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Seleuca-thy

Ramos, Josué

Era Sargento del Quinto de Ingenieros y Zapadores del Ejército Regular de Iliria. Mi nombre es irrelevante. Lo único que importa ahora es que nosotros éramos Iliria y ellos eran Seleuca-thy.

Seleuca-thy. La primera vez que oí ese nombre ni siquiera supe situarlo en el mapa. Ahora, gracias a la prensa, todos en Iliria saben ya que no es más que un planeta muy pequeño orbitando en solitario alrededor de su propio sol, situado más allá del borde exterior, casi derramándose por fuera de la Galaxia. Y es tan insignificante que ni siquiera tiene la denominación de sistema. Pero un buen día nuestro gobierno decidió poner sus ojos allí y comenzó a decirnos que había motivos para preocuparse por ellos.

Se decía, según supuestos informes del Servicio Secreto de la República, que había motivos para creer que se habían alineado recientemente como aliados en el eje de uno de nuestros más poderosos enemigos: el sistema Daimagoth. La cercanía de ambos sistemas y la posición estratégica de Seleuca-thy la habían hecho un lugar apetecible para que Daimagoth colocase algunas de sus bases militares y buena parte de su arsenal químico y biológico. Todo tipo de informaciones se fueron filtrando a la prensa, a cuentagotas, día a día, para probar la veracidad de tales afirmaciones: documentos firmados y sellados por Daimagoth, dudosas grabaciones clandestinas, fotografías de supuestos asentamientos militares… Aquellas informaciones fueron moldeando poco a poco la imagen que los ilirios teníamos de Seleuca-thy y, aunque sea vergonzoso decirlo, aumentando el clamor popular que exigía una invasión. En cuanto al Ejército regular, a todos nos parecía, como mínimo, extraño que todas las informaciones del Servicio Secreto procedentes de Seleuca-thy nos viniesen siempre de la prensa nacional, nunca por los cauces convencionales. Sin embargo, no tardamos en darnos cuenta de que esta no iba a ser en absoluto una guerra convencional.

Como era de esperar, la Administración presentó una propuesta de intervención rápida en Seleuca-thy con el fin de ocupar sus territorios y buscar «cargamentos hostiles» procedentes de Daimagoth dentro de sus campamentos. Para el Congreso, aprobar la propuesta no fue más que un trámite, así que el Gobierno Federal no tardó en hacer efectiva su brutal invasión, sin siquiera preparar una declaración formal de guerra ni esperar a tener la opinión o el apoyo de la Sociedad de Naciones. La excusa para tan inesperada forma de actuar era, al parecer, aprovechar el factor sorpresa para entrar y salir de Seleuca-thy sin dar tiempo a reaccionar a Daimagoth. Iliria calculó que si lográbamos completar la operación limpiamente en menos de seis meses Daimagoth no tendría tiempo a preparase para actuar contra nosotros. De lo contrario, si la intervención se demoraba por culpa de seguir los cauces diplomáticos establecidos por los acuerdos internacionales, nos expondríamos a que Daimagoth nos atacase, obligándonos a replantear toda la operación. Así que, según nuestro Gobierno, actuar así nos libraría de un enfrentamiento aun mayor, de una lamentable guerra entre dos grandes potencias. Por eso los soldados de a pie partimos sin saber siquiera, al salir de nuestras bases de Iliria, que la proximidad del enorme sol de Seleuca-thy la convierte en un 70 % en espesas y peligrosas selvas, con una temperatura y un nivel de humedad excesivo para nosotros. Ni siquiera tuvimos tiempo de familiarizarnos con la configuración de su entorno. Pero tampoco nos importó, ya que creímos ciegamente todo lo que se nos decía y pensábamos que la operación sería sencilla. Entrar, tomar posiciones, destruir los arsenales daimagotas y salir airosos; todo ello en seis meses como mucho.

Pero la incursión rápida se fue complicando y alargándose hastiosamente. A pesar de la protección de nuestros trajes, nos expusimos a enfermedades e infecciones que nos causaron, en los primeros meses, más bajas que el enemigo. Y no fue sino hasta que comenzamos a enfrentarnos a la población local que descubrimos que nuestro entrenamiento y nuestras tácticas de combate no resultaban útiles en el terreno. Nuestros trajes suponían un engorro en la espesura de la selva, y nuestros transportes eran incapaces de avanzar.

