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¿Qué más necesitas, Hilary?

Heka, Rafael

Permítanme que no me presente y disculpen esta pequeña introducción (es más fruto del desahogo que de la necesidad de esta comparecencia). Sé que mi tiempo es limitado, así que no me andaré con rodeos: Mi vuelo, el 008 de ANA destino San Francisco, regresaba de Tokio. Era cerca de la una de la madrugada y yo volvía descorazonada tras someterme a unas pruebas experimentales con respecto al tratamiento del cáncer de mama que poseía y que me había convertido en los últimos tiempos en la sombra de pelo corto y ceniciento de la antigua y algo conocida creadora de universos, Hilary Swan.

Como escritora neoyorkina de ciencia-ficción afincada temporalmente en Barcelona, la crisis del sector en España llevó a la quiebra a las editoriales con las que trabajaba haciendo que mi salud se debilitase hasta el punto de hacerme enfermar de la peor de las maneras: Perdí el trabajo, mis propiedades y las pocas esperanzas que siempre albergamos los que nos dedicamos a una profesión tan solitaria, denostada y paupérrima como es la literatura.

Antes de acabar destruida del todo decidí centrarme en tres únicas cosas: Sacar a mi hija Victoria del país y colocarla en una buena consultora de Los Ángeles en la que aún tenía algunos contactos, asegurar algo el futuro a su padre y tratar de curarme. Conseguí no sin poco esfuerzo las dos primeras. Desgraciadamente, la última no se cumplió.

En el diario de la mañana, mientras por la ventanilla de mi asiento, el 14C, contemplaba el Pacífico, se hablaba de la colonización de la Luna y de las revolucionarias impresoras 3D. Reí para mí. Todo eso antes me parecía importarme. Me hacía sentir viva. Sin embargo, en ese momento me preocupaba tanto como el sueño del militar del 26A con su mandíbula desencajada, el capítulo de la serie Westworld a medio terminar por el muchacho del asiento 8E o la molesta tos de la anciana de la 19A a punto del paroxismo. Nada. Nada en absoluto. Llevaba toda la vida luchando para labrarme un futuro y cuando ya era capaz de poder disfrutarlo, el destino hacía que todo supiese amargo.

El vuelo prosiguió mientras trataba de repasar mi lamentable futuro inmediato. No quería dejar cargas a mi familia así que me había ocupado de todo con escrupulosa meticulosidad: Sepelio, incineración y trámites legales. Moriría en Los Ángeles, junto a mi familia. Descansaría en paz.

A los pocos minutos antes de amanecer, el boing 777 experimentó cierta sacudida. Nada importante, algo así como una especie de turbulencia de esas que le revuelven a una un poco el estómago. Luego vino otra. Ahí ya nos asustamos todos un poco, pues esta fue mucho más fuerte. Luego otra más, y otra y otra. Cuando parecía que la cosa no se podía poner peor y ya se empezaban a escuchar los murmullos de preocupación de algunos pasajeros y ciertos regüeldos camino de la arcada, el avión se estabilizó. Sobrevolábamos ya el aeropuerto de San Francisco.

A los gritos de asombro de los pasajeros ante lo que parecía asomar por el hueco de sus ventanillas se sumó el de la tripulación de a bordo precipitándose con vehemencia hacia ellas.

Sorprendida, levanté el protector de la mía y enmudecí.

Conocía algo el aeropuerto, había estado en él en un par de ocasiones y, sinceramente, no podía ser el mismo. Parecía como si tecnológicamente hubiese avanzado un buen puñado de años. Donde antes estuviera su bella cruz de pistas internadas en el mar, ahora se desplegaba una especie de estructura similar a la de los copos de nieve, trasegada con fruición por infinidad de ¿¡naves espaciales!?

No lo podía creer.

El piloto se apresuró en sus explicaciones, comunicándose por el interfono:

—Señores pasajeros, hemos sido fruto de un fenómeno hasta el momento inexplicable y estamos tratando de resolver sus consecuencias. Si no es una pesada broma, desde la torre de control nos comunican que hoy es 28 de noviembre del 2044…

El pasaje enmudeció.

Comencé a carcajearme sin ningún tipo de miramiento mientras algunos pasajeros me miraban tratando de adivinar si me había vuelto loca o era una completa gilipollas. Veinte años. ¡veinte putos años! Continué riéndome desaforadamente. No podía apartar de mi mente el recuerdo de mi médico diciéndome que no viviría ni un mes más.

