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...Y Dios en la última estrella

Fernández, Joan Antoni


 


Comunicación Interna Nivel Código Rojo.


De la Comandancia  Fronteriza en el Sector Exterior Cuarenta y Siete.


Al Excelso Almirantazgo de la Flota Estelar en la Base Central.


Se adjunta transcripción fidedigna del mensaje cifrado que el carguero espacial "Enriqueta" encontró cerca del  cuadrante Omega dentro de una baliza de salvamento a la deriva. Dicho mensaje parece haber sido codificado por el comisario político de la astronave "S.S. Expoliación", número de serie KJ894078PW, la cual actualmente figura en la lista de navíos desaparecidos. A requerimiento del propio Almirantazgo se remite una copia de la transcripción al Servicio de Inteligencia de la Flota Estelar para su estudio pormenorizado, a fin de corroborar la autenticidad del mismo. Si el informe de la comisión resulta favorable, deberemos aceptar como verídico el relato de lo que al parecer fue el último viaje de la astronave perdida, así como el sorprendente primer contacto establecido entre sus tripulantes y una extraña entidad desconocida, debiendo asumir las trágicas consecuencias que de todo ello se derivan.


 


 


El Cuanto guarde a nuestro glorioso III Gran Imperio hasta que se extinga la última partícula de Luz en el rincón más alejado del Universo. Que el Gran Primate Evolucionado, sentado sobre el Trono de la Creación, así lo vea. Gloria por siempre a la Raza Homínida, única reina y heredera de la Existencia Racional en el Cosmos.


Perdonad mi seco saludo, oh grandes y heroicos Almirantes de nuestra Gloriosa Flota Estelar, pero ni tan siquiera estoy seguro de que este mensaje pueda llegar hasta vosotros y el tiempo apremia. He magnetizado una fina película de vibranium y estoy grabando en su superficie mi voz digitalizada gracias a la electricidad que aún posee la batería de una vieja consola inservible. Ruego al Cuanto que me permita acabar el mensaje y que éste llegue sano y salvo hasta vosotros. Lo que tengo que decir es sumamente importante, pues el Imperio ha de estar preparado para afrontar el peligro que le acecha o toda la Civilización tal y como nos es conocida puede llegar a desaparecer por completo.


Mi nombre, oh modélicos próceres de la Gloriosa Flota Estelar, es Janus Argote. Hijo y nieto de funcionarios, acabé mis estudios en la Escuela Oficial del Ministerio de Control Ideológico con el número treinta y siete en la Promoción del doceavo año de gloria para el III Gran Imperio. Debido a unas notas poco brillantes, mi primera asignación de destino fue en la misma frontera del Imperio, ocupando el cargo de comisario político en la astronave de vigilancia "S.S. Expoliación". Mis órdenes consistían en suplir la vacante dejada por el infortunado compañero Milus Pastrana. Dicho funcionario había fallecido de forma accidental días atrás, cuando una escotilla de seguridad se abrió de forma fortuita mientras él deambulaba por un pasillo milagrosamente desierto, siendo succionado hacia el espacio sin traje presurizado. Su cadáver congelado fue hallado por un carguero días más tarde, y no obstante presentar ligeros signos de violencia como el cráneo fracturado y varias quemaduras en diferentes partes de su cuerpo, la conclusión oficial de los forenses fue de muerte accidental, siendo yo asignado para cubrir la plaza vacante.


Embarqué en la "S.S. Expoliación" a su paso por el planeta Antrax, aprovechando una escala técnica que realizó la astronave para proveerse de víveres y combustible, cubriendo de paso las abundantes bajas que había sufrido su mermada tripulación. La mayoría de los marineros que subieron conmigo a bordo eran tipos duros y experimentados, veteranos de diversas guerras y proscritos en sus propios mundos, los cuales habían aceptado el Gracioso Indulto Imperial, prefiriendo dedicar por entero sus vidas al servicio de la Gloriosa Flota Estelar en lugar de ser instalados en recintos de alta seguridad para extraer del duro suelo algún mineral radiactivo hasta el fin de sus días, todo ello para mayor gloria de nuestro Gran Imperio.


Siguiendo las normas establecidas por el Reglamento Imperial mi primer acto a bordo de la nave fue presentar las credenciales ante el capitán de la misma, el glorioso Arturo Drinkwater, un oficial de gran veteranía quien ya había comandado con anterioridad diecisiete navíos interestelares, saliendo siempre ileso a la destrucción de los mismos, cosa que no podía decirse de sus respectivas tripulaciones. Se trataba de un hombre alto y fornido, más  bien fofo, de ojos acuosos y porte imponente, quien me saludó con familiaridad y me presentó al resto de los oficiales.


Su segundo a bordo era el comandante Toimu Riko, enorme y peludo como un orangután, quien tenía la desconcertante costumbre de sonreír con sarcasmo ante cualquier comentario del resto del puente como si lo encontrara todo muy divertido. Tras de él se hallaba la Jefe de Seguridad teniente Penny Cilina, una pequeña mujer rubia de ojos oblicuos, grandes pechos y respiración acelerada cuyo origen era sintezoide, raza artificial de homínidos que nuestro amado Emperador tolera en su infinita Bondad, hasta el punto de que existen en una relación de siete a uno respecto a los demás habitantes del Imperio.


El resto del puente de mando estaba conformado por el teniente Modem, el experto en comunicaciones. Se trataba de un ciborg medio humano y medio máquina, aunque nadie podía distinguir una mitad de la otra debido a la infinidad de cables que le colgaban por todas partes, rodeándole cual montón de serpentinas multicolores. Luego teníamos a la teniente L'Adilla, una morena alta de ojos verdes quien se contorneaba sin cesar y que por algún motivo incomprensible lucía un vestido un par de tallas más pequeño, el cual daba la sensación de irle a estallar en cualquier momento para dejar a la vista buena parte de su seductora anatomía. Jamás comprendí cuál era el alcance de su misión a bordo, aunque el capitán insistía en que su cometido resultaba vital para levantar la moral de la oficialidad. Tan sólo la teniente Cilina parecía sentir cierta animadversión hacia ella, pero todo dentro de un cauce normal. Al parecer el continuo enfrentamiento entre L'Adilla y Penny Cilina era un asunto muy antiguo y conocido por todos.


En fin, estos eran mis nuevos camaradas, un grupo muy unido de duros y curtidos veteranos. A pesar de que todos ellos sabían guardar un estoico silencio ante las preguntas que yo les hacía sobre mi antecesor, comprendí que en su fuero interno mantenían vivo un retazo de memoria donde veneraban con cariño y respeto al compañero fallecido.


