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Vorgala, la mutiladora

Carbajales, Luis

 

Fray Tolomeo estaba terriblemente nervioso desde que se le asignara su primera misión seria como inquisidor. Si bien este puesto había gozado de un gran poder en la era antigua, en la que la humanidad aún no había colonizado el espacio, no era así en aquella época, en la que el cristianismo era una religión minoritaria, apenas tolerada por el gobierno matriarcal de la Emperatriz, que había oficializado prácticas antiguamente consideradas paganas.

    

     Era pues especialmente compleja la labor del fraile: debía investigar a la gobernanta de Thaxar, la pequeña nación situada en la única tierra habitable del planeta volcánico Proxos. Era bien sabido que esta soberana, llamada Vorgala, había hecho de su reino un particular harén y patio de juegos, en el que utilizaba a los hombres como mascotas para su entretenimiento, negándoles incluso los derechos otorgados por el Imperio.

    

    Aun así, prácticas similares eran, en cierta medida, habituales en aquellos tiempos, y las autoridades hacían oídos sordos a cualquier queja al respecto, que incluso podía terminar con el denunciante entre rejas. Sin embargo, los datos que poseía la nueva Inquisición Galáctica hacían sospechar que Vorgala contaba en sus filas con criaturas demoníacas, invocadas mediante vil magia negra, e indiscutiblemente malvadas tanto a los ojos del cristianismo como de la religión imperante, la conocida como Wicca.

    

    La misión de Tolomeo era descubrir si aquello era cierto, pero era una tarea peligrosa, en cuyo cumplimiento podría terminar muerto o como esclavo de la reina bruja. El escaso poder de la Iglesia impedía a la institución proporcionarle los medios necesarios para garantizarle una mínima seguridad. Aun así, aceptaba este destino de posible mártir con orgullo, pero no podía evitar sentir grandes ansiedad y miedo, no solo por su posible muerte, sino también por el temor a tener que resistir todo tipo de tentaciones.

    

    Como miembro de la Iglesia Católica tenía que luchar a diario contra la impía llamada de la carne, y la tarea que ahora se disponía a acometer le llevaría al corazón de un nido de depravación sexual, tal y como lo imaginaba en su mente. Pero la realidad iba mucho más allá de lo que Tolomeo jamás hubiera podido creer posible.

 

   

     La tierra de Thaxar era roja y caliente, repleta de afilados riscos y rocas volcánicas. Sobre las áreas pavimentadas con irregulares piedras, humildes edificios grises y negros, de una o dos plantas, se recortaban contra el oscuro cielo. Aunque había muchas mujeres, raramente se veía un hombre por las calles, y, cuando Tolomeo se cruzaba con uno, estaba semidesnudo y con la cabeza cubierta por un capuchón, tirando de algún carro o atado de manos y llevado con una correa. Era por ello que la presencia del eclesiástico atraía todas las miradas. En un par de ocasiones tuvo que enseñar su visado de diplomático. La segunda vez fue ante una pareja de mujeres completamente embutidas en una armadura negra, excepto por una ranura que dejaba entrever sus ojos brillantes. El inquisidor se preguntó si serían seres humanos o criaturas del averno. Portaban los típicos rifles de pulsos de los soldados imperiales, pero su indumentaria era inusual.

    

     Estas guardianas escoltaron al cura hasta el palacio de Vorgala, compuesto por una triada de retorcidos torreones de ébano que parecían rasgar las negras nubes, como la garra de una fiera arañaría la carne de su presa.

    

     En su interior, el sofocante calor dejaba paso a un agradable fresco. Enormes y suntuosos salones se extendían por doquier, con estatuas de marfil decoradas con piedras preciosas, tapices con los más elegantes bordados, y columnas talladas con exquisito detalle, cuyos relieves narraban e insinuaban depravaciones que hicieron que Tolomeo se estremeciera.

