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Cubo Wells

Eximeno, Santiago

Lo que nuestros hijos han de temer no son los coches o las
autopistas del futuro, sino el placer con que trazamos los
parámetros más elegantes de sus muertes futuras.
La exhibición de atrocidades, J.G. Ballard



Tu propio tiempo te persigue. Cuando cumplí los ocho años mi padre me narró un cuento que perduró en mi memoria el resto de mi vida. Se convirtió en un referente para mí y me llevó hasta la obra que le daría sentido a mi existencia. Me habló del doctor Von Holfgen, un joven aristócrata austríaco que, encerrado en el cuarto que coronaba la torre más alta de su castillo, dedicó su vida a una búsqueda febril: las líneas del tiempo. Afirmaba que esas líneas existían, difuminadas en un espectro dimensional que nuestras pobres mentes no abarcaban. Durante años vivió enclaustrado en aquella habitación, convertida con el lento transcurrir del tiempo en un laboratorio experimental, rodeado de los últimos avances que una ciencia de principios de siglo, todavía balbuceante, podía proporcionarle. Apenas se relacionaba con el resto de los seres humanos si no era para comer cuando desfallecía o para consultar con presuntos expertos sobre algún punto concreto de su extravagante teoría. Su joven esposa sintió como los lazos que les unían se deshacían y se convertían en polvo y, poco a poco, fue alejándose de aquel extraño que antaño fuera su marido. Mi padre me contaba que, una fría mañana de noviembre, uno de sus sirvientes, un hombre delgado y viejo, aquel que durante más tiempo había estado al lado de la familia Von Holfgen, lo encontró tirado en las escaleras de piedra que conducían al cuarto, como un juguete roto abandonado por un niño. Farfullaba incoherencias y gritaba al aire con la mirada perdida. Nunca se recuperó por completo de aquello. El sirviente entró en el cuarto y lo encontró devastado, como si un huracán se hubiera desatado en su interior. Cuando le preguntaban al joven doctor qué había ocurrido, estallaba en carcajadas y decía a los presentes que lo había logrado, que había viajado por aquellas líneas hasta los tiempos más remotos. Sin embargo, viajara donde viajase siempre le acompañaban las mismas miserias, los mismos sufrimientos, las mismas tristezas. En sus viajes llevaba su propio tiempo consigo.

Miles de personas fallecieron. Aquel cuento me hizo volver a recapacitar  sobre el vacío que albergaba en mi interior. Mis investigaciones acerca del tiempo requerían gran capacidad de proceso, mucha más de la que me proporcionaba el subsistema Cronos. Mis programas apenas podían sostener la simulación del viaje dimensional escasos milisegundos. Sabía que me encontraba muy cerca del éxito, así que decidí asumir más riesgos. Compartía por entonces instalaciones de videored con varios proyectos más, todos ellos banales. Mi código se infiltró en sus sistemas de seguridad y me apoderé de su capacidad de proceso y de sus bancos de datos. Aquello mantuvo la simulación abierta durante casi un segundo completo. A cambio, los sistemas que almacenaban la conciencia virtual de casi cincuenta mil personas, pioneros de un turismo digital que daba sus primeros pasos, fallaron. Sus cuerpos, conectados a videored, sufrieron un colapso nervioso y murieron antes de que sus mentes asimilaran el retorno provocado por la caída del sistema. AT&T y World Telecom se responsabilizaron de aquella tragedia mientras la Compañía ocultaba a la opinión pública mis subterfugios. Las muertes accidentales de todos aquellos inocentes crearon alianzas económicas forzadas y aceleraron de forma indirecta los progresos del proyecto. Un catalizador sangriento para mi experimento.