Los siguientes días a mi llegada fueron intensos y yo aprendí a orientarme y deambular por la nave, sorprendiéndome el hecho de que nunca parecía haber nadie junto a mí cuando pasaba por ciertas zonas con esclusas que conectaban los diferentes sectores con el exterior. Sólo una vez coincidí con un viejo marinero, quien estaba arreglando el sistema de ventilación. El pobre tipo se pasó todo el rato recitando oraciones en voz baja y nada más verme se caló el traje presurizado aunque semejante medida era innecesaria dentro de la atmósfera estanca de la nave.


Nuestra misión consistía en patrullar el borde exterior del sector Cuarenta y Siete, cerca del desconocido cuadrante Omega, donde estaban situadas las fronteras del III Gran Imperio. Los informes oficiales hacían referencia a ciertas actividades de contrabando realizadas por presuntas naves piratas, las cuales saqueaban a los cargueros imperiales de la zona, robando el género de sus bodegas para venderlo después por su cuenta y riesgo a los planetas más alejados, produciendo una merma considerable en las arcas del Imperio.


Precisamente los acontecimientos que desembocaron en lo que sería la gran tragedia que amenaza a todo el Imperio comenzaron a fraguarse cuando al tercer día de navegación el teniente Modem informó que el escáner había detectado en rumbo de intersección a una nave pirata. En efecto, no tardamos en descubrir que teníamos frente a nosotros un pequeño navío sublumínico propulsado por hidrógeno, el cual viajaba sin bandera y se negaba a contestar nuestras señales de aviso.


—¡Armen los fototorpedos! —rugió el capitán Drinkwater sentándose en el sillón de mando.


En aquel momento la nave pirata giró bruscamente de dirección y huyó del sector con todos sus motores encendidos, tratando inútilmente de alejarse del radio de acción de nuestras armas. El capitán rió por lo bajo, siendo imitado por los otros oficiales del puente. La emoción de la caza se había apoderado de todos ellos y yo pude contemplar extasiado la perfecta sincronización que, tras duras clases de adiestramiento en la Gran Flota Estelar, había transformado a aquellos hombres en parte de la Armada más poderosa del Universo.


—¡Fuego a discreción! —gritó Drinkwater—. ¡Destrocemos a ese viejo cascarón!


Al instante una nube de torpedos fotónicos fue vomitada por las toberas delanteras, alcanzando de lleno al desvalido enemigo. A través de la pantalla principal asistimos al desmembramiento de la nave, la cual se partió en pedazos bajo los fuertes impactos en su blindaje. Varios fogonazos breves, apagados por el vacío del espacio, nos hicieron comprender que los motores de impulsión habían estallado, destruyendo aquella carcasa como si fuera de mantequilla.


—¡Victoria! —aclamó el comandante Riko mientras los demás lanzaban vítores de alegría—. Le felicito, capitán; ha derrotado usted a su enemigo número veinte.


—¡Oh, no ha sido nada! —Drinkwater se mostró como el capitán flemático que era y le restó importancia a su heroicidad—. Preparen el equipo de rescate.


—¿Cree usted que habrá supervivientes? —le pregunté dubitativo.


—Me refiero a la carga —el capitán me miró como si me viera por primera vez e intercambió una mirada de complicidad con su segundo—. Nuestro deber nos obliga a recuperar la mercancía robada, ¿no es cierto?


—Desde luego, capitán —me apresuré a reconocer sintiéndome admirado ante las grandes dotes de aquel hombre—. El Imperio todavía puede aprovechar ese cargamento y venderlo de nuevo a buen precio entre los planetas necesitados.


—Claro, claro —contestó Drinkwater sin prestarme atención.


Bajo las oportunas órdenes de Riko no tardó en ser enviado un grupo de rescate, compuesto por ocho marineros ataviados con trajes espaciales y autopropulsados por hidrógeno a presión. Los miembros del equipo se internaron con soltura por entre el amasijo retorcido de la nave pirata, apartando escombros y cadáveres, hasta recuperar toda la carga intacta que hallaron a la deriva. Una vez separados los bultos en buenas condiciones,  magnetizaron sus blindajes, uniéndolos entre sí hasta conformar un largo tren de mercancías que condujeron hasta introducirlo en una de las bodegas de nuestra propia nave. En el interior del hangar un grupo de expertos examinaba su contenido, separando las partes inservibles de las aprovechables. Todo este trabajo se realizó en un tiempo récord y, en menos de un par de horas, abandonábamos el sector dejando tras de nosotros un montón inservible de chatarra y una veintena de cuerpos flotando en el espacio.


—Quien desafía al Imperio perecerá —murmuré a modo de plática.


Los demás no dijeron nada, pero sorprendí cierto intercambio de miradas que me confirmó la aprobación general hacia semejante sentencia.


—Capitán —dije—, hemos de volver a Antrax para hacer entrega del género capturado.


—Bueno, bueno, no nos precipitemos —Drinkwater me miró carraspeando con nerviosismo—. Amigo... esto... amigo...


—Janus —apuntó Riko en voz baja.


—Sí, Janus. Amigo Janus, ¿cuántos óbolos puede ganar en un año, a grosso modo, como comisario político del Imperio?


—¿Eh? —me sobresalté—. Pues depende. Unos mil seiscientos cincuenta, diría yo.


—No es mucho.


—No, no lo es —convine yo con cierta vergüenza—. Aunque si sumamos las dietas y los quinquenios...


—¡A la mierda los quinquenios! —rugió el capitán—. Es una miseria, igual que mi propio sueldo, no hay derecho a que nos paguen tan poco. Nosotros nos jugamos la vida en cada misión, ya lo ha visto usted, y como premio nos arrojan unas simples migajas para ir malviviendo. Claro que, en semejante situación, resulta lícito apropiarse de ciertas... eh... prebendas. Una especie de sobresueldo, ya me entiende usted.


—Yo...


—Es como recibir una prima por cumplir el objetivo. Imagínese usted que nosotros no hubiéramos estado patrullando el sector, ¿qué habría pasado?


—Pues...


—Yo se lo diré: esos piratas que hemos abatido habrían transportado todo el género sin problemas, vendiéndolo al mejor postor y logrando que el Imperio perdiera una buena fuente de ingresos. Pero ahora, en algún lugar de la zona, hay un planeta que no recibirá la mercancía requisada y tendrá que volver a comprar por los conductos oficiales, pagando los impuestos correspondientes a las arcas imperiales. Dígame usted entonces si no nos hemos merecido un pequeño premio por nuestra labor.


—Sí, desde luego...


