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El valor del dinero

Vaquerizo, Eduardo

Marta regaba las flores. Con un giro seco y preciso de la muñeca cortaba el chorro de agua y cada planta recibía su ración justa, estimada a base de una larga experiencia de muchos años luchando para evitar que el domobot entrase en su jardín y lo convirtiese en un vergel de optimización mecánica. Se detuvo un momento. La luz del sol de la mañana la bañaba el rostro. Cerró los ojos, detrás de sus párpados todos sus problemas ya no estaban, quedaba sólo una semioscuridad oleaginosa, el rojo de su propia piel traspasada de luz. Abrió los ojos de nuevo, la había sobresaltado el coche de los vecinos. Avanzaba por la calle con un ronroneo poderoso, era un coche grande y brillante, parecía hecho íntegramente de cristal coloreado, un coche de famosos, se lo podían permitir mientras que ellos... Marta bajó la vista a sus manos, la piel ya no era tan suave, crecían las pecas y las arrugas. Dentro, en las articulaciones, la artrosis era un continuo rumor, un grito lento que el tiempo hacía rodar en su cuerpo. Los vecinos descendieron del coche, sus  cuerpos eran ágiles, juveniles, sus cabellos brillaban y flotaban al aire cálido de la mañana. Entraron en la casa con un rumor de bromas y carjacadas.

Al poco Marta escuchó a su marido llegar al jardín y sentarse trabajosamente en la silla de hierro, también sus articulaciones buscaban el sol.

—Parecen tan jóvenes...

—¿Quién, Marta?

—Los vecinos.

Manuel no contestó. Ella volvió a regar mientras escuchaba el crujir de la silla de su marido al compás de sus pequeños vaivenes. Lo imaginó mirando al cielo, tan azul y sin nubes. Siempre miraba al cielo mientras se balanceaba, como si de allí fuesen a llover respuestas, como si allí estuviesen los eurosegundos que les hacían falta. Tiempo, siempre era un asunto de tiempo. Volvió a dedicarse a las plantas. El domobot, silencioso como un fantasma, salió también al jardín con una taza de té en una de sus muchas manos.

—¿Quieres un té, Marta?

—Ya sabes lo que quiero Manuel.

—No empieces otra vez, las cosas son como son.

Marta no respondió, había una mala hierba que había crecido de más sin que ella la viera. ¿También estaba perdiendo vista? Era probable. Agarró con ambas manos el tallo y tiró con fuerza, arrancándolo de raíz y produciendo un pequeño desperfecto en la lisa superficie de césped.

—Oh, ¡Dios!

Manuel no dijo nada, sólo lanzó una mirada de soslayo al robot. Hasta le pareció que agachaba la cabeza.  Se le había escapado esa pequeña hierbecilla. Hacía meses que le había autorizado a trabajar de noche en el jardín, oxigenando el suelo, matando los pequeños chinches que engordaban chupando de los tallos, abonando con microesférulas nitrogenadas las raíces. Ella no entendía de robots, por eso Manuel esperaba que nunca descubriese esa intromisión mirando en la memoria de la máquina. Manuel continuó meciéndose mientras Marta se afanaba por alisar la tierra.

—Lo mantengo yo sola. No me digas nada, no voy a dejar que esa máquina toque mi jardín, yo todavía soy capaz de hacerlo. Y mira, está más lozano que cualquier jardín de la vecindad, yo sola, sin máquinas, sin ninguna máquina.

Manuel la dejó hablar, cada vez más bajo, cada vez más para sí misma. Conocía la retahíla, el engarce de reproches y protestas. Ella no lo había aceptado, solo era eso.

—Hoy viene el chico, ¿te acuerdas no?

—¡Dios mío! Claro, esta mañana me acordé, pero me he puesto con el jardín...

Marta se levantó limpiándose las manos con el delantal y se apresuró al interior. Manuel quedó solo, disfrutando del sol. Cuando escuchó el coche aplastando la gravilla de la entrada, no supo si se había dormido o el tiempo se había convertido en una sencilla pintura con solo tres manchas de color: el azul del cielo, el blanco de las casitas y el verde de los jardines. Ahora la quietud de la pintura se diluía. Vio a su hijo salir del vehículo y sonreírle, la misma sonrisa se le metió en las venas, una especie de cálido oxígeno que le llenó las células de un calor más intenso que el del tibio sol de primavera temprana que había disfrutado durante toda la mañana.

—Mamá, ya estoy aquí.

—Hijo... ¡qué alegría verte...! Estás más delgado... seguro que no comes nada, seguro que dejas que esas máquinas te hagan la comida.

