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El límite del universo

Sánchez, Juan Manuel

 

Sólo una pregunta. Había viajado más que ningún ser humano en toda la historia de la humanidad con una pregunta escondida en lo más profundo de su ser. El sueño de miles de años había ocultado a sus ojos los millones de estrellas a través de las cuales había navegado e incluso atravesado, en algunas ocasiones Necesitó que la humanidad investigara durante miles de años para poder curvar el espacio como un papel arrugado y saltar entre sus pliegues a una velocidad que él solía catalogar como obscena, por la enorme arrogancia que suponía recorrer aquellas distancias en tan poco tiempo. Había necesitado todo eso, y dinero, mucho dinero, pero eso no fue difícil para él. Cuando contó al mundo su proyecto las opiniones se dividieron entre los que pensaban que estaba loco y los que estaban seguros de ello. ¿Viajar al límite del universo? ¡Imposible! ¡El universo no tiene límites! Ninguno podía saber entonces que tendría un informante secreto que le diría por dónde estaba la salida al espacio vacío, donde la materia desaparecía en sus formas conocidas para transustanciarse en otra cosa, en una inmensa nube de átomos sutiles donde todo lo que era válido aquí dejaba de tener vigencia. Sí: se sonreía porque él tenía una verdad y una misión.

 

  Recordaba como aquello se había ido forjando en su mente, y sabía que no fue una casualidad. Todo había partido de aquellas estrellas amarillas pintadas de forma tosca sobre un fondo azul cobalto en la pequeña iglesia de su localidad natal. Su madre, viuda desde casi cuando él nació, era la guardesa de aquella capilla, además de encargarse de atender las necesidades del párroco. La iglesia cubría todos sus gastos escolares, pero como contraprestación él debía asistir al cura en todas las misas y oficios. Tediosas tardes de rosario, responso o novena, según tocara, obligaban a su mirada a alcanzar un estado casi hipnótico entre las estrellas de color oro sucio que más que pintadas parecían cinceladas a pincel sobre la irregular mampostería del techo de la iglesia. Su mirada se llegaba a perder tanto, que en ocasiones la imagen tomaba una tercera dimensión, y le embargaba la idea de que restaba navegando entre aquellos astros de pintura acrílica. En su mente se fue grabando a fuego la determinación de ir hasta allí.

 

 

  Redobló sus esfuerzos para conseguir una beca tras otra. Inundó sus noches de horas de estudio, de candelabro y recuelo, de brasero, manta y mitones, hasta lograr que una buena universidad le aceptara, La recomendación del Obispado a través del anciano párroco, a quien tanta misas había ayudado a celebrar, fue capital para que le admitieran en un colegio mayor, con la condición de seguir colaborando domingo tras domingo en la capilla de la facultad. No le importó. Estaba decidido a llegar a las estrellas a cualquier precio.

 

  Estudió y trabajó duro. Había elegido la carrera de física y después ingeniería. Tenía muy claro lo que cualquier agencia espacial quería dentro de sus sofisticadas naves. Trabajó su cuerpo en el gimnasio, disciplinó sus horarios y agendas de modo que su vida fuera un ejemplo de orden. Sacrificó los amigos, las novias… Su única misión, aquella para la que se consideraba llamado, era llegar a volar entre aquellas estrellas que le habían cautivado de niño. Y ahora estaba allí, casi al final del camino, en el límite del universo.

 

  Era consciente de los años que habían pasado durante su viaje. Nadie conocido estaría aún vivo, salvo que fuera otro astronauta en una misión como la suya, y eso le parecía bastante improbable. Sabía lo que le había costado a él llegar hasta allí. Recordaba cómo había hecho su primera patente mientras cursaba el doctorado en ingeniería, y cómo aquello le había reportado el camino para ganar su primer millón. Tras aquello vinieron más patentes, y más dinero, hasta que al final creó una compañía y el dinero dejó de venir en aquellas enormes cantidades, para venir en cantidades aún mayores. Lejos de distraerle de su objetivo, aquel éxito le dio la libertad de dedicarse en cuerpo y alma a su sueño. Delegó buena parte de sus empresas en personas en las que confiaba: Sabía que le iban a robar, pero mientras quedara lo suficiente para vivir como un rey y poder perseguir su objetivo sin interferencias, lo daba por bueno. A los treinta y ocho años, con dos doctorados a su espalda, una fortuna considerable, y una salud perfecta, nada le detendría.

