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El historial del egofago

González Mesa, Juan

Volví la cabeza para verlo alejarse. Cojeaba drásticamente sobre el brillo de la calle bien llovida. Se desvanecía en el intermitente pasillo de luz y noluz de las farolas, frotándose el frío de las heridas viejas, de la falta de carne.
Llevaba un gabán también viejo; zapatos grandes y cómodos, rellenos de cuero donde faltaban dedos. Pensé en un drakkar vikingo que abandonaba la costa mientras ardía sin prisa.
Solo tuve conciencia real de todo lo que me había contado al verlo caminar y desaparecer de mi vida, porque entonces sus palabras estaban ya a solas conmigo, y también su historia. Mi cicatriz del costado, ridícula y azarosa, me pesaba como una broma de mal gusto. Cuando joven, un tiburón me había mordido y me había escupido porque no le parecí suficientemente apetitoso.
Qué jodida y terrible ironía.
No le grité que volviera, que iba a ayudarle, que me apiadaba de su hambre y que reservaría para él un hueco en mi sala de espera, por la noche, cuando la sala de espera estuviese vacía. Me sentí realmente pusilánime al no darle a ese hombre lo que libre y conscientemente me había pedido.
Permanecí a solas con el brillo de la calle bien llovida y las farolas y mi ridícula cicatriz.