—¿Lo ve, amigo? Por eso lo mejor que podemos hacer es quedarnos nosotros el género incautado y venderlo en algún planeta, repartiendo las ganancias. Sería una modesta gratificación por nuestro sacrificio, un premio a nuestra profesionalidad.


—Pero se trata de mercancía robada —objeté yo.


—¡Ya no, pues la hemos recuperado! —el capitán sonrió feliz—. Es un género que no tiene dueño. Nadie lo reclama y nosotros lo hemos rescatado del espacio, por lo tanto nos pertenece. ¿Verdad, tripulación?


Todos asintieron con grandes aspavientos, aumentando mi confusión.


—Mire, amigo Comosellame —Drinkwater se acercó meloso hasta mí—, a nadie le amarga un dulce. En el próximo astropuerto venderemos estas cuatro cosas que hemos rescatado y repartiremos las ganancias a partes iguales. ¿Qué le parece?


—No sé, capitán —yo moví la cabeza con pesar, sintiendo que me asaltaban las dudas—. Tengo que pensarlo, no acabo de verlo correcto. Sería defraudar a las arcas del Imperio.


—¡La madre que le parió! —el capitán lanzó un exabrupto mientras me taladraba con la mirada—. Es usted tan cerril como lo era el otro. Bueno, acabemos el asunto de una vez, será mejor que vaya usted ahora mismo a la bodega y clasifique toda la carga, evitando que falte algo.


—Lo haré más tarde —asentí complacido—. Veo que sólo se trataba de una broma, lo cual me tranquiliza. Ya sabía yo que ustedes no podían robar al Imperio.


—No —insistió el capitán con nerviosismo—, le ordeno que vaya usted en el acto. Quiero que clasifique todo el género enseguida, pues el tiempo apremia. Lo mejor será que utilice el conducto lateral y atraviese la parte dorsal de la nave, así llegará al hangar con mayor rapidez y se evitará una buena vuelta.


—No hace falta —contesté feliz ante los desvelos de mi superior—, puedo ir por el interior de la nave, no me llevará demasiado tiempo abrir y cerrar esclusas.


—¡He dicho que utilice el conducto lateral! —Drinkwater se puso rojo como la grana—. ¡No discuta usted conmigo, es una orden! Y no pierda el tiempo poniéndose un traje presurizado, no es necesario dentro de la nave.


—Gracias por el consejo, capitán, aunque ya lo sabía. De acuerdo, iré ahora mismo.


Sin mediar ningún comentario más, saludé militarmente y salí de la sala. Todas las miradas estaban clavadas en mí y por primera vez me sentí importante, una parte más del grupo. De alguna forma noté que todos estaban pendientes de mi persona. Comprendí que en tan corto tiempo yo había logrado conectar con ellos, situándome en su consideración al mismo nivel que mi infortunado antecesor, llenando sin duda el vacío dejado por su triste desaparición.


Con el corazón henchido de entusiasmo al sentirme aceptado por el resto del grupo, abrí la esclusa número ocho y penetré en uno de los conductos laterales de la nave. ¡Qué curiosa ironía! El lugar donde había encontrado la muerte mi desdichado predecesor iba a servir como punto de partida para que yo estrechara las relaciones con la tripulación. Sintiéndome cohibido, avancé a través del largo conducto bajo la mortecina luz filtrada por los paneles translúcidos. El pasillo se abría ante mí largo y solitario, así que aceleré el paso.


De súbito, y sin motivo aparente, una extraña opresión se apoderó de mi ánimo. Fue inútil repetirme a mí mismo que era del todo imposible un segundo accidente como el que le costara la vida al infortunado Milus Pastrana, algo en mi interior se agitaba llenándome de inquietud y desespero. Entonces, sin poderlo evitar, eché a correr por el pasadizo tratando de salir de aquel lugar lo antes posible.


La penumbra que reinaba en el angosto pasadizo danzó ante mis ojos mientras un eco de sonidos metálicos reverberó en el aire con intensidad. ¡Alguien estaba avanzando apresuradamente en mi dirección! Contuve el aliento mientras me detenía presa de pánico. Todo aquel asunto comenzaba a darme muy mala espina.


De repente apareció ante mí la figura de un hombre enfundado en un traje espacial quien se acercaba casi a la carrera arrastrando tras de sí un equipo completo de astronauta.


"¡Comisario, comisario! —la voz del marinero llegó hasta mí deformada por el casco que le tapaba la cara—. ¡Rápido, póngase el traje presurizado antes de que abran la compuerta! ¡El capitán ha ordenado que todos abandonemos este sector y no tardará en intentar eliminarle!"


Aunque todo aquello me parecía irreal, opté por obedecer a mi presunto salvador y me vestí con rapidez, colocándome el casco y conectando la reserva autónoma de oxígeno. Una vez revisados todos los cierres de mi indumentaria, suspiré aliviado y me volví hacia el desconocido para observarle con atención. Se trataba de un individuo de baja estatura embutido en un traje en exceso holgado para él, quien me miraba con expresión beatífica a través de su visor.


—¿Quién eres? —le pregunté por el intercomunicador de mi casco.


"Mi nombre carece de importancia —contestó él en tono modesto—. Soy un simple siervo de Dios que no puede permanecer impasible ante un asesinato."


—¿Un siervo de Dios? —exclamé sintiéndome horrorizado ante las implicaciones de aquella confesión. ¡Tenía ante mí a un creyente, un paria del Imperio! Hacía varias décadas que las prácticas religiosas habían sido rigurosamente prohibidas, como bien establecía la última enmienda a la Ley Imperial de la Excelsa Lógica Cuántica en su Sección Quinta, Párrafo C Punto Tres, entrada en vigor tras su publicación en el Boletín Oficial del Imperio en el noveno año del III Gran Imperio Homínido.


"Sí, soy un creyente —el hombrecillo asintió con la cabeza mientras yo observaba sus febriles ojos echar chispas dentro del casco—. Sé que estoy poniendo en peligro mi propia libertad al confesar semejante hecho ante usted, pero la religión que profeso me prohíbe permanecer impasible mientras el resto de la tripulación intenta asesinarle."


—¿Y por qué iban a querer asesinarme? Soy un comisario político, el representante imperial a bordo de esta nave, por lo que un posible atentado contra mi persona sería considerado como un delito de traición hacia el propio Imperio. Nadie en sus cabales osaría hacer algo semejante.