 

  Dos hechos estuvieron a punto de tambalear su determinación. Uno, la muerte de su madre. Justo cuando podía ofrecerle una buena vida, sin más trabajo que cuidar de sus flores en la casita que había hecho construir para ella, su corazón decidió que había trabajado demasiado. No murió al momento. Una angina de pecho al principio, después un pequeño infarto. Un par de años más tarde un aneurisma ventricular que la postergo a una silla de ruedas con sólo un cincuenta por ciento del corazón operativo, y por fin, la muerte en una moderna unidad de cuidados intensivos, conectada a más máquinas de las que él lo estaba en la actualidad. No se separó de ella durante los cuatro años que duro aquella agonía. No le molestaba que su madre hubiera muerto, en cierto modo le había aliviado de la necesidad de tener que contarla que un día partiría en un viaje con sólo billete de ida, le molestaba no haber podido devolverla todos los esfuerzos que ella había hecho por él. Por primera vez dudó. Su formación como físico le había ayudado a aparcar la religión como un modo de vida. Ayudar en misa le parecía un acto de amor hacia su madre, ferviente católica, y de agradecimiento al anciano párroco que le había facilitado una buena educación, pero jamás había llegado a creer del todo. Nunca, ni tan siquiera de niño, se le escapó el hecho de que el Cristo en el centro del retablo estaba hecho de madera, y que había que atornillarlo con cierta frecuencia porque tenía una curiosa tendencia a descolgarse de la cruz, cosa por otra parte bastante normal: nadie querría estar crucificado toda la eternidad. Tampoco le engañaban las poco afortunadas ilustraciones del humilde vía crucis a ambos lados de la única nave de aquella pequeña iglesia. Es más: si no hubiera sido por aquella bóveda celeste donde se extraviaba su mirada, quizás hubiera abandonado la religión mucho antes.

 

  Aquel día, noche en realidad, en la sala de espera de la unidad coronaria, apareció el párroco. Nunca supo cómo se había enterado de que su madre estaba ahí. Al cabo de unos minutos conversación insustancial, se dio cuenta de que el cura no había ido hasta allí para acompañar a la enferma: quería hablar con él. Le interrogó sobre cómo pensaba llegar a las estrellas y dejarlas atrás. Quería saber qué esperaba encontrar, e incluso si esperaba encontrar a alguien allí, fuera de los límites del universo.

 

  −Hijo −le preguntó con una voz aún limpia, dada su edad−. ¿Sabes que viajar cómo lo vas a hacer es un suicidio, y por lo tanto un pecado mortal a los ojos de Dios?

 

  Estaba preparado para aquella pregunta.

 

  −No lo veo así, Padre −contestó resuelto−. No voy a acortar mi vida ni un instante, es más, como dormiré durante siglos, técnicamente voy a prolongar mi vida más allá de lo que lo haya hecho cualquier hombre −añadió con una sonrisa.

  −Tampoco estoy muy seguro de que esa sea la voluntad de Dios −le miró a los ojos severo−. Si Él quisiera eso, los hombres viviríamos milenios. Sin embargo nos ha dado unos años de vida, quizá pocos para gente como tú, pero suficientes si los sabes llenar día a día.

  −¿No quiere saber que hay más allá? −pregunto algo confuso.

  −Ya sé que hay más allá −respondió el cura con falso enfado−. ¿Acaso no ves mis hábitos? Voy a llegar al mismo sitio que tú, hijo, aunque yo lo haré tras haber vivido una vida completa, plena y sin interrupciones −hizo un gesto de cansancio, como si esperara que esa vida de la que hablaba se terminara pronto.

  −¿Y no gustaría confirmarlo? ¿Tener la evidencia que la ciencia reclama? ¿Poder plantarse en cualquier universidad y decir: Dios existe porque yo lo he visto?

  −¡Yo ya he visto a Dios muchas veces! −atajó el religioso esta vez enfadado de verdad−. Contra tu razón está mi revelación −le señaló con un dedo nervudo al extremo de su mano deformada por la artrosis−. Hasta los descreídos como tú son la prueba de su existencia y de su gloria.

  −Si Dios existe, como usted defiende, Padre, ha cometido un gran error dándonos unas vidas tan cortas. No arriesgaría yo mi vida si supiera que iba a vivir mil años, sería absurdo. No. Los humanos necesitamos movernos y explorar porque nuestras vidas son cortas. No tenemos tiempo para todo. Necesitamos vivir deprisa para que nuestras vidas cundan. ¿No lo había pensado?

  El cura se quedo meditando en aquellas palabras. Le vinieron a la cabeza los patriarcas que según la biblia había vivido siglos, pero interpretó que mencionar las escrituras no iba a ser su mejor argumento. En lugar de responder se levantó.

  −Espero que tengas suerte, hijo. Siempre supe que escaparías de esta vida. ¿Crees que no veía cómo te quedas absorto mirando el techo de la capilla?

  »Viaja, hijo mío. Abandona los límites de mundo conocido, pero vas a iniciar un periplo eterno para encontrarte al final contigo mismo. No creo que nos volvamos a ver. Mi vida se terminará pronto y, si te soy sincero, lo estoy deseando −caminó hasta la puerta y se volvió−. Te deseo mucha suerte, viajero. Rezaré por tu madre.