Nuestros superiores trataron de mejorar nuestro combate pidiendo a Iliria nuevas naves y armamento. Se trajeron un buen número de Aerocraft, naves especiales de combate que, al menos yo, nunca había visto: nuevos modelos artillados impulsados con cuatro grupos de hélices móviles colocados en su base. Despegaban soplando aire hacia abajo, retropropulsando la nave en despegue vertical, y, una vez en el aire, avanzaban girando los ejes de cuarenta y cinco a noventa grados. El gran ángulo de movilidad de las hélices, además de que unas fuesen independientes de otras, dotaba a estas naves de una agilidad nunca vista. Esto nos permitió usarlas como plataformas de ataque en altura. Además, nos permitieron avanzar posiciones con grandes despliegues de artillería helitransportados.

La nueva táctica, olvidado nuestros convencionales ataques de infantería en filas, se centró en buscar al enemigo en las selvas, desde el aire, y con la infantería, desde tierra, para obligarle a salir a campo abierto y luchar cuerpo a cuerpo, sin ampararse en la frondosidad de las selvas en las que solo ellos se movían a su antojo. Persiguiéndolos a pie y disparándoles desde lo alto, tratando de controlar su avance, como si de ganado se tratase, creíamos que lograríamos acabar con ellos fácilmente. Pero los seléucidas se resistían a luchar a campo abierto con todas sus fuerzas. Era como si no supiesen sobrevivir al aire libre. Y, además, se nos escurrían como ratas. Su fastidiosa táctica consistía en luchar siempre en lo más profundo de la selva. Sabían que si retrocedían posiciones, llevándonos a donde ellos querían, nosotros iríamos tras ellos, por lo que siempre procuraban llevarnos a su terreno y obligarnos a acercarnos lo más posible de ellos. La proximidad les permitía causarnos bajas sin necesidad de contar con expertos tiradores y, además, dejaba fuera de combate a los artilleros de los Aerocfrat, que no podían correr el riesgo de hacer fuego amigo. Parecían fantasmas y apenas lográbamos ver de dónde procedían sus tiros. Ninguno de ellos permanecía demasiado tiempo en la misma posición. La única forma de adivinar dónde estaban era cuando tiraban granadas de mano; aun así, cambiaban de posición antes incluso de verlas caer.

Así las cosas, los seis meses máximos de plazo pronto volaron ante nuestras narices. Entre los hombres, según avanzaba el tiempo, se podían respirar el miedo y la preocupación ante la creciente posibilidad de que Daimagoth se estuviese preparando para intervenir en defensa de su aliado. Y tal como estaban las cosas, si Iliria no enviaba refuerzos, la batalla acabaría en masacre.


Han pasado ya cuatro años desde entonces y casi la mitad de los que empezamos esta absurda guerra ya no están aquí. Muy pocos han regresado a casa. La amplia mayoría lo hacen por fatiga de combate. Los demás, por infecciones, enfermedades endémicas que desconocemos, heridas de guerra… el resto han caído.

Repasando todo este tiempo de conflicto, han sido cuatro desesperantes años de interminables momentos de inactividad o de marcha por la selva interrumpidos en pocas ocasiones por contactos con los nativos resueltos en pocos minutos de sangrienta lucha en la que apenas les hacemos bajas. Las marchas por la selva, durante horas, han terminado por convertirse en un paseo por el umbral de la muerte, en una enfermiza obsesión por la emboscada. En cualquier momento, aun con la guardia en alto, cualquiera puede caer en una incursión de los fantasmas seléucidas.

Con el tiempo surgió entre nuestros superiores la teoría de que si los seléucidas son capaces de desaparecer tan rápido de nuestra vista es porque cuentan con túneles o pasillos subterráneos que no podemos ver. Tal como los nativos se mueven por la selva, es casi seguro que esa sea su arma secreta. Si descubriésemos esos túneles, lograríamos dar un duro golpe. Por eso, nosotros, los Cuerpos de Ingenieros y Zapadores, tenemos ahora la misión especial de peinar los alrededores en busca de tales escondites. Es un peligro extra, ya que muchas veces exige que nos internemos en solitario en la selva pero, al menos, es algo único que nos aparta de toda esta monotonía.

