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Baile con la negra madre

Moledo, Manuel

 

Estragon: ¿Qué tal si nos ahorcamos?

Vladimir: Hum. Eso nos daría una erección.

Estragon: (muy excitado). ¡Una erección!

Vladimir: Con todo lo que eso trae. Y donde luego cae eso, crecen las mandrágoras. Es por eso que chillan cuando las arrancan. ¿Lo sabías?

Estragon: ¡Ahorquémonos ahora mismo!

Esperando a Godot, Samuel Beckett, Acto I

 

Los que debían morir llevaban flores en los turbantes; los cabellos y barbas, trenzados y perfumados según costumbre del país. Para un europeo se asemejaban a novios yendo a su boda. El primer grupo subió al patíbulo. Los más adelantados escogieron cuerda entre risas, y todos ellos probaron el cabo tirando con fuerza mientras rechazaban, con grandes aspavientos, la ayuda de los verdugos.

-¡Bindachel ka jae! ¡Bhowani ka jae! -gritaron. Algunos que brincaron más decididos, o eran más gruesos o más afortunados, consiguieron romperse el cuello. Esos se ahorraron asfixiarse pateando mientras se meaban y cagaban encima.

-Van mas pintados que las putas de Cornualles, pero los tunantes estos son hombres de hígados.

El que había hablado era un gigantesco soldado rubio y pecoso, de a caballo. Si la cosa se desmandaba en la plaza, su unidad era la encargada de disolver a los locales. Si ellos no lo lograban, las Gatling apostadas en el techo del cuartel lo harían.

Mientras decía esto, le tendió su caja de rapé a un compañero vestido de civil, que observaba a pie.

-¡Y dale con Cornualles, compadre! –respondió este- ¿No tenéis putas en tu tierra, paddy del carajo?

-Tenemos, pero son mucho menos orgullosas que las de Cornualles. Y más feas. Incluso más feas que estos indostanos.

-¿Y eso? Es la primera vez que te veo hacer de menos la patria que te parió, Duncan. ¿No son hermosas las irlandesas?

-Hermosas como un amanecer, inglés. Pero también honestas. Las putas las traemos de Gales.

Albert reprimió una carcajada y forzó la cara de palo que requerían las circunstancias.

-Si sólo entendieran de morir... ¿Ves ese de la barba crecida que entra ahora? Es uno de los jerifaltes, el jemadar Hussein Khan. Confesó más de seiscientas muertes.

-Bah, ya será con cuento y todo-gruñó el irlandés.

Ambos aspiraron por la nariz con fruición, y estornudaron.

-¿Y ese tan joven y espigado de atrás? -dijo Duncan-  ¿No movió a compasión al tribunal?

El mozo estaba de los últimos. Cuando le llegase el momento habría visto ahorcar dos tandas. Por el momento mantenía bien el tipo. Era bien guapo, con la piel más clara que los otros condenados y con la nariz tal vez demasiada grande para un indostano. Incluso aún sin mudar el plumón de la barbilla, era tan alto como cualquiera de los hombres.

El terrible calor aturdía los euripeos y atraía a las moscas. Albert, suspirando, levantó el sombrero para abanicarse. Recordó las primeras palabras que había oído al llegar a Uttar Pradesh, mientras formaba ante el Jefe de Policía: «No tengan pena, caballeros. Pronto se aclimatarán».

«Manda cojones» pensó «Me la metiste bien». Trece años, trece jodidos años aquel horno axfixiantes con olor a mierda de vaca, y no se sentía ni medio aclimatado.

-¿Ese? No creerías su actuación frente al muy Honorable Juez. Está implicado en el caso de la muerte de Akbar, el príncipe mogol. ¿Quieres ver su declaración?

El irlandés levantó una ceja, intrigado.

-Dale, compadre. De ver colgar desgraciados ya estoy harto.

Rebuscando en la bolsa de documentos que colgaba de su hombro, Albert seleccionó una carpeta y se la tendió al militar, que comenzó a leer.

Mi nombre es Kim Morleer, y tengo dieciséis años. Son el hijo más viejo del jemadar Kharim Moorler, que murió en el arresto. Y puesto que él no pode hablar por sí mismo, yo lo haré por él, ya que un hijo debe honrar su padre, y en todo servirlo y engrandecelo.

 No me parezco la él, es cierto. La mujer que me parió era de Jurnaul y murió cuándo iba de peregrinación a Benarés. Era la criada de un inglés, y yo soy sangre de ese inglés, al que no conozco ni quiero conocer.

Ella se encontró con la partida de mi padre en la orilla del río. Yo era aún un niño de pecho, y posiblemente se había desviado del camino para lavarme, porque según me contaron, estaba sucio y hedía. El lugar era un bele, como nosotros llamamos a los parajes donde es propicio matar y enterrar sin que nadie sospeche; y siendo así que los sorprendió en plena tarea, no podían permitir que le fuera con el cuento a nadie.

Los devotos de Bhowani, como tal vez sabe el sahib, no solemos matar mujeres. Ella era hermosa y posiblemente algún soltero de la partida la podría haber tomado por esposa. Mas se amedrentó tanto que dio en tirar coces, morder y chillar, y el jemadar decidió ahorcarla. No sabían muy bien que hacer conmigo, ya que eran todos hombres, y cuando una partida tiene perspectiva de tomar los críos como botín, lleva alguna hembra con ellos para cuidarlos. Si salvé la vida fue porque mi padre, que gusta mucho de los niños, se ofreció a cuidar de mí entretanto no encontraban la quien venderme.