"Perdone que se lo diga, pero aquí el único que no está en sus cabales es usted —mi compañero habló de forma apresurada—. Por desgracia la eliminación de comisarios políticos es una práctica habitual dentro de la flota, por semejante motivo el Imperio suele enviar funcionarios fieles pero poco capacitados para cubrir las plazas. Su predecesor, según me han explicado, fue golpeado y arrojado al vacío cuando se negó a transigir sobre el reparto de cierta mercancía confiscada a un carguero imperial. Y usted acaba de cometer el mismo error, por eso el capitán le ha ordenado desplazarse a la bodega por este conducto, para poder eliminarle con rapidez fingiendo un nuevo accidente."


Me disponía a replicar aquella sarta de insensateces cuando un ruido repentino nos sobresaltó a ambos. Tardé un instante en comprender lo que estaba sucediendo y sólo lo asimilé cuando una brusca sacudida nos zarandeó con violencia a los dos. Un súbito vendaval nos arrastró a través del estrecho corredor haciendo que nuestros cuerpos golpearan contra las paredes. No había la menor duda: una de las esclusas de seguridad había sido abierta y todo el aire que circulaba por el conducto salía con fuerza hacia el exterior de la  nave, igual que el gas descorchado de una botella de champán.


En un instante me sentí succionado por el boquete abierto en la carcasa del navío y me encontré flotando en las inmensidades del espacio. Por fortuna el traje aislante me protegía contra aquel súbito cambio de presión y temperatura, permitiéndome a un tiempo seguir respirando. No obstante, mi propio miedo hizo que boqueara con dificultad, ahogándome mientras el visor de mi casco se empañaba por el vaho. ¡No podía creerlo, habían intentado matarme!


Comencé a girar como una peonza, perdiendo por completo la orientación y notando una enorme sensación de vacío en torno a mí. Estaba flotando en una ingravidez absoluta mientras la grandiosa mole de la nave llenaba por completo mi horizonte visual, era un decorado metálico y frío tachonado de bordes ariscos que brillaban con destellos intensos. Aquella superficie parecía a un tiempo atraer y repeler mi cuerpo, haciendo que danzara con exasperante parsimonia a su alrededor.


"¡Santo Cielo! —la voz histérica de mi compañero aulló a través del audífono—. ¡Loado sea el nombre del Señor! ¡No soy digno de contemplar tanta belleza!"


Extrañado ante el embeleso que mostraba aquel chiflado comencé a retorcerme dentro de mi traje hasta que al final logré dar la vuelta, poniéndome de espaldas a la nave. Lo que entonces captaron mis ojos fue algo indescriptible.


Frente a mí se abría el negro vacío de un espacio sin estrellas, una densa oscuridad que parecía extenderse por doquier y no tener fin, un infinito insondable apartado de toda luz. ¿De toda? ¡No, algo brillaba a lo lejos! Algo grande que no paraba de crecer y crecer.


—¿Es una estrella? —pregunté alarmado—. ¿Una nova?


"¡Bendícenos Señor! —exclamó el otro con voz trémula—. ¡Somos tus humildes siervos y nos postramos ante Ti!"


Y entonces se hizo la Luz.


 


 


Ruego al Cuanto me otorgue fuerzas suficientes para poder exponer con claridad los extraordinarios sucesos de los que fui testigo. Nunca yo antes había contemplado algo semejante a lo que se estaba desarrollando ante mis atónitos ojos. Era como si de improviso el espacio hubiera explotado produciendo una llamarada incandescente que cubría por completo mi campo visual aturdiéndome con su luminiscencia. Todo mi ser se hallaba atrapado, absorbido por aquella fantástica claridad como si fuera una minúscula polilla revoloteando hipnotizada alrededor de una llama. ¡Pero qué llama! Nada podía comparase a aquella luminiscencia que crecía extendiéndose sin fin, dominando todo cuanto nos rodeaba, llenando el propio vacío del espacio con una presencia extraña y turbadora. Una presencia casi palpable que parecía surgir de todas partes, siendo la sustancia primordial que conformaba hasta la última partícula del Universo, incluido mi propio ser.


Y entonces me sentí súbitamente impelido hacia atrás, de vuelta al interior de la nave. Era como si una fuerza desconocida sujetara mi cuerpo con delicadeza y me empujara de regreso hacia el lugar desde el que acababa de ser arrojado al vacío. Anonadado por la impresión, volví a traspasar la abertura de la esclusa y ésta se cerró herméticamente, ocultándome por completo la diáfana luz del exterior y sumergiéndome en una repentina oscuridad. Casi sin darme cuenta me encontré sentado en el suelo metálico del pasadizo, rodeado de una tenue penumbra y preguntándome si todo aquel extraño episodio no habría sido fruto de mi imaginación.


Tardé un buen rato en serenarme, pero al fin comprendí que mi única salida era regresar al puente de mando y enfrentarme con el capitán. Yo no sabía con exactitud qué estaba ocurriendo fuera de la nave aunque intuía la gravedad de la situación. Así pues, sin gran entusiasmo, desanduve el camino recorrido hasta llegar a la esclusa por la que minutos antes había penetrado en el conducto siguiendo las órdenes de Drinkwater.


Una vez hube abierto la pesada compuerta, el puente de mando se ofreció ante mis ojos con dolorosa claridad. Allí estaban todos los oficiales, las personas a las que yo había considerado mis amigos hasta que intentaron matarme. Se les veía tremendamente asustados, pero enseguida comprendí que no era mi presencia lo que les acobardaba; el motivo de su miedo provenía de la imagen que mostraba la enorme pantalla frontal. Yo mismo no pude evitar un estremecimiento de terror al contemplar aquella aterradora claridad que parecía abarcarlo todo, envolviendo la propia nave como si fuera un enorme capullo de seda.


­­­—¡Levanten los escudos protectores, armen los fototorpedos! —aullaba Drinkwater como un poseso mientras todo el personal corría de un lado para otro—. ¡Dispárenle a esa cosa de una puñetera vez!


—Es inútil, capitán —el teniente Modem habló con voz neutra, siendo el único componente del equipo que todavía conservaba la calma—. De alguna forma la extraña energía que nos rodea se ha apoderado de los controles de la nave, inutilizándolos por completo. Según mis sensores personales nos encontramos prisioneros dentro de un campo magnético de alta densidad.


Drinkwater se encontraba a punto de lanzar un colérico exabrupto cuando una repentina luminiscencia estalló en medio del punte de mando. Ante nuestros sorprendidos ojos se dibujó en el aire una figura translúcida que reconocí como la del hombre que me acababa de salvar la vida. Aquella forma humana pareció bailar ante nosotros mientras cobraba mayor nitidez hasta que finalmente se materializó tras un cegador fogonazo, clavando sus iridiscentes pupilas en el capitán. Éste le devolvió la mirada con rostro de asombro, incapaz de pronunciar palabra alguna.


