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El otro

Lozano, Roxana

 

No sé qué me hace regresar una y otra vez. Día tras día inunda mis mañanas un solo pensamiento. Más que eso, el deseo permanente que colma mis pueriles plegarias, ¡Que desaparezca! No puedo dejar de pensarlo, ni al deseo ni a él.

 

La decisión de ignorarlo no es suficientemente firme, es algo que no puedo llevar a cabo, mi mente tiende demasiadas trampas, tantas que me hacen volver. Siempre volver.

 

Necesito verlo. Salir en su búsqueda, cruzarlo, o simplemente saber que aún esta allí, o que ya no está. Pero saber.

 

Pensé en una necesidad mutua, algún tipo de reciprocidad, tal vez ni siquiera o mejor dicho, ni quisiera. Siquiera, quisiera, quiera, que, era, si, se, será, ser. Nueve palabras.

 

De cualquier modo no me importan razones que no comprendo, lo único que me importa es lo que está sucediéndome.

 

Qué cambiaría saber el cómo o el por qué, lo que va quedando todavía, busca una palabra o una mirada que alcanzarían para complicar mi día y, por supuesto, los venideros, tal como se fueron entorpeciendo los anteriores.

 

Me preocupa que le pase algo por mi falta de cuidado. Y si ello sucediese acaso ¿permaneceré yo entero, con todas mis partes? ¿Volveré a ser como antes? Como era o como no fui.

 

Nunca supe de dónde había venido, ni cómo había llegado, ni de dónde apareció. Pero hoy forma parte de mi realidad, de mi presente, en cierta forma, de mi historia.

 

Mis pensamientos más ilógicos me arrastran hacia ideas absurdas,  un escape de mi razón para poder catalogarlo. Mi sombra. Mi alma. Mi otro yo. Un dios pagano endemoniado que emergió de las entrañas mismas del océano de nubes que yace debajo, sólo para complicar mi ortodoxia, mi pureza, mis rituales y mis silencios. Otro. Alguien igual, pero diferente. Un ángel ruin decidido a torcer mi destino. Alguien que dice sin decir, que molesta sin estar, que perturba estando, que se camufla hasta formar parte del paisaje. Que va y viene o permanece. Observa. Se mueve. No hace. Y espera. ¿Qué espera? Una entelequia en sí mismo. Algo que me provoca ansia y temor a la vez. Quizá la maldición que yo mismo invoqué. Quizás… tal vez…, demasiadas preguntas ocupan mis pensamientos, tengo que vaciar un poco mi cabeza. Pensamientos, miento, mi, en, te, pienso, piensa, pi, pie, mente, pinta, pinto, paseo, pasen, pisen, piso, pose, pase, sane, sin, sean, pimientos. ¡Ah no!, perdí.

 

¿Farero de altura?, ¡qué idea tan absurda! ¿De dónde la has sacado?, los faros están muy alejados, un sirviente en vez de un creador, deberías pensarlo hijo”…

 

El Faro del Confín. Desde pequeño había sido mi elegido y hoy soy su único habitante. Es el gran guía que desde lo insondable de la mismísima soledad orienta a tantos comandantes de dirigibles. El gran maestro del aire que se alza en la cima de la Gran Montaña, demasiado elevado del suelo y de los hombres. Cuido su estructura y nutro diariamente su núcleo enardeciendo su fuego interno, elevando las emanaciones que nos mantienen vivos. Me engendra y me contiene en su cálido vientre, y somos como un animal dentro de otro, en medio de la inmensidad. Necesita de mí para mantener su gran ojo abierto y alerta. Y yo para cumplir mis sueños. Sueños, “… sé lo que quieras pero no dejes que mis sueños se terminen aquí, hijo, estoy muriéndome y esto también es parte de la vida”.

 

¿Por qué ahora? Pasado, presente, mi padre, el proyecto y yo, sólo él y yo.

 

A lo lejos muy pocas aves revolotean en busca de presas, nubes que nos atraviesan, vientos que nos azotan, el horizonte, el sol, la luna y, más allá, la nada misma.