  −Ella se lo agradecerá, pero ¿no quiere pasar a verla un momento?

  −Ya no es necesario.

  Antes de que pudiera responder a aquel comentario el cura se coló en el ascensor y despareció. Casi al mismo tiempo un doctor, aún con el pijama color verde y con una bata puesta de mala manera sobre el mismo, le informó de la muerte de su madre.

 

 

  La consola de control fue poco a poco llenándose de luces de color verde. El viaje estaba llegando a su fin, o al menos al fin de lo planeado. Era difícil adentrarse en terreno inexplorado, desconocido, incluso en el modo más especulativo, y decidir si había terminado o no. Sólo sabía que el sistema le había despertado, y eso significaba que lo planeado estaba cumplido. La aventura comenzaba ahora. Los siglos que había consumido durmiendo en la «cuna», como había denominado a su habitáculo, no habían significado nada para él. Tan sólo unas canas más y algunos kilos de menos. Si tuviera que realizar el viaje de vuelta, ese adelgazamiento le hubiera preocupado: algo no había funcionado del todo bien, pero no era el caso. Tampoco había margen a la reclamación. Era probable que la empresa que había diseñado aquel sistema de soporte vital ya no existiera. En realidad era probable que nada existiera tal y como lo había conocido y quizás fuera el último ser humano vivo en todo el universo. Ese pensamiento le llevó de nuevo a reflexionar sobre Dios. ¿Para qué mantener funcionado un universo si su obra maestra, el ser humano, ya se había extinguido? Aquella última conversación con el párroco volvió a su cabeza. Tras el funeral de su madre había vuelto a acariciar la idea de que tal vez, sólo tal vez, hubiera un último «porqué», una voluntad creadora tras las capas más superficiales del universo conocido. «Espacio finito y cerrado, arrugado como un pañuelo de papel usado y micro horadado como una esponja». Así había concebido el espacio material que ocupaba ahora mismo. Por un lado podía sacar cuanto aire fuera posible aquella esponja y hacer que todas sus paredes se tocaran. «Hay que vaciar el espacio del propio vacío», había proclamado cuando aún era candidato para la misión más ambiciosa de la historia de la humanidad.

  Y de repente, el mazazo, el segundo hecho que está a punto de dejarlo en tierra.

 

  Una mañana se levantó y al momento sintió un mareo que le obligó a sentarse de nuevo. El oído derecho le pitaba como si tuviera una tetera dentro, y una sensación de nausea le recorrió todo el trayecto desde el estómago hasta la boca, obligándole a contener el vómito. Llevaba unos días resfriado, así que tampoco le dio demasiada importancia. Tomó un anti gripal y llamó a la oficina, se tomaría el día libre. A la mañana siguiente se encontró mejor y pudo acudir a su sesión de entrenamiento. Los negocios los manejaba de forma remota, a través de su ordenador portátil en los ratos libres.

 

  Apenas unos días más tarde, tuvo otro episodio de mareo, y después de eso, otro más. Poco a poco aquellos vértigos se convirtieron en algo frecuente, pero lo peor era que se trataba de algo que no podía ocultar. El día que tuvieron que detener la centrifugadora porque él se desmayó, fue consciente de que iba a ser apartado del programa. «Vértigo de Ménière», dictaminaron los médicos tras someterle a una batería de pruebas que parecía más una tortura que un método diagnóstico. Lo colgaron de jaulas que se movían enloquecidas, mientras una impresora vomitaba kilómetros de papel con la información suministrada por los electrodos insertados en su rostro. Le introdujeron agua caliente y fría en los oídos provocándole terrible mareos que a menudo terminaban con todo el desayuno sobre su pijama de hospital.

 

  «Ménière» pasó a formar parte de su vocabulario. Buscaba artículos médicos, soluciones a base de hierbas, hechizos, emplastos o lo que fuera que pudiera atajar aquel proceso. Por fin le explicaron que se podía operar, pero que no en todos los casos funcionaba y que una ligera, o no tan ligera, pérdida de audición era inevitable. Decidió arriesgarse.

 

  La operación fue un éxito… Inútil.

 

  Las agencias espaciales tenían dónde elegir, había otros candidatos tan buenos como él, pero que no habían oído hablar jamás del «síndrome de Ménière».

 

  Estaba fuera.

 

  Las etapas de duelo pasaron por él gran velocidad, sin embargo no llegó a completarlas. Nunca alcanzó la aceptación, ni tan siquiera la depresión. Las sustituyó todas por una inmensa ira, un odio profundo a aquellas agencias frías e institucionalizadas hasta la insenbilidad. Amenazó, insultó, intrigó… Todo en vano. Nadie se arriesgaría a enviar al confín del universo a un hombre que se mareaba al cruzar un paso de cebra. Aquel viaje se convirtió entonces  en algo más. Ahora era una venganza personal.