—¡Gloria al Señor ahora y siempre! —clamó la aparición—. He sido designado por el Altísimo para actuar de mediador entre Él y su pueblo elegido. Deberéis aguardar aquí mi regreso con las Sagradas Tablas de la Ley que el Señor mismo me dictará. Amén.


—¡Eh, oiga...! —acertó a decir Drinkwater guiñando los ojos con rapidez.


Pero ya la figura del extraño individuo había desaparecido, dejándonos a todos confusos y conmocionados. El capitán cerró la boca con un siniestro rechinar de dientes y deslizó su dura mirada por el puente, observándonos a todos. Gruesas gotas de sudor perlaban su bruñida frente.


—¡Reunión de oficiales en la sala de conferencias! —graznó con voz temblorosa—. ¡Ahora mismo!


La sala de conferencias se encontraba junto al despacho del capitán, así que no tardamos en llegar a ella dejando el puente de mando casi desierto. Los demás corrieron a ocupar posiciones en los mullidos sillones que rodeaban una mesa oval de imitación a caoba, dejando a su superior el sillón más grande. Yo, con expresión hosca, me senté en un extremo y guardé silencio.


—Comentarios —suspiró Drinkwater tras desplomarse sobre su asiento.


—Al parecer hemos sido atrapados por una entidad que pretende ser Dios —puntualizó el teniente Modem—, o al menos eso es lo que afirma su enviado.


—Ese tipo me es conocido —intervino el comandante Riko—, creo recordar su rostro como el de uno de los marineros que subieron en el planeta Antrax.


—Se trata de un creyente —intervine yo al comprender la importancia de lo que sabía.


—¿Un creyente? —exclamaron todos al unísono, volviéndose hacia mí.


Con cara avinagrada les expliqué mis aventuras en el conducto, la llegada de aquel individuo y nuestra expulsión al espacio hasta toparnos con la misteriosa luz, así como mi sorprendente regreso a la nave. Todos me escucharon en silencio con los rostros tensos, aunque yo dudaba que tal actitud fuera causada por el arrepentimiento tras su tentativa de asesinato hacia mi persona.


—¡Sólo nos faltaba eso! —masculló el capitán—. ¡Nos tropezamos con una entidad energética de enorme poder y resulta que su intermediario es un lunático!


—Me temo que la situación todavía puede ser peor, señor —intervino el teniente Modem—. Tal vez realmente nos hemos topado con Dios.


—¡Eso es ridículo! —exclamé yo rompiendo mi frío distanciamiento—. La Ley Imperial de la Excelsa Lógica Cuántica establece de forma irrefutable la inexistencia de cualquier tipo de deidad en todo el Cosmos. Los homínidos inteligentes sabemos que el Universo se forjó gracias al Cuanto y su Constante Probabilística. Suponer que Dios pueda existir no sólo es una memez, también resulta un delito punible perseguido por las fuerzas del Orden Imperial.


—Bueno, no nos acaloremos —Riko intervino con tono apaciguador—. Lo que resulta evidente es que la entidad energética que nos ha atrapado cree ser Dios. Ya que su poder es enorme yo no le llevaría la contraria, al menos por ahora. Hasta que no sepamos cómo destruirlo sugiero que contemporizemos un poco.


—¡Que contemporizemos! —exclamé furioso—. ¡No me extraña un comportamiento tan cobarde en una caterva de asesinos como ustedes, pero el Imperio jamás transigirá!


—No se deje usted arrastrar por el rencor, amigo Janus —me reprochó Riko—. El pequeño malentendido que ha habido entre nosotros no puede nublar su capacidad de raciocinio. Ahora mismo somos los únicos representantes del Imperio y hemos establecido contacto con una entidad energética de poder incalculable. Debemos actuar con prudencia y astucia para recabar toda la información posible que permita al Imperio tener ventaja sobre una forma de vida tan poderosa. Piense que al controlar semejante energía dicha entidad puede ser una terrible amenaza contra nuestra civilización.


—Por no hablar de nosotros mismos —puntualizó Drinkwater—. Esa cosa se nos puede cargar en un suspiro.


—Tienen razón —admití de mala gana.


En aquel preciso instante una familiar luminiscencia estalló frente a nosotros y el emisario de Dios se materializó sobre la mesa. Vestía una larga túnica dorada y portaba en su mano dos enormes tablas de lo que parecía barro cocido. El hombre trastabilló sobre la superficie como si ejecutara algún complicado paso de ballet hasta que finalmente, de un salto, cayó al suelo junto al capitán.


—¡Las Tablas de la Ley! —gritó eufórico mientras se levantaba y adoptaba una posición digna.


—Vaya —dijo Drinkwater fingiendo un gran interés a la vez que los demás murmurábamos algo ininteligible.


—¡Aquí están grabados los diecisiete Mandamiendos Divinos! —el hombre señaló su sencilla obra de terracota con evidente satisfacción—. ¡Santificarás a Dios por encima de todo, no matarás a otros creyentes, no cometerás actos carnales impuros, no practicarás deporte hasta romper a sudar, no comerciarás con ningún tipo de mercancía robada, no ingerirás ninguna variedad de alcohol, no te lavarás las orejas más de tres veces a la semana, no...!


—¡Eh! —Drinkwater enrojeció como la grana—. ¿Qué es eso de prohibir el comercio con la mercancía robada? ¡Vaya disparate!


—¡Cómo! —el emisario rugió pletórico de indignación—. ¿Te atreves a cuestionar la Ley de Nuestro Señor, hereje?


—Tal vez podríamos negociarlo —intervino Riko con suavidad—. ¿Qué le parece si indicamos que no se podrá comerciar con ciertos artículos más de cuatro veces al mes? Opino que es un número razonable que satisfaría a ambas partes.


—¡Un momento! —intervino la teniente L'Adilla—. Quisiera que se puntualizara algo más en el capítulo de los actos impuros. Exijo un subapartado que mencione de forma precisa si la felación y el cunnilingus son considerados como tales, así como con qué periocidad y bajo qué condiciones se pueden realizar, que luego todos se saltan la normativa de forma muy alegre y el trabajo es para una.


—¿El alcohol etílico también está comprendido? —inquirió Modem—. Mis sistemas mecánicos precisan de ciertas dosis diarias como profilaxis.


—¡Blasfemia! —el enviado aulló acallando todas las voces—. ¡Sois un hatajo de pecadores irredentos! ¡La cólera del Señor caerá sobre vosotros como no dejéis de adorar al Becerro de Oro!


—¿Un becerro de oro? —Drinkwater miró al otro con ojos codiciosos—. ¿Y dónde se halla semejante portento?


