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Putas de Tijuana

González Mesa, Juan

Nac309 hundió los dedos en el metal de la mesa de laboratorio y la arrojó contra la cristalera. Al  entrar el aire congelado de la noche, las llamas cobraron fuerza y Samuel tuvo que taparse la cara con el brazo del arma. Una araña biónica saltó para agarrarse a su gabardina. Las otras bailoteaban alrededor del cuerpo del doctor Rida, como si aún pudiesen recibir órdenes de su creador.


—¡Vamos! —gritó Nac309.


—¡Joder!


    Casi ciego, Samuel se despojó de la gabardina, retrocediendo. Tropezó con un archivador y cayó de espaldas. Unas manos suaves y frías lo levantaron por las axilas, y Samuel escuchó la voz perfecta de su compañero:


—No tengas miedo, Samuel.


—Un poco tarde, Nueve…


    El robot guió a Samuel hacia la cristalera rota a través del humo y del fuego. El detective recuperó la visión y vio que el jardín se acercaba como un raquetazo de verde oscuro hacia su cara. Escondió la cabeza, curvó el hombro y rodó sobre la espalda. Robot y humano quedaron con una rodilla en tierra mientras estallaban los depósitos de la calefacción del edificio, reventando los cristales e incendiando la noche con un calor y una luz insoportables.

    Nac309 saltó sobre Samuel y lo cubrió de la lluvia de cascotes, que retumbaban en su pecho de aleación y tejido de cobertura. Un trozo demasiado grande los hizo rodar por el suelo. Quedaron ambos boca arriba mientras los papeles de oficina caían negros y remolones como en un baile de fantasmas.

—¿Estás bien? —preguntó Samuel con voz ronca y gesto de desmayo.

—Veinte por ciento de daño en el esqueleto costal  —respondió el robot. Tuvo que pensar un segundo antes de añadir—. Ligero desplazamiento de frecuencias sigma y sigma 2.

    Samuel se apoyó en un codo. La espalda le lanzó un latigazo de dolor que le hizo encoger desde la barbilla a las cejas, pero no fue suficiente para impedirle preguntar:

—¿Estarás para el partido del domingo?

—En un 95 por ciento de probabilidades… —se incorporó sin dificultad y dirigió una significativa mirada al edificio en llamas—. Aunque el papeleo por todo esto…

—Yo me encargo del papeleo, Nueve. Soy el puto amo del papeleo.

    Tres horas más tarde, en la comisaría, Samuel se frotaba las muñecas delante de la pantalla de ordenador, sin conseguir concentrarse. Agradecía íntimamente que apareciera uno de sus antiguos compañeros del grupo de asalto del distrito 9, un latino alto y fibroso, aunque de pelo ya encanecido, llamado Luis Lorenzo Castañeda, pero al que todos conocían como Lul.

    —¡Miradlo! —exclamó Lul con su sonrisa contagiosa de bicho perezoso—. ¡Este es el hijo de puta que hizo de cebo para que su 300 acabara con el doctor Rida!
    Samuel se levantó y se dejó palmear por esos brazos de jugador de basket.

    —Esta vez ha faltado un pelo —confesó Samuel.

    —¡Pero ha sido el puto doctor Rida, joder! No creo que te expedienten por no pedir refuerzos, teniendo al loco más viejo de todo Dallas a tiro de piedra, yendo con tu 300 y todo eso…

    Samuel comprobó que los compañeros de la comisaría habían dejado de mirarles y volvían a su labor frente a los ordenadores. Se rascó la coronilla y volvió a confesar:

    —Bueno, no podría haber pedido refuerzos… Una de esas putas arañas biónicas se metió en el coche y lo jodió desde el radiador hasta el limpiaparabrisas.
    Lul enarcó ambas cejas antes de soltar una carcajada.

    —Me cago en la puta, Samuel… —dijo—. Te llevaste un buen rato aparcado ahí enfrente pensándotelo, cabrón.

    —Un buen rato.

    —Vamos a tomarnos algo. Los otros están donde siempre.

    Los otros, el grupo de asalto del distrito 9, supervivientes de una época en que tu compañero sangraba. Unos cabrones duros que tenían más años a sus espaldas de los que les restaban para jubilarse.

    —Que le den por culo al papeleo —insistió Lul.

    —Vale, pero luego quiero pasarme a ver a 309.

    Mientras Samuel recogía la chaqueta, su antiguo compañero volvió a enarcar aquellas cejas negras de actor de telenovela.

    —¿Sigues con 309?

    —Y espero que me dure…


    La sala de medicina tecnológica era amplia, como un barracón seccionado por pequeños biombos que no servían para preservar la intimidad de los pacientes, sino para colgar pequeñas herramientas y manuales técnicos de plástico gastado. Nac309 estaba sentado en una cama metálica, con las muñecas adornadas con unas arandelas magnéticas que podían ser activadas por control remoto para dejar al paciente pegado al suelo.

