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Después de tanto tiempo

Barragán, Eugenio

 

Los rayos de sol logran traspasar el oscuro cielo. La temperatura asciende hasta alcanzar los 50º centígrados. Las gruesas capas de hielo se funden y forman una maraña de riachuelos que se pierden en la extensa planicie desértica. El agua se filtra por diferentes capas sedimentarias y fluye sobre un lago natural. Las suaves luces de la caverna subterránea se encienden y amortigua la luminiscencia que coloniza el bosque de estalagmitas. Una bomba absorbe agua y rellena uno de los depósitos alineados a unos metros. En una estrecha galería se pone en funcionamiento una de las lavadoras. En el extremo opuesto, una puerta conduce a las galerías de las antiguas poblaciones mineras.

 

Un dedo de metal rueda por la arena impulsada por el viento hasta que topa con la cúspide de una pirámide enterrada. Unas luces se encienden intermitentemente. La brisa descubre las paredes inclinadas y de la superficie de piedras se despliegan unas placas solares. Las excavadoras desentierran una de las calles que circundan la majestuosa pirámide. Unos robots bípedos limpian los escalones que descienden hasta el vestíbulo de la amplia entrada.

 

—Bienvenidos al casino Keops —saluda el recepcionista con los ojos y boca protegidos por una rejilla protectora—. Sólo falta un minuto para que se abran las puertas. No se salgan de la cola, por favor.

 

En cuanto el reloj interno ha calculado el paso de tiempo, el recepcionista levanta el brazo izquierdo. La puerta se abre al mismo tiempo que tañe una campana y suena una suave melodía de arpa.

 

>Ya pueden pasar. No se arremolinen, por favor —avisa el recepcionista que no puede doblar el codo por el polvo acumulado entre las articulaciones metálicas. Tras varios intentos consigue que el brazo vuelva a su posición original. Después de auto chequearse advierte que ha perdido el dedo índice. Mueve la cabeza a derecha e izquierda y escruta: por las escaleras, por el mostrador, entre las dunas que transforman rápidamente el paisaje. Un chip emite un aviso del percance al taller de reparación situado en el subterráneo tres, al lado de las vacías oficinas.

 

La arena se desliza por los escalones y se desparrama por el suelo: un espejo que refleja las imágenes del techo: las aguas del río Nilo flanqueado por cañas de papiro que se mecen suavemente por la brisa. Un refinado aroma de esencia de nenúfares inunda las salas.

 

Las azafatas de la entrada giran rápidamente sobre sus ruedas y forman dos filas. Saludan al vacío en diferentes idiomas con sus alegres caras andróginas. El director del casino, un androide, inspecciona el correcto funcionamiento de la apertura del casino.

 

La puerta se ha encallado y permanece abierta. Otro golpe de viento vuelve a depositar arena en la entrada. Un robot barre el suelo; otro, limpia las juntas con una brocha y logra desatascar el engranaje.

 

En la sala de juegos, el robot que dirige la mesa semicircular del Black Jack, baraja las cartas. Dirige su atención hacia las diferentes sillas vacías y repite: —hagan sus apuestas, señores —. Abre el mazo en forma de abanico, la deposita sobre el tapete y con la punta del dedo levanta las cartas en forma de acordeón.

 

—Apuesta mínima, una ficha. Enfrente tienen las taquillas de cambio. A los primeros clientes, la casa les oferta un descuento del 10%. Aprovechen la ocasión —. Pero nadie hace cola delante de las máquinas automáticas ni toca las cartas.

 

De las cuatro mesas de ruleta, una permanece inactiva.

 

—Próximamente, la mesa número cuatro estará plenamente operativa —repite intermitentemente uno de los crupier.

 

El androide se ajusta la corbata y estira de su impoluta chaqueta. Espera a los clientes con marcados rasgos tristes que se acentúan tras un rápido vistazo a la recepción. Desconoce el porqué está vacío el casino. No ha recibido ninguna información desde el centro de control de la Tierra. Levanta los hombros con un rictus de impaciencia, enarca las cejas. Ni siquiera se auto regenera las arrugas de expresión. Su diseñador estaría orgulloso de las desarrolladas funciones empáticas que le programó.