Esto último no iba a ser fácil. Kharim se encaprichó conmigo, porque le parecía un crío muy guapo, y pedía treinta rupias. Tentaron colocarme en un burdel, pero no me quisieron porque criar un niño tan pequeño hasta que llega el momento de usarlo supone muchos cuartos, y además es fácil que muera al castrarle. Luego me ofrecieron a unos gitanos, pero no daban suficiente. Un chaval de piel tan blanca tenía todas las trazas de ser de casta alta o hijo de un inglés, y eso siempre atrae la atención de las autoridades. Ser un hijra no era mi destino; tampoco mendigar. Kharim, al fin, acabó llevándome a su casa, y mi madre, Aisha, se enamoró de mí al instante.

¿Rencor?  Kharim era sólo un más en esa partida. La mujer estaba en el momento equivocado en el lugar equivocado, e incluso podría haberse salvado de no actuar de forma equivocada. Además, ¿quien me enseñó a andar, a hablar, a comer, a vestirme? Aisha, mi madre. ¿Quien me enseñó a cabalgar, a correr, a cazar, a nadar? Kharim, mi padre. No la echo en falta, porque no la conocí.

...

Yo aún no tengo derecho a usar el rhumal. De no capturarme la justicia algún día sería un auténtico estrangulador. Pero si el sahib pregunta por la primera muerte de que fui parte, fue a los ocho años. Mi padre acababa de ascender la jemadar, y decidió llevarnos, porque creía que viajando con chavales sería más sencillo no levantar sospechas en los caminos. Nos usó, así, de camuflaje. Encontramos dos familias, tratantes de lino, que viajaban juntas. Yo no llegué a ver nada. Quedé con mi madre y las otras mujeres y chavales, mientras los hombres hacían su labor.

Sí, también con los hijos de los comerciantes. Recuerdo bien una niña de mi misma edad, que jugó a la pelota conmigo y con Kim, el hijo de Apuran, al que también capturasteis. Era morenita y llevaba un sari rojo muy bonito. La vendimos el día siguiente, y yo sentí separarme de ella, porque parecía hermosa a mis ojos de niño y me gustaba que me cogiera de la mano. Al faltarle los padres dio en llorar mucho; no creía la excusa que le dieron de que había sido vendida, y de que podía estar contenta porque había costado bastante plata. A ciencia cierta era muy bella, porque al fin dieron por ella 80 rupias, y eso es mucho por una niña tan pequeña. Las primeras veces fue siempre así, sin ser yo consciente del de lo que pasaba; mas poco a poco, uno se va percatando.

¿De forma activa? A los doce, cuando me hicieron explorador. Mi función era ojear a las presas, pedirles compañía en el camino, y avisar la partida. Luego, los dados eran lanzados, las profecías leídas en los pájaros y en los lagartos, y la Negra Madre hablaba su voluntad. Cuando ella mandaba, los viajeros morían.

Más tarde, a los catorce, ascendí a enterrador. Aguardan a estar seguros del carácter de uno antes de mandarte hacer eso, porque es preciso tener espíritu. Hay que cortar bien a lo largo de los miembros, y abrir el pecho en los lugares apropiados para que al corromperse los cuerpos no hinchen y delaten el lugar de la tumba a personas o chacales. Y luego dejar la tierra cubierta, tal que nadie note lo acontecido. Yo soy  muy bueno en eso. En una ocasión, unos sahibs montaron la tienda en medio de uno de los beles de la partida, y ahí pasaron la noche, mientras nosotros acechábamos en la oscuridad. Pero no se enteraron de nada y hicieron camino. Echamos los dados, pero los augurios no eran propicios. Tuvieron suerte.

Sí, si el sahib lo desea, me ceñiré a este caso. Acababan de ascenderme a shumseeas, agarrador. Mi función sería hacer presa en el sacrificio para que no pudiera revolverse entretanto que su vida era ofrecida a la Negra Madre. Para mí era un gran momento; nadie que yo conociese había recibido ese honor tan joven.

Seríamos unos treinta, entre los hombres del jemadar Hussein Khan y los de mi padre; pero nos dividimos en grupos de cinco por la carretera del río Ghaghra, la unas cien millas de Luknow, tres grupos río arriba, y otros tres río abajo. Paramos en una fonda. Fuera había una maravillosa montura árabe de color perlado, ornada con caros avíos. Estaba atada con otras dos de catadura menos excepcional, y una mula de aspecto dócil. Las guardaba un mastín de las montañas grande como el mundo. Allí fue donde vimos la primera vez al mogol Akbar Khalid. Un hombre imponente, fuerte y rollizo, con una barba densa y negra. Su voz llenaba los oídos como la propia voz de Alá. De su cinturón pendían tanto espada como dos pistolas, de factura inglesa, pero acabadas en oro y nácar por algún artesano indostano. Sus dedos brillaban con el oro, y en su turbante un broche rodeaba una esmeralda que valía el rescate de un príncipe.

Los guardias que lo acompañaban también eran hombres de poderío; comían y bebían en otra mesa, atendidos por lo que debía de ser su mayordomo. Él mogol los había dejado solos, para sentarse con tres viajeros peculiares.

