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Quid est veritas?

Pappas, Mariela


La nave ya estaba atravesando la atmósfera y Niklas Kolton estaba reforzando las vacunas de los tripulantes. El último que quedaba era el teniente Unger, que apretó sus dientes al sentir la aguja en su brazo.


—Dicen que los Thaade practican brujería; que son capaces de hacer que un hombre pierda el control de sus impulsos con sus maleficios —comentó Unger mientras se bajaba la manga del uniforme gris.


—La brujería no existe, Teniente. Lo único que puede matarnos allí abajo son las bacterias. Puede retirarse —respondió Kolton mientras arrojaba con desgano la jeringa vacía sobre la bandeja metálica. Pocas cosas lo irritaban tanto como el pensamiento mágico entre hombres civilizados. O tan civilizados como podrían ser los de la División de Seguridad Exterior de la Kretov. La mayoría se habían enlistado por la paga fija y porque el uniforme lucía bonito. Otros, como él, porque era la única vía hacia una beca en Ciencias Biológicas.


—Ya hemos aterrizado en Shaatune, Doctor. Lo necesitamos en la cubierta —le informó por el intercomunicador el Coronel Perlich, con su típico tono autoritario.


Niklas Kolton se arremangó la camisa, se inyectó la vacuna en el bíceps con un movimiento seco, y luego se bajó la manga. Se colocó la capa gris por sobre los hombros y la cerró delante de su pecho con la cadena bañada en oro. Peinó su corto cabello trigueño con sus dedos y encima colocó la gorra militar con la reluciente estrella verde en el frente. Finalmente, se encaminó hacia la cubierta de la nave. Los hombres de la Kretov estaban en perfecta formación simétrica, con Perlich a la cabeza. Éste le dirigió una mirada de sutil desprecio; no le gustaba que luciera la estrella verde de Austea en lugar del nuevo escudo del Colaboracionismo.


—¿Acaso olvidas quién nos ha encomendado esta misión, Kolton? —pregunto Perlich sin quitar sus ojos del frente.


—Soy un científico por sobre todas las cosas. Y el día en que la ciencia se torne partidaria será el día en que tome una pistola láser y me dispare en los huevos —respondió Niklas con el mismo tono de frialdad.


Las compuertas de la nave comenzaron a abrirse, y el olor de la espesa vegetación de Shaatune invadió sus narices.


—Mira, sé que no nos llevamos bien —susurró Perlich—. Pero sea lo que sea que nos encontremos en este planeta, debemos presentar un frente unido. Por Austea.


Niklas Kolton volteó el cuello para observar el rostro del Coronel. Por primera vez desde que se conocían, éste hablaba con algo de sentido común. Algo atípico en un militar.


—Por Austea —asintió Kolton.


Cuando las compuertas de la nave estuvieron completamente abiertas, los hombres descendieron al planeta sin perder la formación. Cada uno de sus pasos sonaba como un tambor a impecable tempo. Luego de tanto tiempo en la nave, la débil luz solar lastimó los ojos de Kolton. El hombre miró hacia arriba por un momento: el sol de Smunna, el mismo que iluminaba Austea, se veía tan lejano en el horizonte. Eso le provocó una horrible sensación de desamparo. La luminosidad provenía mayormente de la enana roja a su derecha, la cual teñía el crepúsculo de un exótico tono morado. Un espacio tan abierto, con frondosos bosques y cielos despejados, le produjo una leve sensación de vértigo.


Pero cuando sus ojos se posaron en lo que estaba frente a él, su corazón comenzó a retumbar con violencia. Una cosa era leer sobre los Thaade y otra cosa diferente era tenerlos cara a cara. Un grupo de aproximadamente cien personas los esperaba en una formación casi tan perfecta como la de la Kretov, solo que circular. En su mayoría parecían mujeres, algunas ataviadas con etéreas capas casi traslúcidas de colores vivos y tocados de plumas en sus cabellos. Otras cargaban arcos y flechas a sus espaldas, ostentaban cuernos de carnero en las cabezas, pintura corporal en sus brazos y los pechos descubiertos. El teniente Unger murmuró un chiste obsceno mientras marchaban y los hombres rieron por lo bajo. No había manera concreta de saber quién era el líder, pero Niklas asumió que era la anciana al frente. Su cabello ceniciento estaba trenzado de manera intrincada, con cintas de colores, plumas y cuentas de vidrio. Sus pómulos eran altos y prominentes, su piel maquillada de blanco estaba arrugada en las mejillas y la frente, y sólo su labio superior estaba pintado de negro. Su cuerpo estaba envuelto en un manto igual de negro. A su derecha había un muchacho de piel broncínea. Los labios gruesos de éste poseían una suave curvatura natural en las comisuras, lo cual creaba la ilusión de estar siempre sonriente. Parecía que festejaba un chiste que solo él conocía, y eso inquietó a Niklas. Notó que había tres franjas de distintos tonos de ocre y dorado en su iris. Las tres resplandecieron al unísono cuando sus miradas se encontraron por primera vez.


—Perlich ¿has visto los ojos de ese muchacho? —preguntó Niklas por lo bajo mientras avanzaban hacia el grupo.


—¿Tantas mujeres desnudas y tú le miras los ojos a un negrito? Estás fallado, Kolton. Con razón te han degradado a una misión en el culo de la galaxia.


—El fallado eres tú si crees que son todas mujeres, por más que se vistan como tales —respondió Niklas con una mezcla de amargura y vergüenza—. Tanto tiempo en esa nave y ya has olvidado cómo reconocerlas.


Cuando los dos grupos estuvieron a escasos metros de distancia, el Coronel Perlich hizo una escueta reverencia a la anciana. Niklas Kolton no supo qué hacer.


—Bienvenidos a Shaatune —saludó la anciana—. Yo soy Phalamas, la Gran Vidente de esta región.


—Yo soy el coronel Biser Perlich de la División Seguridad Exterior de la Kretov. Éste es el Dr. Niklas Kolton, Oficial científico de la misión. Deseamos fervientemente que la alianza entre Austea y Shaatune sea próspera y beneficiosa para ambos planetas —respondió Unger con un tono de voz ensayado y carente de emociones.


—Mi querido coronel… —la anciana sonrió y dio un paso al frente, ayudándose con la vara de madera de punta bifurcada y runas grabadas— Los recibimos, pues los Thaade somos hospitalarios con los extraños, pero nosotros no somos aliados. El Gobierno de Shaatune puede haber entablado una alianza con Austea, pero a los Thaade no nos gobierna nadie. Ni siquiera los líderes de Shaatune, que han accedido a que les entreguemos los frutos de nuestra tierra sin siquiera consultarlo con nosotros.


—De cualquier manera... —Perlich se aclaró la garganta— Tal alianza quedaría deshecha si se comprueban los rumores de brujería. Así que por el bien de todos, esperemos que el Dr. Kolton no encuentre ninguna práctica incivilizada en su inspección.


—¿Realmente pueden los Austeanos darse el lujo de elegir sus alianzas? —El muchacho habló por primera vez—. ¿Acaso pueden ser tan orgullosos y selectivos cuando la guerra ha destruido la única región fértil de su planeta, y el invierno se apresta a devorar los restos cual ave de rapiña?


Su voz era suave y musical a pesar del tono desafiante de sus palabras. Se produjo un silencio en el cual Niklas Kolton solo pudo oír su corazón golpear con furia contra sus costillas.


—Deben estar hambrientos y cansados después de un viaje tan largo —prosiguió la Gran Vidente—. Pueden unirse a nosotros para compartir el pan esta noche. Ni a una rata se le niega eso. También hemos preparado un campamento para que duerman durante su estadía, la cual espero sea breve.


Ya había anochecido cuando todos los hombres de la Kretov estaban bebiendo y comiendo junto a los Thaade, en una de sus casas de madera y adobe. El gran comedor donde se hallaban reunidos estaba calentado por un gigantesco hogar, y no había ventanas ni ningún elemento de vidrio alrededor. Por supuesto, solo Niklas le prestaba atención a aquellos detalles; los demás austeanos estaban demasiado ocupados con los pechos de las mujeres y festejando los chistes sucios de Unger. Y había algo en el licor de los Thaade que los hacía más irritantes que de costumbre. Niklas no bebió ni probó bocado en toda la noche. Biser Perlich, sentado a su lado, tampoco.


—Nos han enviado a hacer el trabajo sucio —susurró Perlich—. El gobierno de Shaatune no pudo deshacerse de esta escoria pagana durante siglos... por eso aceptaron la alianza tan pronto, ¿por qué otra razón sino accederían a importarnos sus granos y carnes tan rápidamente?


Niklas observó los ojos de hielo del hombre a su lado. Se le revolvió el estómago al considerar lo que Perlich estaba sugiriendo.