Hace apenas unos días, en una de tales búsquedas y con los nervios a flor de piel, sentí un ruido que llamó mi atención. En estas selvas jamás hay silencio. Todo el día y toda la noche se oyen ruidos, crujidos, vientos, gritos, silbidos, cantos… todo tipo de sonidos que hemos aprendido a reconocer y discriminar. Pero esto era una pisada, una pisada que crujió una ramita a mis espaldas. Como acto reflejo, no pude evitar girarme de golpe; un error, ya que reveló al enemigo que había delatado su posición. Mirando en torno, no logré percibir movimiento alguno. Con un inevitable temblor en la mano derecha activé la armadura de mi traje. Casi toda ella es de un material líquido, para hacerla cómoda y ligera, que se solidifica con una descarga eléctrica liberada desde un interruptor en el brazo. Esta descarga recorre el cuerpo del soldado y causa una momentánea sensación de quemazón que remite en unos segundos, pero que se traduce en que la armadura se solidifica y nos protege de los disparos. Al sentir que la armadura adoptaba su estado sólido me sentí protegido, a la vez que pesado, como si me acabasen de soltar encima un saco lleno de arena. Con un incontrolable tic en el ojo izquierdo, aunado al temblor de la mano, descargué todas mis energías en un poderoso grito agudo que envolvió toda la selva, al tiempo que disparaba una ráfaga en abanico ante mí, contra cualquiera que tuviese delante. Al hacerlo, perdí el sentido de la orientación y el del oído. Me quedé sordo por unos instantes y solo pude ver que un nativo huía ante mí. Salí corriendo tras él dispuesto a apresarlo pero apenas un segundo después de alcanzar su posición perdí pie y caí en el vacío y la oscuridad. No sé cómo, una rama, o una raíz, me atravesó la pierna. Con el punzante dolor que me produjo perdí el sentido. El mundo se apagó. Y, al fin, descansé.


Al despertar, pasaron unos segundos hasta que recuperé la visión. Tenía la cabeza cargada, con un buen dolor de cabeza y, al llevarme la mano instintivamente a la sien, la ansiedad me invadió al darme cuenta de que no tenía el casco puesto. Traté de levantarme, pero una mano me lo impidió, empujándome de los hombros. ¡Era un anciano seléucida! Amigable, hizo un gesto para indicarme que no debía levantarme y dijo unas palabras que no logré entender. Después cogió un cuenco con las manos para recoger cierta cantidad de un extraño potingue en una hoja y llevármela a la frente. Hizo otro gesto para indicarme que me estaba curando una herida. Hice caso en quedarme quieto, pero no accedí a permanecer acostado. Me senté en el catre y me apoyé contra la pared, que cedió ligeramente con mi peso. Estaba en una cabaña local hecha con material de la selva, tumbado en una cama de paja y tapado con una manta de cuero.

Me di cuenta entonces de que tampoco tenía mi armadura ni mi mochila. Solo llevaba encima mi propia ropa.

—¿Dónde está mi equipo? ¿Dónde está mi traje? —pregunté señalándome el cuerpo.

El hombre respondió con un gesto hacia su espalda. Tanto el equipo como el traje estaban allí, en una esquina; en el suelo, pero perfectamente colocados. El arma estaba apoyada contra la pared, junto al pico, la pala y el resto de herramientas de zapador, como si fuese una herramienta más.

—¿Y el casco? —señalando esta vez a la cabeza, como si me estuviese poniendo una corona.

Sonriente, el hombre levantó de nuevo el cuenco. Estaba usando mi propio casco para mezclar la cataplasma. Eso quería decir que el sistema de radio y el localizador habrían sido inutilizados.

—Dios mío, millones a la basura —Suspiré recostando la cabeza. Al menos me estaba aliviando el dolor de cabeza y curando mis heridas.