 

Adentro, un monótono acorde, el bullicio que emana de sus entrañas, que se entremezcla con el vapor y despliegan la calidez de un vientre protector, el prototipo, de mi padre, antes, mío ahora..., y ahora recuerdos otra vez.

 

La oscuridad.¿La muerte? La noche de la tormenta inclementes vientos daban vida a las propias inmensidades, arrastraban todo cuanto podían, intentando derribar a la gran torre. Un mal movimiento y mi pierna se atascó de tal forma, que por primera vez sentí que mi vida corría peligro.

 

Maldije a la soledad porque nadie podía socorrerme, nunca lo hago porque lo cierto es que saco buen partido en ser ermitaño, amo la soledad y el silencio más que a nada o a nadie, relacionarme con otros me resulta más conflictivo que placentero. Entonces ahí estaba sólo con mis habilidades, o con la renuncia. Mantuve alerta el ojo guía todo el tiempo que pude, pero todo culminó cuando nuestros ojos se cerraron.

 

Amaneció calmo y cerca del mediodía desperté exhausto. Los rayos de sol no alcanzaron siquiera para entibiar mi cuerpo que, con el ropaje húmedo no dejaba de temblar, tuve suerte de no haberme congelado. Tironeé con fuerza hasta que mi pantalón se rompió y finalmente pude destrabar mi pierna. La moví con algo de dificultad y la examiné, tuve mucha suerte, apenas podía llamar un rasguño a lo que tenía.

 

Hacía frío aquella mañana, ¡mucho frío! Bajé con cierta ligereza y me quité de inmediato la ropa. Me aseé un poco en la jofaina, mojé mi cara con agua helada y sentí más que otros días, la aspereza de la toalla raspando mi piel. Me aplasté el pelo rústico como el de mi padre. Tenía que recortarlo y todavía no me mandaban el espejo que les había pedido.

 

Al ponerme la gorra de lana que él usaba noté lo deteriorada que estaba, vieja y agujereada. Pero los objetos son sólo eso, lo que queda de su presencia aun en su ausencia. Igual que su chaqueta, mi fuente de inspiración, los planos..., sus sueños inconclusos. ¡Qué hombre!

 

¡Qué hambre tenía por la mañana! Claro, si por causa del temporal y mi pierna atascada no había comido casi en todo el día. Tan desesperado estaba que sin terminar de abrir por completo la lata de conservas, hundí dos dedos y extraje un par de frutas. Y mis manos estaban tan entumecidas del frío que ni siquiera me di cuenta del corte que tenía. Recién me percaté de ello cuando me sequé en los pantalones y vi que había manchado con sangre una de las piernas. “el uniforme siempre debe estar impecable, en cualquier lugar donde uno se encuentre, aun durante la guerra, hijo mío”, bueno después de todo es sólo un pantalón, más tarde lo lavaría.

 

Mientras bajaba pude oír la queja de un corazón que lentamente se estaba apagando, un silbido agónico. Y todo era culpa mía. Palmeé la tubería. Tranquilo, amigo, ya voy por tu alimento, no te dejaré morir. En ese momento sentí un extraño miedo, uno genuino que comenzaba a apoderarse lentamente de mí. Un miedo ajeno. Uno que nunca antes había experimentado. Uno que crecía a medida que descendía. Disminuí mi paso, como si no quisiese salir. Mientras jugueteaba con mis dedos pegando y despegándolos con esa mezcla rara de almíbar y sangre que había quedado entre ellos. ¿Cómo estará el depósito después del temporal?

 

Diez paladas de carbón, el combustible para dar vida al corazón del faro. Sólo diez, ni una más, alcanzarían para alimentarnos. Una más, sería motivo de desperdicio y tengo que ser previsor respecto de las vicisitudes. Un día y al siguiente, y al otro.

 

¿Y esto nuevo?, ahora el miedo. Un miedo producto de esa noche endemoniada. O tal vez por la muerte y ni siquiera me lo había planteado alguna vez. Planteado, plateado, planta, planto, planeado, lana, lona, dona, nao, la, lo, pan, plata, lata, lote, dan, don, de, pote, pato, tea, tao, veintiuna, ¡excelente!

