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Sunit

Dolo Espinosa

 


I

  La diosa Sunit se desperezó lánguidamente. Estiró sus morenos brazos. Arqueó su cimbreante cintura. Y, con un pequeño bufido de resignación, salió lentamente de su lecho floral.

  Un nuevo día daba comienzo y ella era la encargada de darle la bienvenida al padre Sol. Una labor que siempre le había parecido bastante aburrida pero ella era una diosa y las diosas hacen cosas como esas. No les queda otro remedio si es que quieren seguir siendo diosas.

  Bien es cierto que Sunit no era una Gran Diosa, así con las mayúsculas incluidas, sino  tan sólo una pequeña diosa, así, en minúsculas y, además, en minúsculas muy pequeñitas.

  Era, pues, una diosa modesta. La diosa de una pequeña isla, perdida en la inmensidad del Océano Pacífico, habitada por una pequeña y pacífica tribu.

  Sus seguidores, en conjunto, no sumaban más de cien. Vale, en realidad eran ciento uno (eso si no contamos algún mono en puertas de adquirir conciencia de lo divino y un par de cabras suspicaces).

  No es que fuera una gran cosa como diosa. Tenía cierto poder sobre la lluvia pero sólo en lo que respectaba a su isla. Incluso, si estaba especialmente inspirada o francamente cabreada, podía montar algún pequeño vendaval, tifón y hasta un huracán de fuerza uno.

  Podía, también, ayudar con las cosechas, con la pesca, con la fertilidad de animales y humanos.

  Pero todo a pequeña escala y si no eran problemas Realmente Graves, como ella los llamaba, ahí, en el interior de su mente divina.

  Sus adoradores, permítaseme la redundancia, la adoraban. Para eso estaban. Faltaría más. Sabían perfectamente que su hermosa diosa Sunit no era una gran diosa pero a ellos ya les valía. Además les encantaba porque no era una diosa engreída de esas que esperaba que su pueblo fuera hasta su cabaña—palacio a arrodillarse y rendirle pleitesía y entregarle ofrendas. Ni tan siquiera era necesario hacer oraciones ni hechizos ni ningún extraño ritual para hacerle una petición. Bastaba con acercarse a ella en cualquier momento y contarle el problema. Si no era un problema Realmente Grave, la diosa Sunit ponía remedio inmediatamente. Y si no, se encargaba de hablar con el dios supremo: el Gran X.

  Si eso también fallaba, el pueblo de la diosa Sunit sabía que al menos su deidad lo había intentado y que estaría con ellos para ofrecerles consuelo. Por eso, entre el pequeño pueblo de Sunit no existían ni chamanes, ni sacerdotes ni tan siquiera curanderos. ¿Para qué necesitas intermediarios si tu dios vive al lado de casa?

  Sólo una vez había tenido un problemilla con ellos. Bueno, más bien con ellas por culpa de su ropa o, más bien, por su falta de ella, ya que tiene Sunit la costumbre de andar entre los mortales totalmente desnuda. Es fácil imaginar lo que la visión de una diosa joven y hermosa con toda su piel (y otras cosas) a la vista podía ocasionar entre la población masculina de la pequeña isla.

Más de un chichón tuvieron que curar las mujeres y más de una flecha desviada tuvieron que sacar de lugares poco honorables.

  Reunida, pues, la población femenina en sesión extraordinaria (es decir, reunidas en el manantial donde lavaban la ropa… los taparrab… bueno, las hojas que les servían de vestimenta) decidieron hablar con Sunit y pedirle amablemente que dejara de andar en tan completa desnudez por el bien de la salud de sus maridos e hijos.

Sunit no puso ningún inconveniente.

  La diosa mostró, efectivamente, buena voluntad para con las mujeres pero tuvo poco acierto a la hora de elegir “vestimenta”. Optó la diosa por vestirse con una especie de pareo semitransparente que cubría –escasamente– la zona pectoral y que semiocultaba –escasamente– su anatomía inferior.

  Sobra decir que los accidentes masculinos aumentaron considerablemente.

  De modo que las mujeres acudieron de nuevo a la diosa y le solicitaron que, por favor, volviera a su antigua costumbre de ir desnuda. Que el remedio había sido aún peor que la enfermedad; que total, un par de huesos rotos o un chichón de más o de menos, no eran nada y que, a fin de cuentas, sus paseos nudistas hasta ayudaban a dar alegría a la vida conyugal nocturna.