Dejé que todo el mundo desembarcase antes que yo. Quería disfrutar de ese momento y del reflejo que como en una de William Gibson me transmitía mi “neuromante” ventana. Veinte años…

En fin, que bajé a la oscuridad de la noche y me imbuí en lo más parecido a un decorado de Blade Runner: hologramas gigantescos con la publicidad de productos que jamás había probado, vehículos indescriptibles aerotripulados, personas con implantes luminosos en el cuerpo. Sin embargo, lo que más me impactó fue contemplar ¡dos lunas!

Los recién llegados resultamos una pequeña atracción de feria a la que muchos curiosos decidieron apuntarse en lo que se hacían cargo de nosotros.

Entre el cúmulo de preguntas y gentes alguien me cedió un dispositivo holográfico desde el que se podían repasar las noticias más relevantes. Una especie de internet del futuro a cuyos contenidos se podía acceder mediante implantes inalámbricos de acceso instantáneo a buscadores. Éstos, según me dijo un muchacho con un traje repleto de fluorescencias, utilizaban su tecnología para reconocer nuestros gustos e ir más rápido.

Con él descubrí el misterio de las dos lunas. Allí se decía que tras los buenos resultados de colonización lunar se había construido otro satélite anexo desde el que preparar con mayor eficiencia las misiones a Marte. Por lo visto, gracias a esos avances se había podido también terraformar la superficie marciana y pronto iniciaríamos su colonización. El problema a salvar fue la radioactividad dominante en un planeta sin apenas atmósfera. Resulto que el proceso para ello era mucho más sencillo de lo que todos esperábamos. Con la Luna lo probaron. Se trataba de crear un “dipolo”. Un elemento puntual que ejerciera de satélite capaz de crear un campo magnético dipolar que protegiera el planeta de la radiación solar y los rayos cósmicos. Funcionó a la perfección. Con una barrera así cualquier atmosfera podía ser creada y retenida. Vi árboles en la Luna. Qué digo árboles: ¡bosques enteros por los que poder pasear bajo un cielo azul celeste en el que la Tierra se veía majestuosa! También paseé virtualmente por Marte como si lo hiciera por una campiña inglesa. ¡Y lo sentí! ¡Aquella tecnología era asombrosa! Marte ya no era el planeta yermo y muerto por el que deambulaba solitario, triste y taciturno el Curiosity. Ahora, como en un capítulo del Dr. Who de los más cañeros, casi toda su superficie se había vuelto verdosa y amarilla fruto de la vegetación que lo inundaba. Trajeron agua de las lunas de Júpiter y se construyeron mares por los que pronto navegaríamos prestos a construir florecientes puertos. Mares púrpura. Incluso se tenía preparado un arca. El Nuevo Arca de Noé, lo habían bautizado. En él habían alojado los patrones genéticos de casi diez millones de especies, entre animales y plantas. Las posibilidades de aquel mundo resultaban infinitas, sobre todo, porque darían ocupación y desarrollo a muchas personas. Un nuevo comienzo, sin lugar a dudas. Colonos de toda la tierra ya hacía tiempo que preparaban ilusionados sus viajes ilusionados y hasta había concursos de ingeniería civil por parte de grandes corporaciones en un intento edificante de moldear un mundo en el que se pudiera vivir mediante la adaptación y no la explotación. Aquello era clave e importante si queríamos empezar de cero en Marte. Nuestros antepasados lo sabían. Todas las culturas antiguas funcionaban así. Adaptándose ellos a la Naturaleza y no a la inversa. Era fantástico, prometedor, excitante. Si Ray Bradbury levantara la cabeza seguro que se moriría de la impresión. ¡Qué “Nuevas crónicas marcianas” podríamos leer! Y qué decir de Hugo Gernsback, o de John W. Campbell.

Decía Arthur C. Clarke que “toda ciencia lo suficientemente avanzada sería indistinguible de la magia”. En ese momento sentí exactamente eso: Magia. Y no había visto prácticamente nada aún respecto a mi mundo. Lo que descubrí después me satisfizo aún más.