—Esta es una inspección, Perlich —respondió Kolton con su cabeza dando vueltas—. No hay razón para emplear violencia contra los Thaade a menos que yo encuentre evidencia de costumbres barbáricas.


—Sí, Kolton, pero ya sabemos cómo funcionan estas cosas. Podrías encontrar justo lo que necesitamos —Perlich envolvió los hombros de Niklas con su brazo—. Nuestro planeta necesita zonas cultivables para sobrevivir el invierno. Sin los Thaade de por medio, todo sería más fácil. Incluso el Gobierno de Shaatune nos lo agradecería.


Niklas se deshizo del abrazo de manera brusca y se levantó de la mesa. Se abrió paso hasta la cabecera, donde La Gran Vidente bebía de un cuerno ahuecado. Dos mujeres con cuernos de carnero la vigilaban con recelo, y le dedicaron a Niklas una mirada de desprecio cuando se acercó.


—Uhmm… ¿Señora? ¿Phalamas? ¿Puedo hablar con usted? —balbuceó Kolton. La mujer les hizo un gesto a sus guardianas para que se aparten y estas obedecieron a regañadientes, pero Niklas podía imaginar las puntas de sus flechas apuntando a su nuca. —Solo quería pedirle un favor ¿es posible que sus mujeres se cubran los… los… los pechos?


Una media sonrisa sorprendida se curvó en los delgados labios de la anciana.


—Es que… —continuó Niklas— en Austea las mujeres no andan con el pecho descubierto.


—No estamos en Austea, mi querido Inspector. Este es nuestro hogar.


—Mire, solo quiero evitar problemas —Niklas dio un paso más cerca de la anciana y bajó la voz—. Estos hombres han estado encerrados en una nave sin ver a una mujer en mucho tiempo. Y ver a sus chicas así podría provocar... exabruptos.


—Entonces, el problema está en la cabeza de sus hombres y no en los pechos de mis chicas —la anciana se puso de pie y, antes de retirarse, agregó—. Le sugiero que gaste su energía en educar a los primeros para que no cometan exabruptos, en lugar de ocuparse en cubrir los pechos de los segundos.


Derrotado, Niklas se dejó caer en un asiento vacío y suspiró. Contempló el cuerno casi lleno de licor  que Phalamas había dejado sobre la mesa, y se dio cuenta que necesitaba algo bien fuerte. Sus labios ya estaban rozando el rudimentario recipiente cuando alguien evitó que bebiera de él.


—No lo hagas. Alucinarás si no estás acostumbrado —dijo una voz melodiosa. Y unas manos delicadas le quitaron el cuerno de las manos. Niklas vio al muchacho de piel oscura sentarse a su lado. Por la cercanía, pudo estudiar esos ojos en mayor detalle; tenían el mismo color que la piedra ojo de tigre—. Y puedes probar la comida; no está envenenada. No sería civilizado compartir el pan con alguien y luego asesinarlo.


Díselo a Perlich.


—Has estado observando.


—Pues sí, eso hago. Yo observo —respondió el muchacho—. Mi nombre es Eryx.


—Dr. Niklas Kolton.


—Lo sé.


Niklas observó con detenimiento al muchacho sentado a su lado. Tenía el cabello corto pero hirsuto, del mismo tono del carbón. La luz del fuego le daba un brillo cobrizo a su torso desnudo, y sobre su espalda cargaba la piel manchada de un felino.


—¿Acaso yo también debo cubrirme el pecho?— pregunto Eryx al notar que Niklas lo estaba mirando.


—No, no. Tú eres hombre— respondió Niklas.


Eryx arqueó ambas cejas en una expresión tan curiosa como divertida.


—Dime, Eryx. Eso que has dicho antes, sobre Austea y el invierno que se aproxima, ¿quién te lo ha dicho?


—Nadie. Lo he visto con mis propios ojos. Veo varios futuros. En uno de ellos, Austea se convierte en un planeta helado, sin vida sobre su superficie.


—Grara 75 ha sufrido un proceso de enfriamiento similar siglos atrás, y han sobrevivido. Sus cuerpos se aclimataron y desarrollaron la tecnología adecuada para seguir habitando el planeta —aseguró Niklas. Aunque, ¿que podría saber un nativo de teoría evolutiva?


—Por supuesto, y se han convertido en la potencia militar interplanetaria que ha atacado y arruinado sus tierras.


—¿Cómo sabes eso?


—Lo he visto. He visto el bombardeo —sonrió Eryx de nuevo, y Niklas se tomó unos segundos para admirar su arco de Cupido pronunciado.


Debía haber una explicación lógica, pensó Niklas. En aquella región austral de Shaatune no había vídeo pantallas ni noticieros, pero seguro las noticias de la Gran Guerra habían llegado de alguna forma. Sí, y el mismo Eryx había mencionado que el licor de los Thaade era alucinógeno. Con seguridad, aquellas visiones no eran más que un trance auto inducido.


A Perlich le encantaría saber esto.


—Y dime, ¿tienes esas visiones de manera frecuente? —preguntó Niklas.


—¡Pues claro! Soy el aprendiz de La Gran Vidente —sonrió Eryx—. Mi deber será tomar su lugar cuando ella no esté.


—¿Ocuparás el cargo de una mujer? —preguntó Niklas con algo de curiosidad.


—¿Para los austeanos está mal que un hombre tome el lugar de una mujer? —preguntó el muchacho con una sonrisa doble intencionada que hizo estremecer a Niklas.


—Bueno... es... algo deshonroso —carraspeó el científico.


—Sólo si consideran que el lugar de la mujer es deshonroso. Para nosotros no existe tal cosa— Eryx se encogió de hombros.


—¿No existe la deshonra?


—No, la deshonra es algo muy serio. Lo que no existe es el llamado lugar de la mujer —Eryx se puso de pie y acarició la capa de Niklas antes de retirarse—. Adiós, Niklas Kolton.


Aquella noche los hombres de la Kretov durmieron en el campamento improvisado que los Thaade habían preparado para ellos; una rudimentaria tienda de aproximadamente treinta metros, lindante a la casa donde habían cenado. Los rodeaban varias casas más pequeñas, con la misma arquitectura. Se hallaban dispersas entre sí y alejadas del espeso bosque oscuro. El licor hizo que los austeanos pronto conciliaran el sueño. A excepción de Niklas Kolton.


Extrañaba la nieve y el frío de Austea. Shaatune era demasiado caluroso y húmedo para su gusto; asfixiante. Y las palabras de Eryx no dejaban de retumbar dentro de su cabeza. La piel del muchacho tenía el mismo color de una bebida caliente y dulce que Niklas solía tomar de niño para entrar en calor. Y, extrañamente, tenía el mismo efecto. El hombre se colocó la mano en la frente para ver si padecía de alguna exótica fiebre tropical. Su mano se sentía fría en comparación con el resto de su cuerpo.


A la mañana siguiente, Niklas Kolton seguía perturbado, con un aguijón imaginario presionando en su pecho constantemente. No era el único que se sentía mal; varios hombres habían despertado con síntomas de fiebre y vómitos. Uno de ellos era el teniente Unger.


—¡Nos han echado un maleficio! —mascullaba el teniente mientras Kolton presionaba un paño frío contra su frente acalorada—. ¿Acaso no han oído esos tambores anoche? ¡Las hijas de puta nos han embrujado!


—No seas imbécil, Unger. Es una reacción a la  nueva dieta —respondió Niklas con la poca paciencia que le quedaba.


El Coronel Perlich le hizo una señal a Niklas para que lo acompañara fuera del campamento. Éste se envolvió en su capa gris a pesar del clima cálido y lo siguió.


—¿Qué crees que sea? ¿Veneno? —preguntó Perlich en voz baja, si bien solo estaban rodeados de árboles.


—No, es solo gastroenteritis —Niklas se encogió de hombros.


—¿Y qué me dices de las pesadillas? Por lo menos diez hombres distintos me han confesado que han tenido sueños extraños anoche.


—Sugestión psicológica, Perlich. Estamos en un planeta extraño, con costumbres extrañas. Y con Unger hablando de brujería, la paranoia colectiva agudiza los síntomas.


     Perlich asintió, dubitativo.


—Entonces, ¿aún no has encontrado nada extraño para tu reporte? —preguntó el coronel.


—Su religión es primitiva, al igual que todas, pero no he visto nada que ponga en peligro nuestras vidas, o la alianza con Austea —se apuró a replicar Niklas—. Tal vez haya otra manera de solucionar esto.


Niklas Kolton hizo una pausa, acomodando las ideas en su cabeza.