El accidente del marqués de Vidales. Llevar adelante toda la investigación requería ingentes cantidades de dinero que, en la mayoría de las ocasiones, mis patrocinadores no estaban dispuestos a pagar. La pequeña fortuna familiar que heredé tras la muerte de mis padres desapareció bajo toneladas de impresos, dos enormes laboratorios subterráneos y grandes promesas de resultados. Después tuve que solicitar ayuda a terceros. El marqués de Vidales, conocido filántropo y homosexual confeso, resultó de gran ayuda a la hora de captar a representantes de las grandes corporaciones. La Compañía se interesó vivamente por mis progresos cuando les mostré los primeros bocetos de lo que denominé transmigrador interdimensional. Accedieron a ingresar en mi cuenta diversas cantidades mensuales a cambio de mantenerles informados regularmente. Nunca me he sentido cómodo en compañía de otros seres humanos, por lo que dejé la labor de relaciones sociales en manos del marqués. Sin embargo, ha sufrido un terrible accidente de coche. Han tenido que amputarle las dos piernas y ha perdido tres dedos de la mano derecha. Los médicos me han comentado que ahora permanece estable, sedado de pies a cabeza. Lo que más lamento de todo esto es el tiempo tan precioso que perderemos reforzando los lazos con los clientes. De hecho, desde que el intermediario ha desaparecido, las empresas inversoras se han abalanzado sobre mí como hienas sobre el cadáver putrefacto de una gacela, y he vuelto a tartamudear como cuando tenía diez años.

Ritmo electrónico. Hoy he estado hablando con dos de los técnicos de sistemas que me ayudan en los cálculos preliminares. Permanecen durante horas frente a los monitores de fósforo verde sin apenas parpadear, atentos a la evolución del modelo propuesto. Creo que son conscientes de la importancia de lo que estamos haciendo, de lo revolucionario del proyecto. Sin embargo, siempre acuden al laboratorio con sus reproductores digitales de música y sus auriculares. Aluden al aislamiento necesario para no perder la concentración, pero yo no alcanzo a comprenderlo. Cuando les he interrumpido y, amablemente, les he pedido que me dejaran escuchar la música que en ese momento sonaba en el reproductor, me han mirado con una expresión de asombro en sus rostros que me ha sobresaltado. Cuando he prestado atención a ese ritmo monótono y brutal he comprendido sus miradas. Electrónico industrial lo llaman. Yo hubiese preferido música clásica, algo más acorde al nivel de trascendencia de lo que estamos creando.

El hombre que quería suicidarse. Mientras revisaba todo el papeleo y ordenaba las facturas sobre la mesa de caoba que preside mi despacho, he recordado otro de los cuentos que me narraba mi padre, acerca de un hombre que deseaba suicidarse. Atrapado en un futuro en el que la muerte era una utopía, sus intentos frustrados de suicidio le sumían en una terrible depresión que le alejaba de los de su especie. Encerrado en sí mismo, se dedicaba en cuerpo y alma a construir lo que él denominaba las esferas del tiempo. Estas estructuras esféricas le permitían retroceder en su propia línea temporal hasta el punto que deseara. Tras cientos de accesos a las bibliotecas virtuales, sus conocimientos de historia y genealogía familiar le recomendaron que viajara a la Segunda Guerra Mundial, a las cuevas que jalonaban Monte Casino. Allí se presentó ante un hombre maltratado por los bombardeos que asolaban la abadía, un soldado del ejército alemán que permanecía escondido esperando junto a sus compañeros y superiores el asalto final de las tropas aliadas. El viajero del tiempo le habló al hombre de los accidentes de tráfico voluntarios, de los narcofármacos consumidos en grandes cantidades, de las cuchillas y el baño de agua caliente. El soldado ni siquiera comprendía su idioma, pero aquello no le importaba. El viajero extrajo de su bolsillo un arma y le disparó siete veces a bocajarro. Mientras su propio cuerpo se desvanecía en el aire supo que su absurda idea de matar a uno de sus antepasados había dado resultado.

Estructuras metálicas. La primera fase ha concluido. Ayer los instrumentos mecánicos, guiados por los operarios desde sus ordenadores, han ensamblado todas las piezas en dos enormes estructuras metálicas que parecen sostenerse en el aire sin apoyo externo. En realidad fuertes campos magnéticos las mantienen suspendidas, girando una alrededor de la otra en perpetuo movimiento. Si el objetivo final de todo esto es abrir una puerta, ya hemos colocado las bisagras. Aún queda mucho camino por recorrer, como controlar las fluctuaciones que emanan de la construcción o mantener abierto el foco durante varios minutos. Observada desde la posición privilegiada de la sala de control la maquinaria provoca escalofríos. Los focos iluminan su superficie y lanzan destellos sobre nuestros rostros, ocultos tras las gafas protectoras. Hemos emplazado varios equipos de respaldo para aumentar nuestra capacidad de proceso, hemos contratado varios técnicos especializados para optimizar nuestros programas. Sin embargo, desconozco cuánto tiempo ha de transcurrir antes de que concluyamos la segunda fase. Meses, quizá incluso un año. Pero lo que sí sé es que ya no podemos dar marcha atrás.

