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El Teletransportador

De Lisio, Marcelo

La señora Gutiérrez siempre había sido ilusa o tirana con sus hijos. Pensaba que porque habían salido de la misma panza podrían volver a compartir el mismo espacio cuando quisiera, y que mágicamente los problemas entre ambos se arreglarían. Por eso, en el invierno de 2015, cuando Mario y Augusto estaban peleados a muerte, Didi Gutiérrez, organizó un cumpleaños sorpresa para los dos, sin importar que uno cumpliera en marzo y el otro en noviembre;  uno doce y el otro quince.

La fiesta, como era de esperarse, fue un desastre total. La temática (el amor entre hermanos), la diferencia de edades, la ausencia de invitados, el frío (aquel 15 de julio de 2015 congeló las cañerías de la casa y debieron bañarse con agua fría), el indivisible regalo (un hámster que llamaron Dolly), finalizó con Mario y Augusto a las trompadas.

Pasó lo mismo cuando eran adolescentes. La señora Didi los obligó a jugar juntos en el equipo de fútbol del Club Tuyutí para que se reconciliaran de una pelea de polleras, sin advertir que ambos jugaban en la misma posición. Los dos número nueve del equipo, los hermanos Gutiérrez, terminaron otra vez a las piñas, el partido se suspendió y el Club cerró por dos meses.

Ocurrió nuevamente cuando Mario y Augusto estaban desempleados, y la madre los obligó a trabajar con su amigo Gregorio en la misma empresa de telefonía; ambos despedidos a la semana por pelear en el trabajo, caída de ventas y el cierre de la empresa.

Los hermanos se habían criado juntos, pero parecía que cada vez que compartían el mismo espacio, solo había una segura y nefasta resolución.

Por eso, cuando Augusto se marchó lejos, por primera vez Mario se sintió aliviado. Esa vez habían discutido por una deuda de juego. “No había sido para tanto, una diferencia de treinta y cinco pesos, el precio del paquete del arroz”  había dicho Gregorio tratando de mediar en el conflicto, pero los hermanos no volvieron a hablarse.

Pasaron los años y no se supo más de Augusto. “La distancia corroe los vínculos más rápido que las peleas, pero por lo menos dejan íntegro el espíritu de uno” reflexionó nuevamente Gregorio, insinuando que desde la partida de Augusto la familia andaba mejor (aunque el país seguía empeorando, la nafta se había ido a las nubes y el precio del arroz ya estaba en cuarenta y tres pesos). 

Sin embargo, la Sra. Gutiérrez hizo su último acto para reunirlos. No lloró, no se enfermó, no suplicó; se endeudó hasta el fin de los tiempos: compró el Teli 275 ¡en dólares!

Augusto, afecto a lo medieval, le había dicho a Mario alguna vez, que los reyes de la Edad Media controlaban a sus caballeros mediante un sistema muy particular. Le compraban un regalo tan caro que la única manera de devolver el favor era poniéndose a su servicio. Eso hizo Didi cuando le regaló a Mario el Teli 275 para que se reúna con su hermano.

Para Mario “El Augusto” era un caso cerrado desde que se enteró que se había radicado en la localidad de Garruchos, en la provincia de Corrientes. Pero el Teli  275 reabrió la vieja herida.

El Teletransportador de Mario era el tercero en la provincia. El primero lo tenía el ex Gobernador de Misiones, Jorge Solé, el otro, un actor de telenovela, Sergio Echeverría. Al primero le permitió cumplir con los ciento cinco actos de campaña del mes de diciembre. Al segundo, según la revista “Corazones”, le facilitó una visita a todo su club de fans el día de la premier del film “El caza recompensas”.

En un pueblo como Apóstoles, el Teli 275 era cosa rara. Sobre todo porque ya no circulaba nada por las calles, ni autos nafteros ni híbridos. En Europa, en cambio, se usaba hacía rato; la gente ya no utilizaba los antiguos medios de transporte. Era del tamaño de una pila (eso decían los anuncios) y con solo presionar un botón y pensar en un lugar, el portador se trasladaba donde quería.