—Verás, cuando dos potencias opuestas se encuentran, hay varias maneras de que una domine a la otra. La más obvia es mediante la fuerza bruta; una parte se impone con violencia. Pero hay otra manera, más sutil pero mucho más efectiva. Ya se ha hecho antes; un sistema de creencias lentamente va reemplazando a otro, como un parásito, hasta que el primero queda completamente olvidado. Pero hay que hacerlo con sutileza, para que los supuestos puntos en común entre ambas corrientes de pensamiento parezcan meras coincidencias al principio. La efectividad de este método se basa en que, justamente, son los subyugados los que abandonan su ideología inicial, ya sea por desidia, costumbre o porque han abrazado las nuevas ideas. Solo hay que educar a los Thaade, explicarles poco a poco cómo cada fenómeno que ellos consideran una señal de sus dioses no son más que fenómenos naturales.


Biser Perlich suspiró  frustrado.


—De acuerdo, Kolton. Te daré una oportunidad de hacerlo a tu manera. Pero no tendrás mucho tiempo. Y en cuanto perciba que estos salvajes pueden llegar a ponernos en peligro a nosotros o a la alianza, se acaba mi tolerancia.


El coronel Perlich volvió a meterse en el campamento de los austeanos y, cuando Niklas quedó solo de nuevo, se preguntó si había hecho lo correcto. De todas formas, se dispuso a encontrar a Eryx. Los nativos le indicaron dónde encontrarlo, no sin antes dirigirle alguna que otra mirada de disgusto. En el trayecto, Niklas observó que la mayoría dedicaba sus horas diurnas a trabajar pequeñas huertas colindantes a sus respectivos hogares. No había rastros de los tambores, plumas, o los ropajes exóticos de la noche anterior.


Encontró a Eryx en una pequeña casa de adobe cerca de un arroyo, un tanto alejada de las demás; demasiado cercana al espeso bosque de tortuosas y altas ramas pobladas de hojas negras y verdes. El aroma a humedad era mucho más denso en aquella zona.


—Adelante, Niklas… —dijo Eryx desde el interior de la casa, aun cuando a Niklas le faltaba un metro para llegar a la puerta. Obedeció. La puerta poseía una rudimentaria cerradura analógica, pero de todas formas estaba abierta. Una vez dentro, encontró al muchacho sentado en un rústico escritorio de madera abarrotado de objetos: discos de madera con símbolos grabados, hojas de diversas plantas y piedras, y dos pequeñas velas que iluminaban el área. Con cada centímetro que se acercaba a él, el aguijón en su pecho se tornaba más doloroso.


 Eryx usaba una camisa de lino cuyos bordes estaban deshilachados; su clavícula huesuda asomaba por ella y Niklas se distrajo observando el largo cuello del muchacho mientras escribía con una pluma negra sobre un pequeño cuaderno.


— ¿Qué es eso? —preguntó Niklas.


—Mi diario de Visiones —respondió Eryx mientras remojaba la pluma en un pequeño tintero y reanudaba su escritura.


—No creí que hubiera alguien en la galaxia que todavía escribiera a mano —suspiró Niklas sorprendido. Aunque, por la ausencia de vídeo pantallas, era obvio que los Thaade no eran amantes de la tecnología—. ¿Es como un libro de hechizos?


Dio otro paso hacia adelante para ver qué estaba escribiendo Eryx, pero el muchacho de piel oscura se sobresaltó y cerró el libro con un golpe seco.


—No puedes leerlo —dijo Eryx, presionando el libro cerrado contra su pecho con ambas manos. Su labio inferior temblaba y Niklas pensó que eso era adorable. El aguijón en su pecho se clavó más profundo—. Es que aquí también escribo pensamientos... íntimos.


—Tranquilo, no voy a leerlo —aseguró Niklas.


—Tampoco puedes tocarlo. Está impregnado con mi energía —explicó Eryx mientras guardaba el diario en un cajón.


Niklas iba a responder cuando unos aullidos de júbilo se oyeron desde afuera; el grupo de mujeres arqueras, con cuernos de carnero en su cabeza, plumas rojas y los pechos al aire, regresaban del bosque cargando los frutos de su cacería; algunos faisanes y hasta un jabalí.


—Las Cornúpetas han tenido una buena caza. Ya te acostumbraras a sus berridos —explicó Eryx y le ofreció a Niklas una humeante taza hecha de madera—. Es solo té.


—Entonces… ¿las mujeres cazan y los hombres cultivan? ¿Así funciona aquí?—preguntó Niklas antes de darle un sorbo a su té; tenía un extraño dejo a jengibre.


— ¡Que obsesión tienes con los hombres y las mujeres! —Rio Eryx—. Algunas mujeres cazan, otras no... al igual que los hombres. ¿En Austea dividen las tareas de acuerdo a sus genitales?


—Bueno, viéndolo de una manera muy básica, sí. Biológicamente, hombres y mujeres son diferentes, en base a esas diferencias se dividen las tareas —Niklas se sentó en el piso junto a Eryx.


—Como animales… —exclamó algo sorprendido Eryx— Pero nosotros no somos animales, somos hijos de los dioses. Tu división científica no contempla los matices que nos hacen humanos. ¿Y qué soy yo, de acuerdo a tus clasificaciones austeanas?


A Niklas le incomodó la pregunta.


—Un hombre... un muchachito.


— ¡Eso es muy divertido! —rió Eryx. Y es cierto, desde el punto de vista animal, lo soy. Pero también soy un Visor.


Al notar la confusión en el rostro de Niklas, Eryx continuó.


—Algunos nacen con el don de la fuerza; son rápidos de cuerpo y mente, su energía es como el fuego: voraz, fuerte, expansiva. Otros nacemos con el don de la visión; tenemos la habilidad de viajar fuera de nuestro cuerpo, de ver otros mundos, otros tiempos. Nuestra energía es más silente y calma. Los hombres y mujeres con el don de la fuerza portan cuernos y se dedican a proveer y proteger al resto. Los hombres y mujeres con el don de la visión mantenemos nuestro vínculo con los dioses, y brindamos seguridad y sabiduría al resto.


—Entonces... deciden sus roles sociales en base a habilidades personales.


—No lo decidimos nosotros. Lo deciden los dioses cuando nos dan el aliento de la vida. Por supuesto, todos tenemos un poco de ambas energías, pero siempre hay una que supera a la otra. Y los que poseen el mismo nivel de ambos dones fluyen entre ambas tarea —Eryx se encogió de hombros— ¿Y qué energía te han dado tus dioses?


—Soy Doctor en biología —explicó Niklas, sin estar seguro de si eso respondía la pregunta—. Estudio las Ciencias de la Tierra, intento descifrar los misterios de la naturaleza.


—Eso es fascinante —sonrió Eryx—. Pero jamás podrás entender los misterios de la Naturaleza, no como tú pretendes. Solo podemos vivenciarlos y adaptarnos a sus ciclos.


—Eryx... hay mucho que tú no sabes —suspiró Niklas, perdiendo la paciencia. Hizo su taza a un lado—. Todo esto que tú crees mágico... tiene una explicación.


— ¡Por supuesto! Yo conozco la explicación —exclamó el muchacho— ¿Tú sólo crees en lo que ven los ojos de tu cara y en lo que tu mente puede racionalizar?


—Creo en la lógica —respondió Niklas con un hilo de voz.


—Mi querido Niklas Kolton, la vida no es lógica —sonrió Eryx, y las tres franjas doradas de sus ojos volvieron a brillar. El aguijón en su pecho le cortó la respiración, y Niklas se puso de pie.


—Debo irme… —balbuceó Niklas antes de regresar dando tumbos al campamento.


Aquella noche los hombres de la Kretov durmieron una vez más en el improvisado campamento que los Thaade les habían provisto. Pero Niklas no conseguía conciliar el sueño; su pecho le dolía cada vez más fuerte. De pronto, el sonido distante de un tamborileo llamó su atención. Se levantó del ovillo de mantas que eran su cama y se puso la capa por sobre los hombros. Se escabulló fuera del campamento sin despertar a los demás hombres y pudo divisar un resplandor anaranjado en las postrimerías del bosque. Con sigilo, se acercó a la fuente de aquel sonido.


La Gran Vidente bailaba en círculos frenéticos, cubierta de sus capas de piel y plumas. De su garganta escapaba un canto gutural, inhumano. A Niklas se le hizo un nudo en el estómago mientras observaba oculto entre el follaje. Las Cornúpetas formaban un círculo de fuego con las antorchas que sostenían en sus manos. Aunque Niklas pudo reconocer hombres entre las filas, con sus cuerpos cubiertos de traslucidas capas de tela, coreando los cánticos de La Gran Vidente con los ojos en blanco. Eryx también estaba allí; era él quien tocaba el tambor de mano, marcando un ritmo pausado y parejo. El instrumento tenía diversas runas y figuras de animales dibujadas en el parche de piel. A pesar de lo cálida de la noche y el fuego de las antorchas, se podía ver el vapor blancuzco escapando de la boca del muchacho mientras respiraba.