El manuscrito de Wilfred Voynich. El libro todavía permanece celosamente guardado en la Universidad de Yale. No me permitieron grabarlo ni fotocopiarlo, por lo que tuve que reproducirlo a mano, página por página, durante mis interminables visitas a aquella institución maldita. Me dedicaban miradas torvas, medias sonrisas, cuchicheos mal disimulados. Al parecer me tomaban por un ocultista insano que pretendía traducir el libro intraducible. Si supieran la verdad, se aterrorizarían. Necesitaba los bocetos que el autor había disimulado entre las flores, bocetos que me permitirían diseñar la máquina más anhelada por el hombre. El conocimiento convertido en arte. Sin embargo algunas dudas todavía me embargan, ya que no hemos podido traducir en su totalidad el galimatías que acompaña a los diseños. A veces tiemblo pensando que, una vez que esté terminada, la máquina que hayamos creado sea un armatoste carente de utilidad. Espero que hayamos comprendido en su totalidad el manuscrito y no estemos dando palos de ciego.

Las nuevas incorporaciones. La Compañía ha decidido que era necesario hacerse cargo de la seguridad del complejo de investigación y en particular del proyecto Cronos. Durante varias semanas hemos sufrido un trasiego continuo de personal: agentes de la corporación, investigadores de terceras empresas, personal militar asociado. Todos esos hombres y mujeres respetan una disciplina casi esclavista y no se relacionan con los internos. Algunos de ellos –situados en las entradas de los laboratorios principales y en los accesos subterráneos al complejo– portan armas automáticas, pero la gran mayoría exhibe simplemente porras eléctricas para aturdir. Pronto nos acostumbraremos a su presencia, y en breve incluso llegarán a pasarnos desapercibidos. Al menos mantengo la falsa ilusión de que el control de la operación continúa en nuestras manos.

Paradojas temporales. Uno de los temas recurrentes en los estudios teóricos de los viajes en el tiempo son las paradojas temporales. Creo que he visto todas las películas que versan sobre el tema, y al menos habré leído el noventa por ciento de los libros relacionados de alguna manera con ello, desde las oscuras referencias ocultas en la obra de Krafft-Ebing hasta los confusos tratados esotéricos de Crowley. Es algo que nos inquieta y, en ocasiones, nos asusta. No sabemos qué ocurrirá cuando realicemos el primer traslado, pero todos confiamos en los diseños del manuscrito de Voynich. Hemos avanzado mucho en los últimos meses, montando el armazón metálico que sostendrá las hojas helicoidales sobre la estructura original. No me resisto a la idea de aplicarles una capa de pintura para proporcionarles un parecido mayor a los bocetos que hemos estudiado.

Tecnología musical. He accedido a una petición absurda procedente del equipo técnico. Cada paso que damos hacia la finalización del transmigrador interdimensional resulta más caótico, más llamativo. Parece como si todo el equipo estuviera imbuido de una extraña sensación de peculiaridad, encontrando señales inexplicables en el entorno de nuestro trabajo. Quizá se deba a que la estructura central, aquella a la que hemos denominado cáliz, continúa girando, abriendo las líneas del tiempo y excitando nuestra sensibilidad. En cualquier caso, he accedido a conectar durante dos horas diarias los altavoces de la sala del transmigrador y emitir por ellos las caóticas composiciones electrónicas de Feindflug, un grupo clásico alemán que publicó varios discos hace varias décadas. El personal de la Compañía cree que se trata de una absurda superstición del siglo pasado, un sinsentido que no debería haber permitido. Sin embargo, las hojas helicoidales reaccionan a los impulsos mejorando sus emisiones de energía.

Biología cuántica. Si un árbol cae en el bosque y no hay nadie cerca para oírlo, ¿emite algún sonido? Esta vieja pregunta reformulada me viene a la mente siempre que pienso en la física cuántica. Sus implicaciones en este experimento desde el punto de vista teórico son relevantes. No sabemos hasta qué punto la presencia de un observador en nuestro pasado modificará la realidad actual, provocando la creación de líneas temporales alternativas que se bifurquen en el tiempo y no puedan ser detectadas por nuestros instrumentos de medición. Y mandar un observador a un futuro que todavía no existe, ¿es posible? ¿Generará este pionero de los viajes temporales su propio futuro? ¿O quizá ese futuro prefijado ya existe, y la llegada de este intruso alterará nuestra evolución? Son demasiadas incógnitas sin respuesta, pero no nos detendremos por ello. Haremos todo lo que consideremos adecuado para demostrar que el proyecto Cronos es algo más que el sueño de un biólogo visionario.

