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El hombre de la casa

Ortega, Ángel

 

El salón de la casa de Jamie rodeaba la carretera en sus caras norte y oeste. Era divertido ver los coches pasar por delante del chaflán e inmediatamente después verlos alejarse por la ventana del comedor.


Jamie no tenía padre y su madre era una de esas personas que resoplaba y se quitaba el sudor con el dorso de la mano todo el rato. Tenía un gesto
permanente de fatiga en la mirada y siempre estaba cargada con algo muy pesado, sea una bolsa de la compra o una caja de cartón. Jamie había dejado de intentar que prestase atención a sus dibujos y a sus construcciones de ladrillos de madera.


Jamie también tenía una hermana, Becca, con tres años menos que él. Al contrario que su madre, Becca parecía tener siempre energía para llorar un poco más fuerte. Si se caía: llanto. Si no encontraba un juguete: llanto. Si no ponían lo que ella quería en la televisión: llanto. Era su solución maestra.


Soportar a Becca resultaba muy difícil algunas veces. Jamie había decidido poner espacio por medio, como había hecho con su madre, pero ella a veces advertía el desdén y se lo reprobaba. Tú eres el hombre de la casa, le decía. Tienes que cuidar de tu hermana hasta que crezca, le decía. Jamie asentía y volvía a sus creaciones sin público.


A veces en la televisión, en las noticias, hablaban de una plaga. La quinta o sexta vez que Jamie oyó hablar de ella le preguntó a su madre.
Ella se sentó, dejó la cosa pesada que en ese momento llevaba en las manos y empezó a explicarle lo de la plaga con palabras copiadas de los
telediarios para terminar llorando en silencio y tapándose la cara con las manos. Estamos buenos, pensó Jamie. Entonces llegó Becca y empezó a berrear al ver que en la televisión no estaban poniendo sus dibujos animados.


Insatisfecha su curiosidad, Jamie imaginaba qué sería esa plaga. Era algo siniestro, sin duda, y él la imaginaba como un dinosaurio gigante de
película japonesa, imparable y destructivo. Así Jamie cenaba un sandwich de jamón y queso y almorzaba palitos de pescado e imaginaba una plaga arrasando ciudades y puentes.


A veces venía la señora Patel cuando ellos estaban solos en casa. Era una mujer grande y morena, con una sonrisa siempre en la cara, que les llevaba platos de carne cocinada con muchos olores o dulces recién hechos con hojaldre y miel. A Jamie le caía bien, era simpática y hacía como que le interesaban sus dibujos. Sabía que era su madre quien le había pedido que cada cierto tiempo subiese a su casa para llevarles algún plato diferente y casero, porque ella no tenía tiempo de hacer otra cosa a los niños que congelados para comer. Jamie había escuchado esa conversación hacía años.


Una vez Jamie, a la vuelta del colegio, preguntó a la señora Patel por la plaga. Su gesto cambió inmediatamente y empezó un relato incompleto y titubeante del que Jamie apenas entendió que el propio hijo de la señora Patel estaba en las fuerzas médicas luchando contra ella y que era muy, muy contagiosa.


Si era así no podía ser un monstruo gigante, pensó, sino una enfermedad. Apartó sus dibujos de monstruos gigantes y empezó una nueva serie de escenas de mutaciones a cuál más excesiva. Pero por primera vez temió.


Un día su madre se levantó ojerosa y con una expresión de cansancio mucho mayor que otras veces. Tanto Jamie como Becca acudieron preocupados a la mesa de desayuno mientras su madre intentaba mejorar el gesto inútilmente. Solo estoy resfriada, decía. No parecía eso, pensó Jamie, pero los mayores saben más de estas cosas. Entonces su madre le cogió por el brazo y le arrastró un poco hacia ella; bajando la voz volvió a hacer el discurso de que él era el hombre de la casa y que tenía que ocuparse de su hermana cuando las cosas fueran difíciles. A diferencia de otras veces, Jamie sintió un trago amargo y un leve vértigo. Pero no hará falta porque tú estarás aquí, dijo a su madre. Ella le abrazó y empezó a llorar y a llamarle mi niño repetidas veces. Jamie notó que se derrumbaba y lloró con su madre, pero no como ella, sino a gritos, como dejando salir un desconsuelo que no sabía que tenía dentro.


Su madre se vistió resoplando y cogió su carpeta del trabajo. Se aseguró de que Jamie ya no lloraba y le despeinó los pelos de la coronilla. Mi
hombrecito, dijo. Después abrió la puerta y se marchó.


No volvió.