Con las manos temblorosas, Kolton buscó en sus bolsillos su pequeña tableta electrónica. Comenzó a filmar el ritual, con la esperanza de poder estudiarlo mejor cuando su corazón estuviera menos agitado. Tampoco estaba seguro del motivo de tal agitación; lo que estaba presenciando no era más que un mero fenómeno de sugestión colectiva.


El último aullido de La Gran Vidente le heló la sangre, y fue retribuido por otro sonido cavernoso, infrahumano. En medio del círculo de fuego, hizo su aparición un gran ser de piel oscura y cuernos en su cabeza. Las manos de Niklas temblaban tanto que apenas podía filmar. Las Cornúpetas abatieron a este ente con sus flechas, para luego proceder a cortar su cuerpo con dagas de hoja curva. Trozos de su carne fueron repartidos entre todos para ser devorada. Mientras los Visores entonaban cánticos solemnes, un cáliz con la sangre del ser de piel oscura circulaba entre todos. Cuando le llegó el turno de beber a Eryx, sus ojos se encontraron con los de Niklas. La mirada del muchacho volvió a resplandecer, como dos ámbares en la oscuridad. Y fue esa mirada la que hizo que Niklas huyera de vuelta al campamento con lágrimas en los ojos.


Amanecía en Shaatune y Niklas seguía repitiendo la grabación para sí mismo, oculto bajo las mantas del campamento. Por algún motivo extraño, la cámara de última generación no había captado ni la mitad de las cosas que Niklas había visto. Solo se podían distinguir las llamas y los cánticos de Phalamas. No había rastros ni del oscuro ser astado, ni de su muerte, ni de su posterior consumo.


Niklas se preguntó si no estaría sufriendo del mismo caso de paranoia alucinatoria que sus compañeros de la Kretov. Pero lo que más le preocupaba era el agudo dolor creciente en su pecho.


Cuando los hombres comenzaron a despertar, las quejas por dolores estomacales no se hicieron esperar. Y esta vez venían acompañadas de un pánico visceral ante una pesadilla con un ser cornudo de piel negra. Y sangre, mucha sangre. El Coronel Biser Perlich convocó a Niklas fuera del campamento y este borró la grabación de su tableta de forma inmediata.


—Dime que tienes novedades, Kolton —refunfuñó Perlich cuando estuvieron solos—. Estos hombres no aguantarán mucho tiempo así.


—Tienes razón; debes enviarlos a casa —sentenció Niklas—. No se están adaptando al cambio de clima y dieta. Y todas las supersticiones con respecto a los Thaade los están afectando psicológicamente, en especial a Unger. Envíalos a casa en las cápsulas secundarias; una vez rumbo a Austea los síntomas desaparecerán.


— ¡Si envío a todos los afectados de nuevo a Austea solo nos quedaremos con treinta hombres! —rugió colérico Perlich.


—No los necesitarás de todas formas. Y aquí solo serán un lastre.


—Tienes razón; es una anciana y unas mujeres con arco y flecha. Aunque seamos pocos, nosotros tenemos revólveres atómicos… —reflexionó Perlich.


— ¡Es que no habrá ningún ataque! —Elevó su voz Niklas— ¡Los Thaade son supersticiosos, no violentos!


—Estoy perdiendo la paciencia, doctor —susurró Perlich con dientes apretados—. Espero su informe definitivo sobre los Thaade para el amanecer.


Biser Perlich efectivamente  envió a los hombres descompuestos rumbo a Austea esa misma noche, y si bien cada uno intentó mantener una postura estoica, su alivio era evidente. El Coronel intentó comunicarse con la central de División Exterior en Austea para pedir refuerzos, pero todo el equipo de telecomunicaciones de la nave madre se encontraba inutilizado. Nadie supo el motivo. Como medida cautelar, Perlich ordenó mudarse nuevamente a la nave en lugar del campamento en tierra firme.


Ya casi atardecía y Niklas se encontraba encerrado en el compartimento individual de la nave, acurrucado en su camastro con los ojos fijos en la pantalla de su tableta. El aparato no dejaba de fallar; tal vez eso sería una buena excusa para no terminar su informe a tiempo. Pero la verdad era que no tenía idea de que escribir en él. ¿Acaso eran los Thaade caníbales? No, aquella criatura no era humana. Tal vez ni siquiera era real. ¡No podía escribir un informe científico usando alucinaciones y rumores como fundamento! Evidencia, él creía en la evidencia. Y no había nada concreto en contra de los Thaade más que sus creencias primitivas.


Cuando terminó de escribir en la pantalla táctil, sus palabras no se leían como suyas. Recordó brevemente cómo escribía Eryx, con la pluma de cuervo entintada sobre el papel. Como todo ser civilizado de la galaxia de Slion, Niklas Kolton ignoraba escribir a mano. Recordar al muchachito de piel oscura revivió los dolores en su pecho. Se incorporó del camastro, envolvió sus hombros con la capa gris de la Kretov y abandonó su camarote. Luego de atravesar los pasillos de la nave, encontró al teniente Unger haciendo guardia cerca de las compuertas de la nave. Se sobresaltó al ver a Kolton, sus ojos estaban inyectados en sangre, con profundos círculos azulados en los párpados inferiores.


—Abra la compuerta, Unger —ordenó Niklas con poca paciencia.


—Lo siento, el Coronel ha ordenado que nadie salga ni entre.


—También me ha ordenado escribir un informe sobre los Thaade, y para ello necesito hacer investigación de campo. Abra la compuerta, Unger. No lo pediré otra vez.


—Ira a verlo a él ¿verdad? ¿Al negrito? —Sonrió Unger— Todos lo saben.

 


Niklas le respondió con un puñetazo en la cara. Cuando Unger cayó al piso con la nariz ensangrentada, él mismo presionó el botón que abría la compuerta.


— ¡Se lo informaré a Perlich! —aulló Unger mientras Niklas abandonaba la nave.


Todos lo saben.


¿Qué mierda saben?


Con pasos largos y veloces, Niklas se dirigió al claro del bosque donde se había llevado a cabo el ritual. No había ni el menor rastro de sangre en el suelo, apenas algunas huellas de las danzas circulares de La Gran Vidente. No era detective, sin embargo daba por sentado que un asesinato siempre dejaba rastros; los Thaade no tenían la tecnología para ocultar un crimen de una forma tan impecable. Se incorporó y exhaló, frustrado. Si no había habido crimen entonces él estaba enloqueciendo.


A la distancia, las Cornúpetas descansaban cerca del arroyo. Habían dejado sus arcos y flechas a un lado y mojaban pacíficamente sus pies en el agua. Algunas chocaban sus cuernos entre ellas a modo de juego. Niklas detectó por primera vez algunos hombres en el grupo, con cuernos levemente más grandes emergiendo de sus cabellos y pintura corporal del mismo tono rojizo que el de ellas. Dos franjas de maquillaje carmesí encendido atravesaban sus ojos, narices y bocas, formando una cruz. Cuando Niklas bordeó el arroyo rumbo a la casa de Eryx, algunos de ellos rieron por lo bajo.


Otra vez, la puerta sin seguro. Niklas entró a la casilla con pasos vacilantes, llamó a Eryx pero no obtuvo respuesta. Sólo se escuchaba un débil golpe de tambor. Niklas siguió ese sonido hasta encontrar al muchacho sentado en un rincón del piso, abrazado a su tambor.  Sus ojos estaban en blanco mientras su mano golpeaba el instrumento a un ritmo firme pero lento. Cuando Niklas lo llamó de nuevo, el muchacho se sobresaltó. Sus ojos volvieron en sí mientras recuperaba el aliento. Se puso de pie en forma súbita y Niklas tuvo que sostenerlo para que no tropezara.


—Niklas... yo... estaba practicando —sonrió Eryx— ¿Hace mucho que esperas?


—Lo he visto —respondió Niklas entre dientes—. He visto lo de anoche.


—Lo sé —los labios de Eryx se curvaron, orgullosos—. Finalmente has visto a los dioses.


— ¡Mierda, Eryx! ¡No hay dioses! —Niklas soltó el brazo de Eryx en forma violenta, la sonrisa del muchacho se desvaneció.


— ¿Cómo puedes decir eso después de lo que has visto?


—Lo que he visto es un asesinato… ¡y no puedo ser cómplice! No puedes pedirme que encubra algo así —aulló Niklas al borde de las lágrimas. Su pecho dolía, el aguijón palpitaba cada vez más duro y más profundo en su esternón.  Tanto dolor era ridículo.


—Niklas… —susurró Eryx— No has visto ningún crimen. El Dios viene a nosotros para que comamos su carne y bebamos su sangre, para fortalecernos. No debes sentirte mal por él, pues vive en nosotros después de consumirlo. Además, pronto revivirá, más joven y más fuerte, para el próximo ciclo.


—Eryx… todo eso no es cierto —susurró Kolton. La voz del muchacho era reconfortante, así como la mano en su mejilla. Quería decir miles de cosas, pero las palabras quedaron atascadas en su garganta. Eryx dio otro paso hacia adelante, acortando la distancia entre ambos.


