos que los entregaron al nacer y que ahora reclaman a sus hijos, para acompañarlos, abrazarlos, besarlos y mecerlos.

Es la primera y última vez que les cantarán una canción de cuna.

Los niños se acurrucan en los brazos paternos, un poco sorprendidos, un tanto extrañados, pero felices, y se dejan arrullar.

En sus tiernos rostros una sonrisa de plena felicidad.

Byzu, en el centro de todo, acaba su tisana. Sanzagh había intentado convencerla para que no lo hiciera, pero cuando la abuela Byzu toma una decisión, nadie puede hacer que la cambie. Para ella no tiene sentido seguir sin sus niños.

Sus pequeños especiales. Nacidos diferentes, con un destino singular.

Los más débiles deben morir por el bien de todos. En los próximos meses no habrá suficiente comida ni bastante agua, hay que disminuir el número de bocas que alimentar y ellos, ahora, son una pesada carga.

Además, su carne servirá de alimento para cuando lleguen los peores momentos.

Para eso se cuida al ganado.

Cuando el último aliento sea exhalado, el ritual pasará a su momento más sangriento.

Pero ahora sólo existe el canto y la tristeza del adiós.

Padres que acunan, abrazan y acarician a sus niños.

La abuela Byzu sonríe somnolienta, al menos, piensa, se irán felices.

El sopor y la muerte llegan dulcemente.

Sin dolor.

Sin angustia.

Sin llanto.

Sólo un pacífico descenso hasta el sueño eterno.

Los ojos se cierran.

La respiración se ralentiza.

Los corazones, poco a poco, se detienen.

La abuela Byzu sueña que la lluvia cae sobre todos ellos y murmura:

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

—Agua, charcos, lagos, ríos, mares, lluvia, hielo.

Sin parar hasta que la muerte sella sus labios.