A pesar de su nombre y de los ecos terribles que este pueda suscitarnos, La Taberna de Bloody Mary no es un lugar maldito, poblado de terrores y pesadillas. Sí que es, en cambio, el lugar en el que los malditos, esos que pueblan nuestros terrores y pesadillas, se reúnen para ahogar sus penas en alcohol y suspirar, sin demasiada esperanza, por un mañana un poco más luminoso.
Gerard P. Cortés sabe muy bien lo que se cuece entre sus mesas discretas, lo que se susurra en sus servicios, y es por ello que ha elegido la taberna como punto de partida para su primera antología en solitario. No en vano, cualquiera de los personajes que protagonizan los relatos de este compendio de fantasías urbanas podría encontrarse entre sus parroquianos, por muy dispares que resulten a primera vista.
Un vampiro idealista que sobrevive en La Habana de Fidel Castro, el patético repartidor de donuts que se convirtió en mito una noche de fin de año, ese chico llamado Juan que no tiene miedo ni corazón o la aterrorizada niña de caperuza roja que huye por su vida a través de un bosque que, si está encantado, no es de conocerla, tienen algo muy importante en común y es que sus historias no son meros cuentos, sino, tal vez, auténticas leyendas.
Clausura el libro una fábula de asfalto y hormigón titulada Leyendas de Nueva York, secuela y conclusión del relato que da nombre a la antología. De esta manera, se cierra el círculo, porque la eternidad es la materia sobre la que se escriben las leyendas, aunque estas sean urbanas, aunque estas acaben de nacer, de ver, por primera vez en mucho tiempo, la luz de un nuevo día.