 

  Una mañana se reunió con sus abogados y desmontó paso a paso toda su estructura empresarial hasta dejarla en la urdimbre. Después se desprendió de todo aquello que no fuera rentable o necesario para su proyecto. No le importó dejar a familias enteras en la calle. Tampoco las empresas que conservó salieron indemnes. Redujo el personal hasta el límite operativo para obtener el mejor rendimiento y orientó hasta el último recurso en beneficio de su sueño. Iría por sus propios medios. Sabía que estaba destruyendo todo lo que había cimentado y construido durante años, pero no le importaba: no tenía herederos. No se había endurecido. Se había convertido en un miserable y no le importaba.

 

  Conforme la torre de lanzamiento crecía, su capital y su prestigio menguaban. Sus empresas reventaban sobreexplotadas y sus abogados y economistas huían de la quema. «La huída de Xanadú», había bautizado la prensa económica a la barbaridad que estaba cometiendo. Sin embargo, las necesidades de propio proyecto le obligaron a estrujarse el cerebro, y pronto tuvo una nueva remesa de patentes que le dieron el balón de oxígeno que le permitió llegar con cierta tranquilidad al final de la construcción.

 

  A una semana del lanzamiento toda la prensa mundial tenía los ojos puestos en su nave. En realidad en su lanzador. Un cohete al estilo tradicional, pero de dimensiones monstruosas. Se lo había jugado todo a una carta porque no quería dar ventaja a ninguna de aquellas agencias que le habían despreciado. Sus ingenieros le aconsejaron hacer dos o tres lanzamientos con vectores conocidos y seguros, y ensamblar su nave en órbita: los despidió a todos. Se encerró en su estudio y él mismo planificó todos y cada uno de los pasos de la misión. No tenía que enfrentar burocracia alguna ni pedir dinero a nadie: él no era un gobierno que dependiera de votos. Lo que quería se hacía y punto, y si alguien se negaba o ponía objeciones, seguía de forma instantánea el camino de los ingenieros hacia la oficina de empleo.

 

  Y así llegó el día.

 

  En la plataforma aquel enorme obelisco se alzaba como una aguja que quisiera perforar el cielo. «En realidad se trata de eso», había respondido con humor a los periodistas. El cohete «Odín» no tenía número. No era un «Ares», un «Orión» o un «Protón», herederos de experiencias anteriores. «Odín» era único. No hubo uno antes y, con toda seguridad, no habría otro después. En el momento en que despegara con sus ciento cincuenta metros de altura y más de quince de diámetro, los planos de todo el proyecto arderían, y más de trece mil personas se quedarían sin empleo. Ese era su corrosivo legado al planeta tierra.

 

  Cientos de millones de personas vieron el lanzamiento por televisión, la mayoría esperando que aquella máquina mastodóntica le explotara bajo el culo, pero eso no ocurrió. Demostró porque había sido bautizado «el mejor ingeniero de todos los tiempos» y el tremendo error cometido por las agencias espaciales al intentar relegarle tras un escritorio. «Odín» rugió, se retorció haciendo temblar el suelo mientras evaporaba en un suspiro las miles de toneladas de agua puestas bajo sus toberas para que no provocara un pequeño terremoto. Las cámaras 3D de súper alta definición y otras -diseñadas con mimo para ese momento- cargadas con película de cine de ciento cuarenta milímetros, comenzaron a registrar todo lo que estaba pasando en la plataforma. En la cofia, él se sentía tranquilo. No vestía de astronauta. Había elegido un mono sencillo, en un acto de soberbia, para demostrar lo seguro que estaba de sus diseños. Los amortiguadores de inercia, de los que algunos ingenieros «oficiales» se habían reído de forma pública, funcionaron a la perfección, y no sintió más presión que la que hubiera sentido en un turbo ascensor.

 

  Pero todo eso había pasado hacía… ¿Cuánto? ¿Mil años? ¿Cien mil? No había modo de saberlo. Sólo sabía que acababa de despertar del sueño inducido del que había disfrutado una vez que se había cansado de mirar por los portillos. Cuando todas las estrellas le comenzaron a parecer iguales, decidió que era el momento de entrar en suspensión animada.

 

  Nada quedaba del poderoso cohete que le había permitido abandonar la órbita de la tierra. Su vehículo ahora parecía más un huevo de gallina mal hecho que una auténtica nave espacial. Lo bautizó «Cocoon», porque eso es lo que era. El capullo donde él se transformaría en un ser casi eterno, como una mariposa abandona la oruga como la que había nacido.

 

  Había cambiado.