    

     No se cruzó con nadie que le pareciera un hombre en el castillo, ni siquiera algún sirviente, algo que le extrañó. En su camino hacia lo alto del torreón central, guiado por las silenciosas soldados, se topó tan solo con más mujeres, bien acorazadas como sus vigilantes, bien semidesnudas, dedicándole estas últimas miradas insidiosas que destilaban una mezcla entre curiosidad y crueldad.

    

    Había imaginado que, como diplomático, sería recibido por la reina en persona. También había creído, o quizá más bien deseado, que Vorgala le daría una bienvenida discreta, ocultando en la medida de lo cortés sus infames acciones. Sin embargo, cuando entró en la sala del trono, tan alta que apenas podía verse el techo, su corazón dio un vuelco al comprender lo abismalmente errado de su suposición.

    

     Aquí y allá se podían ver retorcidos instrumentos de tortura casi imposibles de imaginar, algunos inspirados en los utilizados, irónicamente, por la antigua Inquisición; otros completamente originales. Lo peor era que algunos de ellos estaban, en aquel momento, siendo utilizados por doncellas apenas vestidas, que torturaban a hombres desdichados ante los ojos del empalidecido Tolomeo. En el suelo, manchas de sangre seca hablaban de antiguas atrocidades, en especial alrededor de un sencillo camastro de piedra con grilletes, que, a pesar de su simpleza, parecía, por su posición, la pieza estrella de la diabólica colección de ingenios de tormento.

    

     El fraile entendió su función y su importancia en cuanto sus ojos se posaron en Vorgala, por encima de él en su alto trono. Tremendamente bella y de curvas marcadas, su cabello negro caía suavemente sobre el vestido del mismo color, enmarcando un rostro de suaves facciones cuya fiera mirada inspiraba, instintivamente, un intenso terror. Y, sobre su protuberante pecho, descansaba una pareja de collares (uno algo más largo que el otro) de los que colgaban al menos dos docenas de penes, amputados y cosidos en hilo dorado, conservados, probablemente, mediante alguna técnica de embalsamamiento, o quizá mediante pura magia negra.

    

     Tolomeo sabía, por aquella osada demostración de maldad, que su destino estaba sellado. Entre temblores de horror, tragó saliva, e intentó desesperadamente salvarse.

    

    —Mi reina Vorgala, soy Fray Tolomeo, inquisidor. —Se esforzó en controlar sus estremecimientos para parecer tranquilo, en vano—. Estoy seguro de que no pretendéis ofender a la Iglesia Católica, y me daréis un trato digno.

    

     La bruja estalló en melodiosas carcajadas, que inmediatamente fueron acompañadas por las de las torturadoras y guardianas que poblaban el salón.

    

    —Tu patética iglesia no puede hacerme nada, sacerdote. Sé por qué estás aquí, y tu misión está abocada al fracaso.

    

    Se levantó de su trono, y, con andar elegante, se acercó a Tolomeo. Su mirada de fuego se fijó en la suya, y sintió el fraile que sus ojos le atravesaban el alma y se clavaban en sus pensamientos, como un alfiler en un gusano.

    

    —Aquellos hombres que aún no han tenido ocasión de probar el sexo son mis favoritos, aunque no sufran tanto como los incorregibles seductores, que siempre lloran como niños al ser separados de su miembro más preciado. En ocasiones me hice con hombres sin pene: uno porque ya lo había perdido, y otros pocos, transexuales, habían nacido sin él. Sin embargo, hasta ahora nunca he tenido ocasión de poseer a uno que, teniendo verga, reniegue de usarla. ¿Tendría algún sentido amputártela? Mientras lo pienso, descansarás en las mazmorras, con el resto de mascotas.

    

    Dominado por el pánico, Tolomeo intentó huir, en un acto desesperado. Las guardias lo sostuvieron con facilidad, maniatándolo y golpeándolo con fuerza en la cabeza, para disuadirle de volver a intentarlo.