A la hora de cenar Jamie empezó a sospechar que algo malo había ocurrido; un par de horas más tarde tuvo la certeza. Becca berreó que quería cenar, pero también tenía demasiado sueño como para que el estruendo estuviera a la altura de sus berrinches habituales. Jamie le puso un cuenco de cereales a su hermana, aguantó estoicamente las protestas acerca de tomar un desayuno para cenar y finalmente la vio quedarse dormida en la silla con la cuchara en la mano. La remolcó como pudo y la metió en la cama. Con el corazón encogido se sentó como tantas otras veces en una silla delante de la ventana del chaflán, a ver los coches aparecer por allí y desaparecer por la ventana de atrás. La noche y la desolación hacía que las luces parecieran fantasmas. Volvió a llorar, esta vez en silencio, hasta que se quedó dormido.


Por la mañana, cuando la luz inundaba la casa, Jamie se acercó a despertar a su hermana pero la encontró con los ojos ya abiertos. Le preguntó por Mamá dos veces mientras él pensaba qué decirle. Su silencio no provocó un alud de lágrimas y gritos sino que Becca saltó de la cama, murmuró algo y se lanzó derecha a la cocina.


Jamie no tenía hambre, solo pensar en tragar algo le producía una sensación de náusea. Fue a la cocina y preparó un cuenco de cereales para Becca, mientras ella le observaba sin mucho interés. Se ha ido a trabajar temprano, dijo Jamie. Ella le miró en silencio y asintió. Jamie se propuso no contarle nunca la verdad, pese a que esa verdad era solo una conjetura.


A media mañana la señora Patel llamó a la puerta. No se sorprendió de que no hubieran ido al colegio y les dijo que a partir de entonces no lo hicieran. Tenía cara de haber llorado pero se esforzaba en ocultarlo. Estas cazuelas tienen comida para vosotros, dijo, racionadlas porque no sabemos hasta cuándo podremos ir a la compra. Se quedó mirando fijamente a Jamie y se dio cuenta de lo pequeño que era. Abrazó a los dos hermanos a la vez y se marchó sin darles tiempo a decir nada. Nunca volvieron a verla.


Jamie se quedó mirando a la ventana, en silencio. No jugueteó con los coches que pasaban como hacía otras veces. Pensaba en su madre, más seguro que nunca de que no iba a volver, y sintió un vacío abrumador y que el tiempo iba a transcurrir despacio.


Así pasaron los días, comiendo poco para no gastar las provisiones y no haciendo nada. De vez en cuando Becca explotaba en sus llantos porque no le gustaba la comida, o por que Mamá no volvía, o por cualquier otra cosa. Jamie lo soportaba estoicamente. Otras veces se comportaba de forma casi adulta, y Jamie se sorprendía y mantenía la conversación. En otras ocasiones Becca se escapaba de casa para jugar con Sheila, la vecina de al lado, y a la vuelta Jamie se veía obligado a regañarla por no decirle dónde había pasado la tarde, como si él fuera una Mamá que había crecido de repente y que debía mantener el control.


Un día, agotado, se quedó mirando por la ventana observando los coches como le había gustado hacer tantas veces. Había menos que nunca, muchos estaban abollados y todos conducían más aprisa que de costumbre, como perseguidos por algo. Jamie se preguntó cuántos días llevaba pasando eso, los vehículos como en una carrera, casi chocando unos con otros.


Pero también vio algo más. Por la acera izquierda, casi pisando la calzada, venía un hombre vestido con un traje y con la cara manchada de
algo rojo como si hubiera hundido la cara en una tarta. Andaba tambaleándose, muy torpemente, con los brazos extendidos, como pidiendo un
abrazo. Los coches pasaban a toda velocidad a su lado haciendo que los faldones de su chaqueta aletearan. Unos diez metros más atrás de aquel
hombre caminaba una mujer vestida con ropa de hacer deporte, con el mismo paso inseguro que el hombre y con la cabeza torcida en una
postura casi imposible.


Empezó a pensar que alguno acabaría atropellado cuando ocurrió exactamente eso: un descapotable rojo que venía haciendo eses golpeó a la mujer
directamente en las piernas, lanzándola hacia adelante al lado del hombre del traje. Se quedó tumbada como un trapo viejo. El descapotable hizo un
quiebro raro y desapareció de su vista.


Jamie se quedó aterrorizado, tapándose la boca con ambas manos. La mujer caída allí, hecha un guiñapo, le resultaba una visión horrenda pero de la que no podía separar los ojos.


Se quedó un par de minutos mirando helado la escena y la mujer se levantó poco a poco con una de sus piernas doblada al revés. Los daños no le
impedían andar, aunque hacía su paso más trabajoso que antes.