  Queda claro, pues, que Sunit llevaba una vida bastante tranquila y feliz. Tenía su pequeña isla, sus pequeños poderes, sus pequeñas obligaciones y el amor, la admiración y la adoración de su pequeña tribu.

  Pero esa mañana, tranquila y brillante como todas las de la isla, nuestra joven diosa notaba una extraña desazón interna. Un hormigueo desconocido. Como si tuviera un agujero en el lugar donde se supone que los mortales tienen el corazón.

  Sunit no entendía muy bien qué era eso. Y, como era una diosa llena de sabiduría, decidió hacer lo más inteligente: preguntar a la mujer más anciana de la isla.

  Todo el mundo acudía a consultar a la abuela Gueri porque, a fin de cuentas, todos en la tribu eran descendientes suyos. Bueno, casi todos, ya que el habitante que hacía el número ciento uno –un señor muy serio de grandes bigotes— no había nacido en la isla sino que había arribado a ella flotando sobre un tronco de árbol.

  Sunit entró en la choza de la anciana. Se sentó ante ella y, sin preámbulos ni saludos de ningún tipo, hizo su pregunta a la mujer con cara de pasa que tenía enfrente.

  La vieja se quedó mirándola. O eso parecía, con la vieja Gueri nunca se sabía muy bien si te miraba a ti o alguien que estuviera a tu lado. Estaba tan quieta y con la mirada tan fija que si Sunit no creyó que la pasa, digo, la vieja estaba muerta es porque la Muerte le pasaba una lista con las próximas defunciones y la mujer no estaba en ella (en realidad Sunit comenzaba a preguntarse si la Muerte no se habría olvidado de la vieja Gueri o si no habrían hecho algún tipo de trato). Después de varios minutos, al fin, la abuela se decidió a hablar, o a graznar, su respuesta:

  —Ay, mi diosa, mi diosa. Eso que te pasa nos pasa a todas tarde o temprano. No es nada extraño. Lo único que te ocurre es que ya es hora de que el amor llegue hasta ti. Llegó el momento de que la diosa Sunit entregue su amor a un dios o a un mortal. La única forma de llenar ese hueco que notas ahí –dijo esto clavando un dedo largo en su pecho– es con amor.

  ¿Amor? Sunit nunca había pensado en eso. Creía que las diosas estaban por encima de esas necesidades tan humanas. Claro que ella no era más que una pequeña diosa de una pequeña isla. Tal vez la vieja tuviera razón pero ¿qué podía hacer al respecto? Nada. Así que lo mejor sería acostumbrarse a sentir ese vacío y seguir con su vida como siempre.

 

II

 

  El juego había comenzado.

  La semilla estaba ya instalada en el pecho de Sunit.

  La Señora del Amor, llamada Inanna por los sumerios, Ishtar por los asirios, Tlaculteti por los aztecas, Hator por los egipcios, Afrodita por los griegos, Venus por los romanos y con otras muchas docenas de nombres a lo largo y ancho del mundo y de la historia humana, la Gran Diosa que todo lo domina, había comenzado su juego favorito: crear problemas.

  Le entusiasmaba ver a los seres, tanto divinos como mortales, sufriendo bajo su dominio. Si, allá en los comienzos del mundo, había elegido ser diosa del amor era por lo mucho que disfrutaba metiendo a otros en líos.

  La Dama es como una eterna adolescente caprichosa y loca. Siempre presta a poner a otros al borde de un ataque de nervios. Nada que sea lógico o sensato sale de sus manos. Absolutamente nada.

  Ahora había fijado sus ojos en Sunit. Le molestaba tanta paz y felicidad. Pensaba que la joven diosa necesitaba un “pequeño terremoto” en su vida y ella estaba dispuesta a concedérselo.

  Si de paso se lo pasaba bien, miel sobre hojuelas.

  Y ahora – pensó – toca mover mi otro peón…

 

 

 

 

III

 

  El otro peón se llamaba Sej y se encontraba, en ese justo instante, disfrutando de su baño matutino en el manantial cercano a la choza que acababa de construir.