Cuando Mario se enteró del regalo tenía esa imagen en mente. Pero luego descubrió que los modelos para Argentina (decía la caja: no utilizable fuera de Argentina, posibles efectos secundarios: vómitos, diarrea, ataques de pánico) eran muy diferentes.

El envío llegó a la vieja estación que era una polvareda de tierra sin uso. El paquete era grande y al parecer había sido teletransportado de Europa (en cambio las teletransportaciones de Argentina a Europa requerían enorme papelería y pérdida de tiempo que nadie se molestaba en hacer. Se desconfiaba que en estas teletransportaciones internacionales viajase algo o alguien más que lo declarado en los formularios de aduana).

Cuando Mario abrió el paquete se encontró con un aparato un poco más grande que una pila, era más bien del tamaño de un carrito de supermercado. Incluso tenía rueditas plegables.

La versión nacional del Teli 275 no tenía un solo botón, sino cincuenta y cuatro y un manual de trescientas veinte páginas.

Ni bien llegó a su casa se puso a mirar el manual “¿Cómo se pasa de un botón a cincuenta y cuatro?” se preguntó Mario con sus anteojos de leer puestos. La diferencia estribaba en algo sencillo. En Europa la gente ya pensaba en coordenadas de GPS, por eso con un botón (encendido) y una coordenada clara y precisa la teletransportación era exitosa. Nadie terminaba en el baño del vecino. Sin embargo Argentina era la tierra del “acá derecho” o “dos cuadras para arriba”, las coordenadas no eran claras, de ahí la necesidad de cincuenta y cuatro botones que asistan geográficamente al usuario en los vaivenes del territorio nacional.

Para Mario, el problema de las coordenadas no era tan grave, pues su madre tenía en claro dónde debía ir. Un solo lugar: “El Bar del Augusto, Garruchos, Corrientes”. El problema principal con el Teletransportador era otro: la señal.

El Teletransportador funcionaba con señales satelitales, similares a las de Internet. La compañía de teletransportación “AyCO” (Abrir y Cerrar de Ojos), ofrecía mejores servicios en algunas zonas como Buenos Aires, donde el mercado era más grande, mientras que en el interior, las señales no existían, o en el mejor de los casos, las conexiones eran débiles. 

Mario desconocía todas estas cuestiones y mandó a llamar a Gregorio, quien nunca había usado dicha tecnología pero había trabajado más tiempo en la compañía de celulares de la ciudad. Juntos leyeron los manuales por tres días. Gregorio le resaltó nuevos riesgos del Teli 275: “¿Y si nunca llegaba a destino el Mario?” “¿O si llegaba demasiado tarde?” Y es que el Gregorio, con básicos conocimientos de tecnología celular, comprendió algo que Mario y la Sra. Gutiérrez no comprenderían ni en dos vidas. A saber: que para que la teletransportación sea exitosa requería de dos señales: la primera en el lugar en el cual estaba el usuario, la que le permitía desintegrarse atómicamente (aunque Mario entendió “anatómicamente” y un frío le corrió por la espalda) para emprender el viaje deseado; y la segunda, en el lugar hacia donde se quería ir, para recomponer esos átomos en la misma persona de carne y alma y poder llegar a destino.