—Phalamas estaba muy orgullosa de que el Dios respondiera anoche —continuó el muchacho, sin quitar su mano de la mejilla de Kolton—. No creía  tener la fuerza para llamarlo este ciclo; la última vez que lo convocó fue el año en que yo nací. Claro, ese fue un ritual completamente distinto; ella ya se creía demasiado vieja para poder aceptar su regalo, pero lo hizo.


— ¡Eryx, yo soy un científico! —Masculló Niklas— Me debo a la verdad.


— ¿Y qué es la verdad?— respondió Eryx.


Niklas sintió otro estremecimiento de pies a cabeza, el aire mismo le dolía en su pecho y garganta. Pero también un eufórico cosquilleo nacía en sus orejas, manos y muslos. Los ojos de Eryx estaban fijos en los suyos, a una cercanía que le permitía admirar con lujo de detalles cada franja ocre y dorada de su iris. Resplandecieron una vez más y el muchacho alzó su rostro hacia el de Niklas, buscando el ángulo de sus labios. Pero cuando el aliento cálido estaba rozando su boca, el hombre retrocedió en forma violenta.


—No me toques —refunfuñó Niklas antes de retirarse de la casilla.


Para el amanecer, el informe estaba listo. Perlich se encontraba en la cubierta de la nave, intentando establecer contacto con las autoridades de Austeanos a través de las video pantallas. Todo funcionaba peor con cada hora que transcurría, pero creían estar en condiciones de enviar el reporte de Kolton.


—Aquí está mi informe sobre los Thaade, Coronel —dijo Niklas mientras conectaba su tableta al ordenador madre—. En él especifico cómo, si bien necesito más tiempo para interiorizarme con las creencias Thaade y encauzarlos en el pensamiento científico y racional, su religión no presenta amenaza ninguna ni para nosotros ni para la alianza con Austea. La presencia de la División Exterior y el uso de violencia están injustificados.


— ¿Estás seguro que es eso lo que quieres reportar, Kolton? —Perlich cubrió el micrófono del control con su mano y susurró—. Una vieja y un par de arqueras... en una noche esta tierra puede ser nuestra. Y no hablo solo de esta región; todo el puto planeta puede convertirse en colonia de Austea. Piénsalo: a la mierda la alianza con Shaatune; Austea tendría una región cultivable de nuevo, sin intermediarios. Y nosotros seríamos los héroes.


—Ese es mi reporte final, señor —afirmó Niklas con los dientes apretados.


—Eres un imbécil, Kolton —Perlich le devolvió una sonrisa amarga y presionó el comando para enviar.


De vuelta en su camarote, Niklas no estaba seguro de si había hecho lo correcto. Solo sabía que su cuerpo estaba dolorido; apenas había pegado un ojo en  toda la noche mientras preparaba ese maldito reporte. Y su esternón se sentía a punto de abrirse en dos. Decidió darse una ducha de vapor antes de dormir; no se había bañado en días. Se quitó primero la gorra, luego dejó caer la pesada capa gris y, entre sus pliegues, encontró un diminuto disco de madera. Niklas lo sostuvo entre sus dedos y descubrió un símbolo grabado en su superficie. Parecía una runa: dos líneas cruzando diagonalmente a otras dos, con una quinta línea vertical atravesándolas a todas.


Abandonó la nave a un paso furioso; sin siquiera dar explicaciones ni pedir permiso. Sus botas parecían no tocar el piso mientras corría bajo los cielos púrpura del atardecer. Cuando llegó a la casilla de Eryx ya había anochecido por completo, y su corazón amenazaba con quebrar sus costillas. Abrió la puerta de una patada, una conducta más propia de la Kretov que de un científico. Al encontrar a Eryx, lo jaló de la camisa con una fuerza que jamás creyó poseer.


— ¡¿Que mierda me has hecho?! ¡Me has echado un maleficio! —rugió Niklas entre dientes, con el rostro enardecido a escasos centímetros del de Eryx.


—No… —murmuró el muchacho— Pensé que tú no  creías en esas cosas.


Niklas soltó a Eryx y buscó la runa de su bolsillo.


— ¡¿Qué es esto, entonces?! —Niklas arrojó la runa contra el pecho de Eryx y esta cayó al piso. El muchacho se inclinó rápidamente para levantarla— ¡Me has manipulado con tus hechizos para que escriba ese informe favorable para Perlich... para quitarles a la Kretov de encima! ¡Por eso me dolía tanto el pecho! ¡Pusiste esa mierda entre mi ropa para controlarme!


—No debía causarte dolor —masculló Eryx mientras acariciaba la runa entre sus dedos—. Y no he hecho tal cosa.


Niklas sentía que la sangre le hervía; sus puños le temblaban a ambos lados del cuerpo, pero decidió tomar un respiro hondo y calmarse. Estaba empezando a sonar como Unger; delirando sobre hechizos y conspiraciones.


—Es una runa de amor —explicó Eryx con una sonrisa culpable. Su pecho subió y bajó en un segundo, lleno de evidente vergüenza—. Sólo despierta el amor de un hombre hacia otro... no es dañina.


—Entonces sí has intentado manipularme.


—No. La magia que quiebra la voluntad de otra persona es un delito. Phalamas jamás me lo perdonaría, va en contra de todo lo que me ha inculcado. Algo así incluso podría significar mi expulsión —el muchacho se encogió de hombros. Luego alzó su vista hacia Niklas—. ¿Sabes? La runa solo acrecienta lo que ya habita en el corazón, no puede crear un sentimiento de la nada. No entiendo por qué te causaba tanto dolor, a menos que te hayas resistido a verlo.


—Estás loco, Eryx... Nada de esto es real —suspiró Niklas. Su voz temblaba y apenas podía respirar.


—¿No lo es? ¿Y por qué tienes tanto miedo? —Eryx avanzó hacia Niklas, cerrando el espacio entre ellos. Los ojos de piedra tigre resplandecieron de nuevo, con una mirada desafiante— Apestas a miedo, Niklas Kolton.


Eryx se adelantó y busco los labios de Niklas con los suyos, y esa vez el otro no pudo huir. Tampoco intentó huir. Permaneció  petrificado con el muchacho presionado contra su cuerpo, jalando del cuello de su capa y saboreando su boca. Eventualmente sus brazos dejaron de permanecer inertes y envolvieron al chico Visor. Le quito la camisa de lino y exploró sus hombros, los suaves músculos de sus brazos y su cuello. Eryx fue mucho más veloz para despojarlo de su uniforme. Durante los siguientes días y noches, Niklas pasó más tiempo en la casilla de Eryx que en la nave madre de la Kretov, intercambiando caricias igníferas hasta que ambos quedaban exhaustos y saciados. Pasaban las mañanas con sus piernas y brazos formando un ajustado nudo, susurrando historias de Austea y de Shaatune. Cuando entraba en él, Eryx gritaba nombres de dioses cuya existencia era desconocida para Niklas, pero en el momento culminante aullaba solo su nombre, para después derretirse entre sus brazos y quedarse dormido. Su cuerpo pequeño y broncíneo era flexible como la cuerda de un arco y una noche dejó a Niklas particularmente agotado. Durmió toda la noche sin soñar y, al despertar a la mañana siguiente, una extraña y embriagadora sensación de felicidad aún persistía en él. Ya había estado dentro del muchacho una decena de veces pero recién en aquel momento la culpa lo había comenzado a abandonar.


Niklas se dio cuenta de que estaba solo en la cama; oyó a Eryx hablar con alguien en la puerta. Una voz femenina. Minutos después regresó con una gran sonrisa y una bolsa de fresas. Subió a la cama de un salto y lo besó.


—Una de las Cornúpetas me las ha traído. ¿Quieres? Son un buen desayuno, y ayudan a reponer fuerzas —rio por lo bajo mientras mordía una fresa.


A Niklas le hubiera gustado quedarse entre los brazos de Eryx, comiendo las fresas y hundiéndose en su cálida carne. Pero recordó que Perlich podría estar preguntándose por él. Seguramente su tableta estaría desbordada de mensajes, y sería mucho peor si enviaba a Unger a buscarlo.


—Debería volver a la nave y  reportarme —suspiró Niklas mientras se incorporaba. Con movimientos perezosos levantó sus prendas esparcidas por el piso. Jamás había permitido que su uniforme estuviera tan arrugado, pero ver esas arrugas lo hizo feliz. Una vez vestido de nuevo, sintió que su uniforme pesaba una tonelada.


—No quiero que te vayas —suspiró Eryx, aun desnudo sobre la cama.


—Volveré en unas horas —lo tranquilizó Niklas mientras se arrojaba la capa al hombro. No encontraba su gorra por ningún lado.