 

  No se había planteado las consecuencias de pasar siglos dormido, abandonado a los dictados de su propia mente, que era obvio, no había descansado. Su aspecto físico era casi el mismo, pero se sentía muy cansado. Los monitores decían que todos sus bioindicadores eran correctos, pero el sabía que algo había fallado. Su mente nunca dejó de funcionar. Los fármacos, la bioestimulación… nada había logrado detener la mente que nunca asumió aquella parada de su cuerpo. Buscó soluciones y cuando no las halló, investigó más allá del mundo material. Trascendió y comulgó con algo que estaba más allá del entendimiento. Sentía una nueva espiritualidad que no recordaba haber conocido nunca. Comprendió al viejo párroco en su serena búsqueda del creador, y deseó poder encontrarlo él también. Las fronteras del universo ya no eran una barrera física: eran un completo cambio de estado. No sabía si lo podría comparar con el agua cuando se transforma en hielo o en vapor. Quería pensar que él era el mismo, que tan sólo había cambiado de fase.

 

  Un sonido llamó su atención. El trans-radar, una de sus patentes, acababa de detectar algo fuera. Lo que fuera se acercaba a él a alta velocidad. El traductor matemático se iluminó y comenzó a llenar su pantalla de símbolos. Estaba recibiendo un mensaje, y el sistema había determinado que el mensaje era coherente, es decir, que se trataba de un lenguaje estructurado y que respondía de forma matemática a una transmisión inteligente. Un escalofrío ascendió a lo largo de su columna vertebral hasta perderse sobre sus hombros. Se fijó en el monitor, pero éste no arrojaba nada que se pudiera leer. El algoritmo comenzó entonces a buscar variables y a probar diferentes configuraciones. Mientras lo hacía, le pidió que deshabilitara el corrector automático y la predicción de palabras. Al parecer esas funciones estaban interfiriendo con la interpretación. Se abalanzó sobre el teclado y aceptó ambas peticiones. Un instante después una sola palabra llenó la pantalla del traductor.

 

  «IDENTIFICACIÓN»

 

  Todos sus temores se multiplicaron. Si había encontrado seres hostiles, su viaje se había terminado. No llevaba armas. Había pospuesto su diseño una y otra vez en aras de subsistemas más importantes y, al final, no había tenido tiempo para preocuparse de ello. Tecleó con un acusado temblor de manos:

 

  «NAVE COCOON; ORIGEN, TIERRA»

 

  Añadió un ideograma en el que se utilizaban los púlsares conocidos como radiofaros para determinar la posición del Sistema solar, aunque no creyó que sirviera de mucho a semejante distancia de la Tierra. La respuesta le dejó sin respiración.

 

  “BIENVENIDA, NAVE COCCON. SABEMOS DE ESE LUGAR”

 

  Un sonido indicó que había una transmisión entrante. ¡Querían hablar con él! Todos sus miedos comenzaron a disiparse. Abrió un canal de audio y esperó. El sonido de una guitarra eléctrica restalló en sus oídos cuando Chuck Berry atacó la entrada de Jonny B. Good.

 

  ¿Era posible? ¿Recorrer el universo hasta el límite para encontrarse con un músico muerto ya hacía siglos cuando él comenzó su viaje? Se abalanzó sobre la consola y tecleó con furia en busca de información sobre la canción mientras la, hasta entonces, silenciosa cabina de mando parecía temblar con la música. La completa base de datos comenzó a repartir información, tanta que era imposible discriminar qué podía ser importante y qué no. Probó varios filtros, pero no encontraba nada significativo. Por fin se le ocurrió unir el nombre del autor con los términos, «investigación» y «espacial»: lo encontró. Jhonny B. Good era uno de los temas grabados en el disco de oro que transportó la misión Voyager en el Siglo XX. ¡Increíble! Era imposible que aquella primitiva sonda hubiera llegado hasta allí, lo que sólo se podía traducir en que los antepasados de los que tripulaban esa nave, habían estado muy cerca del Sistema Solar en otros tiempos.

 

  Decidió tomar la iniciativa en la conversación.

 

  «¿IDENTIFICACIÓN? »

 

  La respuesta fue casi instantánea.

 

  «NAVE LEGAN»

 

  Era una respuesta bastante ambigua, pero antes de que solicitase una ampliación recibió más datos.

 

  «NAVE LEGAN, PERTENECIENTE AL CRÓO DE LEGANSE»

 

  Supuso que el Cróo de Leganse era el pueblo, planeta, o sistema al que pertenecían sus interlocutores. Una nueva entrada de audio cortó en seco la música, sustituyéndola por una voz clara, de timbre armonioso.

 

  −Reiteramos nuestra bienvenida, Cocoon −dijo con amabilidad−. Vamos a tomar el control de su nave y dirigirle a la frontera. No debe asustarse −aquella voz desprendía una calma absoluta−. Podemos charlar durante el viaje, si así lo desea. En caso contrario, le dejaremos descansar. Comprendemos que ha realizado un largo viaje.

  −Hablemos −dijo él sin la menor sombra de duda, excitado por el contacto−. Tengo millones de preguntas.

  −Pero nosotros no tenemos las respuestas, Cocoon −la voz era casi paternal−. Sólo somos los mensajeros.