El hombre me sacudió y me destapó la pierna para mostrarme una cicatriz de unos cinco centímetros que me recorría el muslo. Había olvidado la herida que me había hecho perder la consciencia y ahora… estaba curada. Lo miré extrañado y, ante la sorpresa de mi rostro, sonrió. Alzó el cuenco victorioso y después me levantó la mano derecha, firme como una tabla. En aquel momento sentí que todos mis males habían sido curados.

Días después, en cuanto Hanoi, como se descubrí que se llamaba, me permitió ponerme en pie, hurgué en mi equipo para mostrarle las fotografías de los supuestos almacenes de armamento.

—Armas —le dije—. Armamento. Bombas.

El hombre señaló encarecidamente a las fotos que yo le mostraba, haciéndome ver que había visto aquello antes. Sabía de qué se trataba y sabía dónde estaba.

—¿¡Boom!? —exclamé, dibujando una poderosa explosión con mis manos. Me miró extrañado—. ¿Daimagoth?

—¡No! —exclamó, al fin, en mi idioma, quitándome las fotos de las manos—. ¡No Daimagoth! Daimagoth… Iliria… Daimagoth… Iliria —repitió nerviosamente, equiparando un nombre a otro, imitando a una balanza.

Solo aquel gesto bastó para quitarme el velo de los ojos. Durante los varios días que pasé con él dudé muchas veces de las simpatías de los seléucidas para con los daimagotas, pero mi actitud hacia ellos no cambió hasta este momento. De verlos como demonios de color sonrosado moviéndose como fantasmas asesinos por entre la selva, como si fuesen bestias salvajes, en apenas unos segundos pasé a verlos como nativos que no tenían nada que ver con nuestras guerras de conquista y dominación universal. Tenían tanto que ver con Daimagoth como con Iliria. Ambos éramos la misma gente, sin diferencias; y ellos nada tenían que ver en nuestra balanza de poder. En aquel instante, ni todos los periódicos ni todos los políticos de Iliria lograrían convencerme de que Seleuca-thy era el nuevo arsenal de Daimagoth. Pero ¿qué era aquello entonces? ¿Qué había fotografiado nuestra gente?

Señalando las imágenes que ahora estaban en su poder, hice un gesto para pedirle que me llevase hasta allí. Lo captó rápidamente, pues no habíamos tardado en hacernos entender por gestos, pero en su mirada noté que recelaba de llevarme hasta allí. Ante sus dudas, me acerqué a mi arma, que seguía junto a mi equipo, y la tomé con ambas manos para acercarme a él de nuevo.

—Ra-ta-tá… —fue lo único que le dije serio.

—No… No ra-ta-tá —rogó, asustado—. No más. Por favor —Su súplica me hizo un nudo en la garganta que me hizo avergonzarme de mis últimos cuatro años de vida. Por primera vez me percaté de lo absurdo que había sido abandonar mi hogar durante tantos años para dedicarme a destrozar el de otros, al otro lado de la Galaxia.

—No —susurré amigable, partiendo la madera del arma en dos ante sus narices—. Nunca más —añadí, tocándome la cicatriz de la frente en señal de gratitud.

Agradecido, el anciano se llevó la mano también a la frente, imitando mi gesto. Y como una exhalación salió de su cabaña esperando fuera a que terminase de ponerme el traje para permitirme salir al exterior por primera vez.

Solo entonces descubrí que estábamos en un pequeño claro en medio de la selva. Un pequeño oasis que ninguno de mis compañeros había encontrado jamás. Pero lo que más me sorprendió es que el hombre parecía vivir solo, pues su cabaña estaba en medio de la nada. Aparte de su choza, solo tenía una cuerda con ropa tendida y un pequeño transporte parecido a un rickshaw de los barrios bajos de iliria, con ligeras diferencias. De hecho así fue como él lo llamó:

—Rickshaw —dijo señalándolo, como presentándomelo con orgullo.

Estaba hecho casi totalmente con materiales de la selva. Las ruedas, por ejemplo, estaban hechas con el interior de los gruesos pero flexibles tallos leñosos de alguno de los árboles de la selva. Como las ruedas de una bici. Y, a diferencia de los rickshaw que yo conocía, tenía un pequeño motor oxidado y una tercera rueda delante, en el lugar que normalmente debía ocupar el tirador del carruaje; y una enorme caja para cargar material, en la que solo tenía un pequeño cesto, a la espalda.