—No. No quiero que regreses a Austea —agregó Eryx mientras levantaba la gorra del piso.


—No debes preocuparte por eso. Mi misión puede extenderse —respondió Niklas con un nudo en la garganta.


Pero, ¿por cuánto tiempo?


Eryx se arrodilló sobre la cama, peinó el cabello trigueño de Niklas con dedos cariñosos y colocó la gorra militar en su cabeza.


— ¿Acaso las estrellas son verdes en Austea? —preguntó Eryx, tocando con su índice el broche al frente de la gorra.


—Una vez cada cien años, lo son —sonrió Niklas—. ¿No lo has visto en tus visiones?


—Todavía no —respondió Eryx. Tomó la runa del amor y la colgó alrededor del cuello de Niklas. Eryx deslizó el colgante por debajo de la camisa de Niklas y presionó su mano contra su corazón—. Es un regalo. Úsala para acordarte de mí.


Niklas pensó que usarlo en la nave sería peligroso; cualquiera podría descubrirlos.


—Jamás me lo quitaré —prometió Niklas.


Se despidieron con una serie de besos en los labios, el cuello y las manos, hasta que Niklas tuvo la fortaleza para abandonar la piel del muchacho. Todo el trayecto hacia la nave ensayó dentro de su cabeza las palabras para su próximo informe, que más que un reporte sería una petición para permanecer en Shaatune como oficial científico por un mínimo de dos años. Estudiar y comprender la complejidad de los Thaade demandaba no menos de ello. Y sin la presencia militar de la División Exterior, ya que no eran hostiles, Perlich y sus hombres debían desaparecer de una puta vez. Pondría más bonito el informe sugiriendo cómo tener de aliados a los Thaade, y no sólo al gobierno oficial de Shaatune, sería beneficioso para los Austeanos. Y, por supuesto, dicha cooperación sería más fructífera si se le permitía a los Thaade mantener sus costumbres religiosas. Ese último punto debía redactarlo con especial cuidado; nada asustaba a un planeta al borde de la crisis como la idea de parecer débil.


Hasta que el olor a sangre rompió su concentración.


Trotó hasta el lugar donde estaba estacionaba la nave madre para encontrarse con una escena perturbadora. Alguien había instalado un poste de aproximadamente tres metros de altura frente a la compuerta de la nave; de su vértice pendía la piel desollada de un animal irreconocible, probablemente de una especie autóctona de Shaatune. El zumbido de las moscas alrededor de la piel era casi tan nauseabundo como el olor, y obligó a Niklas a cubrirse la nariz con su capa. Reunidos bajo el poste, se encontró al puñado de hombres que aún formaban parte de la misión, con sus rostros pálidos y sus bocas en una expresión absorta. Unger no dejaba de aullar sobre maleficios y maldiciones, hasta que Perlich lo abofeteó en la cara para silenciarlo. Luego el coronel giró su rostro hacia el recién llegado Kolton.


—Ya era hora —le reprocho el superior.


— ¿Qué es esto? —balbuceó Niklas mientras daba un paso hacia el poste. Había runas grabadas todo a lo largo de su superficie, sobre la cual chorreaba sangre fresca cual hilos carmesí.


—Te diré lo que es: una amenaza, una declaración de guerra —respondió Perlich. Con esto los Thaade han firmado su sentencia de muerte.


Con aquella última frase, Perlich elevó su tono de voz y algunos hombres lo vitorearon a pesar de que el miedo aun teñía sus rostros.


— ¡Espera! —Gritó Kolton—. Esto no tiene sentido, ¿por qué los Thaade harían algo así?


—Tú dímelo; tú has estado estudiándolos —replicó Perlich con una mueca de disgusto—. ¿Acaso tienes idea de quién pudo haber hecho esto? Morirá primero.



—Ha sido esa vieja de mierda… —uno de los hombres suspiró, seguido por el eco de los otros soldados.


— ¿Te parece que una anciana sola puede alzar este poste? —respondió Niklas.


—Sola no, pero con la ayuda de esas putas cornudas sí —respondió otro.


 — ¿Las cámaras de seguridad de la nave no han captado nada? —refunfuñó Niklas.


—Las cámaras no funcionan hace días, como la mayoría del equipo —respondió Perlich.


— ¡Es todo culpa de ellos! ¡Son sus maleficios! —gritó de nuevo Unger. Sus ojos estaban desorbitados y señaló a Niklas con su tembloroso dedo índice— ¡Ha sido ese negro pequeñito! ¡Con el que tú andas siempre!


—Eryx no tuvo nada que ver —sentenció Niklas con un agujero punzando en su estómago.


— ¿Puedes afirmarlo? —preguntó Perlich, dando un paso hacia Niklas— ¿Acaso has pasado toda la noche con él?


Se hizo un silencio sepulcral, todos los ojos se fijaron en un tembloroso Niklas Kolton. Él mismo podía sentir sus rodillas tiritando, luchando por mantenerlo en pie mientras su corazón se aceleraba y sus palmas sudaban.


— ¿Dónde ha estado todo este tiempo, Dr. Kolton? —Perlich dio otro paso hacia él, y los demás hombres comenzaron a rodearlo con pasos lentos.


— ¡Ya saben dónde! ¡Preparando mi informe sobre los Thaade! —balbuceó Niklas.


—Bueno, su informe ya no es necesario, doctor. En una situación de vida o muerte como esta, la opinión del Comité científico es irrelevante —dijo Perlich—. Vamos a cazar a esas bestias.


Los hombres de la Kretov ya estaban con sus armas atómicas prestas, marchando sobre la larga casa de madera en donde habían comido y bebido su primera noche. Una repentina lluvia de flechas se tomó la vida de una decena de ellos antes de que lograran derribar la puerta. Nadie sabía desde donde estaban disparando las Cornúpetas, pero respondieron con sus revólveres atómicos en todas las direcciones. Niklas se abrió paso entre los flechazos y los disparos, esquivando los cadáveres de la Kretov entre sus pies. Entró a la casona con el corazón en la boca; encontró a Phalamas cubierta de sus pieles y plumas rojas, sentada en su silla alta con tres Cornúpetas protegiéndola con sus arcos. Buscó a Eryx con sus ojos y, al no encontrarlo, no supo si sentirse aliviado o aterrorizado.


— ¡Vienen a apresarla! —Le advirtió Niklas— ¡Huyan! ¡Van a asesinarlos a todos!


Una de las Cornúpetas se adelantó y apuntó su flecha justo entre los ojos de Niklas. Éste no se movió. Pero La Gran Vidente descendió de su silla.


—Baja tu arco. Ya todo ha acabado —le dijo a la chica, luego se dirigió a Niklas—. El único motivo por el que tú aún vives es porque Eryx te ama.


Niklas oyó el disparo rozar su oído; cuando la Cornúpeta tocó el piso, ya había muerto. Las otras dos murieron igual de rápido cuando la Kretov entró. El Coronel Perlich se adelantó hacia la anciana, quien permanecía solemne con su rostro pintado de blanco y la franja de maquillaje anaranjada sobre sus ojos. Llevaba una runa pintada en cada pómulo, del mismo tono negro que su labio superior.


—Por la Autoridad de la División de Seguridad Exterior de la Kretov, está bajo arresto por los cargos de brujería, amenazar la integridad física y mental de mis hombres, y traicionar la alianza entre Austea y Shaatune —pronunció Perlich, arma en mano. Y sus palabras retumbaron en la casona vacía.


La Gran Vidente no pronunció una palabra.


— ¿Cómo se declara? —insistió Perlich, pero Phalamas permaneció silente.


— ¡Esto no es un juicio! —Interrumpió Niklas— Espósala y llévala a la nave hasta que llegue el Comité...


— ¡No te he hablado a ti! —rugió Perlich, luego volvió a dirigirse a la anciana— ¡¿Cómo se declara?!


—Hay maneras de hacerla hablar —el teniente Unger se adelantó y golpeó a la Gran Vidente en el rostro. Niklas lo jaló de los hombros y se enredaron en una pelea de puños, hasta que se oyó un disparo. Cuando Niklas volteó, la anciana yacía muerta en el piso.


— ¿Qué has hecho? —gritó Niklas.


—Ha confesado ser una bruja. Todos la han oído —respondió Perlich mientras guardaba su revólver atómico junto a su cadera.