—¡Basta de depravación! ¡El Señor os concede siete horas para que os arrepintáis de vuestros pecados! ¡Cada hora dejará caer sobre vosotros una plaga hasta que la última y más terrible de ellas os destruirá por completo! ¡Meditad vuestra infamia ahora que todavía estáis a tiempo y pedid perdón al Creador! ¡Es vuestra única oportunidad de salvación!


Acto seguido el extraño personaje se desvaneció en el aire.


 


 


El Cuanto guíe mi voz para que yo pueda ser preciso en tan desoladores momentos. Sé que para vosotros, oh insignes próceres de la Gloriosa Flota Estelar, puede resultar impensable lo que ahora os estoy relatando, pero os aseguro que la situación a bordo de la "S.S. Expoliación" se estaba volviendo insostenible por momentos. Cuatro horas después de la desaparición de tan estrafalario profeta ya habíamos sufrido las correspondientes plagas horarias. Primero fuimos invadidos por una legión de ranas y luego por otra de langostas, gracias a lo cual se podía saborear en la cantina, acompañando a las un tanto escuálidas raciones oficiales, deliciosas ancas de rana junto con unos aperitivos crujientes que hacían las delicias de la hambrienta tripulación. Más tarde estalló una virulenta epidemia que envió a casi todos los marineros a la enfermería, aunque según el teniente médico había más cuento que otra cosa. Después murieron de forma misteriosa todos los animales de la nave, o sea el loro del capitán y todos los ratones que infestaban la bodega.


Pero no fue hasta la quinta plaga que toda la nave se sumió en el caos.


El capitán Drinkwater había montado un comité de emergencia en su despacho, desde el cual sus subordinados entraban y salían a cada momento, buscando de forma desesperada algún punto débil en la estructura de la entidad que nos tenía prisioneros. Como yo no tenía ninguna misión específica que realizar decidí quedarme sentado en un sillon bajo la nerviosa mirada del capitán y así poder enterarme de todo. No obstante, el tiempo iba pasando sin que nadie descubriera nada nuevo. Se sabía que estábamos inmersos dentro de un enorme campo magnético que rodeaba toda la nave y parecía haber brotado del propio vacío insondable. Nada ni nadie había logrado atravesarlo y sólo una de las expediciones enviadas para cumplir semejante objetivo había logrado regresar a bordo gracias al piloto automático, devolviéndonos a todos sus tripulantes convertidos en estatuas de sal. Tras dejar los cuerpos en la cocina, junto a la carne sin sazonar, el teniente Modem acudió para informarnos a todos de sus conclusiones.


—Me temo que realmente nos enfrentamos a Dios —anunció con su voz monocorde.


—¡Qué disparate! —exclamé yo con desdén—. Dios no existe, la Ley Cuántica así lo establece.


—No exactamente —el ciborg parpadeó con rapidez—, lo que establece la Ley Cuántica es que el Universo es una formación del Azar, una probabilidad entre infinidad de probabilidades que, de alguna forma, ha alcanzado el rango de real. Según dicha Ley, toda probabilidad puede ocurrir y llegar a ser real si existe una iteración con el entorno.


—¿Eh?


—Creo que nos hemos topado con una especie de punto focal cuántico, ya saben ustedes que muchos científicos creen en la existencia de semejante fenómeno. Una fontana blanca, el lugar donde nace la radiación cuántica que sustenta nuestro universo.


—¿Y eso qué tiene que ver con Dios?


—A eso iba. Imagínese usted que tal punto existe, tamaña concentración cuántica sería tremendamente sensible a la percepción de un observador. Todos los presentes han oido hablar de dicha teoría, ¿no es cierto? El observador interactúa con lo observado formando un sistema real. O sea que el Universo existe porque nosotros lo observamos, de lo contrario, sin observadores, su misma existencia carecería de sentido.


—Me he perdido —confesó el capitán—, pero se lo acepto para no liarnos más.


—Bien —Modem carraspeó mostrando su turbación—, entonces supongamos que el primer individuo en observar dicho punto focal interactuara con la radiación cuántica hasta promover al rango de real cualquiera de la inmensa infinidad de probabilidades virtuales latentes. Existe algún precedente: no hace mucho fue encontrado un carguero espacial con la tripulación muerta, todos ellos ahogados y sumergidos en inmensas toneladas de lactosa helada que, de forma incomprensible, cubría hasta el último rincón de la nave. Tras estudiar la caja negra del aparato lo único que pudo deducirse es que el carguero había atravesado una extraña luminiscencia mientras el piloto gritaba en voz alta su deseo de zambullirse en un grandioso sorbete de nata. ¿Coincidencia? No creo, tal vez los infortunados atravesaron un punto focal cuántico y el piloto logró materializar su más ferviente deseo.


—Entonces quiere usted decir que... —Drinkwater abrió los ojos con espanto.


—En efecto, puede que ese creyente haya colapsado una fuente de radiación cuántica formando un sistema real en el cual Dios existe.


—¿Eh? —pregunté sintiéndome mareado.


—La Ley Cuántica contempla semejante posibilidad. —El teniente Modem me miró sin parpadear—. Digamos que el observador condiciona lo observado mediante su propia observación, logrando que suceda lo que él espera. En nuestro caso simplemente hemos tenido la desgracia de que dicho observador haya resultado un fanático religioso, por ese motivo ha colapsado hasta el rango de real la probalilidad de que Dios exista.


—¡Pero eso es catastrófico, el fin de la civilización! Nuestro Glorioso Imperio se verá postergado a un segundo plano...


—Bueno, yo no diría tanto —el capitán me interrumpió encogiéndose de hombros—. De hecho sólo nos limitamos a cambiar un dictador por otro, en lugar de obedecer las directrices de un emperador megalómano y caprichoso tendremos que acatar los designios de una deidad... esto... omnipresente e irascible.


—No suena muy bien —apuntó Riko rascándose el mentón.


—No, es cierto —Drinkwater parpadeó indeciso—. El lejano emperador resulta fácil de engañar, pero Dios puede ser una molestia para nuestro pequeño negocio si le dá por meter sus narices en él.


—Seguro que lo hace —Modem movió la cabeza con pesar—. Tengo la impresión de que es una entidad un tanto quisquillosa, tan sólo hay que fijarse en lo restrictivos que son esos mandamientos que pretende establecer.


—Mm —Drinkwater recorrió a los presentes con la mirada—. ¿Y qué podemos hacer nosotros para remediarlo? Se supone que se trata de una entidad divina, o sea inmortal.


