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El parpadeo

Pérez Gil, Alicia

 

Como en la mayor parte de las ciudades del mundo, una intrincada red de agujeros horada el suelo de Madrid. Trenes rodeados de la más absoluta oscuridad cruzan la urbe cientos de veces al día. Puesto que uno sabe que sólo verá la luz cada dos o tres minutos, una luz artificial, mortecina, que cambia los rasgos de las personas, subir en uno de esos trenes requiere cierto ejercicio de fe. Gina siempre ha creído que esa alternancia entre luces y sombras del metro es la manera que el gran gusano metálico tiene de parpadear. La otra creencia de Gina es que cuando alguien parpadea la vida se detiene. De alguna manera, cuando las personas cierran los ojos durante ese lapso inferior a un segundo, no saben lo que ocurre en el mundo en realidad, no pueden estar seguros de lo que verán cuando el ojo vuelva a abrirse. Por eso, presume, el parpadeo es un reflejo incontrolable. Si la gente pudiera elegir, no parpadearía, no perdería el mundo de vista.

 

El parpadeo del metro no es tan rápido como el del ojo humano. Dos o tres minutos son mucho tiempo. Algunas veces hasta cuatro minutos si las estaciones están muy alejadas unas de otras. Sí, es mucho tiempo cuando se trata de asustarse.

 

Es el miedo y nada más lo que determina las acciones de la gente durante esos apagones intermitentes. El miedo y no los modales, la educación o ponerse en el lugar del otro. Algunos de los viajeros leen, que es una manera de decir que eligen estar en otra parte; otros escuchan música, que es una modo de conectar con las emociones, eso que hace que la gente se sienta viva. Otros, incluyendo a Gina, emplean toda su habilidad en simular que no miran a los demás cuando a lo que en realidad se dedican es a examinarlos al detalle.

 

Esta mañana el vagón de Gina va hasta arriba. Se las ha apañado para sentarse entre una monja vestida de monja y una mujer con aspecto de trabajar en una oficina. Frente a ellas se sientan varias personas a las que no parece preocuparles el estado de sus zapatos, que se ven descuidados. A Gina esto le parece despreciable. Desde su punto de vista los zapatos cimientan todo lo demás. No se puede construir nada sobre la base de unos zapatos demasiado gastados, pasados de moda o feos. El hombre del medio lleva zapatillas; un par de Chuck Taylor que en algún momento fueron blancas y que obligan a Gina a echar un vistazo a sus delicadas sandalias de tacón alto. Siente un enorme alivio al comprobar que siguen tan impecables como cuando ha salido de casa.

 

El tren llega a la siguiente parada y la vida regresa. Los lectores levantan la vista de sus libros y respiran porque el nombre de la estación es el mismo de todas las mañanas. Aparentan comprobar a qué altura del trayecto se encuentran, pero lo cierto es que necesitan saber que la vida continua y que se felicitan porque el parpadeo no ha sido definitivo.

 

Una anciana entra en el tren. Parece frágil, probablemente porque lleva un abrigo delgado que cubre apenas su cuerpo, también delgado. Tiene el pelo gris, lacio y fino y se adivina que lleva la ropa bien planchada. De todos modos huele a hospital. Un intrincado mapa de arrugas deforma su cara cuando sonríe a nadie en particular. Solo sonríe. Esa sonrisa convierte el trayecto en una antigua forma de ritual.

 

El primer acto es protagonizado por el hombre de las zapatillas que ya no son blancas. Se levanta y sonríe a la señora. No le devuelve la sonrisa porque la mujer no le había sonreído a él, la suya había sido una sonrisa general, de ambiente, una envoltura en la que ahora todos ellos están presos; de modo que la sonrisa del hombre es en realidad la primera frase del diálogo, pronunciada como a la fuerza, como producto de un hechizo.

 

—Siéntese aquí, por favor.

 

La viejecita y su delgadez, la viejecita y su abrigo tan delgado como ella, llevan su olor a hospital hasta el asiento que antes ocupara el hombre. En cuanto se acomoda, un segundo hombre se levanta.

 

—¡Eh, colega! —dice, dirigiéndose al primero.—Siéntate aquí. Yo me bajo ya mismo.

 

Una tercera persona, una adolescente que juega al Candy Crush, llama la atención de aquel sobre su asiento libre y así la ola sigue su camino. Una marea de gente que se sienta y se levanta, impelida por la obligación de continuar con lo que se ha empezado porque si la ola se detiene, todo se detendrá.

 

Llega el turno de Gina, pero Gina permanece sentada. Echa un nuevo vistazo a sus sandalias y calcula cuántas paradas faltan para llegar a su estación. No son menos de doce tras las que aguarda un largo día de trabajo en la tienda. Puede que no haya escogido el calzado adecuado, pero no va a empeorar el día añadiéndole media hora más en pie en un tren traqueteante.

 

Todo el mundo la mira.

 

Alguien carraspea.

 

Una tos suena al final del vagón.

 

Gina hace como que no se da cuenta.

 

La energía del tren ha cambiado de tal modo que podríamos decir que se trata de un tren completamente diferente. La gente ya no parece amable, no les interesa en absoluto ser amables. Se les ha olvidado la anciana que huele a hospital. Sólo quieren, necesitan, que Gina ceda su asiento a la mujer vestida de oficina para que la monja a su vez ceda el suyo a Gina. Esa es la única manera que conocen de que la vida continúe. En eso consiste el ritual. Así podrán vencer a la  muerte que acecha en cada parpadeo.

 

Pero Gina no coopera.

 

Así que sus vecinos de vagón se aprestan a actuar como todas las multitudes han actuado a lo largo de la historia. Solo esperan el primer comentario, la primera chispa que haga estallar el fuego. Porque el fuego arde bien en la oscuridad.

 

La monja alza un rostro en el que no hay trazas de bondad. Gina le devuelve la mirada dispuesta a devolver también las palabras necesarias. No aceptará reproches, reprimendas o reconvenciones. No aceptará citas de la biblia. Pero no está preparada para lo que sucede. La monja la señala con un dedo huesudo y grita. Todas las almas del infierno han sonado en ese grito. La cacofonía de un coro demoníaco.

 

Los otros pasajeros reconocen la señal y abandonan sus asientos. Todos menos la anciana enferma, que parece dormitar. Gina se encoge en posición fetal. Se protege la cabeza y las partes blandas del cuerpo.

 

Entonces el tren llega a la siguiente estación y la luz de los fluorescentes inunda el interior del vagón. Las puertas correderas se abren y la gente lo abandona, lo vacía con prisa al mismo tiempo que nuevos viajeros lo llenan de una vez más. Algunos de ellos leen, otros escuchan música; la mayoría examina al resto.

 

Gina ha sobrevivido a este parpadeo.