  Con su pequeño pico acabó de colocarse las plumas. Dio un par de aleteos para sacudirse las últimas gotas de agua. Tomó su desayuno. Y por fin voló hasta la choza para seguir trabajando en su jardín.

  La tarde anterior había conseguido un par de alas de escarabajo de un hermoso color rojo, así como unas piedras del mismo color y estaba deseando comprobar cómo quedaban.

  Disfrutaba con su trabajo. Para él era mucho más que un simple medio de conseguir pareja con la que reproducirse. El resto de sus semejantes hacía chozas y jardines de manera automática y siguiendo sólo su instinto, pero Sej, no, Sej disfrutaba planificando, imaginando cada detalle, buscando los materiales, construyendo y creando.

  Construía las más hermosas cabañas y creaba los más bellos jardines. Por tanto, le sobraban candidatas a mezclar sus genes pero él las rechazaba a todas. Ni se fijaba en ellas. Toda su atención se hallaba centrada en su arte.

  Sus padres y amigos habían desistido ya de hacerle cambiar. No había manera. Era como si sus genes no tuvieran ningún afán por transmitirse a la siguiente generación.

  Pero él era feliz de esa manera. No deseaba otra cosa para su vida que poder seguir construyendo sus chozas. Y seguir encontrando piedras hermosas y bellas alas de insecto y primorosas flores para sus jardines. Con eso le bastaba y le sobraba.

  Así fue hasta aquella mañana. Esa mañana radiante en que, mientras colocaba meticulosamente, como siempre, unas piedrecitas en su último jardín, no podía dejar de pensar en que, quizás, era hora de que su obra fuera disfrutada por una dulce pajarita. Notaba una extraña desazón, un sorprendente deseo de encontrar con quien compartir su arte y su vida. Era como si sus genes se hubieran despertado de repente y le exigieran la posibilidad de pasar a otro ser.

  Era un sentimiento tan anormal, tan extraño que decidió aparcarlo. Ya tendría tiempo de meditar sobre ello.

 

 

IV

 

  La Gran Señora del Amor sonrió con malicia.

  Ya había plantado la segunda semilla.

  Ahora tenía que unir a sus dos piezas y dejar que lo plantado germinara… con una pequeña ayuda por su parte, por supuesto.

  Sus ojos violetas brillaron con placer anticipado.

  El rayo verde. Usaría el famoso rayo verde para que el momento fuera más “mágico”, había que tener en cuenta todos los detalles.

  Se hundió en su baño de espuma y suspiró satisfecha.

  Todo iba sobre ruedas.

 

 

 

V

 

  Y cuentan que la diosa Sunit se hallaba, aquella tarde, como tantas otras, despidiendo al Padre Sol. Que tenía el cabello lleno de flores recién cortadas. Que su mirada era dulce y misteriosa y su aroma más embriagador que nunca.

  Y cuentan que el pequeño Sej andaba por la playa en busca de conchas para su jardín. Y que su vuelo estaba lleno de elegancia. Y que sus plumas relucían bajo los últimos rayos del sol.

  Y cuentan que, en el momento justo en el que sol acababa de hundirse en el horizonte. En ese instante en que apenas se ven ya sus rayos, surgió el rayo verde.

  Y Sunit lo vio.

  Y Sej lo vio.

  Y también se vieron el uno al otro.

  Y ambos sintieron que se llenaban de algo desconocido.

  Y salieron huyendo.

  El uno del otro y, ambos, de aquello que habían sentido.

  Ese algo nuevo y aterrador.

  Y cuentan que luego, una vez calmados, volvieron a buscarse.

  Que primero se observaron desde lejos.

  Y luego se aproximaron.

  Y Sej llevaba en su pico la flor más bella que Sunit había visto jamás.

  Y estuvieron charlando horas y horas.

  A partir de ese día el pequeño Sej abandonó sus chozas y sus jardines. Y Sunit dejó de lado sus obligaciones como diosa.

  Para ellos ya no existía más mundo que los ojos del otro.

 

 

VI

 

  Nadie entendía ese amor. ¿Una diosa y un pájaro? ¿Dónde se había visto semejante cosa? Sí, vale, una vez cierto dios en forma de cisne había “seducido” a una mujer y cuentan también de ese dios que secuestró a otra disfrazado de toro. Pero no era lo mismo. En absoluto.