 

Descolgué las llaves y las colgué de mi cinturón. Abrí la puerta y la sorpresa fue superlativa. Envuelto en una lona sucia, un cuerpo se apoyaba sin firmeza, casi inerte, en el umbral. ¿Qué es esto? La pregunta cubrió todo en mí. Pude escuchar mis propias palpitaciones que retumbaban dentro del pecho como una gran caja de resonancia. Llamaradas de fuego interno comenzaron a devorarme. El momento no transcurría. Era una pausa sin fin, permanecí absorto, inmóvil. Él formaba parte de la misma atemporalidad, pero aparentemente, la venía transcurriendo desde antes. No se movió, ni percibió siquiera la apertura de la puerta, mucho menos mi presencia. Entre un sinfín de preguntas y sentimientos ambiguos, reaccioné.

 

Tenía que ayudarlo. Aunque por mí, prefería ignorarlo. Le hablé, le grité, y esperé aunque sea una mirada, un movimiento, una mano extendida, pidiendo algo, pero ni la cabeza se le movió. ¿Y si está muerto? No, no, demasiado erguido para no tener vida.

 

Tomé la decisión de sacudirlo y sentí repulsión al tocarlo. En la porción alta de su torso, cerca del cuello, y algunas partes de sus brazos, lo que pude observar, se hallaba cubierto por hojas  amarronadas, secas pegadas a su piel, una encima de otra, y eran casi parte de su cuerpo, de sí, una mezcla de sangre, barro y hojas. ¡Qué asco! Nuevamente el temor acidificaba mi organismo. Y más aún al darme cuenta que se cubría con mi lona, ¡había estado en el depósito!

 

Levantó dificultosamente la cabeza, no llegó a mirarme, apenas abrió su boca e hizo un gesto indicando la falta de alimento, o al menos así lo interpreté. Su exigua expresión sumada a la imagen que tenía enfrente me hacía pensar que no podía valerse por sí mismo, necesitaba de mí. Pero yo no necesitaba de él, o al menos eso creí.

 

Lógicamente, ese hombre buscaba algo que, con el correr de los días, me iría dando cuenta que era mucho más que un poco de comida. ¿Un hombre allí? ¿De dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Qué? ¿El tripulante de un dirigible? Probablemente.

 

Era evidente que no tenía fuerza casi ni para incorporarse, pero aun así, por desconfianza cerré la puerta y la trabé mientras fui en busca de alimento. Regresé con una lata de conserva abierta que dejé en el piso a su lado. No pretendí tocarlo. Pasé con la carretilla hacia el depósito. Apenas si levantó su inexpresiva mirada. Y estiró su mano para tocarme o agarrarse de mi pantalón pero me corrí.

 

No era ésa una montaña que se pudiera escalar y menos sin valerse siquiera de una soga. Sentí tantas dudas como responsabilidad. Recorrí los alrededores antes de ir a buscar combustible y ni un vestigio de algún tipo de transporte que lo hubiese traído. Sólo él, como única huella. Como un ser desprotegido, buscando amparo tras un muro de piedra.

 

Mientras verificaba que todo estuviese en orden y evaluaba los daños ocasionados por la tormenta, que por suerte eran menores, pensaba y pensaba qué hacer con él o cómo deshacerme de él.

 

Más allá del lugar del que hubiese venido, cómo, cuándo o por qué, estaba ahí y de alguna forma estaba implicándome, me hacía partícipe. Tuve la sensación de que podía congelarse, o enfermarse. Aun más, podría morirse. Pasase lo que pasase yo sería responsable. Vendrían autoridades por mí, o tendría que abandonar mis tareas para atenderlo, y hasta sería culpable de los desastres aéreos que pudiesen producirse por desatender mi trabajo en el faro.

 

Así que, cuando regresé, le mostré el camino hasta el depósito, que no eran más que unos cuantos pasos, y le dije que podría quedarse hasta su recuperación, advirtiéndole que tendría que buscar su lugar. No fue capaz de mirarme, mucho menos de contestarme. En un mutismo total mantuvo su vista en dirección al suelo.