    

    Fue llevado de vuelta a la base de la torre, y más abajo aún. En las mazmorras subterráneas, construidas con una especie de negro ladrillo, docenas de hombres colgaban en diminutas jaulas o de cadenas fijadas a la pared, con sus rostros cubiertos, como los de aquellos que el fraile viera en las calles de Thaxar, y completamente desnudos excepto por un arnés que muchos llevaban, el cual sostenía sobre su entrepierna una artificial verga de plástico.

 

     Más guardianas y torturadoras se paseaban por entre los esclavos. Una de las mujeres descubiertas pareció interesarse por el sacerdote, y se le acercó antes de que fuera encerrado, haciendo un gesto a las soldados para que se detuvieran. Se trataba de una muchacha hermosa, de ondulado cabello castaño y piel blanca como el alabastro, con un cuerpo fino pero recio. Su rostro era angelical, y, aun así, algo en su mirada hacía pensar en el pecado.

 

     —Hace mucho que no tenemos a un hombre con polla aquí abajo —le dijo, con un tono que parecía insinuar deseo. A pesar de su horror, Tolomeo sintió un cosquilleo en los genitales. Sin embargo, eso no lo tranquilizó lo más mínimo, y dejó fluir su frustración a través de su garganta, ahora que alguien parecía escucharle.

 

     —¡Salvajes! ¿Qué les habéis hecho a estos pobres hombres? ¿Qué clase de demoníaca burla os ha empujado a unirlos a esas parodias de vergas humanas?

 

     La joven rió, jovial.

 

     —Si tanto te interesa: cada pocos días, su majestad les hace fornicar, a través de esos dildos que cubren sus muñones, con bellas torturadoras de palacio, para recordarles constantemente aquello de lo que han sido privados por capricho de Vorgala. Muchos acaban por perder por completo su voluntad, convirtiéndose en muñecos a nuestra disposición. Otros terminan por suplicar ser sodomizados, ya que lo consideran su única fuente posible de placer sexual. Normalmente se les niega.

 

     Si antes estaba escandalizado, ahora Tolomeo estaba aturdido. La cabeza le daba vueltas, y fue incapaz de responder.

 

     Con una nueva señal de la mujer, el fraile fue arrojado a su celda, compartida con presos encadenados, que, superados por tormentos sempiternos, ni siquiera pestañearon ante su llegada.

 

     Las horas transcurrieron mientras Tolomeo rezaba y trataba de idear la forma de escapar de aquel infierno, intentando evadirse de la cacofonía de desgraciados lamentos que lo rodeaba. Fue en lo que creyó que sería ya plena noche (si bien tenía que calcular mentalmente la transición de las horas y ciclos solares en aquel planeta), que recibió la visita de la joven que le explicara la función de los arneses de los esclavos. Abrió la puerta de la celda sin escolta alguna, aunque sin duda podía dar la voz de alarma, o superar físicamente al prisionero ella misma, por lo que Tolomeo decidió escuchar lo que tuviera que decirle.

 

     Pero no habló, sino que posó su suave mano sobre el rostro sin afeitar del eclesiástico. El contacto despertó un torbellino de emociones en su interior, y la mirada lujuriosa de la mujer le hizo replantearse toda una vida de celibato.

 

     —Hace tanto que no estoy con un hombre sin mutilar... Yo podría hacer que te dieran un trato especial, fraile. Ven conmigo a mis aposentos. Déjame disfrutar de ti. Te haré feliz...

 

     En ese inmundo pozo de oscuridad y maldad, la proposición de aquella hermosa criatura se le antojó como la visita de un ángel de los cielos, y la ajada barrera psicológica con la que, durante décadas, había luchado contra sus impulsos sexuales, cedió finalmente, uniéndose el sacerdote a la muchacha en un húmedo beso.

 

     A través de pasajes ocultos que nunca habría encontrado por sí solo, Tolomeo fue guiado por su acompañante, con rápidos pasos de silenciosas sandalias, hasta las habitaciones personales de la joven, casi tan lujosas como los salones principales de palacio. Allí, le mostró su cuerpo desnudo en todo su esplendor, la mayor belleza que el fraile jamás hubiera contemplado o imaginado, terrenal o celestial. ¿Cómo podía Dios negarle aquello? Obviamente se trataba de algo divino, o eso pensó en aquel momento de desenfrenado deseo. Él también se desnudó, y ella comenzó a besar su cuerpo, mientras él también besaba y tocaba aquí y allá, como un niño curioso.