  Eso de que una diosa se enamorara de un simple pájaro no podía estar bien.

  El pueblo de Sunit se encontraba muy preocupado.

  Los congéneres de Sej no sabían cómo convencerlo de la locura de su amor. ¿Dónde se había visto un pájaro jardinero junto a una diosa? ¡Eso era una barbaridad!

  Los mismos dioses supremos andaban confusos e intrigados. Ninguno comprendía cómo había ocurrido semejante cosa. Bueno, ninguno, ninguno…

  Había una que entendía perfectamente lo que ocurría y que se lo estaba pasando en grande con todo el follón que se había montado.

  La Diosa del Amor no se perdía detalle de toda la historia. Tumbada en su nube favorita, masticando chicle sin parar y haciéndose la manicura se pasaba el día contemplando su obra.

  Mientras el pueblo de Sunit, los parientes de Sej y los dioses supremos andaban confusos y preocupados y la Gran Dama se lo pasaba en grande. Mientras el mundo parecía volverse loco a su alrededor, los amantes sólo se preocupaban por vivir su amor.

  Como todos los enamorados, vivían en su propio mundo y nada les importaba lo que los demás dijeran o pensaran.

  Pero más tarde o más temprano la realidad penetra hasta en las mentes más cerradas a ella.

 

 

VII

 

  El amor, por muy romántico que sea, por muy espiritual que se pretenda, acaba reclamando su impuesto carnal. Y ese fue el resquicio por el que la realidad consiguió llegar hasta Sunit y Sej.

  Se amaban con locura. Se entendían. Se conocían. Se compenetraban. Todo era perfecto entre ellos. Pero…

  Ah, el pero... El pero era sencillo: sus naturalezas eran demasiado diferentes. Por intenso que fuera el deseo no había posibilidad de saciarlo. Eso era imposible. Totalmente imposible.

  Y ese fue el momento en que la Gran Señora del Amor decidió hacer su entrada en escena.

  Peinada de peluquería. Con su mejor atuendo (o semi atuendo). Maquillada a la perfección. Gloriosa. Hermosa. Maravillosa. Con fanfarrias, palomas, pétalos de rosas y toda la parafernalia divina.

  Sonrió a los enamorados con su mejor cara de diosa compresiva y amorosa. Y les dijo que ella, y sólo ella, podría ayudarles (lo cual era cierto ya que ella, y sólo ella, había montado todo ese lío).

  Sej y Sunit se miraron esperanzados.

  La Gran Dama sonrió.

  Sunit le preguntó a la Gran Diosa qué solución podía ofrecer para su grave problema.

  Y dijo la Diosa:

  —Hay tres posibilidades a elegir.

  Y dijo Sunit:

  —¿Y cuáles son esas posibilidades?

  Y respondió la Dama:

  —Una, que Sej se transforme en dios. Pero, claro, eso es algo muy complicado. Ya sabes. Años de estudio. Oposiciones. Que haya algún puesto vacante. Luego tiene que ser juzgado por los grandes dioses. Tú ya conoces todo el proceso. Tan largo que no sé si tendrá vida suficiente para ello.

  Y dijo Sej:

  —Creo, Señora, que podemos descartar esa posibilidad. La vida de un pájaro no da para tanto trabajo.

  (Y en realidad pensaba: ¿Ser un dios? ¿Dejar de ser yo para ser como ella? No, no quiero eso…)

  —Eso pensaba yo –dijo la Gran Diosa– la otra posibilidad es que tú, Sunit, renuncies a tu divinidad. Pero esto también lleva su tiempo. Has de enviar una carta de dimisión al Gran X. Y luego tienes que esperar a que él te conceda una cita para discutir el asunto. Si acepta tu dimisión debes encontrar una sustituta, cosa que no es nada fácil. Bien lo sabes.

  Y dijo Sunit:

  —Creo, Señora, que también podemos descartar esa solución. La vida de un ave no da para tanta labor.

  (Y en realidad pensaba: ¿Por qué tengo que dejar de ser yo misma para ser como él? No quiero perder mis poderes. Ni mi forma de vivir. No, no quiero eso…)

  —Ya, eso me parecía – dijo la Gran Dama —. Bien, nos queda una última opción.