  »Las preguntas encontraran sus correspondientes respuestas en otro Cróo Su presencia aquí no es una sorpresa, pero no les creíamos capaces de llegar tan pronto. ¿Es como lo esperaba?−preguntó la voz con tono conciliador.

 

  Se dio cuenta de que no tan siquiera había abierto un portillo para ver dónde estaba, tan absorto que había estado con la monitorización de todos los sistemas. Hizo que se deslizara la compuerta protectora de una de las escasas ventanas de la Cocoon. El espectáculo fue desolador.

 

  Flotaba en la oscuridad, en una negrura profunda sólo rota por un punto de luz que se movía a su lado, aunque a gran distancia. Supuso que era la nave Legan. No pudo hace ninguna maniobra para cambiar el ángulo de observación. Estaba siendo guiado desde fuera.

 

  −No hay mucho que ver −sonó la voz de nuevo, como si además de pilotar su nave, estuvieran leyendo su pensamiento−. ¿Decepcionado?

  −No… −contestó sin mucha convicción mientras cerraba el portillo−. ¿Dónde estamos ahora? −quiso saber.

  −Lo podríamos llamar «tierra de nadie», si hubiera tierra y hubiera habido alguien alguna vez −la voz sonaba divertida−. Lo que estás viendo es lo que era antes de las cosas fueran… no sé si me explico. Tal vez estés empezando a encontrar respuestas, pero recuerda que yo no te las he dado. Debes sacar tus propias conclusiones.

  −¿Así era el universo antes de la creación?

  −¿Crees que había universo antes de la creación? Entonces, para ti, la creación es un fenómeno local, puesto que aún hay partes vacías, como ésta. ¿He acertado? Si eso es cierto, el Creador no es un ser muy impresionante…

  −No he querido decir eso…Legan. ¿Puedo llamarte Legan? −no esperó la confirmación−. Supongo que es cuestión de escala… De todos modos me has dicho que vamos a otro lugar, a otro Cróo, así que lo que estamos llamando la creación, no se ha terminado. Este es tan sólo un punto intermedio, una especie de apeadero.

  −O una mota en el ojo de dios. ¿Es esa tu impresión?

  −No… No lo sé −reconoció−. Algo me ha pasado durante el viaje. Tengo la sensación de que mi cerebro ha vivido una vida por su cuenta, y ha obtenido conclusiones que no está compartiendo conmigo. Yo nunca he sido un creyente, sin embargo, ahora siento la sensación de trascender, de ir más allá… y no me refiero al siguiente Cróo, o lo que sea…

  −Pero existe el Cróo, es decir, aún aquí hay jerarquía…

  −Cierto, y eso quiere decir que no he llegado a la última respuesta.

 

  La nave Cocoon dio un bandazo antes de recuperar el rumbo y la estabilidad. Entretenido en la conversación, no se había dado cuenta de que le habían vuelto a acelerar por encima de la capacidad de sus competentes motores iónicos. Le habían lanzado como una pelota. Un par de luces verdes viraron a color naranja, en una clara advertencia de que estaba acercándose a ciertos límites que era mejor no superar. Había margen de seguridad más que suficiente, pero el sistema le hacía saber que si seguía acelerando podía tener problemas estructurales.

 

  −Legan −dijo preocupado−. ¿Te ha molestado algo que haya dicho?

  −Negativo −la voz seguía siendo afable−. Tan sólo es el final de nuestro camino a tu lado. Ya te dije que sólo somos mensajeros. Navega tranquilo: no hay nada con lo que chocar. Estás a salvo. Sólo queremos decirte una cosa más.

  −¿De qué se trata?

 

  La respuesta se demoró un instante más de lo esperado, como si los Leganse   estuvieran evaluando qué decir. Por fin, la radio rompió su silencio:

 

  −Que Dios te bendiga, viajero.

 

  El sistema de comunicaciones se quedó mudo. Intentó por todos los medios comunicarse una vez más con Legan, pero fue imposible. Incluso el punto de luz que había visto antes desapareció de su limitado campo visual. Estaba sólo de nuevo y se sentía un extraño. Sus pensamientos no le pertenecían, no era capaz de reconocerse en ellos. Había dicho que su cerebro había vivido una vida ajena a él durante la suspensión. Ahora se preguntaba si eso era cierto. Tal vez no había sido su cerebro, sino su alma. La idea, lejos de perturbarlo, le concedía una grata sensación de paz. En otro tiempo hubiera peleado buscando una razón, con la que explicaría que su mente necesitaba un asidero fuera de la lógica para no terminar desequilibrado. Si su pensamiento había estado activo durante todos aquellos miles de años, ¿No habría sentido el mordisco de la soledad y experimentado etapas de locura? ¿Cómo habría sido estar consciente encerrado en una caja oscura durante milenios? ¿Acaso era ese el origen de los dioses? ¿De la mística? Su mente consciente le había sobrepasado, había evolucionado de forma lenta, madurando como un vino en las profundidades de una bodega. Había tenido todo el tiempo que él había dormido, y ahora le hablaba de Dios. ¿Cómo rechazar milenios de meditación? ¿Cómo podía estar equivocada?