Dos de ellos eran europeos, un hombre y una mujer. El hombre era de estatura mediana, aunque robusto. La mujer, hermosa, con esa piel lechosa que sólo tienen las inglesas, y los ojos garzos. Con ellos, comía un negro, no un indostano de piel oscura, sino un africano como los que pueden verse, a veces, en los séquitos de los viajantes persas de verdadera riqueza. Posiblemente era el hombre más fuerte que vi en toda mi vida, y no tenía para nada trazas de criado.  De hecho, ambos hombres, el blanco y el negro, parecían soldados, aunque no llevaban uniformes.

Sí, los veo en la sala, y son esos tres que están sentados ahí.

El mogol estaba de cháchara con la sahiba. Al parecer un tigre había devorado a una mujer que lavaba la ropa en la orilla del río. Los aldeanos, al saber que había un gran cazador que volvía de recorrer las montañas, lo habían avisado de la presencia de un devorador de hombres. Estaba claro que el mogol tentaba camelarse a  la doña con su lío, ¡como si un indio, incluso un mogol de gran poder, fuera a conquistar una dama inglesa! Ella le ría las gracietas y eso lo animaba a continuar. Los hombres escuchaban con respeto, pero no parecían muy impresionados.

Con discreción, mi padre lanzó los dados. La profecía fue favorable. Oír de la presencia de un tigre en el lugar también es un buen presagio para un Thug. Somos de la misma especie, y a por ello, un verdadero Thug nunca mata un tigre, y un tigre nunca mata un verdadero Thug.

Ellos no se habían percatado de nuestra presencia. Aun así bebimos el té con la cabeza baja como si estuviésemos muy cansados, dejando que las sombras de los turbantes nos cubrieran la cara. No era cosa de actuar mientras estuviesen ahí los europeos, porque un blanco que desaparece siempre significa una investigación a fondo y muchos problemas. Fuimos a dormir temprano.

Al día siguiente, como aguardábamos al bajar desayunar, el mogol ya había marchado de batida. Los europeos seguían allí. «Es una suerte» dijo mi padre «que los ingleses no lo acompañen, porque son muy amigos de la caza». Yo ya estaba relamiéndome con la anticipación. Que día! Que grandioso día! Una presa como aquella, fuerte y peligrosa. Me temblaban las manos con el ansia.

...

No, no siento ninguna vergüenza ni remordimiento. Desde lo mismo momento en que la Negra Madre expresó su voluntad por medio de los augurios, aquellos hombres estaban ya muertos. Nosotros solo fuimos instrumentos en sus manos. Y también está el desafío; como dijo mi padre, vosotros, los shaibs, sois grandes cazadores. No disfrutáis acaso de ese deporte, y de la victoria de vuestra inteligencia sobre la del animal? No os sentís bien y fuertes al ver la pieza a vuestros pies? Pues lo mismo nos pasa a los Thugs; y aún más que la vosotros. Porque, si vosotros enfrentáis las bestias del campo, las que Alá hizo astutas, una partida Thug debe ser capaz de superar la astucia de los humanos. Humanos que saben que los caminos son peligrosos, que temen los extraños. Muchas veces están fuertemente armados; a nosotros Bhowani no nos permite derramar una sola gota de sangre. ¿Puedes imaginar el juego, el gran juego, que es vencer las sospechas y los recelos de unos desconocidos? ¿Lo difícil que es superar el primer momento de miedo, ese instante vital en la caza en el que las piezas calculan si correrán mas riesgos o menos caminando a tu lado?

No hay placer comparable a ver como la desconfianza se va tornando primero en distante respeto, luego en amistad, hasta alcanzar ese momento deleitoso en que, al fin, bajan la guardia y se completa el shikar para honra de la gran Bhowani!

...

Después marchamos, dejando a los europeos. Tenemos la costumbre de no actuar si no somos por lo menos tres la uno. Mas aún en casos como estos, porque cuatro personas valientes, bien armadas y despiertas son una fuerza a respetar. Nos reunimos todos los grupos; localizamos la partida de caza del mogol, e intentamos unirnos la ellos poco a poco. Pero el mogol era hombre prevenido, taimado y tozudo. «Nos apartó amenazándonos con su sable» informó el grupo de Shikadar. «Dijo que si no los dejábamos en paz nos llenaría de plomo los sesos y haría tambores con nuestros cueros», aseveró el grupo de Hussein Khan. No permitió que nadie los acompañara, excepto un chaval de la aldea, hijo de los posaderos, llamado Amma.

Teníamos tiempo de discurrir algo. Cazar un tigre no es cosa de un día, a menos que uno tenga la suerte de un diablo. Debían volver tarde o temprano a la posada a descansar, seguramente de buena mañana; porque según nos informaron en la villa, iban a acechar al gato por la noche para cogerlo en su bebedero. Cuando estuviera lleno, lento, sediento y descuidado. No actuamos así todos los cazadores, sahib? Siempre buscamos la presa en el momento de mayor debilidad, para que así sea más fácil de abatir.

De todo el grupo, el mogol era sin duda lo mas peligroso. Con esas pistolas ametralladoras inglesas, podía aniquilar una docena de hombres, incluso a distancia muy corta y con un lazo en la garganta. Era preciso arrebatárselas para que no marcaran la diferencia.

Ahora bien, unos decían que nos hiciéramos pasar una vez más por guías, otros, por campesinos atacados por la bestia deseosos de ayudar; otros, por sacerdotes pidiendo protección. Fue Kharim, mi padre, el que habló, tras reír por lo bajo.