Del cesto de la caja, Hanoi sacó un par de jugosos frutos de color morado. Los soldados los conocíamos, pero los únicos que se habían atrevido a comerlos habían tenido que ser trasladados de vuelta a Iliria con graves anafilaxis y hemorragias internas. Entre nosotros eran conocidos como el «pasaporte», ya que muchos los consumían a propósito con el único fin de regresar a casa.

Creí extrañado que el hombre comería uno y me ofrecería el otro, pero me sorprendió mucho más ver que ambos eran para el depósito de combustible del motor.

—Pulp —dijo al meterlos dentro.

Después giró varias veces una manivela que había sobre la rueda delantera del rickshaw para triturarlos. Al ir deshaciéndose, la pulpa de la fruta se fue introduciendo en el motor, que no tardó en arrancar.

Era de dos ocupantes, así que Hanoi me invitó a montar al ponerlo en marcha. Parecía imposible moverse por la selva con aquello, pero él parecía totalmente convencido de saber hacerlo. Sin embargo, lejos de internarse en la selva con él, se acercó al límite del claro, ante nosotros, para abrir una trampilla que dejó a la vista un oscuro túnel que se hundía en el suelo, bajo la jungla. ¡Era cierto! ¡Al final, nuestra teoría era cierta! Esas eran las trampillas que usaban para moverse como fantasmas.

Sin decir nada, montó corriendo en el rickshaw y se lanzó al interior. Una vez dentro, se bajó para cerrar y asegurar la salida y volvió a montar para avanzar, a través de la oscuridad, a gran velocidad. Nunca se lo he dicho a nadie, pero después de ver aquello, aun hoy tengo la teoría de que, además de todas las habilidades de camuflaje que nosotros conocíamos, los seléucidas son capaces de ver perfectamente en la oscuridad.

Tras una media hora de viaje, en la que incluso cruzamos bifurcaciones y cambiamos de dirección más de una vez, llegamos al exterior del lugar fotografiado.
Hanoi se adelantó, tras salir al exterior, mientras yo me habituaba a la luz natural, para gritar a voz en grito a los nativos que había aquí y allá. Por sus gestos, logré adivinar que trataba de justificar mi presencia en aquel lugar. Su discusión con al menos tres de los seléucidas me puso en guardia durante unos minutos. Ellos estaban armados y parecían, todos ellos, más avanzados tecnológicamente que el propio Hanoi; pero yo estaba desarmado, así que me preparé para saltar tras el rickshaw, internándome selva adentro lo antes posible. Sin embargo, Hanoi debió de convencerlos de que yo era algo así como un observador neutral enviado por Iliria porque finalmente accedieron a acompañarme a ver el complejo en el que estábamos. Y era exactamente igual a las fotos. Era, sin duda, el lugar fotografiado por nuestras naves de exploración.

—¡Boom! —dijo Hanoi, señalándome, mientras me acercaba a ellos, y haciendo el universal gesto de taladrarse la sien—. Daimagoth boom.

Un par de nativos sonrieron jocosos. El resto me miró extrañado. No podían creerse que los ilirios hubiésemos montado una guerra con semejante idea en mente. Cualquier ilirio lo veía lógico, pero hasta al más pequeño seléucida le parecía una estupidez.

Desde luego, todo aquello era un complejo almacén. Y estaba tan bien cuidado, protegido y vigilado como solo lo estaría un arsenal militar. Había gente armado todo en derredor y varios rickshaw y otro tipo de transportes pesados entrando vacíos y saliendo con sus cajas de cargamento llenas; con soldados escoltándolos. La visita estuvo a punto de terminar solo tras hacerme rodear el complejo desde fuera. Hanoi hizo ademán de cogerme por el codo y llevarme de vuelta a su cabaña, pero rehusé, señalando al interior. Quería ver lo que se traían entre manos. Quería ver lo que guardaban allí dentro. Y tuve que ponerme firme para lograrlo. Solo accedieron a llevarme al interior al verme señalar al cielo imitando el silbido de un Aerocraft.