 

Abacero de almas que/robas para tu empresa/Inocencias precarias/Abúlico el destino/se acoda en estrecha senda que /Sin suerte, despoja mi alma. ¡No, no, no! la única canción que afianzó mis miedos desde la niñez. La había olvidado, por años la anulé. ¿Por qué ahora? Inocencias, cien, ciencia, as si, ni, cena, seca, case, con, nueve.

 

No pretendo ser amigable, sin embargo, conociéndome, sé que lo voy a ayudar. Tal vez ni siquiera tiene fuerza ni para levantar la vista, o simplemente decide ignorarme. O no escucha o no me entiende. O…, o…, o vaya a saber. Después de todo no es mi problema, ¿o sí?

 

Pasada la tarde di vueltas y vueltas entre hélices y fórmulas que me darían medidas exactas del algoritmo que todavía no llegaba a resolver. Inútilmente intenté concentrarme porque millones de preguntas capturaban mi atención. Así que iba a quitarme la chaqueta como parte del mismo ritual antes de guardar las cosas, pero descubrí que no me la había puesto. Nunca lo olvidaba. Comenzaba a irritarme la situación, conmigo y con él.

 

Bajé en busca de alguna respuesta pero cuando salí no estaba ni en el umbral ni se lo notaba a simple vista por los alrededores. La lata de conservas estaba tal como yo la había dejado. Me indignó que me hubiese pedido comida y me la despreciara. Tal vez ni siquiera le gustó. Cada lata cuenta, no es para desperdiciar. ¿me habrá entendido? ¿lo habré entendido?

 

Tomé la conserva y apuré mi paso en la única dirección posible. Seguro que está en el depósito, resguardándose, hace mucho frío. ¡Tampoco esta!. Aproveché, tiré la lata en la basura y salí a recorrer un poco las inmediaciones pero el aire comenzaba a dar claros indicios de que una nueva tormenta se avecinaba. Esperaba que no fuese tan fuerte como la anterior.

 

No lo encontré por ningún lado. ¡Qué alivio! Se había ido de una forma tan repentina como había aparecido. Pero ¿dónde? ¿Cómo lo hizo? ¿Estoy alucinando? ¿Estaré bien?

 

Al entrar recorrí el faro por completo, pensando que de alguna manera podía haber entrado, pero tampoco estaba allí.

 

Permanecí perplejo. Ningún dirigible había pasado en las últimas horas. Yo sé bien en qué momento del día se aviva el tráfico y faltaba aún. Desconcertado, pretendí retomar mis tareas y guardar esa anécdota pensando en que ése había sido un día atípico.

 

Sin embargo dentro del faro estaba atentó a cuanto sonido diferente pudiese producirse y fuera mi mirada estaba mas alerta que de costumbre, estaba seguro que en algún sitio estaba, nadie desaparece repentinamente, pero tampoco aparece repentinamente.

 

Antes que finalizara como un mal sueño yo había despertado y todo tenía un aspecto totalmente normal. Después un sueño corto y agitado me levante suficientemente apurado, estaba seguro que andaría por ahí, escondido por los alrededores o seguro en el deposito. Aligeré el paso con la carretilla y la traje llena de carbón. Ni siquiera conté cuantas paladas solo cargué y cargué y cargué..., todo cuanto pude, ocuparía mi día en su búsqueda.

 

Una búsqueda infructuosa que me dejó casi sin fuerzas, sin esperanza y peor aun, sin una respuesta a todos mis interrogantes. Al otro día y al siguiente.

 

En un principio contabilizaba las jornadas de su ausencia, miraba por las diferentes ventanas del faro y recorría los alrededores, pero después de unos cuantos días, todo permanecía en la mayor de las normalidades. Todo menos mis pensamientos y mis miedos que lograron ovillarse una vez más.

 

La primer reflexión al despertar era si al abrir la puerta no estaría detrás, o si andaría por ahí. ¡Cómo había cambiado!, antes la fórmula que aun no logro terminar era mi motor, sin embargo ahora, Yazgo en la aridez del desamparo/contemplando cerrazones que amenazan. ¡No, no, no! contemplando, contemplo, planeo, plan. ¡Ahí está otra vez!, cerca del depósito. Había pasado casi un mes. ¡Otra vez! ¿de dónde aprecio?