«¿Asnos! Porque hay que ser bien asno para esperar resultados diferentes intentando la misma táctica una y otra vez. Hacedme caso, porque soy el mas viejo aquí, y el que más marcas lleva en su rhumal. Ese hombre es muy devoto, ¿o no vimos como cumple escrupulosamente los rezos? Además es sabio, un señor de hombres, fuerte y poderoso. Alguien de tal calidad, ¿se negaría a enterrar uno de su religión como manda el Corán?

Todos asentimos, admirados de su inteligencia.

...

Es muy sencillo, sahib, y si no conoce las costumbres mahometanas, yo mismo se lo explicaré. Cuando un musulmán muere, debe ser enterrado y no quemado, como hacen los hindúes. El cuerpo se pone en una fosa con la cabeza hacia la sagrada Meca, y es cosa normal recitar textos del sagrado Corán para el muerto. Muchos de los creyentes son analfabetos, pero esto debe hacerlo, si no un sacerdote, por lo menos alguien lo bastante culto como para leer con algo de donaire. Negarse a hacerlo no pasa por la cabeza de un devoto bien educado.

Así que cuando el Mogul regresaba, de buena mañana, hacia la fonda, encontró cinco aparentemente humildes pero honestos cipayos de origen musulmán, llorando amargamente al lado de una tumba abierta. Junto a la tumba, amortajado, yacía su compañero, muerto por una picadura de cobra. El resto de la partida aguardaba, oculto en la espesura.

Como a mí aún no me habían visto la cara, y además al ser tan joven podía mover a compasión, me tocó hacer de difunto. Estaba tan lleno de alegría con la importancia de mi papel, que me pareció que mi expresión no sería la propia de un cadáver. Resolví coger unos espinos del camino y apretarlos en las manos, fuerte, fuerte, para que mi cara adquiriera el rictus que precisaba el caso, antes de tenderme.

Oí acercarse las monturas y como mi padre, rompiendo a llorar, suplicaba compasión para mí pobre alma a nuestro objetivo. Sentí los caballos caracolear, inquietos. El perro también gruñía, y temí que, siendo los animales muy prescientes en estas cosas, tal vez nos delatarían.

«Pobre chaval» dijo al fin el mogol. «Ishallah, daré la este joven soldado la despedida que merece para que no marche triste al destino que el Señor de todas las cosas le ha reservado».

Sólo podía deducir lo que pasaba por el ruido. Golpear de botas al descabalgar Akbar, repicar de metal al desarmarse, roce de cuero al desnudar manos y pies, salpicar al lavarse. Yo respiraba tan, tan despacio, para no ser descubierto, que prácticamente me ahogaba. Por un momento incluso me pudo el miedo a no ser capaz de controlarme; y me atacó un deseo perverso de erguirme, de chillar a bombo y platillo que no estaba muerto, aunque perdiera a la misión, a mis compadres, y a mí mismo.

El mogol se acuclilló y comenzó a echar el responso. Se oyó la señal y, al fin, abrí los ojos, a tiempo que mi padre lanzaba el rhumal que normalmente usaba de turbante a la garganta del mogol. Karim, por su parte, le agarró los miembros. Era hombre de mucha valía y entre los dos no daban hecho. Siendo que la mortaja sólo me cubría por encima y que no estaba fajado realmente, resucité de entre los muertos y le agarré la muñeca derecha con todas mis fuerzas. Tal y como me habían enseñado, luxé, doblé y tiré para impedir que se levantara.

Incluso con media lengua de fuera, aquel buey se zafó de mí, y me endilgó tal puñetazo que me dio vueltas la cabeza. Cuando me recuperé ya todo había terminado, y mi padre me daba unas bofetadas para espabilarme.

«Buen trabajo» me dijo.

La cosa había salido relativamente bien. En el tiempo en que nos los tres nos enfrentábamos la Akbar, dos de los mejores lanzadores de la banda aprisionaran las gargantas de los guardias con los lazos, y acto seguido los compañeros que salieron de la espesura los sometieron. Uno de ellos consiguió cortar uno de los nuestros con su espada. Nada grave. Al perro lo descalabró Bhota con una piedra sin que tuviera tiempo de lanzar un “guau”. Era una pérdida tratar así un animal de tal valor, pero los perros tienen la manía de volver a la tumba del dueño y sobre él, llorar sin descanso hasta que alguien descubre los cadáveres.

Un nuevo grito hizo que Duncan levantara la cabeza de los papeles. El segundo turno comenzaba su  danza con la parca.

-¡Bindachel ka jae! ¡Bhowani ka jae!

-¿Hey, no será uno de esos el tal Bhopa?-dijo.

Albert negó.

-Ese no llegó ni a ser arrestado.

-Lástima. Me gustaría ver retorcerse en la horca ese mataperros.

-¿Con todas las miserias que llevas leídas y te indignas por un perro muerto?

-El perro no le hizo mal a nadie.

Duncan miró otra vez al chaval. Allí seguía, de broma con sus compañeros, con la misma actitud con la que él iría a tomar unas pintas después del servicio. El irlandés, que había enfrentado la muerte muchas veces y se tenía por hombre entero, así y todo sintió escalofríos. El valor es una cosa; pero fanatismo de aquellos hombres le hizo dudar si alguna vez conseguirían eliminar aquella lacra del Indostán. De toda la fila que restaba por colgar, tan sólo un par de ellos, aterrados, rogaban por sus vidas al estilo musulmán.