 

     La hermosa amante sujetó entonces su verga, palpitante debido a la sangre que la llenaba con una inmensa fuerza, y la acercó a su boca. En aquel instante, de su suave garganta surgió un potente rugido gutural, que hizo temblar el corazón del desconcertado fraile y aturdió más aún su mente. Los dientes de su compañera se transformaron, creciendo hasta convertirse en colmillos tan largos como dagas, y tan afilados que podrían desgarrar la carne como si fuera mantequilla caliente. El fuego de los infiernos ardía en sus rojas pupilas.

 

     Finalmente, Tolomeo había encontrado a los demonios que buscaba, y ahora uno de ellos se disponía a amputarle los genitales. No podía sino haber sido un plan de la reina desde el principio: al inculcarle el deseo sexual, la emasculación sería mucho más traumática para él, ya convertido en un pecador más.

 

     Cuando la diablesa se disponía a morder la carne genital del sacerdote, este realizó, poseído por un súbito fervor religioso, el signo de la cruz sobre la frente del ser, marcándolo con su dedo índice sobre la piel. Mientras, entonaba a voz en grito una oración en latín, utilizada con frecuencia en exorcismos.

 

     El demonio aulló de dolor, y retrocedió saltando como un gato y cayendo al suelo tras la cama, donde quedó inconsciente. Entonces el fraile salió huyendo, aún desnudo, corriendo como poseído por los oscuros pasillos del palacio. Quizá por suerte, quizá por un instinto primigenio de supervivencia que le hizo recordar los caminos seguidos desde su llegada, logró llegar a la salida del castillo sin alertar, milagrosamente, la presencia de guardia alguno. ¿Estaría el Señor ayudándolo desde los cielos, incluso aunque hubiera sucumbido a sus deseos pecaminosos? No creía que aquello fuera posible, aunque quizá el mensaje que había de dar a los altos mandos de la Inquisición fuera, por ahora, más importante para el Señor Padre que el castigo por sus pecados (que, sin duda, también llegaría).

 

     Como había sospechado, la noche era cerrada en el exterior. Logró escabullirse entre unas formaciones rocosas, evitando a las guardias que vigilaban la entrada y que patrullaban por los alrededores. Ya en la ciudad, entre sombras, se deslizó a través de oscuros callejones, tratando de evitar a las figuras que vislumbraba bajo la escasa luz de las estrellas, y guiándose por instinto, memoria y suposición.

 

     Tolomeo apenas podía creerlo cuando llegó a su nave, que carecía de vigilancia alguna. Entró a trompicones en la cabina, frenético, temblequeante, y temeroso de que todo fuera en vano, de que en el último minuto la monstruosa Vorgala y sus infame cohortes del averno lo capturaran de nuevo. Sin embargo, el aparato despegó, dejando tras de sí el paisaje volcánico.

 

 

Días después, la nave aterrizó en el puerto espacial del Vaticano Galáctico. Tolomeo cayó de su interior tan pronto como se abrió la compuerta, desnudo, desnutrido, enfebrecido y balbuceante, delirando acerca de demonios, amputaciones y esclavitud, en los escasos momentos en los que podía hacerse entender.

 

     Tras días de cuidados, el fraile recuperó la salud lo suficiente como para razonar, aunque sus experiencias en Proxos le habían dejado una huella indeleble, mucho más profunda de lo que él mismo hubiera creído.

 

     Realizó un informe completo para la Inquisición, modificando u obviando algunos detalles para evitar desvelar su momento de debilidad, del que, imaginó, hablaría en un futuro con un sacerdote confesor.