Otro par de figuras renqueantes apareció al fondo. Alguno tocó el claxon para hacer que se apartaran, pero no hacían caso.


Se sentó de espaldas a la ventana, intentando negar lo que había visto hasta que se quedó dormido.


Cuando se despertó, Becca estaba sentada a la mesa de la cocina, donde solían comer. Jamie se levantó y las imágenes de lo que había visto por la ventana volvieron a asaltarle. Se sentó frente a su hermana, que le miraba sin mucho interés.


Dice la madre de Sheila que Dios ha venido a llevarse a los buenos, dijo Becca. Jamie tardó en entender la frase. Lo que él había visto no tenía nada que ver con eso. ¿Quienes eran esas figuras temblorosas y descoyuntadas? ¿Los buenos? ¿Los malos? Por eso Mamá ya no está, continuó ella. Jamie tragó saliva. No te enteras de nada, terminó Becca.


Jamie miró la esquina donde solía tener la pila de piezas de madera con las que construía. Allí estaban, abandonadas. No había pasado mucho tiempo pero  le resultaban un recuerdo remoto, como si formaran parte de otra vida. Se sentó delante del montón y cogió algunas piezas. Las colocó en una torre que estaba ya empezada pero notó que ya no le importaba todo aquello.


Los días se fueron sucediendo despacio. Todo consistía en discutir con Becca por la comida o por el baño o por cualquier otra cosa, y a veces en mirar por la ventana pasar los coches sucios y las personas temblorosas y deformes. De alguna forma era una rutina, llena de detalles truculentos y extraños, pero sin Mamá para poner algo de cordura.


La rutina se rompió cuando ocurrió el accidente.


Jamie estaba mirando cuánta comida les quedaba, separando las cacerolas vacías de las que aún tenían algo aprovechable, cuando se escuchó un frenazo estruendoso y un golpe aún mayor seguido de un rechinar de metal sobre ladrillo. La casa tembló como si se fuera a venir abajo. Jamie dejó las provisiones y se lanzó a la ventana del chaflán pero ahí no se veía nada, así que corrió hacia la ventana del comedor y miró. Había una furgoneta luchando por liberarse de algo retrocediendo a todo gas y gente a su alrededor gritando y alzando las manos. Finalmente consiguió desengancharse y salió a toda velocidad. El estruendo del motor dio paso a gritos y comentarios de gente aterrorizada.


Jamie sintió un golpe en el corazón, como de algo terrible.


Bajó corriendo las escaleras de dos en dos a la máxima velocidad que le permitían sus piernas. Esquivó un mueble que se había caído desparramando su contenido de tazas y platos por el suelo. Giró, salió a la calle y llegó al lugar del accidente.


Dos mujeres que se llevaban las manos a la cabeza le impedían ver. Cuando se apartaron vio lo que parecían dos montones de ropa ensangrentada. Su cerebro estaba bloqueado y no entendía lo que veía. No son montones de ropa. Son dos cuerpos machacados.


 e acercó dando pasos lentos hacia el primer cuerpo. Apartó un trozo de tela y vio que se trataba de Sheila, la amiga de Becca, horriblemente retorcida. Jamie se estremeció porque entendió de quién era el otro cuerpo.


Se acercó con la seguridad de que se iba a sentir aterrorizado y comprobó que era Becca. Difícil de reconocer, pero era ella. Inmóvil. Manchada.

Jamie se dejó caer en vertical y se sentó en el suelo. Estaba demasiado agotado para llorar, pero a la vez era la única reacción que su cuerpo le pedía. Una señora le dijo algo y le tocó en el hombro. Otra le cogió las manos. No podía moverse, casi ni respirar siquiera.


Entre gritos llegó la madre de Sheila, con los brazos en alto, sollozando. Otras tres personas estaban llorando alrededor del cadáver de Sheila.


Jamie miró al despojo que hace un instante era Becca. Si no lloro yo por ti nadie va a hacerlo, susurró. Dejó escapar dos lágrimas.


Ya en casa se dio cuenta de lo grande que era para una persona sola. Tantas habitaciones, tantas sillas. Becca volvió a su mente. Ya no tengo que preocuparme por ella, pensó. Ya no soy el hombre de la casa. Por fin mi cabeza puede descansar.


Se sentó apoyado en una de las paredes del salón, con una manta. Fijó su mirada en la mesa grande donde ya no se sentaría nadie y trató de dejar su mente en blanco. Claros se sucedieron a oscuros. La calma fue llegando poco a poco. Un día alguien entró en la casa y se llevó las cacerolas de la señora Patel que aún tenían comida. Él no trató de impedirlo.


Mientras Jamie dejaba que la vida le abandonase, la humanidad se desmoronaba.