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Sombras en la duna

Barragán, Eugenio

En un tiempo que no existe, en un desierto sin nombre, el sol luce como un disco de fuego en el cielo azul, intensamente, sin variación alguna. Las bandadas de pájaros pasan de largo en sus migraciones. Temen perderse en la inmensidad del vasto espacio o encontrar el crudo invierno al final del camino. Regresarían, otra vez, al punto de partida, con las fuerzas mermadas y sin aliento para ir a ningún lugar.

El barlovento sopla húmedo por la ladera de las montañas. Baja seco, se expande, se hunde en la gran depresión. Un monótono monólogo rige su mandato absoluto hasta los límites de su reino. La estepa al norte y al sur. Las montañas nevadas, por un lado; el mar, por otro.

En el lienzo de rocas, el viento habla con la minúscula arena, que obedece ciegamente sus designios. Silabea, susurra sus caprichos con denuedo. La arena danza, se levanta, gira y da vueltas. Dibuja las dunas de un lugar a otro, transmite sus pensamientos en un lenguaje indescifrable. Si no se adapta a sus caprichosos deseos, se cansa, cambia el ritmo y cesa de golpe para inspirarse en su efímera obra. Si se enfada, forma remolinos y destruye su creación.

Así sucede: el viento descubre un puente natural que une dos grandes rocas. A sus pies, un vano excavado por las aguas de un extinguido y caudaloso río. El aire sopla poco a poco, no ceja, avasalla, quiebra la parte más débil y se introduce por las grietas con un ulular continuo. Un trozo cae sobre el cauce, se desprenden fragmentos y se levanta una intensa parva que ametralla la superficie.

El viento relaja su impulso. La fina arena acaricia dulcemente las rocas fracturadas. Observan un trozo desprendido, ese fragmento que las unía en la eternidad, rota por la inclemencia del tiempo, con la tristeza contenida en las erosionadas ondulaciones. La sombra de las rocas se alarga sobre las dunas, no pueden rozarse. Esperan a que se ponga el sol y reine la noche en el solitario escenario. El cielo azul parpadea, la penumbra se abalanza sobre la claridad, sometiéndose a su tiranía. La noche regresa oscura, terrible, enigmática. El silencio se intensifica. Las rocas se arrugan, expresan un mohín en la noche de novilunio, en la noche del lobo, de la luna negra de Lilit, la mujer que huyó del Edén.

En el cielo se difumina la figura del lobo, gruñe su soledad, intenta aupar a la luna con el lomo, porque no puede pasearse por oscuros caminos que no conducen a ninguna parte.

Amanece.

Las rocas tendrán otra oportunidad, los ciclos son así. En el vaivén de la alternancia de luz y oscuridad se repite el obstinado deseo. La luna llena se yergue en el firmamento. Las sombras de las rocas tampoco pueden tocarse y esperan, porque no pueden hacer otra cosa. La brisa sisea rumores al introducirse por los recovecos, lo más parecido a lamentos.

Con la luna vacía de curso, perdida y desangelada, el tiempo se detiene sin que nada lo espolee. En las montañas cercanas cubiertas de nieve brillan las luces del Jardín de las Hespérides, como si fuera un rubor en la oscuridad.

Los días se suceden sin oposición, iguales y monótonos, por la insistencia del tiempo, porque se considera invencible.

Las estaciones pasan de largo, amontonándose, como los ciclos de luna superpuestos con los ciclos metónicos.

La monotonía del desierto se interrumpe. Sopla un viento húmedo y frío, insistente, casi olvidado. El cielo azul es pespunteado por nubes blancas que se desplazan mansamente, se apelotonan, se ennegrecen. Chispea, como si quisiera interrumpir la persistencia del tiempo. La suave lluvia se evapora antes de llegar a la superficie.

Persiste.

El terreno apenas se humedece. Unas lágrimas florecen en las rocas, sin tiempo para arracimarse. El viento ruge. La arena acaricia las rocas. La tormenta estalla con furia. Los relámpagos desgarran el firmamento. Los truenos resuenan en la limpia atmósfera. La arena se apelmaza, se forman riachuelos, charcos. Las rocas se estremecen por el súbito cambio de tiempo.

Una suave lluvia persiste en el ambiente, en el ciclo de claroscuros.

El cielo se despeja y se asoma la luna, otra vez llena, confusa, enigmática, con una marcada mueca de desprecio. Las sombras vuelven a alargarse, tocan el borde de un charco. Las sombras se sumergen, danzan durante toda la noche, envueltas en el resplandor de la luna llena de luz. Las aguas se ondulan, burbujean, vibran, se erizan en ese momento dulce.

Amanece.

Los débiles rayos de sol pespuntean las brumas, se abalanzan sobre el manto cubierto de flores. Las sombras pueden desaparecer para siempre, se deslizan entre la alfombra de flores que colorean el desierto para encontrar refugio, allá a lo lejos. Golpean con su movimiento frenético las umbelas. El aire se salpica de minúsculas gotas. Sacuden los cartuchos amarillos y rosas, soldados en forma de trompeta que anuncian, sin estridencias, la salida de las sombras del prado. Buscan refugio entre los pliegues de las rocas para guarecerse de la claridad del sol.

Y aguardan a que se sucedan los días, que pase el insidioso tiempo que nadie mide porque es inútil. Vagan entre las extensas planicies. Ascienden y bajan por barrancos, desfiladeros y gargantas. Hilvanan susurros que la brisa propaga por los rincones, antes de que se convierta en viento y juegue con la arena a su antojo.

Aguardan a que la luna pierde su curso, para seguir el fulgor en la noche y avistar el Jardín de las Hespérides.

Así pasa, así arriban.

Recorren el extenso perímetro de los muros del jardín. El dragón de pequeñas alas custodia la entrada, se mueve con torpeza de un extremo al otro. En su cabeza sobresalen tres ojos. Uno duerme y se alterna con los demás para vigilar la verja.

Las sombras temen el fuego que emerge de sus fauces y se mueven deprisa, se alargan lo indecible en un movimiento imposible. Recorren el pequeño muro para encontrar una grieta y pasar al otro lado, el deseado. Recorren los matorrales sin parar, de arriba a abajo. Las musas Egle, Lípara y Heracle alternan sus cantos entre risas, bailes y cantos. Ni siquiera se preocupan del veloz paso de las sombras que se refugian entre las hojas del árbol de manzanas doradas.

Allí permanecen.