 

  Quizás estaba descubriendo el origen de las religiones. Tal vez no se trataba más que de la necesidad de resortes mentales para la psique en la búsqueda de una estabilidad que no es compatible con el desconocimiento y la ignorancia.

 

  Un destello en el portillo le entró por el rabillo del ojo. Se colocó en mejor posición para ver que estaba pasando fuera: quedó maravillado.

 

  Todo a su alrededor era como un mar de enormes pompas de jabón. Las dimensiones eran tan inimaginables que no había forma de ponerlas en números. Se dio cuenta de lo que significaba aquello. Cada una de esas pompas era un universo completo.      No podía calcular la cantidad de seres vivos que podía estar contemplando a través de aquella minúscula ventana. Todo estaba ahí. La historia, las verdades, la ciencia… todo cuanto se pudiera imaginar estaba en aquel mar infinito de universos que flotaban en la nada como si estuvieran incrustados en gelatina. Intentó observar algún patrón de movimiento, pero no consiguió nada. Si aquello se estaba moviendo lo hacía como un todo. Las preguntas de su mente parásita le asaltaron de nuevo. ¿Quién podría haber construido aquello? ¿Que había más allá del mar de universos que estaba viendo?

 

  −Saludos, Cocoon −la radio le dio un susto de muerte−. Sé bienvenido al último Cróo.

 

  Se quedó sin palabras. ¿Qué podía decir? Ellos sabían quién era él, y por qué estaba allí. Tenía que limitarse a escuchar las respuestas, si es que éstas llegaban algún día.

 

  −No es necesario que hables si no quieres −volvió a sonar la voz−. Podemos comunicarnos del modo que tú prefieras. He pensado que la palabra era lo más cómodo para ti.

  −¿Me puedes decir quién eres? −consiguió preguntar al fin.

  −Soy todo lo que ves ahí fuera, todos y cada uno de los universos que son, han sido y serán… Sí −dijo la voz con tono sonriente−, también soy tú. Sé que te lo estás preguntando. Todo lo que te rodea no es más que energía en diferentes estados, materia construida con los ladrillos básicos del universo. Yo no vine para ordenarlos. Yo nací del orden.

  −Pero entonces…

  −No: no te precipites −le interrumpió la voz−. No tiene por qué haber una última pregunta, una razón final, pero si la hubiera, eso no la transformaría en dios. ¿Me comprendes? Mira de nuevo a tu alrededor:

  »Tus ojos están viendo distancias para las que no fueron creados. Tu mente ha cavilado durante milenios, tiempo para el que no fue concebida. Lo mismo puedo decir de tu cuerpo, que ha dormido durante lo que para los tuyos sería la eternidad, cuando no tendría que haber mucho vivido más allá de cien años. ¿Hay una causa para ello? La respuesta es fácil: no. Ha ocurrido por tu determinación: eso es todo.

  »Piensas que puedo estar enfadado por haberte atrevido a romper las fronteras del ser humano: vuelves a estar equivocado. Represento el orden, y dentro de ese orden estás tú y tus acciones. En esos universos que ves ahí afuera nada es pasado ni futuro: sólo hay presente, por lo tanto, y esta sí que es una respuesta, no hay creación. Todo pasa a la vez. Los acontecimientos no van en fila, uno detrás de otro. Van codo con codo.

  »En alguno de esos universos han aprendido a saltar entre esos acontecimientos. Para muchos ese conocimiento ha supuesto la desaparición de galaxias enteras. Otros, han sabido usar esa herramienta para mejorar.

  −¿Me estás diciendo que todo es repetible? −preguntó confundido mientras intentaba digerir toda aquella información.

  −En efecto. Todo puede volver a ser hecho. Se puede repetir algo con absoluta exactitud o cambiar las cosas a mejor… o a peor. Nadie será premiado por lo primero, ni castigado por lo segundo. El orden no juzga a nadie. El equilibro es una característica del orden, como la gravedad es una característica de tu universo.

  −¿Estás siempre aquí? −mientras formulaba la pregunta se dio cuenta de que ya sabía la respuesta.

  −Siempre y nunca. Estoy aquí y ahora porque tú estás aquí y ahora.

  −Supongo que aquí acaba mi búsqueda…−dijo apesadumbrado−. Ni triunfo ni fracaso. ¿Qué va a pasar ahora?

  −Por desgracia, es imposible extender tu vida lo suficiente para que puedas visitar esos universos. Lo siento. El orden no contempla eso. Además, hace falta la energía de una nova para cada salto. Pero dadas las circunstancias, podemos hacer una concesión. Tienes que entender que no podrás elegir: Hay infinitas posibilidades, pero son cerradas.