 

Decidí mirarlo por la ventana oeste. Desde donde estoy puedo verlo bien, sentado en una roca, con las piernas abiertas y la espalda encorvada. Tiene algo en la mano, pero, ¿qué es?, no lo distingo. Algo hace en una piedra, pero desde acá no puedo verlo. ¿Qué hace? ¡Volvió!

 

La tarde esta cayendo y hace muchas horas que hace lo mismo. Camina como si no tuviese rumbo, y con mucha dificultad arrastra piedras grandes y planas. Pero parece llevar un cierto orden, no es al azar. Y siempre desde el mismo lugar mira las piedras, pero también mira hacia aquí, clava sus ojos en la ventana, y sé que no puede verme; en cambio, yo sí. Y es como si buscase de alguna forma mi aprobación, como si supiese que estoy aquí, viéndolo. Busca el consentimiento de lo que él hace y yo ignoro.

 

¡La chaqueta! Ni  bien lo vi, casi en la oscuridad bajé lo más rápido que pude llevado por la furia. Ahora va a escucharme. Se sobrepasó. Salí tan rápido como pude y recién cuando estuve frente a él, lo vi mucho más de cerca, sentado en una roca doblado sobre sí, recostaba su torso sobre sus piernas, y sus brazos cansados colgaban inertes como si se tratase de un muñeco de trapo y no de una persona. Sus manos estaban sucias, como si las hubiese hundido en el carbón.

 

Sí, ¡mi carbón! Y su espalda encorvada, como un caparazón lo envolvía y lo aislaba de mí. Su vista una vez mas se hallaba hundida en el suelo. Tenía puesta una chaqueta del mismo color que la de mi padre, del bolsillo de su pantalón colgaba un trapo desaliñado. No dejaba de extrañarme. Pero no hallaba respuesta.

 

Intenté algún tipo de comunicación como pude, en mi idioma, y en otros sumamente desastrosos, y hasta hice señas y grité desesperado. Su silencio y, podría decirse su indiferencia, eran magnánimas.

 

De pronto se incorporó y, con su torso erguido, me miró; en silencio. Sin el escudo que había sido arrancado, el pedacito de la insignia que aun quedaba cosido, era indiscutiblemente del Cuerpo de Ingenieros de la Real Armada Aérea del Imperio. Una chaqueta azul Prusia estilo señorial con relucientes botones dorados..., y estaba tan impecable como el uniforme de mi padre. ¡Era la chaqueta de mi padre! La reconocí de inmediato, le quedaba justo a su talla, aunque no correspondía con su figura.

 

Estuve a punto de increparlo y quitársela, hice un amague, cuando por primera vez habló: “La necesitaba para resolver un problema, en breve la devolveré. La necesitaba”.

 

¡No, no, no, no! Estiré mi mano, su torso desnudo de inmediato se estremeció del frío, ignoré la imagen y ni bien la tuve en mis manos, di media vuelta para ir directamente al depósito.

 

Si estaba echando mano a mi carbón, tal vez estuviese alimentándose de mis conservas. Luché al menos media hora con la llave del depósito, se me había trabado y no era la primera vez. Tenía que sacarla y tratar de arreglarla, aceitarla un poco, pero ahora con él ahí no lo haría de ninguna manera. Esperaría a que volviese a irse.

 

De vuelta al faro, maldije que estuviese allí, provocándome problemas, como el de la cerradura, preservar el carbón, los alimentos, la cerradura, la chaqueta..., pero lo peor no eran los problemas, sino los sentimientos ambiguos que me creaba. Quería ignorarlo, que desapareciese, que no me implicase. Sentía culpa de que le pase algo. No me hablaba, hacía sus cosas, no pedía nada, ni siquiera se opuso a devolver mi chaqueta. Aun sabiéndose desnudo. Nos observamos en la distancia.

