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El hombre del saco

Cano-Caballero Romero, Carolina

   La única expectativa atractiva que en aquel pueblo reunía a jóvenes y ancianos, al atardecer, a las puertas de las casas, era escuchar a las abuelas aquellas estremecedoras historias sucedidas en la propia villa o en otras cercanas. Imaginar que existían unas fuerzas, que escapaban a su comprensión, envolvía en un velo de fantasía la terrena y humilde vida de sus habitantes.

   Uno no sabía cuánto había de verdad y cuánto había creado la imaginación de cada una de las generaciones en las historias que seguían dejando boquiabiertos a los niños. Una de las favoritas giraba en torno a aquella casa abandonada. Por ello, cuando llegó aquel forastero interesado en adquirirla, se armó un auténtico revuelo de sorpresa y curiosidad. Aquella casa tenía el halo de misterio y leyenda antiguos que las gentes creían a pies juntillas.

   Él no la había olvidado. Por las noches solían desvelarle las ganas de ir al patio que hacía las veces de lavabo. Entonces, se debatía entre una cita que no podía postergar y el miedo que le acuciaba cuando andaba a tientas buscando la luz en la pared. La dichosa perilla que pendía junto al cabecero no funcionaba. Ese miedo rozaba el terror porque una noche, cruzando el pasillo que llevaba a las escaleras, sintió una corriente helada en la nuca cuyo origen nunca supo discernir.

   Supo, a través de unos primos, que la casa volvía a estar en venta y, atraído por los recuerdos de su infancia y por el aire de leyenda terrible que tenía en el pueblo, decidió comprarla. Lo siniestro de su pasado abarató su venta. Contaban que después de vender la casa sus abuelos, había ido a parar a manos de un matrimonio maduro que había acogido al hermano soltero del marido. La convivencia con aquél había hecho estragos en la pareja. Éste tenía un humor especialmente macabro y sádico. Se regocijaba con los desastres que les acaecían; parecía propiciarlos él mismo. De hecho, la desgraciada mujer murió en tan extrañas circunstancias que el pueblo entero  imprecaba al cuñado comparándolo con el mismo diablo.

   Las gentes daban un rodeo para evitar pasar junto al portal de la casa. Los niños, a modo de reto infantil, se acercaban corriendo hasta la puerta, la tocaban y luego huían despavoridos pero orgullosos de su atrevimiento.

   Aquel viudo quedó sumido en la más amarga de las soledades, mientras su hermano lo atormentaba con morbosos chascarrillos sobre su tragedia y maquinaba fechorías maquiavélicas. No hacía más de un mes que había muerto su mujer, explicaban las ancianas, cuando aquel bárbaro, tras escuchar al hermano recordar la nívea y suave piel de las manos de su esposa, puso sobre la almohada la mano amputada del cadáver de una joven recién enterrada. La indignación de la familia de la muchacha y la vergüenza del desgraciado hermano corrieron parejas.

   Aquel monstruoso ser era el personaje que poblaba los miedos y pesadillas de la chiquillería del pueblo. La historia del perrillo era la que más los asustaba: Una mañana, el pobre viudo estaba junto a su perrillo, que le miraba con ojos vivarachos, cuando entró el funesto hermano y le oyó decir: “Mírale, solo le falta hablar”. A la hora de cenar, el hombre buscó por toda la casa a su perrillo, único ser que le acompañaba fielmente desde que había fallecido su mujer. Aquél solía tenderse en su regazo, al calor de la lumbre, mientras cenaba. Se fue a la salita, con el mantel en una mano y los cubiertos en la otra, preguntándose si su hermano no habría dejado la puerta abierta. Al ruido de sus pasos, detrás de la mesa camilla, asomó la cabeza el perro y, articulando grotescamente la mandíbula dijo: “¿Me buscabas?”. El pobre hombre, con el semblante desencajado,  y horrorizado, no podía soportar la espantosa visión: la mano de su hermano manejaba la cabeza cercenada de su perro como si de una marioneta se tratara. Fue la última crueldad que cometió aquel ser diabólico. Su hermano, encendido de ira, cogió la mano del almirez de la chimenea y , enloquecido, le asestó varios golpes. Su cabeza quebrada erizó los cabellos del infeliz fratricida cuando vio la mueca sardónica de su perverso hermano. Si el diablo sonreía, aquella era, sin duda, su sonrisa.

   Cuando se presentó voluntariamente en el cuartelillo, sollozando, despertó más compasión que horror entre sus vecinos. Lo ingresaron en un psiquiátrico alegando un trastorno transitorio, pero se refugió en un hosco silencio, máscara de la atrocidad que había cometido, y nunca volvió al pueblo.

   Atardecía cuando su horizonte de expectativas le llevó al umbral de la vieja casa. La llave no acertaba con la cerradura. Respiró hondo. No se explicaba por qué se sentía tan tenso. Todo lo que había oído eran supercherías de pueblerinos. El peculiar olor de la casa no había cambiado, pero tuvo que abrir las ventanas de la salita para airearla. Cuando la tenue luz iluminó la estancia, y sus ojos se acostumbraron a la penumbra, el corazón le dio un vuelco: restos de aquel terrible crimen aún seguían allí. Todo estaba impregnado de sangre seca. Profundamente mareado, salió de aquella sórdida sala y, con mucho menos entusiasmo, se dedicó a inspeccionar las demás estancias preguntándose si no había cometido un estúpido error al quedarse con aquella lúgubre casa.

   Intentó calmar el pulso de sus latidos. Subió las escaleras y se dirigió hacia la que antaño había sido su alcoba. En la oscuridad sintió cómo se desplazaba la baldosa de la entrada. Sonrió para sí mismo; un vago sentimentalismo le transportó a días muy lejanos… A duras penas distinguió el cabecero de la cama sobre la pared encalada y descascarillada. Palpando en la oscuridad, halló la perilla de la luz. Cuántas maldiciones le había hecho susurrar aquella luz eternamente estropeada. Sintió su contorno en la mano y, a sabiendas de lo inútil del movimiento, pulsó el pequeño interruptor: la sorpresa le dejó sin aliento aunque enseguida dedujo que los antiguos inquilinos la habrían arreglado. La habitación se había iluminado. Sin embargo, lo que en un primer momento resultó anecdótico, se convirtió en un punzante escalofrío al advertir que del techo no pendía bombilla alguna.