Estos también lo deprimían. Bien sabía, por la experiencia de la búsqueda de los luchadores independentistas de la Éire Óg, en su tierra, que los jueces y la policía no siempre acertaban en sus sentencias.

Su mirada volvió a los papeles.

Demasiado atentos a los otros hombres y al perro, tuvimos poco en cuenta al criado, que resultó un héroe inesperado. No fue atacado de primeras por estar desarmado, y al verse rodeado, consiguió eludir el lazo. Al grito de «¡nos matan, nos matan!» saltó de vuelta a la mula y salió a toda prisa. La mula también resultó una corredora asombrosa. No fueron muy lejos, de cualquier manera. En la zona boscosa que habíamos escogido como bele, si quería huir sólo podía pasar por  el sendero, donde lo aguardaban varios de los nuestros para cortarle la retirada. Hussein Khan, que es muy fuerte, fue quien derribó la mula tirándosele al pecho. El desdichado cayó al suelo, mas aún allí, se revolvía con uñas y dientes y hurtaba el cuello. No daban hecho con él; hasta que el mismo Hussein, a coces en el vientre y en los costados, consiguió ponerlo boca abajo y le pisó las nalgas con todo su gran peso. Entonces pudieron estrangularlo sin problemas. En cuanto al guía, quedó paralizado por la impresión y no opuso resistencia. Los enterramos a todos en la fosa ya cavada, después de los partirlos en cuartos para que entraran sin dificultad, señor y siervos. Los hombres dieron un buen botín; el muchacho que les guiaba no tenía nada de auténtico valor. Sin embargo, me llamó la atención un fular que portaba, de color amarillo, que llevaba a modo de faja.

….

No se quien lo hizo, sahib. ¿Importa? Lo había visto todo, y era demasiado mayor para venderlo fácilmente. No podía hacerse otra cosa. El pañuelo...

...

Pues eso sí tiene su importancia, Sahib, aunque no lo crea, y lo entenderá si me deja contar la historia a mi manera.

Era una pieza hermosa, de delicado algodón, ribeteado con encajes. El amarillo es el color de la diosa, así que tomé la prenda para que me trajera su protección, con vista a usarla en su día. Tras organizar como transportar el botín, dejamos el suelo nivelado, haciendo pasar los caballos por encima, y la tierra sobrante la tiramos en el río. Luego teñimos los animales, mudando así el color de su pelo. También modificamos las marcas con un hierro candente, cambiamos unos arreos por otros, y al fin, alteramos tanto su aspecto que debería ser imposible, para cualquiera que no fuera su dueño, reconocerlos.

Marchamos con la idea de reunirnos diez millas río arriba para volver a golpear, puesto que las profecías eran buenas aún.

...

No, no. Una vez todo queda dispuesto, no volvemos siquiera la vista atrás, y mucho menos regresamos al bele. Incluso hace muchos años no era preciso ni que pusiéramos tanto cuidado ocultando los cadáveres, ya que la propia Bhowani en persona los devoraba, eliminando todo rastro. Y si no lo hace aún, es porque un joven desobedeció la norma de no volver la vista atrás y vio la diosa, desnuda y refulgente, devorando los sacrificios; y como castigo, ella nunca nos volvió a ayudar a deshacernos de los cuerpos.

...

Así me lo enseñaron desde niño. ¿Por que debería dudarlo?

...

Hicimos camino a toda velocidad tras dividirnos en grupos de cinco y, al anochecer, paramos en otra posada en la orilla del río. Cuando mi padre y yo entramos, vimos que en ella estaban los europeos que habíamos dejado atrás. Cuando pasé al lado de la joven, no pude evitar contemplarla un momento para disfrutar de su belleza. Ella me devolvió la mirada y sonrió, y yo respondí a la sonrisa. Iba vestida con una de esas faldas de montar que usan a veces las inglesas, una camisola blanca y un sombrero de paja.

El asunto es que el sombrero iba adornado con unas cintas de la mismo color y tejido que la faja que yo lucía en la cintura y que había robado del pequeño guía. Y que por un segundo, su mirada se paró en mi talle. Me quede preocupado de que barruntase algo.

Pedimos una olla de comida para compartir con los compañeros, y aproveché entre que nos servían para comentárselo a mi padre. La situación era delicada, me dijo. «Puede que ella no se enterara, o puede que sí. Seguro la sahiba le regaló la pieza de paño al chico por servirla bien. Pero un trapo amarillo es un trapo amarillo, y lo más probable es que piense que se trata de un azar. Comamos y actuemos con normalidad, y marchémonos después». Sus palabras, como siempre, eran de sabiduría, y así lo hicimos. Salimos fuera, con el pote de garbanzos, y fuimos a coger agua al pozo. Cuando volvimos a por los demás donde estaban atados los caballos, vimos al sahib blanco mirando el que había sido el caballo del Mogul, que ahora usaba mi padre. Los tres sahibs habían pedido que les pusieran la cena fuera, pues hacía mucho calor. Este hombre había dejado la mesa, que aún no estaba servida, y se había acercado al caballo mientras fumaba una pipa. Cuando nos vio, saludó con una sonrisa y adelantándose, palmeó cariñosamente en las ancas a la bestia. Luego volvió a la mesa. Todo ello excitó aun más nuestros temores «No puede saberlo. Le cortamos las crines, le teñimos el pelo, le cambiamos los arreos. Ni siquiera es su propio caballo» dijo Bopha. «Pudo percatarse del teñido. O incluso reconocerlo igual. Los soldados saben mucho de caballos, y nunca unos viajeros vulgares como nosotros llevarían brutos de esa calidad» dije yo.