 

     La respuesta de sus superiores terminó por quebrar su debilitada esperanza. Había imaginado una nueva Santa Cruzada, una violenta incursión en los terrenos de la reina bruja. Pero se le informó de que la Iglesia Católica carecía de medios y de influencia para iniciar una acción así sin pruebas materiales (que Tolomeo no había podido obtener), y no podían arriesgarse a enviar de nuevo a alguien a aquel nido de enfermedad moral. Decían, para tranquilizarlo, que terminarían por arreglarlo, que las autoridades, con el tiempo, se darían cuenta de lo que sucedía.

 

     A él le parecía que los inquisidores no estaban seguros de cuánto de aquella historia pertenecía a la realidad, y cuánto a las alucinaciones de un hombre traumatizado. Lo percibía en la forma condescendiente o furtiva en que lo miraban los otros eclesiásticos, y en los cuchicheos que casi a diario escuchaba a sus espaldas.

 

     Durante las siguientes semanas, Tolomeo, en su aislamiento, soñó y se obsesionó con el recuerdo de aquel mundo de dolor en el que Vorgala era la única monarca y deidad, en el que los esclavos vivían y morían en su mano. No había dudas, ni decepción. No había unos deseos a los que constantemente hubiera que sobreponerse, ni conflictos internos o externos con los que lidiar, ya que, para los hombres-mascota mutilados, toda decisión sobre su existencia pertenecía únicamente a su señora, y, en menor medida, a las torturadoras que la servían.

 

     Y así, acabó dándose cuenta de que envidiaba a aquellos esclavos. De que se masturbaba imaginando que se sometía a Vorgala y a sus demonios. De que, finalmente, no había nada que deseara más en el mundo que entregar su cuerpo y su alma a la reina de Thaxar.

 

 

A su regreso, las miradas de las transeúntes eran aún más curiosas, incluso escandalizadas. Las guardias embutidas en acero no tardaron en arrestarlo.

 

     De nuevo fue llevado ante Vorgala, ante sus instrumentos de tortura, sus demoníacas doncellas, sus esclavos, y sus collares de vergas, a cuya composición contribuiría muy pronto por voluntad propia. Se arrodilló ante la reina y le hizo saber sus deseos. Ella se mostró satisfecha, aunque no sorprendida.

 

     —Mi plan para influenciarte ha funcionado, e incluso mejor de lo que esperaba.

 

     El hereje asintió. Había imaginado que su fuga había sido permitida aquella noche. Como ella misma había augurado, Vorgala no tenía nada que temer de la Iglesia Católica, pues el poder de esta institución era ridículo en comparación al suyo.

 

     —Sin embargo —exclamó Tolomeo—, me gustaría pediros algo, que me concederéis solo si así lo deseáis. Permitidme ser vuestra mascota personal: no me dejéis en las manos de los demonios que os sirven.

 

     —En efecto, serás mi mascota personal —concedió ella, con una amplia sonrisa—, porque así lo había planeado desde el principio. Pero, fraile, tu falta de visión me asombra. ¿Cómo crees que podría yo gobernar sobre semejantes criaturas, sin ser la reina de todas ellas?

 

     Acto seguido, su boca creció hasta cinco veces su tamaño anterior, mientras sus dientes se transformaban en babeantes hojas curvas, listas para mutilar al nuevo juguete.

 

 

Luis Carbajales, desde su morada oscura en el vacío entre los planos, escribe relatos y los envía a los mundos mediante sus mensajeros interdimensionales, solo a medias corpóreos. Gracias a ello, algunos lectores han podido encontrarse con sus narraciones de otras realidades, publicadas en antologías como Ácronos. Antologia Steampunk. Vol. 2 (Tyrannosaurus Books), Blazar (Pulpture) o Amanecer Pulp 2014, revistas como Planeta Neo-Pulp y webs como NGC 3660 ( https://ngc3660.com/depresion-luis-carbajales/ ). Los crédulos que consideran que sus historias son mero fruto de la fantasía llegaron a otorgarle el primer premio en un concurso, el de la cuarta edición del Fanter Film Festival.