 

Baja por las escaleras mecánicas con la cabeza gacha. Busca algún cliente para mostrarle el casino. Con una mano se mesa el pelo y estira de un mechón. No siente dolor, sólo desesperación por la falta de visitantes.

 

En el supermercado, un robot de mantenimiento se desplaza hasta la pared del fondo. La persiana se abre y con el brazo articulado recoge unas latas de refrescos para reponer las máquinas expendedoras de bebidas.

 

El androide recorre un amplio pasillo, flanqueado a un lado por los óleos de los presidentes de los Estados Unidos. Al otro lado, unos monitores ofrecen diferentes visiones de las áreas recreativas: «El casino Keops. La primera área recreativa sostenible que sobrevivirá a las pirámides de Egipto...»

 

 El cuadro de Abraham Lincoln se ha desprendido de la pared y yace sobre la moqueta. El androide sigue su itinerario prefijado sin inmutarse.

 

—Dos hectáreas de la más avanzada ingeniería a su servicio distribuidas armónicamente —canta uno de los monitores que ha detectado el paso del androide.

 

Disfrute de las áreas recreativas de Nueva Las Vegas —recita el último monitor con una melodiosa voz.

 

Al pasar por el último cuadro, el androide se para un momento sobre una fotografía. Como cada primavera, se embelesa examinado la inauguración del complejo turístico, los detalles del frondoso bosque tropical, las pistas de aterrizaje, cada componente del equipo que diseñó el casino. Finalmente, tintinea con el dedo sobre una de las personas. Recuerda fugazmente que respondía los test de empatía. Su cabeza descansaba sobre la mesa del laboratorio, conectada a un ordenador, mientras su creador comprobaba las diferentes conexiones sobre una pantalla. No se podía concentrar con los reflejos de las paredes y el murmullo de los asistentes del segundo piso, pero finalmente, lo consiguió. Recuerda la ovación que se desvanece en cuanto el robot de mantenimiento pasa por encima del cuadro y astilla el cristal. El androide se gira alertado y permanece inmóvil. Sigue con la mirada al robot que acarrea unas latas que repondrá en una de las máquinas expendedora de refrescos.

 

El androide percibe como la fotografía se desprende del cristal y aparece otra, con los diferentes modelos de robots enarbolando la bandera americana. Al pie se puede leer: «Colonia Argos, sesenteavo estado de los EEUU de América.» Se agacha para recogerla y la vuelve a colocar en su sitio.

 

Sobre la mejilla del androide resbala un denso líquido. El cerebro positrónico capaz de ejecutar 10 millones de operaciones por segundo y hablar en 50 idiomas sólo tiene una excusa: la válvula del fluido lacrimal no funciona correctamente. Camina hacia los comedores, una gran sala de 300 metros cuadrados. La legión de camareros uniformados con impecables fracs permanece inmóvil.

 

La vela de un candelabro cede por el imperceptible movimiento sísmico y la cera se derrama sobre la mesa. Un camarero recoge los cubiertos; otro, los platos. El primero cambia el mantel y lo deposita en un cesto vacío. En una terminal, teclea una serie de códigos y solicita recambios de velas al almacén. El segundo robot coloca minuciosamente los diferentes elementos de la cubertería bajo el foco que ilumina tenuemente la mesa. Cuando calcula que todo está en orden, traslada la cesta. Abre la puerta de vaivén de la cocina. Pasa por delante de unas mesas alargadas, cada una de ellas presidida por una placa de cocción y una nevera. Deja atrás a los cocineros que esperan delante de la terminal el pedido de algún menú. Traspasa el umbral tapado por unas gruesas tiras de plástico. Vacía la cesta con el mantel al final de un largo pasillo, en el interior de una lavadora.

 

El androide se aleja de la puerta de la recepción. Detrás de una mesa ovalada, una azafata coloca las diferentes láminas que guiarán a los huéspedes durante su estancia en el casino. Pasa por delante de uno de los camareros que aguardan para dirigir a algún visitante a su alojamiento. Entra en una habitación al azar. Las luces se encienden automáticamente. Los paneles muestras fotografías de diferentes paisajes de la Tierra y relajantes lugares del universo: las playas de Ipanema, las cumbres nevadas de los Andes, los fiordos noruegos, la nebulosa de Andrómeda. Carga una matriz de datos y coteja que la mesita de noche, las toallas y el albornoz están correctamente colocados sobre la colcha para transmitir una armoniosa sensación de seguridad y relax al visitante. Los paneles y las luces se apagan en cuanto sale en dirección a una de las salas de actuaciones con capacidad para cinco mil espectadores.