Niklas se arrastró a un rincón a vomitar, pudo saborear la sangre que brotaba de su nariz gracias a un puñetazo de Unger. Sus manos temblaban mientras se sujetaba de una columna para ponerse de pie. Un horrible sentido de la urgencia se apoderó de él y lo obligó a incorporarse, a pesar de que solo deseaba yacer en el piso. Debía encontrar a Eryx antes que ellos. Con su estómago todavía revuelto y un sabor ácido en su boca, se las ingenió para escabullirse entre la arboleda. Corrió con piernas débiles hacia la casilla de Eryx pero no encontró a nadie en ella. Su corazón golpeaba con furia contra su pecho mientras examinaba cada rincón con ojos incrédulos. Observó la cama durante menos de un segundo; aquel lugar le provocaba un dolor particularmente agudo. Llamó al muchacho varias veces con la voz entrecortada, pero no hubo respuesta. El tambor ritual yacía en el rincón de siempre. Vaciló hacia el escritorio, atiborrado de velas derretidas, plumas, piedras y hojas secas de diversas especies. Niklas abrió el cajón y encontró el pequeño diario de Eryx. Sus manos temblaron antes de guardarlo entre los pesados pliegues internos de su capa. No le gustaba romper su promesa y leerlo, pero tal vez allí había información sobre su paradero.


En el regreso a la nave madre, Niklas tampoco encontró ningún rastro de los Thaade. No había Cornúpetas corriendo entre los bosques, aullando jubilosas por su cacería o remojando sus pies descalzos en el arroyo. Tampoco había nadie cultivando las pequeñas huertas y jardines frente a las casas abandonadas. No había Visores tocando sus tambores, entonando cánticos misteriosos, envueltos en sus capas de felinos y encajes nacarados. Era como si todo el planeta estuviera desierto.


— ¿Dónde has estado? —preguntó Perlich al verlo atravesar las compuertas de la nave. Unger dio un paso al frente, empuñando su revólver atómico.


—Tratando de encontrarlos —respondió Niklas sin que el arma de Unger lo inmutara.


— ¡Los hijos de puta han desaparecido!, ¡se esfumaron! ¿Tú sabes algo de esto? —gritó el teniente con su rostro colérico. El ojo derecho estaba hinchado gracias a un puñetazo de Kolton. Esa imagen lo hizo sentir orgulloso, muy por debajo de la desesperación que lo agobiaba.


— ¿Por qué lo sabría yo? Tampoco los he encontrado. Deben estar escondidos entre los árboles. Este es su hogar, conocen este territorio mil veces mejor que nosotros —Niklas se encogió de hombros.


—El equipo está inservible… —dijo Perlich en tono frío y carente de emociones— Quise pedir refuerzos a Austea pero no funcionan las telecomunicaciones. Además, mientras estábamos afuera intentando cazarlos, algo descompuso la cámara frigorífica y los estabilizadores de atmósfera de la nave; no sobreviviríamos un vuelo a Austea.


— ¡Son sus maleficios! ¡Están usando su magia para ocultarse! ¡Y para joder nuestro equipo! —aulló Unger rabioso. Pero Perlich mantenía su escalofriante semblante de hielo austeano.


—Tú no sabes nada al respecto. ¿Verdad, Kolton? —la voz cavernosa del coronel hacía que la pregunta se asemejara a una sentencia.


—La magia no existe —respondió Niklas antes de refugiarse en su camarote con el libro de Eryx apretado contra cuerpo, como si se tratara del muchachito mismo.


Se recostó en su camastro a leer el diario con un nudo en la garganta. Deslizar las yemas de sus dedos por la portada le produjo el mismo escalofrío que acariciar la espina dorsal de Eryx. Estudio aquellas páginas con la misma hambre con el que había explorado la piel del muchacho. Incluso imaginó que lo tenía en sus brazos de nuevo, y que aquel ritual de leer lo que el otro había escrito, de alguna manera los unía a través del espacio y tiempo.


Está impregnado con su energía.


Estoy enloqueciendo.


Pero no encontró en aquellas páginas el cierre que su mente exhausta suplicaba. Le costaba entender la escritura a mano, por más curvilínea y hermosa que fuera la de Eryx, pero pudo reconocer los hechizos, plegarias y conjuros plasmados en él. Las palabras no conocían márgenes ni líneas rectas, y pequeños manchones de tinta plagaban las páginas sepia y bordes corrugados. También había varios dibujos, diagramas de hierbas y raíces, las distintas facetas de la luna, runas y... su rostro. Niklas Kolton reconoció su propia cara esbozada con carboncillo, durmiendo plácidamente sobre la cama de Eryx. Había muchos textos dedicados a él, con descripciones bastante vívidas. En páginas anteriores había un retrato de Niklas con su gorra militar; Eryx había usado pigmentos verdes para pintar el broche estrellado. En Austea las estrellas son verdes cada cien años, el muchacho había señalado en un margen. El diseño de la runa del amor entre hombres esperaba dos o tres páginas hacia atrás. Si me ama tanto como yo a él, esta runa lo traerá a mí. Había también muchos dibujos de paisajes extraños y arquitecturas que desafiaban toda lógica. Con un nudo en su garganta, Niklas comprendió que eran postales de las visiones de Eryx. ¿Cómo era posible que hubiese visto tales cosas? Alucinaciones, seguramente. Pero lo que hizo que el corazón de Niklas diera un vuelco fue encontrar otro retrato suyo, datado tres años antes de que llegara a Shaatune.


Te estoy esperando, Gran Cornúpeto, para que seas uno conmigo había firmado Eryx entre runas.


— ¡Kolton! —rugió Perlich mientras golpeaba su compuerta con furia. Las cerraduras electrónicas no funcionaban, así que un segundo después el Coronel y los seis hombres restantes de la Kretov habían invadido su camarote. Niklas logró esconder el diario bajo su almohada y se incorporó.


—Estoy llamándote hace media hora —Perlich avanzó— ¡¿Estás sordo?! ¿No has oído los alaridos, los tambores? ¡Ninguno podía dormir! ¡Toda la puta nave se estaba sacudiendo! Envié a Unger afuera a investigar… ¿cómo no lo has oído?


Niklas sacudió su cabeza; no había oído nada. Notó que Perlich cargaba una pequeña bolsa de arpillera con el fondo teñido de sangre oscura.


— ¿Qué es eso? —preguntó con un temblor en la voz.


—Esto... es lo quedó del Teniente Unger. Nos lo han dejado frente a la compuerta.


Si bien una gran y horrible parte de él se alegraba por la noticia, Niklas no quiso mirar en el interior de la bolsa cuando Perlich la abrió.


—Oficial Kolton ¿ha tenido algo que ver con esto? —preguntó Perlich— Unger y usted han tenido un altercado esta mañana.


— ¡He estado aquí toda la noche! —gritó Niklas.


—Pero ha convivido con ellos —un hombre de la Kretov dijo mientras los demás lo rodeaban—. Tal vez le han enseñado a usar su magia contra nosotros.


—Sí, ha pasado demasiado tiempo con ellos. Especialmente con el negrito… —agregó otro soldado. 


— ¡Están todos locos! —aulló Kolton aterrorizado. Estúpidamente, buscó comprensión en la mirada de Perlich.


—Oficial Kolton, ¿está usted involucrado en brujería? —preguntó Perlich.


Niklas dejó escapar un suspiro quedo; no podía creer tal pregunta. Y en un instante comprendió que cualquiera fuera su respuesta, no importaba en lo absoluto. Todo se sentía difuso, como en un sueño. Su reacción fue huir, pero los hombres de la Kretov lo interceptaron. Perlich lo tomó del cuello y sus dedos de acero encontraron la cadena con la runa. Se la arrancó a Niklas y este gimió de dolor, cómo si le hubieran cercenado un miembro.


— ¡Vaya! —Sonrió Perlich mientras pendía la runa frente a los ojos de Niklas en forma burlona— ¿Vas a negarlo ahora? Tenemos evidencia en tu contra. Mejor confiesa.


Niklas Kolton no pronuncia ni una palabra.


—Vas a cambiar de idea —sonrió de nuevo Perlich—- Llévenlo afuera y que duerma allí. Átenlo a un árbol. Desnudo. No merece usar ese uniforme.


Las órdenes de Biser Perlich se cumplieron. Niklas fue arrastrado a la intemperie, despojado de sus ropas y atado al tronco de un roble. Golpearon sus piernas, su espalda y su rostro hasta que perdió la sensibilidad. Le preguntaron si practicaba brujería, si era fiel a Austea, si había fornicado con el muchacho. Ante su silencio, los hombres se cansaron y lo abandonaron. En la más negra de las oscuridades, Niklas recordó el rostro de Eryx y lloró.


Despertó cuando los dos soles estaban altos en el cielo, y un trozo de hierro hirviente besó la piel de su muslo. Se estremeció entre sus ataduras y chilló de dolor.


—No entiendo, Kolton —dijo Perlich mientras sostenía el hierro—, tú eras Doctor en Biología, tú sabías que la lluvia, el amanecer, el anochecer... son meros fenómenos y no designio de los dioses. Tú te criaste en Austea, ¡sabes que no hay dioses! Y sabes que lo natural es un hombre con una mujer. Vienes de una sociedad lógica y racional.


Niklas sollozó, incluso antes de sentir el hierro en su pecho. Era un dolor tan agudo que perdió la visión por unos instantes. Cuando la recuperó, luchó para poder respirar.