—Hay una manera —el ciborg arrastró las palabras con lentitud—. Su existencia actual se basa en el hecho de haber establecido el rango de realidad mediante la iteración de un observador. Tal vez si dicho individuo desapareciera, o al menos cambiara de actitud, la situación volvería a ser una mera probabilidad virtual como antaño.


—¿Eh? —inquirí de nuevo.


—Tenemos que deshacernos de ese fulano.


Entonces llegó la quinta plaga y nos invadió la Tiniebla.


 


Sabed, oh heroicos Almirantes de la Gloriosa Flota Estelar, que no resulta nada fácil deambular por una astronave cuando la más completa oscuridad se ha cernido sobre ella. La luz se había extinguido por completo y no funcionaban ni los generadores ni las baterías auxiliares. Una densa negritud se había apoderado de nuestro entorno y teníamos que avanzar con las manos extendidas, barriendo el espacio constantemente para evitar estrellarnos contra cualquier objeto o saliente que se interpusiera en nuestro camino.


Fue en semejantes condiciones, mientras yo buscaba desesperadamente el lavabo más cercano, cuando una extraña fosforescencia surgió ante mí.


—Saludos, hermano —la voz inconfundible de mi compañero espacial sonó a poca distancia, brotando del interior de aquella aura luminscente.


—Eh... hola —contesté un tanto nervioso.


—El Señor me ha permitido acceder hasta vosotros para intentar convertiros a la verdadera fé y así salvar vuestras almas.


—Mira qué bien.


—Sin duda tú eres el más indicado para iniciar mi labor, pues también has sido testigo de ciertos prodigios que ha realizado Nuestro Señor, salvándote de una muerte segura.


—Cierto —admití—. Te estoy muy agradecido por ello.


—El Señor es mi pastor y yo sólo soy su instrumento.


—Claro, claro.


—Desde ahora debes abominar de todo deseo terrenal y adorar sólo Su nombre. Abandonarás todas tus posesiones que repartirás entre los pobres, realizarás voto de ayuno, pobreza y celibato, llevarás como única vestimenta una túnica de esparto trenzado, irás descalzo, te alimentarás frugalmente y trabajarás de sol a sol, durmiendo al raso si es preciso y pasando las noches en vela orando al Señor. Recorrerás mundos lejanos a través de duros caminos, extendiendo la palabra del Señor entre los infieles. Soportarás estoicamente los insultos, las humillaciones  y los golpes mostrando siempre la otra mejilla. Ayudarás a todos, aún a tus peores enemigos, y si es preciso serás un mártir al extender el Evangelio, muriendo en medio de horribles suplicios. Regocíjate, pues el Señor tu Dios te ha elegido para semejante menester.


—Vaya —murmuré—. No creo merecer semejante honor.


—El Señor ha mirado en tu alma y te ha encontrado digno de ser Su siervo. No temas, pues yo mismo también fui un pobre pecador arrastrado por la lascivia, pero por fortuna supe arrancar a tiempo de mi interior la tentación que me dominaba, abrazando el sendero de la Salvación Eterna.


—Bueno, déjame pensarlo.


—Hazlo, pero rápido. El tiempo se acaba y pronto los herejes serán castigados. Dentro de diez minutos vuelve a este lugar y dime tu decisión.


La fosforescencia desapareció tan repentinamente como había llegado y de nuevo me encontré sumergido en las tinieblas que inundaban el pasadizo. Pero ahora una luz brillaba en mi interior agitada por una idea repentina. Olvidando mis fervientes necesidades fisiológicas me apresuré a desandar el camino de regreso al despacho del capitán.


Cuando penetré en el recinto apenas iluminado por varias velas de sebo la teniente Cilina acababa de anunciar el advenimiento de la sexta plaga. Al parecer toda nuestra provisión de agua se había convertido en sangre y nadie era capaz de beber semejante porquería. El capitán murmuró algo ininteligible sin que aparentara estar muy impresionado y anunció que iba a paladear un buen trago de ginebra para superar el trance. Los demás oímos cómo Drinkwater se escanciaba el líquido en un vaso y se lo llevaba a la boca. En el acto escupió con rabia mientras gritaba asqueado y con voz irritada que aquel malnacido también había convertido la ginebra en sangre y que había que hacer algo cuanto antes, pues ya comenzaba a estar hasta los mismísimos de semejante situación.


Yo aproveché aquel momento de rabia generalizada para explicar a todos los presentes mi encuentro con aquel mesías lunático. Cuando Drinkwater y los suyos estuvieron al corriente del episodio les expuse mi plan. Todos escucharon en silencio y al final estuvieron de acuerdo conmigo, felicitándome por tan brillante idea. La única que puso alguna pega fue la teniente L'Adilla aunque la promesa de una buena recompensa la aplacó un tanto y finalmente accedió a seguir las directrices de mi plan maestro.


Dicho y hecho, en el acto la teniente me acompañó por el oscuro pasillo hasta el punto de encuentro con mi salvador. Por el camino mi olfato fue asaltado por oleadas del penetrante perfume de la mujer, reforzando mi convicción de que el plan trazado saldría a la perfección. Al fin llegamos a nuestro destino y aguardamos agazapados entre las sombras, prestos a actuar en el momento oportuno.


Apenas habían transcurridos unos minutos cuando una débil luminiscencia brotó de nuevo frente a nosotros. El estrambótico mesías había aparecido ante nuestros ojos.


—Hermano, ¿estás ahí? —preguntó con voz profunda.


—¡Ahora! —grité yo mientras empujaba a la teniente L'Adilla contra la aparición.


—¿Eh? —exclamó el hombre a la vez que la sombra de la mujer se abalanzaba sobre él devorando su luz—. ¿Quién eres, mujer? Pero... ¿qué estás haciendo, que buscas por ahí? ¡Santo Cielo, si estás desnuda! ¿Por qué frotas tus pechos contra mi cuerpo? ¡Quieta, no me toques eso! ¡Vade retro, Satanás! ¡Herejes, blasfemos, concupiscentes! ¡La ira del Señor caiga sobre vosotros!


Un relámpago estalló con fuerza en medio de la oscuridad impregnando mis fosas nasales con un denso olor a ozono, luego todo volvió a quedar en tinieblas. Asustado, traté de entrever a través de la oscuridad hasta que finalmente me decidí a encender un mechero que llevaba para casos de emergencia. Bajo la danzante luz de la pequeña llama me pareció descubrir en el suelo un negro manchurrón en forma de silueta humana, sin duda los restos calcinados de lo que momentos antes había sido la despampanante teniente L'Adilla. Mi plan de corromper a aquel apostol mediante los gozos de la carne había fracasado.


—¿Qué ha sucedido? —la voz del comandante Riko sonó en mi cogote—. El capitán me ha enviado a investigar si todo va bien.