Mi padre dudaba. «Creo que sospechan, pero no están ciertos. Si no, hubieran hecho algo ya aquí, en poblado, a la luz del día y donde hay muchos testigos. Esa es la forma en que actúan los ingleses. Pero a lo mejor no sospechan. A lo mejor a ese hombre sólo le gustan los caballos. Hay un cuartel de cipayos diez millas al Norte; si se huelen algo y quieren advertir a las autoridades, irán allá y lo harán por la mañana, cuando se sientan más seguros. Por ahora marcharemos para que no pueda volver a acercarse a las monturas».

Así hicimos, y yo incluso me despedí con la mano al marchar, como hacen los inocentes. Fuimos la un bosque próximo y allí mi padre, Bhopa y yo cambiamos de ropa y nos transformamos en faquires, cubriéndonos de ceniza y de podredumbre. No hay nada que vista tanto un disfraz de faquir como un olor que espante a la gente. A los otros dos los mandamos convocar el resto, y montar guardia en el camino hacia el cuartel. Luego volvimos donde la posada y aguardamos. Enseguida se nos unió el grupo de Hussein Khan, también disfrazados. Quedamos, pues, ocho rodeando a posada; y los otros ya debían de estar cerrando el camino al fuerte, tras llamar refuerzos.

Salió la luna, que estaba casi llena. Tras un par de horas, Bhopa, que vigilaba la parte de la pensión que daba a las alcobas de los extranjeros, vino a llamarnos al resto.

Los dos hombres, el negro y el blanco, se descolgaban por la ventana de uno de los cuartos. Luego, a paso ligero, se dirigieron a las cuadras.

«Ahora» dijo Hussein Khan. «Ya estamos seguros. Vayamos a por ellos».

«No» respondió mi padre, «pues haríamos ruido y todo se sabría. Dejemos que estos se marchen y sean nuestros compañeros los que acaben con ellos. Y nosotros, nos encarguemos de echarle a mano a la mujer sin levantar escándalo».

Todos estuvimos de acuerdo en esta solución, y aguardamos la que los dos hombres se alejaran a caballo. Tras esto, debatimos como sería la mejor manera de llegar donde la mujer. «La luz de su cuarto no está encendida. Un inglés atacado en su cuarto es algo insólito, y piensan que no nos atreveremos a atacar la posada con tantos huéspedes dentro. Por esto es justo lo que debemos hacer. Ve tu primero, Kim, y echa una cuerda para que suba tras de ti Bhopa, que también es muy ágil. Dos para una mujer deberían bastar. Te auparemos hasta arriba y así podréis acceder la ella. Si la podéis traer viva, mejor, porque nos contará lo que sabe. Si no, matadla y traed el cuerpo para llevarlo la un bele. Que no os vean».

He de decir que en mi mente ya me veía no sólo capturando viva, sino pidiendo después como esposa a inglesa. Tras reflexionar sobre el tema, que tiempo tuve entre paliza y paliza en el agujero donde estuve preso, me doy cuenta de que fue una tontería de chaval. Pero no podía quitarme esa piel de leche de la cabeza.

Hice como me había indicado mi padre y me pareció incluso demasiado fácil. Subí, aupado el primer tramo por Hussein. Después de trepar por un canalón hasta la ventana, lancé una cuerda de seda y Bhopa subió a su vez. Sin embargo, a pesar de la facilidad, desconfiaba. Aunque me considero una persona fría, nunca había hecho tal cosa. Los thugs matamos al aire libre, en los beles. Sentí lo que debe sentir el tigre cuando por primera vez va a buscar ganado en un lugar cerrado, sin posibilidad de escape.

El cuarto estaba en penumbra y las formas de la moza se marcaban bajo la manta. Dejé que actuara Bhopa, más experimentado que yo. Él se acercó, poco a poco, al cabecero de la cama, apretando con fuerza el rhumal entre las manos. Con la frente llena de sudor frío, tiré de la manta.

Allí no había nada mas que un bulto de ropa.

El tiroteo comenzó abajo, donde esperaban los compañeros. Corrimos a la ventana, y pudimos ver a la luz de la luna como empezaban a caer . Antes de que pudiéramos reaccionar, se abrió la puerta del cuarto.

Era la dama, vestida de amazona como por el día, y empuñaba un revólver. Iba acompañada del posadero, un indostano flaco que portaba una hoz con manos poco firmes. Bhopa, a mi lado, dio un rugido salvaje, y se abalanzó contra ellos, puñal en mano. Mal hecho. Sólo consiguió un plomo entre los ojos. Su sangre me salpicó, y al ver que la mujer, rodeada de un halo de furia que no desmerecería a la auténtica Bhopani, me apuntaba, salté por la ventana. La bala me alcanzó en un brazo, y caí tan malamente que me partí la pierna izquierda. Desde el suelo, transido por el dolor y rodeado de los cuerpos de compañeros heridos y muertos, pude ver como la inglesa asomaba por la ventana, disparando a los que aún trataban de huir.

Intenté arrastrarme, mas sólo llegué a perder el sentido sobre el cadáver de Kharim, mi padre.