Mi nombre es Loraine Rouge. Estudié Medicina porque mi padre era médico. Compartí su consulta, que no los secretos de su consulta, durante doce años, hasta que un día decidió morirse de un ataque al corazón. La heredé sin méritos y sin lucha, como un Rubicón adecuado a mi vida fácil y adecuada, y con ella heredé la salud y vida de los pacientes que mi padre había atendido. Allí se acabó para mí el vagabundeo, la fiesta perpetua de un niño de papá. Dejé el mar y los deportes al aire libre, mi cohorte de novias; mi juventud, en resumen; mi buena suerte, en concreto.
Al morir mi padre, teniendo yo treinta y siete años, me hice un hombre de provecho. No tardé en ganarme la simpatía de aquellos pacientes que en principio se habían mostrado recelosos a ponerse en mis manos. Soy un hombre atractivo, rápido de mente y lo bastante listo para conseguir agradar a jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Sin embargo, como médico, me considero un artesano bastante poco aplicado. La mayoría de las veces solo tienes que recetar pastillas o hablar con calma, pero a veces te llega un paciente con un problema real y, en ese caso, yo suelo escoger la solución de mandarlo a un especialista que conozco y que recomiendo sin realmente conocer sus aptitudes fuera del campo de golf. Ni la Medicina ni mi padre me prepararon para otra cosa. En cualquier caso, no me prepararon para la visita de Jan Malle aquella tarde de octubre, ni para la petición que tendría que hacerme y la historia que tendría que contarme.
La consulta estaba en nuestra enorme casa familiar. Mi madre, impedida por el reumatismo, residía en el tercer y último piso, atendida por una chacha que también vivía con nosotros. Por debajo de ese piso, todo lo demás era mío: mi habitación, mi biblioteca, mi consulta, mi sala de reconocimientos, mi salón para visitas... Y no moví ni uno solo de los costosos adornos que mi padre había acumulado durante su vida, las reliquias, los cuadros y los muebles de artesanía. Por debajo de ese último piso, yo vivía pisando las sombras del buen gusto de mi padre. La consulta había sido adornada con animales disecados: un búho, un armiño, la zarpa de un gorila... Estaba custodiada por asfixiantes cortinas rojas, arropada por una enorme alfombra marroquí y provista de sillas, mesa y muebles de ébano.
Mi auxiliar, al irse a casa al mediodía, me dejó una nota advirtiéndome sobre la visita de un paciente a las cinco de la tarde, hora en que yo nunca recibía visitas. La nota decía también que ese paciente llevaba siendo atendido por mi padre durante treinta años, siempre por la tarde y con una periodicidad bastante extraña: una vez cada quince o veinte meses.
Esperaba a que el tal Malle acudiese mientras jugaba pinchando con un lápiz la garra disecada de gorila. Me parecía un adorno grotesco y horrible, pero tenía más derecho a estar allí que yo mismo, simplemente porque llevaba mucho más tiempo y, mientras mi padre a mí solo me había tolerado en vida, aquella garra la había escogido y comprado con ilusión. Supongo que me relajé haciendo eso, ya que el sonido del timbre supuso un sobresalto para mí. Me quedé de pie unos segundos, desorientado, casi sin saber qué se hacía a continuación de que un timbre suena. Fui a abrir, y entonces oí y me di cuenta que fuera llovía.
Al abrir la puerta vi a Malle de espaldas. Contemplaba la lluvia, o la calle, o los coches.
—¿Jan Malle? —pregunté.
Le vi asentir con la cabeza.
—Pase —dije.
Malle se volvió para entrar. Al pasar por mi lado solo vi la cicatriz de su cara como una sombra extraña, pero ya así me sobrecogió. No tuve que indicarle dónde estaba mi consulta; entró en ella, sin quitarse  la gabardina, y se sentó trabajosamente en una silla. Ni siquiera se quitó el sombrero negro que tapaba su mirada.
Me senté frente a él y por fin le vi la cicatriz. Antes siquiera de poder saludarle, de mostrar cortesía o recato, me quedé paralizado. Sé que me dijo algo que no entendí. Sentí nausea al darme cuenta de que le faltaba un trozo de la cara, que se había curado la piel sobre el hueso desde la sien hasta la quijada y que ese perfil estaba completamente desfigurado. La cicatriz arrastraba los párpados del ojo izquierdo hacia abajo y estiraba los labios como si estuviesen cogidos con un anzuelo.
—¿Cómo dice? —acerté a preguntar.
—He dicho que lamento mucho lo de su padre. Lo conocía desde hace casi cuarenta años.   
Malle podía hablar bien a pesar de todo. Su voz, de hecho, era agradable.
—Gracias —respondí—. Me crié en Londres y estudié Medicina en Nueva York, así que viví muy poco tiempo con mi padre. Supongo que usted lo conocería mejor que yo.
Malle sonrió misteriosamente. Luego acarició la mano de gorila con suavidad, sin prisa.
—Yo era cazador, ¿sabe? —me dijo.
No respondí nada. Mi padre había sido un gran aficionado a la caza y a los safaris, así que no hacía falta preguntar cómo se conocieron. Dejé que siguiera hablando.