Devolví el aparato al chico y le di amablemente las gracias. No tenía palabras. Ni las tuve en las horas siguientes en las que el amanecer me aturdió con el trasiego incesante del ir y venir de periodistas y científicos buscando información y respuestas. El aeropuerto, transformado improvisadamente en un eficiente campamento de refugiados, nos dio cobijo a la perfección mientras tratábamos inútilmente de asimilar lo que suponía estar veinte años en el futuro. Sus implicaciones. La de cuanto se extendía más allá del nosotros. Fue ahí donde el temor afloró en el rostro. Donde el miedo comenzó a palpitar en pecho de cada uno de nosotros. Más aún cuando llegaron…

En mi caso serían las tres de la tarde. El aeropuerto estaba ya más tranquilo y nos habían hecho unos supuestos controles médicos, además de provisionarnos de alimentos y mantas. Sus rostros estaban tal como los dejé veinte años antes. Victoria, con media melena azabache y sus singulares gafas de pasta gruesa, no aparentaba más de treinta años. En cuanto a James, mi querido James de ojos verdes y pelo alborotado y entrecano, que tendría que tener setenta años o no estar, continuaba en los cincuenta de cuando me marché sonriéndome con aquellos hoyuelos tan encantadores que siempre me contagiaban de alegría.

Nada más vernos nos abrazamos. Lloraban desconsolados partiéndome el alma como en aquella aterradora tarde del once de septiembre del 2001 en donde unos terroristas echaron abajo las torres gemelas de Nueva York llevándose por delante la vida de mi pequeño Giovani:

—Tranquilos —les dije enseguida enjugándome las lágrimas—. No os preocupéis. Esta vez no va caer el cielo sobre nosotros. Aunque tarde, nos hemos podido volver a ver, ¿no? Aunque sea por poco tiempo… —concluí finalmente blandiendo una de mis mejores sonrisas para enmascarar el drama que me pudría.

Ellos también sonrieron, pero con ternura.

No comprendí. Entonces me lo dijeron.

—Mamá —comenzó Victoria—. No te vas a morir.

—¿Cómo? —pregunté.

Me lo explicó James.

—No, cariño, hoy ya nadie se muere de cáncer.

Me quedé con cara de boba. Lo cierto es que no pensaba en ello en ese momento. Ni siquiera me preocupaba, me sentía agradecida por encontrar a mi familia en aparente buen estado, veinte años después de que yo desapareciera. Aún así resultó verdad. Cuando salimos del aeropuerto me llevaron enseguida al Hospital General de Los Ángeles. No me intervinieron. Ni siquiera me pincharon. Me pasaron a una sala abierta con unas máquinas extrañísimas que simplemente me escanearon y luego, por una cinta de arrastre imperceptible, me pasaron por un arco que debió de hacer su labor, pues me certificaron que me ya estaba curada. Después, en casa, la misma casa residencial a las afueras de San Francisco que había comprado años antes y que habían cuidado respetando hasta el pequeño despacho que había habilitado para terminar los últimos manuscritos que creí publicaría, descubrí que esos avances con los que se me había curado tuvieron mucho que ver con la conciencia de algunos como mi hija. La conciencia de quienes comprenden cómo afecta la positividad y el arrimar el hombro en una sociedad avocada al desastre.

Cuando crucé el portal espacio-temporal el planeta iba camino del apocalipsis ecológico. Miles de fábricas calentando la superficie de la Tierra habrían dado al traste en poco tiempo con todos ecosistemas. Sobrepoblación. Hambruna. Degeneración genética. Extinción. Sin embargo, en aquel momento, todo parecía haber cambiado.

Resultó que aquellos artículos científicos que leyera en el avión antes de cruzar el portal al futuro, y que me parecían tan insignificantes, resultaron ser las cosas más importantes en las que el ser humano se había aplicado desde entonces.

Normalmente no pensamos en si los pasos que damos hoy nos acercan al futuro que deseamos mañana.

Fue el impulso de mentes más maduras las que lo hicieron posible porque: 

¿Qué necesita el ser humano?

¿Qué es aquello por lo que se desvive día a día para poder conciliar el sueño?

Algo muy sencillo: Comida, un techo y salud.

Liberado del esfuerzo de tener que proveerse de esas cosas, el individuo desarrolla su verdadera naturaleza cimentada en el bienestar. ¿Cómo se ha conseguido? Mirando más allá de las impresoras 3D. Ese fue el inicio, sí. El logro definitivo fue conseguir los replicadores de alimentos. Y desapareció el hambre.

Aquellas impresoras que yo conocía en pleno siglo XXI eran capaces de imprimir cualquier cosa si tenía los ingredientes adecuados para ejecutar el patrón matricial programado a tal efecto. Sin embargo, eso no era suficiente. Necesitaba alimento para “imprimir” alimento. Tenía que haber una manera de que el alimento impreso no fuera simplemente un modelaje de ingredientes. De que realmente cumpliera el objetivo de crear comida sin más medios que la corriente eléctrica.