—Como el 99% de la gente, mamá, tú eres la única persona que conozco que aún tiene cocina en casa.

—Y así seguiré, así. Pon la mesa, Manuel.

—Sí, cariño.

Manuel le hizo un gesto al robot, que permanecía discretamente parado en un rincón, y se sentó en su sillón. Alejandro que se sentó al lado.

—Es un modelo un poco antiguo ¿no?

—Sí, ya han venido dos veces a arreglarlo, pero mamá insiste en que no quiere uno nuevo.

—Pero papá, si son gratis, todo el mundo tiene derecho a una sustitución por desgaste, o cuando el modelo está obsoleto. Tendrías que ver la nueva generación, la que aún no está en las calles. Son cinco veces más eficientes.

Manuel sonrió a su hijo a la vez que se encogía de hombros. Luego miró al domobot moverse velozmente sobre sus cortas patas. Los músculos metálicos se contraían y expandían con velocidad, era una exhalación tomando platos con sus manipuladores de dedos de longitud variable desde el aparador, colocando vasos y cubiertos con exactitud milimétrica sobre la mesa. ¿Un modelo más eficiente? Podría ser, ya nada lo asombraba.

—Domobot, modo mantenimiento X-3

El robot obedeció al instante. Se colocó delante del ingeniero y abrió el panel de control delantero. Manuel recordó los modelos de su juventud, toscas y enormes máquinas comparadas con aquel prodigio, pero aún así capaces de hacer todos los trabajos que se les encomendaban: barrer las calles, fabricar cosas, trabajar el campo, pilotar aviones. Por un breve y fugaz instante volvió a ver una de aquellas máquinas ardiendo en el centro de una pira y los neoluditas bailando a su alrededor. Había pasado tanto tiempo desde entonces que los recuerdos no parecían propios, eran ajenos a su ahora, pertenecían a una película, una novela de ficción. ¿Quién en su sano juicio se iba oponer a que todo el trabajo desapareciera?
Alejandro cerró los controles y el robot volvió al modo de espera, quieto en su rincón.

—No está mal, parece que tiene muy poco desgaste, sin embargo no me extrañaría que comenzase a fallar, tiene más de diez años y esos modelos se hicieron con una esperanza de vida de seis a lo sumo.

—El día que se rompa, tu madre quizá acceda a que lo sustituyan, pero va a ser un infierno, tendremos que programarlo para que “no” haga muchas cosas que vendrán preprogramadas. Y como se acerque al jardín, tu madre es capaz de cortarle la cabeza con las tijeras de podar.

—Dudo que pueda hacerlo, no tienen cabeza. Los nuevos modelos son aún menos antropomorfos que éste. Hay estudios que demuestran que cuanto menos se parezcan a un ser humano, mejor se aceptan.
Marta trajo con cuidado la olla hasta la sala. Torció el gesto al ver los platos y cubiertos colocados con precisión, ni una sola arruga en el mantel impoluto, pero no dijo nada, estaba su hijo, no quería discutir. Comieron lentamente, charlando de nimiedades.
Llegó la hora del café. Los tres se sentaron afuera. Había un poco de viento que removía las hojas del platanero, pero el sol seguía siendo muy agradable y templado.

Marta se quedó adormilada.

—Está cansada, lleva toda la mañana sin parar— Manuel trajo una manta escocesa, deshilachada y vieja, pero familiarmente cálida y la tapó con ella.
Los dos hombre tomaron el café a sorbos lentos.

—Ese coche es nuevo, ¿no?

—Sí.

—¿Te va bien en el laboratorio?

—Bien, al menos me da para un modelo no estándar.

Manuel miró brevemente a su propio coche, el modelo monofamilia-3. Lo había usado muy poco, era un coche poco potente, un poco feo, pero a él le bastaba, en realidad le bastaba con mucho menos.

—Bueno, estoy pensando dejarlo.

—¿Dejarlo? Pero si era tu vocación, la ingeniería de robots.

—Sí, pero... bueno... trabajar allí no es tan interesante como parece. Hay poco sitio para la innovación, todo tiene que estar medido, dentro de los estandares.


Manuel asintió con la cabeza y bebió de su taza sin dejar de mirar a su hijo.

—Y... además... estoy harto de que todo lo que hago solo sirva para promocionar al jefe del departamento.

—¿El doctor Santibáñez?

—Sí, ¿lo conoces?

—Claro, el otro día le dieron cinco minutos en el canal de ciencia.

—¡Cinco minutos! Dios, ¿Sabes cuánto representa eso?

—Hijo, no estoy tan viejo, son 300 eurosegundos.