 

Sus únicas palabras repicaban en mi cabeza, “resolver un problema” ¿Qué problema existe en una montaña en el medio de la nada?, “la necesitaba”, para cubrirse seguro, el único problema de la lluvia o el frío, “necesitaba”, repitió, necesitaba, si, citaba, cita, nata, cien, sien, cita, no ya estaba, ¿estaba? Volví la vista a la chaqueta que colgaba prolijamente de mi brazo, me detuve, lo miré y regresé sobre mis pasos más enfurecido conmigo que con él. Se la tiré con desprecio, sin dudarlo se abalanzó sobre ella y se cubrió de inmediato. Pero ni siquiera lo agradeció. Ni con una palabra, ni con una mirada, siquiera. Actuaba como si yo no existiese, como si fuese parte del paisaje, o como si fuese mi obligación ayudarlo. Se levantó, frotó un poco sus brazos para calentarlos, me dio la espalda y continuó con lo que estaba haciendo.

 

Llevado por la ira apuré el paso hacia el faro. Yo también tengo que continuar mis tareas. ¿Continuar? ¿Retomar? Más bien comenzar. Todo estaba abandonado.

 

Guardé celosamente la llave del depósito y corrí hasta la ventana oeste, para ver que estaba haciendo. No lo veía desde allí, fui entonces a la ventana norte. Seguía buscando piedras y acomodándolas. No sé que hace, los matorrales me entorpecen una visión clara.

 

Está cayendo la noche, y cada vez que pasa y se acerca un dirigible, con la luz que me proporcionan mas la del  faro, aprovecho para ver donde está, por las dudas, tal vez esté planeando algo. La falta de luz diurna me dificulta verlo. Es un buen motivo para despreocuparme. Preocuparme, de, reo, roe, re, par, arme, ocuparme, ocupar… fumar. Riman. ¡Qué ganas de fumar! Hace ya bastante que..., tal vez, aún queden algunos, si no están húmedos, podría. ¡Qué tontería! Finalmente nada demuestra que los pensamientos lógicos puedan con la voluntad.

 

Así que disfruté el cigarrillo de principio a fin, como hacía mucho no podía, y de las siluetas que teje el destino con el humo en el haz de luz que quiebra la noche. Luego me fui a dormir.

 

Los vientos en las montañas son extremos, ya los conocía, pero aquella mañana pude sentir la velocidad con la que se desplazaban desde lo alto. Altura. ¡Claro, sólo eso necesitaba! No había terminado de asearme aún y busqué en vano mi navaja para rasurarme. ¿Dónde la dejé?

 

Subí apurado hasta la sala de linternas, en la cúpula. ¡Acá estás, bribona! ¿Cómo habrás llegado?

 

Salí al balcón. Sentí ráfagas atravesándome. Admiré la naturaleza. Miré a mi alrededor y me asomé.

 

¿Qué? ¿Qué hizo? ¡No puede ser! Quedé perplejo, agarrado de la baranda, contemplando desde las alturas la estructura que formaban abajo las piedras. Allí, frente a mi atónita mirada, se hallaba ¡el modelo de dirigible que había soñado mi padre! Ése que ni yo llegaba a terminar, completamente concluido, en piedra.

 

Él había trabajado toda la noche. Sin luz. Lo completó. Sólo faltaba la fórmula. ¿Cómo lo supo?

 

Entré espantado a verificar que mis planos estuviesen en el sitio donde los guardaba y con alivio vi que allí estaban. Así que corrí por las escaleras llevado por una gran intriga en busca de una respuesta, o una felicitación, o algo. Necesito verlo, saber dónde esta, qué hace, cómo llegó a armarlo, cómo el mismo prototipo, de dónde lo había sacado.

 

Abrí la puerta con tan poco atino que no me había alejado ni medio metro cuando el viento la cerró de pronto. Sin embargo nada era mas importante en ese momento, continué corriendo hacia las piedras.

 

A la altura del suelo no significaban absolutamente nada. Eran sólo rocas que parecían más distribuidas al azar, que apiladas con cierta precisión. Y no transcurrió demasiado para que la emoción se apoderara de mí, desparramando lágrimas que no podía contener. Allí fue cuando vi con asombro una serie de fórmulas y dibujos de hélices y motores trazados con carbón en la piedra. Los mismos planos llevados del papel a la naturaleza. Mis ojos se nublaron.