  —¿Y cuál es esa, Señora? – dijeron los enamorados con esperanza.

  —Que ambos os volváis humanos.

  —¿Yo, humana? –susurró Sunit– Perder mis poderes. Mi vida eterna. Conocer la enfermedad y el dolor…. Vivir como ellos. Y sobre todo, renunciar a mi forma de vida… tch…

  —¿Yo, humano? –murmuró Sej– No volver a volar. Separarme de mis padres y hermanos para siempre. Transformarme en uno de ellos …. Sobre todo, renunciar a mi forma de vida… tch… tch…

  Sej y Sunit se miraron.

  Suspiraron.

  Movieron los pies con nerviosismo.

  —Esto…. –empezó Sunit– He estado pensando que, bueno, quizás… eeeerrr…. Quizás deberíamos pensarlo mejor.

  —Verás… —decía Sej– ejem… He estado considerando las cosas y puede que… ejem…      Quizás soy aún demasiado joven para comprometerme.

  La Diosa los miraba incrédula. No entendía qué estaba ocurriendo.

  Se suponía que no tendría que haber dudas. Se amaban ¿no? Tenían que aceptar su propuesta sin más.

  Sunit siguió diciendo: —Bueno… quizás más adelante volvamos a encontrarnos….

 

  Y Sej comentaba:

  —Sí… eso… cuando ambos hayamos vivido algo más… de momento es mejor ser sólo amigos…

  Era increíble. Inconcebible. Inexplicable.

  La Gran Dama no entendía nada.

  El amor tenía que haber triunfado y, sin embargo allí estaban aquellos dos renunciando al amor por… por…. ¿por qué?

  El Gran X, apareció a su lado y muerto de risa, se acercó a la Diosa del Amor y le dijo:

  —Ay, mi pequeña diosa del amor. Llevas tanto tiempo allá arriba que no te das cuenta de lo que han cambiado las cosas en el mundo. El amor ya no es lo que era. Ya nadie muere por amor.   Ahora la gente dice que hay cosas más importantes por las que vivir. Ni tan siquiera las pequeñas diosas ni los pequeños pájaros están dispuestos a renunciar a su ser por amor. Nadie quiere perderse a sí mismo para unirse a otro. Lo siento, pequeña, debí avisarte hace tiempo pero creo que te merecías esta pequeña lección…

  Y, sin más palabras, se la llevó de vuelta a casa. Ordenó a sus sirvientes que le preparan un baño de espuma y la dejó, perpleja y confusa, para que meditara sobre lo ocurrido.

  En cuanto a la diosa Sunit, siguió con su vida de siempre. Con sus tareas de pequeña diosa. Con sus paseos por la pequeña isla. Pensando, de vez en cuando, en su pequeño Sej pero feliz de seguir siendo quien era… Y un día conoció a un pequeño dios de otra pequeña isla y juntos formaron una pequeña y divina familia.

  Y Sej volvió a sus chozas y a sus jardines. Continuó buscando piedras, alas de insectos, conchas y flores para sus maravillosas obras de arte. Pensando, de vez en cuando en su hermosa diosa Sunit pero feliz de seguir siendo quien era… Y un día conoció a una hembra de su especie. Y sus genes por fin decidieron quien tenía que emigrar a otro ser. Y tuvo una preciosa y feliz familia.

  Y siempre se recordaron pero nunca se arrepintieron de haber renunciado a su amor imposible.


Dolo Espinosa

He publicado relatos y microrrelatos en revistas y antologías. Participo en varios libros de lecturas infantiles de la Ed. Santillana. Formo parte de la red de escritores Netwriters, colaboro de manera habitual con la web de cuentos infantiles EnCuentos y con la revista digital miNatura ( http://www.servercronos.net/bloglgc/index.php/minatura/ ). He publicado un álbum ilustrado infantil en Amazon: Pinocha y la poción mágica y un libro de relatos con la editorial Atlantis: Testamento de miércoles. Y, además, mantengo dos blogs: Testamento de miércoles ( http://testamentodemiercoles.blogspot.com) y El cofre de los cuentos ( http://cofrecuentos.blogspot.com ) (este último de cuentos infantiles).