Con una orden sencilla del que parecía ser el líder, los dos soldados que custodiaban la entrada principal me permitieron entrar. El aire fresco me invadió al pasar adentro y tardé unos segundos en habituarme al cambio de luz. La iluminación me vino poco a poco, permitiéndome ver con claridad. Al principio fueron los transportes moviéndose por aquí y por allá, luego los soldados mirándome suspicaces y, posteriormente, mujeres cargadas con cestos y niños comiendo fruta… al fin, alcé la vista al frente para terminar de ver lo que allí se guardaba: frutas, verdura, hortalizas… ¡un invernadero! ¡Era un invernadero!

Para cuando encontré a mi gente me enteré de que la moral había aumentado entre la tropa por haber logrado localizar y destruir tres complejos similares al que yo había visto. Según la capital, tres arsenales de armas de destrucción daimagotas que podrían haber sido utilizadas contra Iliria o sus territorios en el futuro. Las guerrillas se habían logrado transformar al fin en misiones de búsqueda y destrucción, en las que los ingenieros localizaban y delimitaban las zonas a destruir para después rociarlas desde los Aerocraft con bombas arrojadizas e incineradores de ácido. El resultado era que los complejos saltaban por los aires con las bombas y luego se quemaban lentamente con el ácido, para espectáculo y disfrute de los ilirios.

Según me dijo mi superior, con una estúpida sonrisa en el rostro y lleno de orgullo, los ingenieros tendían a aumentar más de lo debido las áreas a calcinar, por diversión; y los artilleros no reparaban en gasto de material.

—Eso sube la moral de la tropa, ¿sabe, sargento? Debería probarlo —No respondí. Simplemente me quedé ahí parado, apretando los puños y mordiéndome la lengua—. ¿Qué le pasa, soldado? ¿Acaso esos «monos» le han hecho algo?

—Acaso no ha leído usted mi informe, señor —susurré, lleno de ira, procurando no gritar—. He estado dentro de esos complejos y he hecho fotografías de todo lo que hay dentro. ¿No las ha visto?

—Sí, sargento —respondió, sonriendo—. ¿Y qué?

El estruendo que provocó su caída fue tan grande que se oyó en todo el campamento. En cuanto logró ponerse en pie recomendó mi deportación inmediata a la capital, en espera de un consejo de guerra.

Lo que no previó fue que, tras mi regreso a Iliria, mi juicio y mi expulsión definitiva del Ejército, los titulares de los periódicos cambiarían por completo. Aprovechando el creciente malestar del pueblo y mis declaraciones y las de otros soldados por lo que estaba sucediendo realmente, la oposición ganó las siguientes elecciones generales apoyando su campaña en prometer el fin inmediato del conflicto.

Tras cuatro años sin resultados y todavía esperando la tan temida intervención de Daimagoth, para mí es más que evidente que nuestra auténtica misión en Seleuca-thy era la conquista del planeta por la fuerza. Pero a Iliria no le quedó más remedio que retirarse vencida y sin atreverse jamás a volver a hablar del tema. Desde luego, nunca más volví a ver las fotos que hice ni el informe que escribí. Por supuesto, a día de hoy tampoco no se ha podido demostrar que Seleuca-thy tuviese nada en nuestra contra. Y, que yo sepa, solo un ilirio regresó meses después para pedir perdón por lo sucedido.

El día que me aceptaron como uno de los suyos, Hanoi me devolvió mi casco impecable, totalmente limpio de la cataplasma que había mezclado en su interior. Y, desde entonces, tocarse la frente en señal de gratitud o saludo se ha convertido en tradición para todos los seléucidas.
 

Seleuca-thy es un relato independiente, ambientado en el universo de Lendaria la space opera pulp publicada por Josué Ramos.

 

Josué Ramos (Ferrol, 1987) Escribe desde los 16 años, pero centrado ante todo en el fantástico. Autor de La última conspiración, novela pulp; y Ecos de voces lejanas, de corte Steampunk), y coordinador de Ácronos. Antología steampunk, de la que prepara su segundo volumen. Acaba de publicar Lendaria una space opera pulp.
Además es escritor habitual en la revista retrofuturista El Investigador ( http://el-investigador-magazine.blogspot.com.es/ ).