  −¿Cuál es la alternativa?

  −No hay alternativa. Lo siento de nuevo −la voz no perdía su tono afable−.  Espero que tengas un buen viaje de vuelta, y que encuentres las respuestas a todas esas preguntas. Adiós, viajero… ¡Que Dios te bendiga!

 

  Esta vez sí sintió la aceleración sobre su cuerpo. Las luces del panel de control pasaron todas a anaranjado y unas cuantas incluso a rojo. La nave comenzó a trepidar como si fuera a desintegrarse en cualquier momento. Múltiples alarmas comenzaron a sonar, casi todas alertando del riesgo de un grave problema estructural. No podía hacer nada. Notó cómo la sangre abandonaba su cabeza y sus pensamientos comenzaron a verse como incluidos en una enorme torunda de algodón. Todo era denso, pastoso, como una resaca motora que le derrotaba al tiempo que le pegaba a la pared de forma inevitable.

 

  Después, nada.

 

  La mente le mantuvo consciente durante todo el tránsito. Pudo dialogar con ella y razonar lo que habían visto. Tuvo cientos de miles de años para pensar. Fue la peor condena a la que se podía someter a un ser vivo. Sin embargo no había castigo. Era una simple cuestión de orden, lo tenía asumido. No desesperó. Su mente había sido parcelada, organizada, conectada… Veía relaciones dónde nadie las hubiera buscado y comprendió muchas cosas, pero no logró obtener las respuestas. En un momento determinado en aquellos eones transcurridos comenzó a jugar con las palabras… «Legan» se transformó en «Ángel» y Cróo en «Coro». ¿Había estado en el paraíso y no se había dado cuenta? ¿Había llegado hasta el último Coro celestial y había sobrevivido? ¿Había visto a Dios? ¿Eran «ángeles» los Leganse o se trataba sólo de una coincidencia?

 

  De repente sintió un golpe sordo. Se vio a sí mismo como el ser más anciano que hubiera existido. Sus ojos se perdían en las innumerables arrugas de su cara y sus manos eran manojos de frutos secos arrancados junto con sus ramas. Su cuerpo era cuero colgando de su columna vertebral. Su boca mostraba las encías desdentadas y su nariz y orejas habían crecido hasta dominar toda su expresión. Se podría dudar tranquilamente de su naturaleza humana, pero su mirada era clara. Era la mirada de un sabio.

 

  Por alguna razón que decidió ignorar, era momento de dormir.

 

  Nunca supo el tiempo que transcurrió en ese sueño. Esta vez, su mente consiguió, por fin, descansar. La vuelta a la consciencia fue gradual. Comenzó como un murmullo que iba llenado sus oídos, a la vez que un acre olor a incienso llegaba hasta él con la contundencia de un cañonazo. Supo que estaba de pie. Sus ojos comenzaron a funcionar. Al principio sólo eran borrones, pero al cabo de unos minutos reconoció aquellos toscos brochazos azules, sobre los que reventaban unas irregulares estrellas amarillas. La familiar voz del párroco restalló en su cabeza con una claridad inusitada. Lo sintió a su lado, incuso percibió el aroma de la loción barata que usaba.

 

  El orden había sido restablecido.

 

  El párroco se giró hacia él y le guiñó un ojo. Bajó la voz, para que no le pudieran escuchar los feligreses y le dijo mirándole a los ojos.

 

  −¡Bienvenido, viajero! Que Dios te bendiga…

 

 

    

Juan Manuel Sánchez Villoldo (Bilbao 18/7/62)

Ex locutor de radio en dístintas cadenas, ex colaborador y articulista de la revista "En ruta", dedicada al turismo, actualmente trabajando en Filipinas como Production Manager de Cygnal Canal 56.

Ha publicado:

  • BLUE”, Finalista en el concurso literario Las otras realidades
  • Gotten Wille” publicado con DOLMEN editorial dentro de la antología Los albores el miedo
  • 120 palabras vacías”, seleccionado y publicado en la antología Sentimientos (letras con arte)
  • Siempre te querré”, publicado el antología “Evil Children” de Vuelo de cuervos
  • Los Herederos” publicado en la antología de Ciencia Ficción de Letras con arte
  • El regalo”, publicado en el blog especializado en literatura de terror Vuelo de cuervos
  • El artesano” publicado en Vuelo de cuervos, especial Muñecos diabólicos

 

Después del verano, EC.O publicará mi primera novela (ciencia ficción) "Las guerras del código"

Ha comenzado la pre producción para llevar al cine uno de mis relatos, en concreto el titulado "La cena" que fue publicado en la revista Vuelo de cuervos

Estoy escribiendo el guión para una serie de animación del género fantástico de la que, por el momento, no se puede contar más :)