—Su padre era un imprudente —continuó—. En cierto modo espero que usted también lo sea, porque quiero explicarle la relación que he mantenido con él durante todo este tiempo. Y para llegar a un trato satisfactorio necesito una buena dosis de imprudencia por su parte.
—¿Le salvó usted la vida en algún safari? —pregunté.
Malle no se dignó a responderme. Por un momento pensé en contarle mi encuentro con aquel tiburón cuando practicaba pesca submarina, pero la idea se me cortó en la garganta al tener que enfrentarme con su mirada. Tenía unos ojos azules tan claros que casi no parecían humanos. A pesar de su edad y su estado físico, ese hombre había sido duro y peligroso, algo que seguramente hasta una fiera podría distinguir.
—Tengo que contarle una historia —me dijo—, porque necesito que me ayude. Antes, quiero que sepa que su padre ha sido mi ángel de la guarda todos estos años. Le soy sincero: espero que esto pese en su conciencia.
Aquello podría haberme molestado, pero dicho por Jan Malle no sonaba a algo que tuviese réplica. Su manera de hablar era tan franca que no dejaba resquicio a las convenciones sociales. Se notaba a leguas que era un hombre que, además de educado, cuando preguntaba, solo quería oír «sí» o «no», pero ninguna excusa. Así que callé y le hice un gesto con las manos para que comenzase a hablar. Saqué también un paquete de tabaco de mi cajón y le ofrecí un cigarrillo.
—Yo no fumo —respondió. Después puso las dos manos sobre la mesa, captando intensamente mi atención, y procedió a hablar—. No soy ningún enfermo ni loco, ni tengo ningún trastorno orgánico. No sé lo que soy y usted tampoco lo sabrá cuando termine de escucharme, pero espero al menos que comprenda mi situación y me ayude. ¿Está dispuesto al menos, apelando a la memoria de su padre, a ayudarme?
—Hable —insistí.
Malle me estudió durante unos segundos y apostaría a que leyó en mis ojos lo que yo era, de lo que era capaz y de lo que no, y visto esto se reclinó en la silla y soltó un hondo suspiro. Creo que en ese momento anticipó el fracaso, pero su necesidad era tal que tenía que intentar convencerme. Que tenía que exprimir sus posibilidades conmigo, estuviese yo hecho de la madera de la que estuviese hecho. Entonces, comenzó a contar su historia, con su voz agradable vuelta triste, sus ojos fieros vueltos, de repente, tristes.
—Me crié en África. Viví como un cazador hasta los treinta años, fecha en la que, más o menos, conocí a su padre. Cazaba elefantes y organizaba safaris para turistas que buscaran emociones fuertes. Era bueno en lo mío y ganaba buen dinero. Pero se estaban acabando los años del gran cazador blanco, ya me entiende, con tanto proteccionismo… así que decidí trasladarme de vuelta a París. Invertí mi pequeña fortuna en un negocio de armas.
«El contraste fue tremendo. No había ningún lugar para mirar al horizonte y no encontrar ningún obstáculo. Ningún viento me traía los olores animales de la sabana. Lo pasé mal el primer año.
«Y el segundo.
«Pero me fui adaptando poco a poco y mis negocios iban realmente bien. De hecho, aunque me hubiesen ido de manera desastrosa, había vendido tanto marfil en mi vida como para no tener que volver a trabajar nunca».
Hizo una pausa bastante larga después de eso. Le dejé pensar, o recordar, o lo que estuviese haciendo, y llené un vaso con agua del pequeño depósito transparente de mi consulta. Se lo ofrecí. Él lo cogió sin mirarme y bebió con avidez. Era un individuo siniestro, ya no me cabía duda; su voz sonaba agradable, como ya he dicho, pero su presencia me intranquilizaba, llevándome a la conclusión de que no era yo el que estuviese estúpidamente amedrentado, sino que cualquier persona que se encontrase en la consulta conmigo sentiría el mismo calor inexistente, la misma sensación de ingravidez, el mismo mareo hipnótico que yo sentía.
Me estaba envolviendo con su historia, y el envoltorio era parecido a la piel de un animal oscuro y enfermo de fiebre. Por supuesto, no le interrumpí, porque quería seguir escuchándole; lo más alucinante de su historia estaba a punto de saltar delante de mis narices como un conejo de mago.
—No recuerdo cuándo comencé a olerme a comida —dijo.
—¿Comenzó usted a oler comida? —pregunté; no entendía.
—No —me corrigió sonriendo, previendo mi error—. El olor que yo desprendía, el que salía de mi cuerpo, era para mí, y solo para mí, olor a alimento, a comida. Y todo lo que antes había olido a comida para mí, la comida de verdad, comenzó a olerme de manera repugnante.
Negué con la cabeza porque seguía sin saber si estaba entendiendo lo que me decía. Él, sin embargo, asintió.
Y continuó hablando.
—Supongo que sucedió pasados unos dos años desde que me había instalado en París. Al principio, me parecía algo imaginario. Una mala racha. Una infección estomacal. Me parecía cualquier cosa menos lo que me decían mis sentidos, pero lo cierto es que iba aborreciendo la comida… y cuando me cambiaba de ropa, cuando me olía las manos o mi propio sudor o cuando acercaba la cara a mis piernas o mi barriga, notaba que olía diferente a como siempre había olido. Era un olor agradable… y me daba hambre.