 

No lo encontré por ningún lado. Él no estaba allí ni en los alrededores. Lo busqué, corrí, desesperado. Grité, grité de desesperación y alegría.

 

El depósito se hallaba cerrado tal como yo lo había dejado. Y la chaqueta de mi padre se encontraba doblada entre dos piedras planas, envuelta en una lona, en perfectas condiciones.

 

Abandoné el sitio y regresé al faro a buscar los planos pero no pude entrar.

 

Las llaves. No las tengo. Quedaron dentro.

 

Pude escuchar mis propias palpitaciones que retumbaban dentro del pecho como una gran caja de resonancia. Sentí un extraño miedo, uno genuino que comenzaba a apoderarse lentamente de mí. Un miedo ajeno. Uno que nunca antes había experimentado.

 

Intenté de todas formas ingresar. Usé cuantos utensilios me diera la naturaleza, piedras y ramas para romper la puerta, faro o del deposito.

 

Maldije a la soledad porque nadie podía socorrerme. Golpeé, pateé, lo intenté tantas veces como pude.

 

La noche se hizo. Y luego el día. Y los días. Nunca llegué a abrir el depósito. El sol quema, me ciega.

 

El trafico de dirigibles sigue su curso habitual. Digo sin decir, voy, vengo, permanezco. Observo. No hago. Y espero. ¿Qué espero? Nadie me ve. Soy parte del paisaje.

 

Cada noche sigo viendo con asombro las luces del faro encendidas. Mi mente tiende demasiadas trampas. Y me pregunto quién alimenta su corazón titánico. De cualquier modo no me importan razones que no comprendo, lo único que me importa es lo que está sucediéndome.

 

Estoy débil, ¿permaneceré yo entero, con todas mis partes? ¿Volveré a ser como antes? Como era o como no fui.

 

Me arrastro buscando raíces o algunas hojas que encuentro por ahí, para alimentarme, otras se adhieren a mi piel por las llagas, en una extraña mezcla de sangre, barro y hojas.

 

Sólo la chaqueta de mi padre y la satisfacción de que su sueño no quedó inconcluso.

 

Miro hacia la ventana oeste. Lo que va quedando todavía, busca una palabra o una mirada. No importa quién lo hizo.

 

Una tormenta se avecina, espero que no sea grande.

 

Me envolví en la lona sucia y con la escasa fuerza que me quedaba aún, me respaldé en la puerta del faro.

 

Contención, “la necesitaba”. Mi realidad, mi presente, mi historia, él, yo, un animal dentro de otro, el proyecto, dirigibles, ahora, ayer, fue, fui, es, ¿quién? ¿Qué? ¿Dónde? Mi sombra. Mi alma. Mi otro yo. Otro. Alguien igual, pero diferente. Un ángel ruin...

 

Apenas mis ojos entreabiertos captaban algo de luz, hacía mucho que no comía, ni hablaba.

 

Pude oír la queja de un corazón que lentamente se estaba apagando, un silbido agónico. Pienso, pi, en, so, sobre, tra... traje, prusia, padre, pasado, paso, presente, él, yo, como única huella, el Faro del Confín, con, fin, los sueños, el deber, ser.

 

Alguien me sacude. Me provoca ansia y temor a la vez. Intento levantar la cabeza para ver su rostro pero sólo alzo la mirada hasta el muslo de su pantalón. Está manchado, “el uniforme siempre debe estar impecable, en cualquier lugar”... creo que es sangre. Con un gran esfuerzo abro la boca. Sólo quiero que me alimente. Yazgo en la aridez del desamparo/contemplando cerrazones que amenazan/abúlico el destino/se acoda en la estrecha senda que...despoja mi alma.

 

 

Roxana M, Lozano nació en 1967 Buenos Aires, Argentina. Es guionista, forma parte del taller literario "Los Clanes de la luna Dickeana". Participó en colaboraciones varias en trabajos de guión. En 2005 publicó su primera novela Una Historia Desesperada.
En 2015 participó de la Antología Steampunk cuentos de retrofuturo, con el cuento El Otro.