La indecisión de las autoridades. Durante tres meses hemos sido investigados por los servicios de seguridad de la Compañía. Permanecimos encerrados en el complejo, sin posibilidad alguna de salir al exterior y reunirnos con nuestros familiares. Este imprevisto y repentino encarcelamiento hizo mella en el ánimo de varios de nuestros técnicos, que se amotinaron en sus dependencias y se negaron a continuar con su labor. Sin embargo, la indecisión de las autoridades permitió que las fuerzas de la seguridad impusieran su voluntad, enterrándonos en vida en este complejo subterráneo. Muchos temimos incluso por nuestra vida, pero la mayoría decidió continuar con su trabajo, reforzando nuestra posición en los laboratorios. En cualquier caso, no teníamos otra opción, y estábamos demasiado involucrados en el proyecto como para echarnos atrás. Esta mañana he recibido un comunicado de la Compañía, indicándonos que si la totalidad de la plantilla volvía al trabajo implantarían regímenes de visita y relajarían notablemente la seguridad. Hemos aceptado: todos queremos ver el final de esta apasionante aventura.

Nuestro primer viaje tripulado. Las hojas helicoidales emitieron su flujo de energía, creando el campo estático sobre el cáliz en perpetuo movimiento. Sentado en una silla en el punto que hemos denominado origo nuestro hombre esperaba impaciente que descendiera sobre él la niebla de las líneas del tiempo. Más de cuarenta observadores acomodados en la sala de control permanecían con la mirada fija en el transmigrador interdimensional.  Varios de mis técnicos se mostraban muy nerviosos mientras manipulaban controles luminosos y terminales de ordenador. Las prisas por obtener resultados habían limitado enormemente las pruebas previas al primer viaje tripulado. De hecho, no habían existido. Cuando la niebla se deslizó sobre nuestro hombre y éste desapareció, recé porque todo hubiera salido bien. Le habíamos mandado veinte minutos hacia el futuro. Ahora sólo quedaba esperar.

El hombre que nunca volvió. Tras aquel primer viaje hubo varios más, casi dos docenas. Mandamos diferentes objetos, animales, e incluso otro hombre, un voluntario unido sentimentalmente al primer viajero. Los mandamos al pasado, los mandamos al futuro. Fechas cercanas, remotas. Esperamos. Nunca volvieron. Todos ellos desaparecieron como si nunca hubieran existido; jamás pudimos probar que nuestra creación funcionaba realmente, ya que no sufrimos cambio alguno en nuestro tiempo. Algunos teóricos sugirieron que estos cambios podrían haberse producido y nosotros no ser capaces de advertirlos. En cualquier caso, el proyecto fue considerado un fracaso. Los inversores retiraron su dinero, los equipos de seguridad abandonaron la planta. Nos dieron un mes para demostrar que, de alguna forma, aquello había funcionado. Nos quedamos solos, abatidos, pero deseando poder demostrar algo.

Cubo Wells. Hoy hemos tenido una reunión con los nuevos inversores. Han transcurrido ya más de diez años desde nuestra demostración inicial y ahora nuestros objetivos son radicalmente distintos. No hemos dicho nada sobre viajes en el tiempo; se burlarían de nosotros. Tras estos años hemos reducido el prototipo inicial a la quinta parte de su tamaño. Además, hemos modificado su forma para ofrecer una línea de diseño actualizada. Los comentarios que suscita al verlo son que recuerda a un viejo ordenador de sobremesa. Pero no es esa la idea que hemos vendido. Lo que vendemos nosotros es un desintegrador de documentos. Cómodo, económico, no deja rastro de ningún objeto que se introduzca en su interior. Hemos limitado la abertura para que nadie pueda introducir por error una mano. Vivimos del mantenimiento, ya que los equipos se estropean con cierta regularidad. Los inversores están encantados con los ingresos. Nosotros no nos quejamos. Al menos nos han permitido llamarlo Cubo Wells.