—Hemos leído el diario del mariconcito ese —rio Perlich—. Fue muy entretenido, a decir verdad. No creo que el Comité Disciplinario de la Kretov lo encuentre divertido, pero si confiesas, tal vez sólo obtengas una baja deshonrosa.


Niklas sintió que iba a desvanecerse una vez más. Sin embargo, en aquel punto más allá del dolor, tuvo un momento de claridad.


—Tú has dejado la piel en el poste… —susurró Niklas— Un Thaade no sería tan desprolijo con un cuchillo. Querías una excusa para atacarlos…


—Es cierto —respondió Perlich—. Cuando los Thaade estén extintos, la historia se encargará de borrar los detalles sucios ¿O te crees que no había salvajes así en Austea antes que nosotros? Tú eres biólogo, sabes lo que es la evolución.


—Esto no es evolución —murmuró Niklas.


— ¿Tierras fértiles custodiadas por una vieja y unas mujeres, mientras Austea enfrenta una guerra con Scinda 9b, y el peor invierno en siglos? —Continuó Biser Perlich— No me arrepiento. Todo lo que he hecho, lo he hecho por Austea.


—Por Austea… —balbuceó Niklas.


—Ahora, confiesa, y tus servicios en el pasado serán tenidos en cuenta a la hora de condenarte. Niklas Kolton, ¿practicas brujería?


El hierro quemó justo debajo de su pezón, donde Eryx lo había besado tan tiernamente en el pasado. Niklas grito un doloroso No.


— ¿Has fornicado con el muchacho Thaade?


Niklas chilló No entre lágrimas una, y otra, y otra vez. No sintió que estuviera mintiendo; fornicar sonaba tan primitivo, tan alejado de las caricias que Eryx y él habían compartido. Antes de que Niklas perdiera el conocimiento, alguien llamó a Perlich.


Soñó brevemente con el rostro de Eryx, con su arco de Cupido pronunciado y sus ojos dorados y ocres resplandeciendo de alegría y placer. Una bofetada lo obligó a abrir los ojos. Perlich y los escasos hombres de la Kretov lo rodeaban.


— ¿Dónde está? —preguntó Perlich con la mandíbula apretada.


— ¿Qué? —la voz de Niklas se quebró. Tenía sed, tanta sed…


— ¡La nave! —Gritó Perlich— ¡Se ha desvanecido! ¿Has usado magia para hacerla desaparecer?


—Quiere que muramos en este planeta —agregó un soldado antes de escupirlo.


—No... No me he movido —balbuceó Niklas. Le respondieron con otra bofetada.


—Desátenlo —ordenó Perlich—. Vas a guiarnos de nuevo hacia la nave. O vas a hacerla aparecer.


— ¡Les digo que yo no he hecho nada! ¡No sé dónde está la nave! —suplicó Niklas mientras lo desataban y lo obligaban a ponerse de pie.


—Y no intentes nada raro. Perlich desenfundó su revólver atómico y apuntó hacia la nuca de Niklas mientras caminaban.


Sin energía atómica en la nave madre la noche anterior, Niklas calculó que su carga sería baja. Para el atardecer cada uno de esos revólveres sería inútil. Y supo exactamente hacia dónde llevarlos.


El círculo en el claro del bosque esperaba. Niklas guió a los hombres hacia el centro, rodeados de árboles negros de tortuosas ramas y con el atardecer tiñendo el cielo de morado. Pisaron el suelo donde Phalamas había danzado mil veces, donde el tambor de Eryx aún retumbaba. Si Niklas cerraba los ojos, podía oírlo.


—Te he dicho que nada de juegos, Kolton —amenazó Perlich. La mano con la que apuntaba el revólver temblaba sin control— ¿Dónde está la nave?


Un rugido fue la respuesta. Niklas se preguntó si los hombres también podían oírlo, o si podían ver con la misma nitidez al dios de piel oscura que se había materializado frente a ellos. Por sus caras de pavor, era obvio que sí. La criatura se veía mucho más joven y fuerte que la noche en que había muerto; su piel azabache adquiría fríos tonos plateados bajo la luz nocturna, y sus cuernos curvos se veían más grandes y duros. Cuando sus bestiales ojos dorados se posaron en Niklas, resplandecieron igual que los de Eryx. Y a la vez muy distinto.


El primer hombre de la Kretov en enloquecer se arrancó sus propios ojos. Otros le dispararon a la criatura en vano, para que luego sus corazones se detuviesen por el miedo. Niklas detectó unas plumas rojas ocultas entre el follaje, rodeándolos. Segundos después, las Cornúpetas desataron su lluvia de flechas y ningún hombre de la Kretov quedó en pie. Con excepción de Perlich.


El dios ya se había desvanecido y una furia desbordante se apoderó de Niklas. Era rabia, asco, odio... y pulsaban por sus venas con más fuerza al ver el rostro de hielo de Perlich. Hielo tan fácil de quebrar. Se abalanzó sobre el Coronel y golpeó su rostro con ambos puños. No lo detuvo el pavor del hombre en sus ojos; lo golpeó hasta que su cara era una inerte y deforme masa sanguinolenta. Y hubiera seguido de no ser por una mano que se posó en su hombro y lo detuvo.


—Ya es suficiente —susurró Eryx. Había miedo en su voz. Cuando Niklas vio su rostro, también encontró miedo.


Rompió en llanto mientras el muchacho lo abrazaba.


Las Cornúpetas lo ataviaron con las plumas rojas mientras el atardecer se tornaba dorado gracias al próximo otoño. La arboleda olía a lavanda y cedro, y se podía oír el crepitar de las antorchas a la distancia. Pintaron los brazos desnudos de Niklas con pintura roja, y colgaron las cuencas de cuarzos multicolores en su cuello. Dibujaron con sus dedos la cruz roja sobre sus ojos, nariz y boca, y finalmente colocaron los cuernos de carnero sobre su cabeza, sujetándolos a su cabello con pequeñas hebillas de alambre. Chocó su nueva cornamenta con cada una de ellas, lo cual le provocó dolor en el cuello cuando la ronda terminó.


Lo guiaron hacia el círculo iluminado con antorchas donde los Visores cantaban para recibirlo. Sus mantos púrpuras y anaranjados cubrían parcialmente sus rostros y resplandecían bajo la luz nocturna. Eryx estaba al frente, tocando su tambor. Capas de encaje negro cubrían su cuerpo, dejando ver rastros de su piel morena. Sobre su espalda llevaba el manto de felino manchado. Encima de su cabeza, el tocado de plumas azules y cráneo de pájaro. Cuando su mirada se encontró con la de Niklas, perdió el ritmo de su cántico por unos segundos. Sus ojos de piedra tigre resplandecieron cuando ambos estuvieron frente a frente en el centro del círculo. Los Visores elevaron sus cánticos hacia el cielo estrellado mientras Eryx colgaba del cuello de Niklas una labradorita con la runa del amor grabada en su revés. Cuando la runa entró en contacto con su piel, Niklas sintió un calor hirviente contra su pecho y sonrió. Colgó una piedra idéntica en el cuello de Eryx, con el lado de la runa contra su piel. Luego el muchacho empuñó su daga curva,  cortó la palma de Niklas e hizo lo propio con su palma derecha. Cuando ambos estrecharon sus manos, la sangre brotó. Y cuando las gotas carmesí besaron las runas trazadas en el piso, las Cornúpetas berrearon de alegría.


Ya era de madrugada cuando Niklas y Eryx yacían el uno en los brazos del otro, dentro de la recámara de la casona principal. Afuera, las Cornúpetas continuaban danzando y bebiendo. Habían insistido en entrar a la habitación con ellos pero Niklas se había negado.


—En Austea esto se hace en privado —protestó mientras esgrimía sus cuernos.


—Ya no estás en Austea —rio por lo bajo Eryx. Aun así, despidió a las Cornúpetas y aseguró la puerta de la recámara. Se abalanzó sobre Niklas y cubrió de besos sus labios, su rostro y las viejas cicatrices del hierro. Deslizó sus dedos por sus cuernos de carnero, sus hombros y su espalda. El otro lo despojó con urgencia de sus encajes y plumas y se deleitó con cada rincón de su piel atezada. Arremetió en su interior enardecido y sostuvo su rostro con ambas manos cuando el muchacho se tensionó en forma agónica, con sus ojos dorados oscilando y un aullido exquisito.


Niklas estaba recuperando su aliento, con el pequeño cuerpo de Eryx curvado contra el suyo. Sintió los delgados dedos oscuros por la labradorita de su pecho. El calor que emanaba de la runa era casi tan embriagador como la piel del nuevo Gran Vidente.


—Tiene el mismo color de tus ojos —susurró Eryx, pero Niklas Kolton ya se había dormido y estaba soñando con estrellas verdes y ojos de piedra tigre.