Mientras Didi Gutiérrez preparaba unos mates con anís, Gregorio explicó que Garruchos era famosa por la falta de señal. “¿Qué pasaría si el Mario se desintegrara en mil pedazos y nunca encontrara esa señal que le permitiese volver a la vida?” “¿Qué pasaría si el Mario viajara hoy pero llegase dentro de dos meses, cuando hubiese señal en Garruchos?” “¿No sería más prudente probar el primer viaje con la Dolly XV, el canario de los Gutiérrez?”. La Sra. Gutiérrez, acostumbrada a obviar los problemas, negaba con la cabeza y respondía con una sonrisa forzada todas las preguntas. – ¿Y si ya fuese muy tarde para Augusto? – preguntó Gregorio con voz grave mirando a la Sra. Gutiérrez. – Le había pasado al ex Gobernador, quien había llegado tan tarde al primer acto de su campaña electoral en Mojón Grande que se perdió la elección. El diario “El Territorio” informó que, dos meses después, tres campesinos perplejos de San Javier habían visto aparecer de la nada, entre rayos y luces, a un hombre desnudo que alegaba haber quedado atrapado en el Teletransportador demasiado tiempo. A pesar de sus protestas, no se volvieron a realizar las elecciones. No por nada en el interior del país, el Ministerio de Comunicación y Tecnología de la Nación, solo recomendaba la teletransportación de carga (no de personas).

Marcaron las doce y la Dolly XV observaba la sala nerviosa desde su jaula (fue idea de Augusto la de utilizar el mismo nombre para las mascotas de la familia con la clara intención de armar una genealogía medieval en la casa). Nuevamente sonaron las doce, el canario soltó un chillido agudo, y Gregorio, con cierta inquietud, dijo entre dientes, como retomando una verdad olvidada: – Además, tu hermano siempre fue un poco abusivo.

A pesar de las recomendaciones del Gregorio y la apatía de su madre, Mario se decidió a viajar. Para tranquilizar a su amigo bromeó: – después de todo, el problema de señal no es  tan grave, hasta quizás tenga suerte y nunca encuentre a mi hermano –. A sus ojos, lo más grave era repetir otra vez la vieja escena de las trompadas, aunque en el fondo lo extrañaba un poco.

Naturalmente Mario no podía ir acompañado, porque el Teli 275 era de uso individual, ¡no vaya a ser que se mezclen las partículas y salga un mutante! En Rusia, donde había vuelto el comunismo, probaron los Telis Colectivos. Los resultados, dicen, fueron espantosos.

Apenado de no poder llevar su equipo de mate, pues no quería terminar mitad termo mitad humano, se decidió a viajar  (a riesgo propio, decía el manual) con una musculosita blanca, unos shorts cortos del Club Tuyutí y unas ojotas brasileras.

Allí, los tres reunidos en el living de la Sra. Gutiérrez, aguardaron el iniciado del aparato, la búsqueda de señal y la carga de datos del viaje. Mario se introdujo con alguna dificultad en el Teletransportador; tuvo que empujar dos veces sus piernas para adentro de tanto que le quedaban colgadas para afuera. Ahí nomás conoció la absoluta desintegración atómica de su cuerpo. En pleno viaje, le aparecieron imágenes del Augusto, las piropeadas en el bar del turco, los pedos falsos que tanto lo hacían reír, tantos recuerdos que a Mario le dibujaron una sonrisa…

Hubo un destello y un poco de humo. El Gregorio pestañeó dos veces y ahí estaba Mario en el coche despatarrado a su lado. Sus ropas estaban rasgadas y su rostro hinchado, de su labio inferior corría un fino hilo de sangre. 

– ¿Lo encontraste? – le gritaron eufóricamente su madre y su mejor amigo. 

– ¡Sí! – Respondió Mario con la boca adormecida –  mejor ni les cuento...

 

Mi nombre es Marcelo De Lisio y soy Profesor de Historia de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente vivo en Apóstoles, Misiones, donde trabajo como docente.  Siempre me fascinó la ciencia ficción (aunque no estoy del todo seguro de apegarme estrictamente al género).    “¿Quién habló de robots? y otros cuentos”, es mi primer libro publicado. Los escenarios, los personajes, las temáticas y los paisajes del libro son producto de mi vida en un pueblito chico, religioso, rural, en el que pensar la ciencia ficción es tener que pensar en la familia, las costumbres del pueblo y los grandes espacios verdes, antes que en los avances tecnológicos o los avances de la modernidad.