Supe después que cinco de mis compañeros habían perecido. Otro había huido, aprovechando la noche y el caos. Y dos habían sido capturados. Uno de ellos fue jemadar Hussei Khan, que cuando se veía ya libre se encontró con el soldado negro entre los árboles, recargando su arma Viéndolo desarmado, se le fue encima, y ahí comenzó una dura pugna, porque ambos son hombres fuertes como toros. Mas el blanco acudió en la ayuda de su hermano de armas, y le abrió la cabeza con la culata del fusil a Hussein.

Eran ellos dos los que nos habían atacado. Sospechándose rodeados, habían improvisado una falsa salida nocturna; para más adelante, y siempre a cubierto, amarrar los caballos y volver, despacio, sobre sus pasos. Así confirmaron que alguien los acechaba.

En un sólo golpe de mano, estos tres extranjeros que están ahí mataron a mi padre el jemadar Kharim y capturaron al jemadar Hussein, y tras su caída, a las autoridades imperiales les fué fácil encontrar al resto de las partidas.

...

Nadie muere y nadie mata si Dios no lo permite, sahib. No guardo, por lo tanto, cólera contra ninguno de los tres. Fueron más astutos que nosotros, y también más audaces. Pues, ¿quien iba a pensar que dos hombres solos intentarían tenderle una emboscada, en la oscuridad, a un número desconocido de enemigos? En cuanto a la mujer, ¿quien sabe si la gran Bhowani no la poseyó, dándole esa furia, cuando nosotros, sacrílegamente, decidimos atacar en la alcoba a alguien de su sexo?

Cumplí lo mejor que pude con mi cometido, y sólo siento no haber llegado a ser un verdadero estrangulador y no haber peregrinado nunca al templo de Khali-Gat.

 

Duncan devolvió la carpeta a Albert. Ambos miraron el último grupo, ya en el patíbulo. Uno de los hombres que antes protestaba por su inocencia, ahora lloraba quedamente bajo la capucha. Los demás, aun reían y hablaban entre ellos. Algunos, como el mozo, ni siquiera quería cubrirse el rostro.

-¡Bindachel ka jae! ¡Bhowani ka jae! se volvió a oír, y saltaron a la muerte. Sólo el que lloraba tuvo que ser empujado.

El chico no logró morir rápido. De carne firme y ligero de cuerpo, tardó mucho en dejar de patear.

-Don inspector, ¿la diosa de estos bastardos se dice que es la de la muerte, pero también del amor, no es sí?-preguntó Duncan.

-Así es.

-¿Y que garantiza el paraíso en la otra vida a los que mueren por su causa, no es así? -insistió el irlandés.

Albert asintió, con una sonrisa macabra.

-Pues a este chaval ya lo debe de estar besando en el otro mundo.

-Puede ser -respondió el inspector. Esta vez fue él quien sacó una cajita de rapé.

Colgado por el cuello, el carajo tan tieso como una verga, el muchacho giraba al azar, como un compás magnetizado en una tormenta eléctrica.

 

LOS ESTRANGULADORES Y EL HOMBRE QUE NO ESTABA

 

Todo buen lector de folletín reconocerá en este relato a los thugs de Salgari, los peores enemigos de Sandokan, tan malvados y difíciles de enfrentar que incluso lograron que el pirata malayo se aliase con los mismos ingleses que buscaban capturarlo y colgarlo de una antena.

Esa secta, o conjunto de sectas, existió en nuestra propia línea temporal. El Coronel James L. Sleeman comenta en su libro Thug, un millón de asesinatos, que pudo tener su origen en los 8.000 jinetes de la armada del rey Jerjes, tal y como se describe en el VII de la Historia de Herodoto.

 

«Esas gentes vivían como pastores; eran originariamente de ascendencia persa y pactiana. No llevaban con ellos más arma ofensiva, de hierro o de bronce, que sus dagas. Su principal herramienta en combate eran unas cuerdas de cuero trenzado que usaban de la siguiente manera: cuando se encontraban con el enemigo lanzaban estas cuerdas, que tenían un nudo en la punta, y si lazaban con él ya fuera hombre o caballo, lo mataban sin dificultad»

Al lector contumaz de Salgari le puede sorprender la etnia musulmana de los estranguladores de este cuento. Aparentemente, tanto los hindúes como los musulmanes podían pertenecer a la secta thug, adorando la diosa Kali bajo a personificación de Bowani (aunque cualquier musulmán de hoy en día, y la mayoría de los de aquel tiempo, consideraría esto una terrible blasfemia contra el Único Dios).

Los thugs, en nuestra propia línea temporal, fueron eliminados «oficialmente» en la década del 1840, medio siglo antes de la época en que se desarrollan las aventuras de Margaret White. En gran medida esto fue debido al trabajo incansable del mayor-general Sir William Henry Sleeman (ancestro del que escribió el libro arriba citado). Este era un hombre excepcional, no solo cómo militar, sino también como científico. Fue el primer descubridor de fósiles de dinosaurio en Asia, en el 1828, sirviendo cómo capitán cerca de Jabalpur. También escribió varios libros, usualmente relatando sus viajes por la india y su lucha con los Thugs, pero también sobre otros temas. Uno de ellos, titulado Un recuento de niños criados por lobos en sus cubiles, por un oficial indio, que inspiraría a muchos, entre ellos al bueno de Rudyard Kipling, que remataría creando el personaje de Mowgli en su Libro de la Selva.