Resultó que la idea básica no vino ni de un profesional de la restauración ni de una empresa alimenticia. Llegó ni más ni menos que de la mano de una ingeniera india: Shubhendu Ladakh. Esta loca maravillosa, al igual que sucediese antes con Srinivasa Aiyangar Ramanujan allá por el 1910, se impulsó en la teoría de cuerdas desarrollada por el matemático Theodor Kaluza y el físico teórico Oskar Klein para comprender unos sueños en los que, durante al menos un año, una entidad de otra dimensión le entregaba unos diagramas que luego ella reproducía con detalle nada más levantarse. Así fue cómo consiguió de forma aplastante crear el primer replicador de alimentos del mundo y presentarlo en la feria científica de Nueva York el 30 de septiembre del 2038.

Según la teoría de Kaluza y Klein las partículas subatómicas, esas que conforman los átomos y por consiguiente toda la materia, no serían partículas sino cuerdas vibrantes de dimensiones infinitas, las cuales, según su rango de vibración, serían capaces de colapsarse en cada una de las distintas dimensiones que conforman el multiverso.

En otras palabras, que todo lo que nos rodea, incluidos nosotros mismos, formaría parte de una red de infinitas cuerdas capaces de interactuar a través de las distintas dimensiones del espacio-tiempo mediante algo tan sencillo como una conciencia que fuera capaz de hacer vibrar las cuerdas con la melodía adecuada.

Sonaba extraño e incluso incomprensible para todos los científicos asistentes cuando Shubhendu lo fue explicando en el anfiteatro de aquella minúscula sala de congresos del Palacio de la Ciencia Nueva York. Por lo visto, todos los avances científicos hasta la fecha, todas las teorías de física relativista o cuántica habían prescindido de la variable más importante de todas e iban en dirección contraria a donde habían de dirigirse. Por lo que fue demostrando Shubhendu, toda la materia del universo era capaz de moldearse a través del “campo cuántico inteligente” conocido como “conciencia”. Esa inteligencia que subyace bajo la “cuántica”, pero que la moldea constantemente aplicando una “melodía”. En términos humanos, cuando esta consigue abandonar el ego y es capaz de ser uno con la red cuántica espacio-temporal. Una vez allí, sus deseos pueden ser órdenes. Había experimentos al respecto. Así los mostró con asombrosas reacciones por parte de la comunidad científica. De esta forma, concentrando una conciencia, se podría alterar el espacio-tiempo y modificar la vibración de las cuerdas de la materia en una dimensión concreta. ¿Cómo era posible entonces poder subvertir eso a una tecnología capaz de crear alimentos? Mediante el desarrollo de una conciencia artificial que trabaje a nivel cordal.

Es verdad que no fue muy original con el nombre (la llamó CHEF), pero aquella IA alojada en los engramas de una estructura cóncava de metal, y construida a base de una copia de seguridad de su propia mente potenciada para que fuera capaz de bajar a un estado alterado de conciencia permisible de hacer vibrar las cuerdas multidimensionales con la melodía de un deseo específico, hizo que, como si fuese magia, de la nada apareciese en su vientre un delicioso trozo de paneer (un queso cuajado muy típico de la India que Shubhendu elaboraba desde que era muy pequeña con la ayuda de su abuela).

La sala enmudeció.

Algunos de los más reputados científicos contemporáneos subieron al estrado tratando de encontrar el truco o el engaño.

No lo había.

Igual que cuando uno se relaja y se concentra es capaz de reducir sus pulsaciones, la tensión arterial y crear sustancias beneficiosas para el organismo como las endorfinas, así aquella máquina con conciencia era capaz de modificar el espacio-tiempo y colapsar partículas subatómicas  multidimensionales en un objeto concreto de deseo.  

Shubhendu cedió la patente a la humanidad e hizo algo aún más loable, dedicó su vida a perfeccionarla y hacer que se convirtiera en el mayor progreso científico hasta la fecha. Y es que CHEF no sólo creaba tu comida, sino que, de volcar una copia de seguridad de tu mente en ella, cocinaba tal como tú lo harías. Y fue evolucionado. Y se convirtió en una entidad capaz de crear maravillas culinarias en cualquier lugar donde pudiera tener energía. Y acabó definitivamente con el hambre en la Tierra y con la segunda necesidad del individuo: La vivienda.