—Con eso podría comprar no ya un modelo mejorado, incluso uno exclusivo. ¿Sabes cuánto me costó ese coche? Cincuenta eurosegundos el ahorro de años en el laboratorio. ¿Ves?, A eso me refiero. Santibáñez se apropia de todo, no hay nada para nosotros. No soy el único que piensa igual, así no va a haber manera, quiero intentarlo de otro modo.

—¿Cuál?

—No sé, algo relacionado con ingeniería, pero lo intentaré en solitario, o como mucho ayudado por algunos de mis colegas. Quizá nos asociemos.

A Manuel le vinieron a la mente los ilusionados rostros de jóvenes técnicos e ingenieros que habían logrado minutos en la televisión trabajando en proyectos innovadores, sorprendentes, o simplemente ridículos. Tenían en los ojos la misma fiebre que veía ahora en los de su hijo. Eran jóvenes, aún no se rendían, no optaban por las casas estándar, los robots estándar y los coches estándar que el estado ponía a disposición de todos sin mover un dedo. Él, en otro tiempo, también había sufrido esa fiebre. En un rincón de su ordenador, aún había una pila de guiones de cine que a nadie habían interesando, al lado de muchos cuentos y novelas que no habían merecido ni un segundo de exposición pública. No creía ser malo, pero había cientos de miles como él, mediocres con cierto talento.

—Bueno, inténtalo, si ves que en el laboratorio no hay futuro...

—No lo hay, no, y el tiempo se me acaba, tengo ya treinta y dos.

Los dos miraron brevemente la casa de los vecinos. Eran un chalé tres veces más grande. Había varios coches delante, dos deportivos y un mercedes enorme.

—¿Cómo lo lleva mamá?

—Mal, se pasa el día rezongando, y monta un escándalo a la mínima arruga que se descubre.

—Con trescientos eurosegundos habría para...

—Sí, pero es inalcanzable.

—Ya. Quizá si tengo suerte, mucha suerte....

—Hijo, no te obsesiones, las cosas son como son. La mayor parte de la gente vive y muere en la mediocridad. Y no es tan terrible. Nosotros tenemos una buena casa, un domobot y un coche. Yo no pido más. Puedo leer, quedar con mis amigos para charlar, está la televisión y la red. Y si me aburro mucho siempre podemos pedir unas vacaciones bianuales, ni siquiera hemos usado las dos últimas que nos correspondían. No necesito tres coches ni un chalé enorme.

Manuel se miró la mano. Estaba más amarilla y llena de pecas de lo que recordaba. Intentó probar su pulso, no era firme, temblaba ligeramente, los mecanismos de transmisión nerviosa quizá estaban empezando a deteriorarse.

—Papá, ya lo sé. Pero no es eso.

—Ya, hijo, ya lo sé. Bueno, inténtalo, quizá lo consigas, quizá...

Alejandro se concentró en el color gris de su coche. Era una bella obra de ingeniería. Lo había conducido antes por la autopista, deslizándose casi como un sueño. Un juguete caro e inútil, porque eso no era lo importante. Miró a su padre, había envejecido mucho en los dos últimos años. Luego volvió la vista a la anciana que dormitaba en la silla de hierro. Su madre tenía cinco años más que su padre. Vio la piel levemente amarillenta, los párpados pesados, y las marañas de arrugas alrededor de los ojos, el pelo pajizo y frágil. Respiró hondo y trató de calmarse.

—Bueno, me tengo que marchar. — Se levantó bruscamente. Con el ruido Marta despertó y miró a su alrededor desorientada.

—¿Ya?

—Sí, tengo cosas que hacer en el laboratorio.

—Trabajas mucho hijo, pero eso está bien, está bien, no dejes que todo lo hagan esas máquinas asquerosas.

Manuel se levantó y acompañó a su hijo al coche.

—Es muy bonito.

—Y rápido.

Alejandro abrió la puerta y una nube de indicadores lumínicos y suaves advertencias verbales llenó el aire como un polen tecnológico que el viento hubiera aventado.

—¡Hola!

Ambos se volvieron. En la entrada de la casa, sujetando por una correa a un perro muy feo y seguramente de una raza biomodificada pero aún incapaz de no orinar ni defecar cada cierto tiempo, sonreía una chica que no aparentaba más de diecisiete años. Alejandro se esforzó, conocía aquella sonrisa, aunque no lograba ubicarla en ese cuerpo lleno de curvas sensuales. Los senos pugnaban por romper con su turgencia la camiseta y las largas piernas terminaban en unas caderas perfectas. Era un cuerpo artificial de la mejor calidad, biotecnológicamente modificado hasta en los menores detalles.

—Hola, Laura, ¿paseando al perro?