«Cada parte de mi cuerpo tenía un olor distinto —hizo una pausa para recordar esos olores y supongo que esa época iniciática. Los olores son los padres de nuestros recuerdos más intensos, así que su concentración ahora era absoluta. Mi horror y mi fascinación iban en aumento. No podía objetar nada porque no quería que parase de contarme aquella historia—. Mis muñecas adquirieron el olor del pan recién horneado. De mis axilas, cuando estaban bien aseadas y frescas, salían olores que recordaban a una cesta de fruta, pero cuando había sudado durante todo el día, su olor era intenso y me recordaba al del vino tinto.
«Mi sexo olía a condimento de ensalada. Mis piernas olían a carne de estofado muy, muy poco hecha. Cuando hacía calor mi cuerpo olía a fritura. Cuando hacía frío olía a dulces y mazapanes.
«Y sigue oliendo así para mí».  
Encendí mi ya tercer cigarrillo; me hacía fumar ávidamente, apagar el cigarrillo mucho antes de haberlo acabado y luego, de manera compulsiva, buscar otro en el paquete para encenderlo, como una metáfora de la reacción humana ante el morbo.
Continuó.
—¿Ha deseado alguna vez a una vecina, señor Rouge? —Era una pregunta retórica—. La ves todos los días, pasa junto a tu casa, habla contigo del precio del pan… pero no puedes tocarla ni descubrir si merecen la pena sus encantos.
«Como dijo Oscar Wilde, la única diferencia entre un capricho y una pasión eterna, es que el capricho dura más. Es cierto, señor Rouge. Y ese capricho elimina los otros placeres que están al alcance de uno. Una pasión eterna acaba convirtiéndose en un ideal, como la libertad o… no sé, la justicia. Se puede alardear de ella. Pero un capricho se convierte en obsesión y te lo guardas porque da vergüenza.
«Mi carne, mis órganos, mi piel, eran mi capricho, uno que se transformaba poco a poco en una necesidad alimenticia. Cuando andaba por la calle, por el cuello de la camisa salía un vapor irresistible. Si una mujer me abrazaba no conseguía olerla a ella, sino a mí, y no sentía deseo, sentía hambre. Me desnudaba en mi casa y me olía. Me agarraba a los bordes de la cama para no morderme sin control.
«El control se adquiere, eso sí, pero no acaba con la necesidad».
—Y acabó acudiendo a mi padre —dije yo.
Malle asintió con la cabeza. Las piezas de su historia inconexa encajaban ya para mí a la perfección, y la deducción a la que pude llegar era tan clara como aterradora: aquel hombre necesitaba a mi padre para que le operase. Seccionar trozos de su cuerpo de modo controlado y poder disfrutar de ellos en una suculenta comida. Estaba hablando conmigo y veía claramente que faltaba un trozo de su cara, pero no debía ser lo único que se había comido, si uno se fijaba en sus andares doloridos y en el esfuerzo terrible que suponía para él sentarse.
—Mi padre no pudo acceder —objeté—. Mi padre era un médico y respetaba el juramento hipocrático.
—Y yo necesitaba ayuda de un médico —respondió él.
—No le creo.
Asintió con la cabeza como si hubiese previsto ese punto en la conversación. Señaló el armario donde mi padre, y posteriormente yo, guardábamos los historiales de sus pacientes.
—Allí —dijo—, debe haber una carpeta con mi historial; su padre lo llamó «egófago», para que no constara en él mi nombre.
Me estaba terminando mi cigarrillo mientras observaba su gesto y su expresión; era imposible que un hombre con esa seguridad y aplomo estuviese mintiendo pero, por otro lado, mi padre...
—¿No se va a levantar para comprobarlo?
Esta vez sí terminé de fumar. Malle no parecía intranquilo. Yo tenía ya pocas dudas de que dijese la verdad, pero temía acabar con ellas; mi padre accediendo a eso que él me insinuaba, operándole en secreto, entregándole la ración de sí mismo para que se la llevase a casa y la preparase con alguna receta especial, o quizá para que se la comiese cruda...
Hice un mohín impaciente, me levanté y abrí el armario con los historiales clínicos de los pacientes. Busqué entre las carpetas, que estaban ordenadas escrupulosamente en orden alfabético, pasando por la «c» de Claude Constance, un contable que sufría constantes achaques de reumatismo y una fuerte acidez de estómago, la «d» de Nadine Dantes, una hermosa costurera a la que mi padre curó una infección de estómago, pasando con dedos torpes las carpetas que comprendían la «e».
Y allí estaba su historial.
Solo una palabra en la portada: egófago. La carpeta era de las más viejas y gastadas del armario. No se había renovado; ninguna secretaria la había tocado jamás.  
Me la llevé a mi silla y comencé a leerlo. Había una larga lista de operaciones que comenzaba hacía treinta años. Al observar mi rostro, Malle no pudo reprimir una risita y dijo:
—Me he estado racionando.
Y esto leí en la lista:

        . 12 de Septiembre de 1945 - Extirpación de una tira de piel de 15 cm del muslo izquierdo del paciente. Operación con resultados satisfactorios.

Ninguna otra indicación del motivo, del postoperatorio ni de algún asistente en la operación. Así eran todos los apuntes, escritos de su puño y letra.

        . 1 de Octubre de 1945 - La herida cicatriza y sana con total normalidad.
    
        . 20 de Abril de 1946 - Extirpación de una tira de piel de 20 cm del muslo derecho del paciente. Operación con resultados satisfactorios.

        . 3 de Mayo de 1946 - La herida cicatriza y sana con total normalidad. El paciente, sin embargo está mostrando una clara dificultad en algunas funciones locomotrices.

Tiras de piel de las piernas, de los brazos, del abdomen. Dificultad progresiva en la capacidad locomotriz porque la piel regenerada, seguramente, le estiraba de manera dolorosa. Aquellas primeras operaciones eran más o menos tímidas hasta años más tarde, en que comenzaron a resultar atrevidas. No pude reprimirme al leer en voz alta:
—Seis de Julio de 1953. Amputación completa de los dos dedos exteriores del pie izquierdo...
Malle echó la cabeza hacia atrás, recordando. Observé unos segundos, fascinado, la clara expresión de satisfacción que se dibujaba en su rostro, por su sonrisa, sus ojos entrecerrados, el sudor que perlaba su frente.
Como en un susurro, dijo:
—Olían a centeno cuando los deseaba, a cordero cuando los guisaba...
Y yo seguí leyendo. Sobre otras heridas superficiales, con el tiempo, parecían haber acordado llegar a más. Renunciar a su salud y a su capacidad locomotriz plena para que pudiera probar sus músculos, la carne en sí que disfrutamos al comprar filetes o piezas para cocinar, y todo eso como el principio de su atrevimiento: el de Malle y el de mi padre.
Enero de 1962: sección del glúteo izquierdo del egófago, para su propio consumo. Marzo de 1966: extirpación de las amígdalas. Mis ojos volaban por aquel extenso historial como los corresponsales de guerra corren por las ruinas de una ciudad bombardeada, contando cadáveres. En Agosto del 74 mi padre le había extraído un riñón para que pudiera comérselo.
Tuve que cerrar la carpeta.
—Está usted loco —dije—. Los dos; mi padre estaba tan loco como usted.
—No soy un loco ni un enfermo —respondió Malle—. Soy un hombre libre, como lo era su padre.  
Y supongo que eso, realmente, puso fin a la conversación. Había una barrera, era evidente, había una traba insalvable entre él y yo, y entre yo y mi padre, creo. Era una cuestión de principios. He tardado en comprender que se trataba de una cuestión de principios.
Los de mi padre le llevaron a arriesgar su carrera, a meterse en un terreno pantanoso y terriblemente impreciso para atender a las necesidades de un hombre necesitado. A curar dañando, supongo. Y eso no contrasta demasiado con el espíritu de la Medicina.
Los míos... Mis principios eran blandos, fáciles, y siempre me llevaban a tomar la decisión menos costosa. Malle ya lo había notado. Me había captado claramente desde un principio, porque era hombre versado en los hombres y en el miedo. Pero supongo que su necesidad y una ligera tendencia a la esperanza le hicieron confiarme su historia y, en cierto, modo, confiar en mí.
—¿Me ayudará? —preguntó.
No hacía falta especificar qué me estaba pidiendo. La saliva en mi boca se hacía intragable y mi sudor enfriaba mi cuerpo quizá demasiado rápido. Eso eran dudas.
—No puedo —respondí finalmente.
—¿Por qué?
Es curioso cómo de simples se van volviendo las preguntas y las respuestas cuando los temas son rotundos, cuando uno se juega realmente la conciencia y no la imagen de la conciencia; cuando no hay varias maneras de decir la misma cosa.
—Porque me horroriza imaginarlo comiéndose a sí mismo —respondí.
Y no vi en su cara otra cosa que comprensión. Dijo algo que lo contradecía, pero sé que su intención no era juzgarme, sino, más bien, desahogarse. Me dijo:
—Usted no tiene alma de médico, sino de burócrata. Los médicos siempre han tenido que enfrentarse al horror y transformarlo en ciencia. Quizá usted, en otra época, me arrojaría a una hoguera.
Entonces agarró mi paquete de tabaco, sacó un cigarrillo y comenzó a fumárselo. Observé que sus ojos se perdían en el fuego de la cerilla un buen rato.
Observé algo más que un hombre y una llama.