Basándose en el modelo de Shubhendu surgieron otros replicadores capaces de fabricar los ladrillos con los que construir una casa. El mundo volvió a cambiar. Los gobiernos cambiaron. Ya no hacía falta el dinero. Cualquier individuo podía fabricar su hogar, su ropa, su alimento. Al eliminar lo que al hombre le ocupaba en sí mismo, empezó a mirar más a los demás. Y la sociedad se hizo rica. Rica de verdad. Llegó la plenitud.

Lo que vino después no tiene precedentes. El primer contacto con otra civilización extraterrestre ocurrió el 15 de marzo del 2068. Fue en Ceres. Un planetoide en el cinturón de asteroides que separa Marte de Júpiter y que creíamos muerto. Allí, en su subsuelo, descubrimos una civilización no muy desarrollada, pero con una tecnología que nuestros ingenieros pudieron adaptar para avanzar aún más en el campo de la sanidad. Al parecer, aquellos individuos eran capaces de modificar el ADN de sus individuos permitiendo que las células de sus cuerpos se reiniciaran cuando llegaban a cierta madurez o eran víctimas de alguna amenaza irreversible. Esto devino en que el ser humano no pudiese morir ya nunca por causas naturales. Con ese aporte, la fundación de desarrollo científico para beneficio de la humanidad X-PRIZE consiguió en el 2162 algo que fue definitivo en el campo de la exo-exploración: el escáner multifásico. Una tecnología con la que percibir espectros concretos de la vibración cuántica y que enseguida nos abrió los ojos (no sin cierto estupor y miedo) a la multitud de especies que desde siempre habían convivido con nosotros, más allá del espacio y del tiempo. Ese cuyo paso inexorable ya no nos atañe a algunos, pero del que aún podemos sacar algo más: el viaje a través de él.

Basándonos en nuestra teoría de cuerdas, la aplicación de la “super-conciencia”, y apoyados por algunos teoremas marcianos de la Universidad de Cydonia, hemos conseguido mantener los agujeros cordales multidimensionales controlarlos en tamaño y distancia.

Dicho de otro modo, a día de hoy (17 de enero del 2330) la raza humana podría viajar en el tiempo.

Se hizo el silencio en el cónclave de extrañas y gigantescas figuras con hábitos púrpura.

Conscientes del camino a recorrer, y antes de proseguir, nos hemos visto en la necesidad de explicarles la responsabilidad de su decisión en el futuro del Universo…

El consejo miró a aquella diminuta mujer con cierta aprensión y severidad.

Había muchas razas de muchos mundos deliberando la extraña petición que desde hacía rato llevaban escuchando con suma atención.

Tras unos tensos momentos, una figura encapuchada de cuya sombra sólo se distinguía un luenga y longeva barba habló. Su voz reverberó fuerte en la sala:

—De acuerdo, pero habrá que controlar los cambios.

La mujer asintió:

—Sólo serán unos pocos. Empezaremos por planetas desfavorecidos cuyo despertar de conciencia suponga un beneficio al desarrollo estelar.

—Sea —exclamó el anciano levantando una enjuta mano.

La sala quedó vacía. Se desvanecieron sin más.

Hilary y su hija Victoria salieron de las Ruinas Circulares y abandonaron el Congreso de Ancianos de Dedris, la atalaya de piedra de Titán, en Saturno. Sobre un helado promontorio a escasos cien metros aguardaba una pequeña nave con forma triangular. Ascendieron a ella por una escalerilla alojada en su vientre, fueron hasta la cabina de mando y pusieron enseguida rumbo a su laboratorio del satélite Io, en Júpiter.

Mientras regresaban, Victoria repasó el plan de trabajo en el ordenador de a bordo del transporte.

—Creo que tengo los cálculos. No se lo expusiste al final…

—No, era arriesgado. Con lo que les dije basta.

Victoria sonrió:

—¿Estás segura?

—Totalmente. Sólo hay dos leyes para el éxito:

>>1) Nunca digas todo lo que sabes o quieres.

>>2)

La muchacha sonrió mientras el transporte continuaba hasta la amarilla luna, penetraba por un par de formaciones naturales muy escarpadas y atracaba en un puerto anclado en un talud.

Recogieron maletas y demás aparataje.

Ya en el laboratorio, comenzaron a trabajar.

—Bien —exclamó Victoria—. ¿Empezamos?

Hilary asintió colocándose un traje háptico completo. Antes de aferrar con los dientes el protector, exclamó derramando un par de lágrimas:

—Disrupción temporal programada. Fecha: 10/09/2001. Planeta: Tierra. Ciudad: Nueva York.