 

El robot canta una canción, pero no emite ningún sonido. Cada vez que toca una nota, la estancia devuelve el eco. Una cuerda se rompe y finaliza la actuación. Por los altavoces de la sala suena una ovación en el silencio. El robot se levanta de la silla, alza un brazo y saluda en dirección a la platea vacía. Con el impulso, el suelo recibe el impacto de la guitarra y el brazo.

 

—Y con esta última actuación, cerramos el espectáculo por hoy. Esperamos que el distinguido público haya disfrutado y nos volvamos a ver pronto.

 

El cantante camina pesadamente, se agacha a recoger el brazo y desaparece entre bambalinas. Abre un receptáculo de metal y se mete en el interior. Cierra la tapa y espera a que se active el programa de reparación. Unos brazos metálicos examinan los daños y se afanan con movimientos rápidos en reparar el brazo. Al lado, otros receptáculos permanecen fuera de funcionamiento.

 

El androide se levanta y se detiene en la sala de apuestas deportivas. Observa a través del cristal como el robot de clase M abre la puerta. Unos granos de arena ensucian los sillones que rodean unas mesas con los boletos esparcidos por la superficie.

 

—Enseguida aseo el asiento —se disculpa y se afana en limpiar la superficie con su brazo en forma de aspirador.

 

Los monitores que ocupan una de las paredes explican cómo rellenar los diferentes boletos de apuestas deportivas. En el resto aparece el mensaje de: “En breves momentos retransmitiremos algún acontecimiento deportivo. Disculpen las molestias”

 

El androide se desplaza en dirección a su despacho. En el exterior, las antenas parabólicas se orientan, buscan la señal de los satélites que comunican todos los casinos interplanetarios. Un relámpago se dibuja sobre el cielo. Un trueno retumba. Una tormenta seca se aproxima al casino y anuncia el final de la temporada. La alarma se dispara. El mecanismo de las placas solares permanece encallado por unas piedras de gran tamaño que ha arrastrado el viento.

 

De una rampa aparecen los robots de mantenimiento. Apenas se puede leer nada de la descolorida publicidad adherida a la coraza. En cuanto desencallan la plataforma, regresan al almacén y aparcan en el sitio que tienen asignado. Uno de ellos yace sobre la irregular superficie. Los eslabones modulares de la oruga se han averiado y ha caído de bruces. Mueve los brazos rítmicamente como si fuera una señal de auxilio. El robot levanta la cabeza. Un ojo chisporrotea y explota. El viento sopla con fuerza y la arena le sepulta en segundos.

 

En el supermercado, los robots cesan su frenética actividad. Entran en modo de mantenimiento y se paran en un rincón del almacén. Las luces se apagan con un fuerte chasquido de fondo.

 

Los camareros ocupan su puesto en los receptáculos de las paredes del comedor. El androide cuelga la vistosa chaqueta del casino en el armario y se sienta delante de la terminal donde espera alguna señal de la Tierra.

 

—Seguimos sin comunicación hacia el exterior —rezonga—. Encoge los hombres y se mesa el pelo. Las funciones emocionales se reinician después de rebosar los umbrales que garantizan el correcto funcionamiento. El androide se reclina en la silla. El respaldo y el reposapiés se mueven lentamente. Una cubierta se desliza para protegerle.

 

El robot del Black Jack recoge las cartas y las fichas. Las ruletas dejan de girar y los crupieres regresan a su posición. Las azafatas se colocan en fila cerca de la puerta. Sus gráciles rostros dejan de sonreír en cuanto entran en las cabinas.

 

Los robots de la entrada bajan con parsimonia las escaleras, se introducen en la sala de las tragaperras y permanecen inmóviles. El mostrador se desplaza lentamente y tapa la puerta. Las luces de neón anuncian: Próxima apertura... La arena rellena los escalones hasta que desaparece el letrero luminoso. La temperatura desciende bruscamente.

 

El casino Keops de la abandonada colonia esperará otro soleado día de primavera, que se repite cada noventa y tres años terrestres, para recargar las baterías y abrir las puertas otra vez.