    El suelo era de un metal gris agresivo y pulcro, como una gigantesca espada.

    Samuel  se quedó de pie, apoyado en el biombo. Nac309 estaba desconectado. Todos los robots de aquella estancia estaban desconectados. Out de Superficie. Un sistema de ahorro de energía en que el robot solo podía volver a la actividad por algún estímulo externo indeterminado o por la prescripción del médico.

    Los médicos tecnológicos nunca eran claros en cuanto al Out de Superficie, qué tipo de estímulo externo podía despertar al robot y por qué en ese estado podían llevarlo al desguace sin que ninguno se resistiese.

    Samuel dio un golpe al informe que colgaba por una esquina de un clavo del biombo. Había leído muchas veces el diagnóstico. Fallo en el sistema sigma 2: temblores e imposibilidad de predecir el comportamiento del robot en situaciones de conflicto. Samuel había intentado comprárselo al Departamento de Policía. No era una cuestión de dinero, a pesar de que una sola pieza de Nac309 era más cara que todos los órganos de Samuel. Era una cuestión de seguridad.

    Imposibilidad de predecir el comportamiento del robot en situaciones de conflicto.

    Samuel había intentado convencer a los médicos de que adaptaran su sistema de memoria y de percepción a un soporte menos peligroso, quizá a un Admin100. Los médicos se habían reído ante su atrevimiento. No era una cuestión de presupuesto, a pesar de que las piezas de Nac309 servirían para reparar a otros diez Nac300 que aún eran funcionales.

    Se trataba de una cuestión técnica imposible de comprender para los profanos.

    Samuel dio un golpe más fuerte al informe e hizo que diese una vuelta completa alrededor del clavo. Cuando el libreto plástico se hubo detenido, los ojos de Samuel se fijaron en la fecha prevista para el traslado de Nueve. Dos días. Treinta y seis horas, para ser exactos.

 

    Lucas Hold ocupaba el asiento del piloto y Freddy Sánchez el del copiloto. Este último repasaba la documentación de ambos, el dinero en efectivo y el paquete de tabaco; quince cigarrillos. Todo iría bien. La sombra de la valla publicitaria aún los protegía del sol de la mañana, que ya comenzaba a ser inclemente en mitad de aquella zona desértica. Tenían una garrafa de agua en el suelo del asiento trasero.

    Lucas comprobó el cargador de su tiraplomo. Pasó el dedo por la punta de una de sus balas, recubierta de un tejido médico rasposo cargado de anestesia local, desinfectante y activadores de plaquetas. Introdujo el cargador en la pistola y la depositó sobre el salpicadero.

    —El otro día llegué a casa a las cinco de la madrugada —dijo Lucas—, bastante borracho, con el cuello de la camisa manchado de carmín y apestando a perfume de puticlub.

    —¿El viernes o el sábado?

    —El martes. Mi mujer con los ojos como un búho, sentada en la cama. Y le digo: «No me mires con esa cara que ahora vas tú».

    —No está mal para llevar cuatro años divorciado.

    —Cinco. Antes te reías.

    —Es que me lo has contado veinte veces. Y no me digas que son treinta.

    Lucas sonrió. El viejo radar del coche, calibrado para captar vehículos de más de dos mil kilos y molestar con los más pequeños, comenzó a emitir un zumbido.

    —Bueno, vamos allá. Espero que esos dos no se hayan dormido.

    —Estaría gracioso —dijo Lucas Hold mientras arrancaba—, que vengamos a rescatar a su chucho y se quede dormido. Le meto el 300 por el culo y lo pongo en modo «bailar».

    El motor del viejo blindado respondió a la primera; buena señal. Todo iría bien, como en los viejos tiempos del distrito 9.


    El furgón de transporte estaba al borde de la cuneta, bloqueado por dos vehículos blindados de policía, antiguallas del grupo de asalto, seguramente recompradas en subasta. Los agentes de G.O.A.R. apuntaban a Samuel y sus compañeros con armas automáticas fibra, frente a los antediluvianos tiraplomo del calibre 39 con balas de punta autocurativa.

    La armadura de los G.O.A.R parecía una mezcla de ropa de baile y equipación de fútbol americano, negra y brillante. Los viejos policías, sin embargo, parecían viejos policías y no brillaban. El polvo levantado del camino parecía haberse prendido a sus ropas.

—No vais a llevaros a este 300 —dijo el Goar a través de su máscara antidisturbios.

—La carretera es solitaria —respondió Samuel; la voz agitada pero el pulso sereno—. Tenemos tiempo.