Traté en todo momento de ser fiel, en el que se refiere a los thugs, sus tácticas e incluso su mentalidade, al escrito por Sleeman sobre el tema, y a las declaraciones de los propios thugs por él interrogados.

Las actuaciones de Sleeman se consideran hoy como un ejemplo de manual de lucha antiterrorista. Las medidas tomadas, a pesar de efectivas, fueron criticadas por antilibertarias incluso en su época. Quedó instituido, por primera vez, el delito de pertenencia a un grupo religioso. Se convirtió en práctica común lo arresto de las familias de los miembros de la secta hasta que se habían entregado los culpables. Cuando alguno de los «cooperantes» nombrados por Sleeman, thugs reconocidos y comprados a cambio de suspender sus ejecuciones, acusaba uno de los suyos, se invertía la carga de la prueba. Incluso los defensores de tan duras medidas, reconocieron que hubo abusos; gente extorsionada bajo la amenaza de ser acusada de thug, y gente inocente capturada. Sleeman, que consideraba servir un bien superior, no daba importancia la estas pequeñeces.

¿Puede la habilidad o la firmeza de una sola persona cambiar la historia? De no ser por las hábiles medidas de Sleeman, y de enquistarse el culto thug, teniendo bastante tiempo de adaptarse a la nueva situación colonial, ¿habría sobrevivido varias décadas más hasta el siglo XX? ¿Es, para usar la jerga de los retrofuturistas, la presencia o no de una sola persona en un Punto Jombar válido, o la historia tiene su inercia y no permitiría esto?

Todo puede ser. Me llamó la atención descubrir, mientras me documentaba para este relato, una tesis de la Universidad Naval de Berkeley, California, en la que se postulaba el parecido entre la estructura thug y la actual de Al-Qaeda. El funcionamiento independiente de los diversos grupos o partidas, con una financiación propia y personal, pero dependiente de simpatizantes externos. La motivación ideológica. La ineficacia de la destrucción de un sólo grupo para afectar la todo el conjunto. La descripción de los integrantes, de sus motivaciones; la aventura, la riqueza, la legitimación religiosa de la violencia. También parecía tener muy clara la eficacia de las poco ortodoxas medidas de Sleeman, y la importancia de su personalidad.

No es que esto pruebe nada. No pretendo hacer algo serio ni tirar sesudas conclusiones del que sólo quiere ser una historia de aventuras entretenida. Pero nunca deja de sorprenderme el parecido que hay, a veces, entre el pasado y el presente, y las finas e invisibles líneas que unen el comportamiento humano al largo de la historia.

 

Manuel Moledo (1977)  Nací en Serra de Outes, soy biólogo, vivo en La Coruña.

Mi primera publicación fue en la revista digital Másliteratura, con ocasión del I Concurso Literario de Relatos Cortos Steampunk y Retrofuturistas del 2011 en el cual quedé con el relato “El fin de la Inocencia”  http://issuu.com/masliteratura/docs/revista-enero2012_virtual

Físicamente en Contos extraños, una publicación periódica en gallego de pulp, fantasía, terror y ci-fi, y en varias publicaciones online. En mi caso los relatos publicados fueron:
Volumen 2. "Xornada Fantástica".-"Solsticio de verán" (Cast. Solsticio de Verano, fantasía épica).
Volumen 3. "Vieiros de Mañá".-"O fin da inocencia" (Cast. El Fin de la Inocencia, Ucronía retrofuturista).
Volumen 4. "Nadal Impío".-"Bonecos de latón" (Cast. El Fin de la Inocencia, Ucronía retrofuturista).

Podéis saber algo más de Contos Extraños y Urco Editora aquí (el artículo está en castellano):
http://www.fantasymundo.com/articulos/4981/entrevista_contos_estranos_steam_pulp_da_galiza

También he participado en la publicación gallega de cuentos de corte oscuro relacionados con la infancia “Sombras no berce” (Cast. Sombras en la cuna). con el relato “A pesca do cangarexo” (Cast. La pesca del cangrego, suspense). Podéis descargar este recopiltorio de relatos gratuíta (y legalmente y con gusto de los autores) aquí:
http://www.4shared.com/office/THy0jrhH/sOmBrAs_no_bErcE.html

Actualmente colaboro en Tiempo de Héroes, una publicación de literatura 2.0 que esta dando bastante que hablar, con más de 150.000 páginas visitadas. Participo tanto con la saga del personaje Adam Berengario como en la de Marlín. Podéis visitar algunos de mis relatos (y de paso engancharos a la saga, que hay gente muy buena metida) aquí:
http://www.tiempo-de-heroes.com/2012/09/acto-2-capitulo-1-mdh-pastor-de-lobos.html

Con más razón teniendo en cuenta que también participa Juan Gonzalez Mesa, al que ya conocéis por haber publicado en esta web, entre otros buenos escritores.

Mis preferencias se decantan, por lo habitual, a la ci-fi. Es por ello que estoy dedicándome a este género concreto, lo que me llevó a ser preseleccionado (sin posterior fortuna) para el concurso de relatos de este año de Inspiraciencia por mi relato “Lenguaje Matemático” http://www.inspiraciencia.es/preseleccionats/35-relatos-en-espanol-seleccionados/relato-corto-adulto-espanol/745-lenguaje-matematico

Acabo de publicar mi primera novela, de hecho la que debe ser la primera novela en gallego de género Steampunk, “As Aventuras de Margaret White”, con la editorial Contos Extraños.