—Me temo que no ha hecho efecto —murmuré confundido.


De nuevo una débil luz apareció ante nuestros ojos.


—Hermano Janus —el mesías habló con voz entrecortada—, ¿estás ahí? Me ha parecido oir la voz del apuesto comandante Riko.


Mm... Tal vez no estaba todo perdido.


 


El Cuanto me dé fuerzas para acabar esta grabación con éxito. La batería que permite digitalizar mi voz en la película de vibranium está fallando, así que deberé ser conciso y escueto como aprendí en la Escuela Oficial del Ministerio de Control Ideológico, todo ello para mayor gloria de nuestro excelso III Gran Imperio.


Debo decir que, finalmente, el comandante Riko se avino a... esto... intimar con el fanático religioso que había colapsado la existencia de Dios. El argumento definitivo fue que la última plaga a la que íbamos a ser sometidos sería sin duda la muerte de todos los primogénitos de la nave. Como Riko era el primer oficial de a bordo, o sea el primogénito del capitán, no cabía la menor duda de que el pobre tenía todos los números para padecer una muerte atroz. Así que el hombre se vistió con unas mallas muy ajustadas, se perfumó con masaje Macho—Man y se lanzó por el oscuro pasillo llamando suavemente al mesías.


¿Qué sucedió entre aquellos dos hombres? A pesar de que el teniente Modem intentó sintonizar los monitores de la nave activándolos en visión de infrarrojos tan sólo pudimos captar algún movimiento seguido de ciertos grititos y un par de jadeos ahogados. Lo único cierto es que al cabo de veinte minutos la enorme burbuja magnética que nos tenía aprisionados comenzó a ceder, haciéndose más etérea e intangible. No había la menor duda, Dios estaba desapareciendo, una vez interrumpido su contacto con el observador se estaba convirtiendo de nuevo en una simple probalibilidad como lo había sido antes.


De súbito la tiniebla que nos cubría se esfumó y todo volvió a la normalidad, otra vez nos hallábamos inmersos en nuestro conocido universo imperial. Pero cuando ya todos nos creíamos a salvo un rostro enorme surgió frente a nosotros, brotando de los pliegues del mismo vacío hasta ocupar todo el espacio visible, ocultando tras de sí las estrellas que brillaban frías y distantes. Era un rostro viejo, plagado de arrugas, que nos miraba con ojos iridiscentes y furiosos. Dios se desvanecía de nuestra realidad pero incluso entonces su ira era inconmesurable, amarga y despiadada. Una explosión de luz nos zarandeó con violencia, azotándonos, como el postrer manotazo de un coloso contra una plaga de molestos insectos. La nave por entero pareció resquebrajarse bajo aquel embate y los paneles estallaron llenando la atmósfera de un humo ocre y asfixiante. Entonces algo cayó sobre mi cabeza y perdí el sentido.


El Cuanto sabe que cuando volví a recuperar la consciencia todo estaba perdido. La antaño soberbia "S.S. Expoliación" ya sólo era un amasijo informe de metal retorcido. Milagrosamente el puente de mando había resistido incólume a tamaña destrucción, siendo yo el único superviviente de la tragedia. El capitán Drinkwater yacía con el cráneo partido junto a mí, una mano aferrada al sillón de mando y la otra a una botella de ginebra. El teniente Modem mostraba un revoltijo de cables rotos y, aunque al principio llegué a pensar que seguía vivo, al final descubrí que el "pit pit" que se oía en realidad era producido por su reloj antichoque. En cuanto a la teniente Cilina, no se la veía por ninguna parte, así que deduje que la explosión la sorprendió en algún otro compartimento y me temí lo peor.


No tardé mucho tiempo en darme cuenta de la precariedad de mi situación. Los motores no funcionaban y yo me encontraba encerrado en el único lugar que parecía tener una burbuja de aire respirable, el cual evidentemente no duraría demasiado. El único aparato que aún parecía funcionar era una baliza de salvamento demasiado pequeña para que yo pudiera escapar en su interior. Por eso he decidido grabar este mensaje y enviarlo con la esperanza de que pueda ser encontrado por otra nave y llegue hasta vosotros, oh modélicos Almirantes de la Gloriosa Flota Estelar. No importa mi muerte, pero el Imperio debe conocer la tremenda amenaza que se cierne sobre él.


Porque sabed, oh heroicos Almirantes, que el peligro no ha sido ni mucho menos conjurado. Mientras me alejo con lentitud, flotando suavemente entre las frías corrientes del espacio, todavía puedo atisbar a través de la parpadeante pantalla principal una lejana y terrible luminiscencia. Sin duda el fanático religioso que creó semejante monstruosidad también ha muerto con el resto de la tripulación, pero el punto focal de radiación cuántica permanece en su sitio. Y, de forma indefectible, otra nave volverá a pasar por su lado. Tal vez no hoy ni mañana, puede que ni siquiera el año que viene, pero algún día otra tripulación se tropezará con lo mismo que nosotros.


¿Acaso podemos asegurar que entonces no habrá otro ser que recree sus anhelos, que colapse una probabilidad mucho más aterradora que aquella a la que yo me he visto sometido? No dejo de pensar en la visión de ese rostro divino, en el último momento me pareció intuir en Sus ojos una expresión de triunfo, como si supiera de antemano que no todo estaba perdido, que la batalla todavía no había llegado a su fin.


Nosotros somos los herederos del Gran Primate Evolucionado, los auténticos reyes de la Creación, seres inteligentes que sólo nos inclinamos ante los designios lógicos de la Excelsa Ley Cuántica. El Universo es nuestro territorio y en sus confines labramos nuestro propio Destino. Pero puede que algún día no sea así... Me da miedo pensar en ello, pero hay que estar preparados para afrontarlo. En cualquier instante Dios puede ser real, sólo es preciso que otro loco colapse semejante probabilidad; entonces todo el Imperio quedará a merced de Sus caprichos. Lo sé porque lo he visto.


¡Prestad atención, oh heroicos Almirantes de la Gloriosa Flota Estelar! No bajéis la guardia en ningún momento, pues los creyentes todavía se esconden entre nosotros. En cualquier instante todo puede volver a repetirse. Hacedme caso, lo sé, yo he contemplado Su mirada y os aseguro que está esperando ese momento con infinita paciencia.


El oxígeno se agota y me siento mareado, por lo que éste será mi postrer aviso. No penséis que la Lógica Cuántica lo domina todo, en su mismo interior reside el veneno que puede destruirla. Actuad con prudencia y estad alerta.


Dios puede estar aguardando en la última estrella.