Cuando salió de mi casa le ayudé a ponerse su abrigo.
Comenzó a alejarse salí. Yo también salí a la calle, quizá sin que él lo supiera. Observé mi sólida casa de colores familiares, y muros rectos y seguros.
Volví la cabeza para verle alejarse. Cojeaba drásticamente sobre el brillo de la calle bien llovida. Se desvanecía en el intermitente pasillo de luz y noluz de las farolas, frotándose el frío de las heridas viejas, de la falta de carne.
Me imaginé por un momento que yo salía detrás de él y lo detenía. Que aceptaba su oferta, gratuitamente o por dinero, y que lo llevaba de vuelta a la casa para invitarle a una copa de coñac. Que él me sonreía; se sentía feliz y en gratitud conmigo.
Que le hacía bien al acceder a operarle cuando él quisiera, en la medida que él quisiera dosificar su carne para comérsela hasta llegar al fin de sus días, dolorido y renqueante, deformado por su extraña gula y feliz por su extraña complacencia.
Y me sentí bien.
Pero acudió a mi mente la percepción de las cosas que era natural y dominante en mí. Viéndolo alejarse, volviendo a desaparecer de mi vida para meterse en la suya, envuelto en su abrigo húmedo y movido por sus pasos doloridos, lo vi como a un enorme y gigantesco insecto. Imaginé su casa como una guarida. Imaginé su cuerpo, en cierto modo, masticado.
Imaginé a ese hombre devorándose a sí mismo hasta el fin de sus días, dolorido y renqueante, dominado por la gula. A pesar de que no era así, de que no era lo que sucedía con él, lo vi en mi mente agarrando su pierna con las manos para poder masticarla. Haciendo desaparecer su tronco. Devorándose a sí mismo hasta que no quedase nada de él excepto su boca, aquella gruta de la que emanaban los aromas más preciosos y mezclados que le habían dado felicidad, y de los que no podría disfrutar nunca, por ser indevorable el instrumento propio con el que devoraba.
No supe si mi intuición me había llevado a ver la esencia propia de su espíritu y me había dado miedo, o si el miedo de mi espíritu había deformado la esencia propia de las cosas. En cualquier caso, volví a mi casa antes que se perdiera completamente en la noche.
No podía resistir la idea de contemplar cómo la oscuridad se lo tragaba, de observarlo alejarse hasta el punto en que uno de los tramos de sombra de la calle era el último y que, por más que me esforzase, no podría volver a verlo.
No podía.



Han pasado cinco años.
Malle era un ogro, un ogro, un ogro.




Han pasado dieciséis años.
Me estoy muriendo. El cáncer me devora.

 

 

Juan González Mesa es autor de El exilio de Amun Sar, Gente Muerta y La Montaña, ganador de varios concursos de relato corto, guionista, director y storyboarder de cortometrajes, dibujante y diseñador, corrector de textos y guiones y futuro empresario editorial y cinematográfico.

Este relato fue ganador en el año 2004 del premio Ciudad de Martos.