    Los dos Goar se dirigieron una mirada breve y en contra de procedimiento, dejando al descubierto sus dudas. Agentes de policía tomando al asalto un furgón del G.O.A.R. A veces sucedían cosas cuando un detective perdía a su 300, sobre todo si el detective era de la vieja escuela y establecía disparatadas relaciones de idea, como si aquellos sofisticados apéndices metálicos del Departamento de Policía fuesen chuchos fieles de la brigada canina.

    Pero no se había oído nunca que llegasen a tanto. Al menos, no había literatura judicial al respecto.  

—He leído el informe —dijo uno de los Goar—. Es irrecuperable. Sigma 2 dañado. Imposible predecir su comportamiento en situaciones de conflicto.
—Mira por dónde —respondió Lul, bajando un poco la tiraplomo de cañones recortados—. Igual que nosotros.

    Curiosamente, el Goar hablaba de un modo más mecánico que los Nac300, y su manera de evaluar la situación era aún más rígida y evidente. Miró a su compañero, miró a los agentes, uno por uno, y respondió.

—Bajad las armas. Estáis detenidos.

    El otro Goar intentó cerrar la puerta buscando parapeto, asustado por la convicción de su compañero. El primer disparo fue un plomo autocurativo a la rodilla. El Goar con más pretensiones cayó al suelo disparando y acertó en el chaleco antibalas de Lul. Samuel se lanzó al interior del furgón y puso el cañón del tiraplomo en la cabeza del segundo Goar, que le apuntaba al cuello. El chico no se esperaba un movimiento tan rápido en alguien de más de cuarenta años, pero el caso concreto es que, sin saber cómo, tenía a un palmo de su cara el aliento a tabaco ilegal del detective, y el detective quizá se sintió satisfecho con la proeza, porque ninguno de los dos apretó el gatillo.

    Los otros policías no tenían una visión clara de la situación.  Freddy cogió a Lul por los hombros para acercarlo al coche de policía y Lucas Hold se acercó buscando un mejor ángulo. El Goar herido, mientras tanto, se dejó caer fuera del furgón soltando su arma. Tenía una clara mancha de orina en el centro de los pantalones. No era capaz siquiera de quitarse la máscara.

—Los Goar sois demasiado chulos —le recriminó Lucas, arrodillándose a su lado mientras buscaba una mejor visión del interior del vehículo.
    Solo veía la espalda de su viejo compañero y su pierna derecha; el Goar estaba dentro del furgón, inalcanzable desde fuera.

    A Samuel ya le temblaba la mano. Al Goar también. Se había quitado la visera protectora con algún pulsador oculto, y su rostro parecía extrañamente pálido en la oscuridad del furgón. Más allá de los hombros del chico, Samuel tenía presente la figura de Nac309 sentado en un trono de metal, en Out de Superficie, igual que un faraón en su sueño eterno.

—Estáis como putas cabras —dijo el Goar.

—Es un compañero.

—Es como una pistola. Como un chaleco antibalas.

    Samuel bajó su arma y torció el gesto, intentando calcular la edad de aquel muchacho, intentando juzgar su experiencia.

—Respeta más tu chaleco antibalas, chaval —dijo.

—¡¿Todo bien?! —gritó Lucas desde fuera.

    El Goar desvió un segundo su atención hacia la puerta. Samuel le agarró la mano del arma, le torció la muñeca hacia fuera y le impactó la diestra en el costado, donde la armadura era tan solo una franja de tela elástica. Solo hubo un bufido, como de derrota, y el chico se quedó sin fuerzas y cayó de rodillas.

    Lucas se acercó, dispuesto a entrar a las bravas, cuando la puerta que había permanecido cerrada se abrió hacia fuera y el Goar cayó al suelo levantando algo más de polvo de la carretera. Samuel, sudoroso, aún tenso, sacó el cargador del arma fibra y lo tiró a un lado.

—Samuel «el Rápido» —murmuró Lul mientras se quitaba el humeante chaleco antibalas, escupiendo algo de sangre.

    «El Rápido» se puso en cuclillas frente al Nac309. Lucas, a su lado, negó con la cabeza.

—Out de Superficie. ¿Qué hacemos para que se espabile?

—Ya se nos ocurrirá algo —dijo Samuel, observando las blanquísimas órbitas de su compañero de armas—.  Lo ponemos a ver el partido, lo llevamos de putas… algo.

    Lucas asintió. Sonrió. Luego soltó una carcajada amarga, valiente, casi desesperada.

—Nos hemos metido en un lío de tres pares de cojones —dijo.

—Bueno… —respondió Samuel, alargando la mano para apretar con agradecimiento el hombro de su viejo compañero del distrito 9—, quizá tengan que ser putas de Tijuana.
 

 

 

Juan González Mesa es autor de El exilio de Amun Sar, Gente Muerta y La Montaña, ganador de varios concursos de relato corto, guionista, director y storyboarder de cortometrajes, dibujante y diseñador, corrector de textos y guiones y futuro empresario editorial y cinematográfico.