Sólo entonces Alejandro logró recordar por completo, era la vecina. Vio su mirada adolescente caer sobre él como una lluvia de agujas dulcemente envenenadas.

—Sí, este maldito chucho me trae por la calle de la amargura, no obedece ninguna orden. —Sonrió hasta competir con el sol— ¿Qué tal Alejandro?

—Bien, bastante bien.

—Muy bien, me alegro. Voy a ver si este desgraciado se harta de pasear y me deja de dar la lata.

El perro, como confirmando sus necesidades, comenzó a ladrar. Laura lo obligó a caminar y los dos se alejaron por la acera. Padre e hijo se quedaron mirando a la mujer. Llevaba puesto unos shorts muy cortos, diseñados para mostrar el bamboleo de un culo perfecto. Ella se volvió un momento como para confirmar el efecto de su andar, momento que los dos hombres, un poco azorados,  aprovecharon para terminar de despedirse.

—¿Es... la vecina?

—Sí, sabes que tiene una aparición en una sitcom de máxima audiencia. Esta noche, en la canal 21.

—Sí, lo sabía, pero... no veo esas series, de hecho no veo la televisión, no imaginaba que...

—Pues ya ves.

El coche se movió sin apenas ruido y desapareció calle abajo. Manuel se quedó mirándolo. Pensó brevemente en si era buena idea quedarse a vivir en aquella zona. Les había sido asignada una casa allí antes de que aquel barrio fuera promocionado a categoría A por su cercanía a la sierra. Se resistía a irse. Miro alrededor. La calle estaba flanqueada por grandes árboles y jardines espléndidos. Las casas eran todas modelos particulares, compradas con muchos eurosegundos. Quizá sería lo mejor. Siempre había tratado las manías de Marta como algo sin importancia. La miró, de nuevo afanada sobre su jardín. Necesitaba un vecindario más modesto, gente como ella y como él, no famosos deslumbrantes como Laura, que no ahorraban ocasión de exhibirse delante de ellos.

Manuel permaneció un instante mirando la silueta de la vecina a lo lejos, regañando al perro. Luego fue al interior de la casa y volvió al jardín, libro en mano. La lectura era absorbente, solo se dio cuenta de cuánto cuando ya no pudo leer más. Había oscurecido y le dolían los ojos. Se desperezó estirando los brazos. Adentro se escuchaba la televisión. Marta atendía con una obsesión fanática a la pantalla holográfica que flotaba en el aire. Se sorprendió un poco al ver a Laura, la vecina. En ese capitulo se la veía retozando en la cama con uno de los protagonistas de la serie, su marido en la ficción, mientras otro personaje, también desnudo, se ocultaba debajo de la cama. Se escuchaban muchas risas en off. Marta no reía, tampoco lo hizo Manuel.

—¿Has visto qué cuerpo?

—Sí, ¿y qué? ¿has visto su cerebro? Sigue siendo tan tonta como cuando la conocimos

Marta se volvió hacia Manuel. Lo miró fijamente,  vio su pelo cano y la piel que le colgaba floja del cuello. Luego miró una vez más sus manos. Se tocó el cuerpo, pasó la palma a todo lo largo de su silueta mientras no quitaba ojo de la pantalla. Notó blandura, huesos duros, piel reseca; en la pantalla los senos altos y firmes de Laura se bamboleaban en los embates del galán de turno. Marta no dijo nada, solo cambió a un canal ornamental, música y fractales suavemente difuminados.

—Tiene mi misma edad,  Manuel, la misma.

Manuel se sentó a su lado. Ella acercó el rostro a su pecho. Manuel no tenía respuestas, tampoco ya preguntas. No las tuvo en su juventud, cuando nació el estado de necesidad cero. Había visto trabajar a su padre hasta la extenuación, de repente no hacía falta trabajar, había máquinas, energía inagotable por fusión directa. El dinero se hizo superfluo, el estado proporcionaba lo necesario para vivir con comodidad. Pero nada fue como les prometieron. Lo vio venir, pero tampoco tuvo palabras, nada que decir. El sistema necesitaba algo para que la gente se moviese, algo para que pudiese optar a comprar un coche más grande, una casa de más habitaciones. Se tuvo que reinventar el propio dinero. ¿Qué era lo más valioso? ¿lo que la gente más valoraba? Salir en televisión, ser famoso, conocido, poderoso. Solo ellos, la élite, podían acceder a los lujos, a mejores coches, mejores casas, una mejor vida. Vida, tiempo, eurosegundos. Manuel recordó, mientras intentaba amortiguar los sollozos de su mujer, cuando se habían desarrollado los complejísimos tratamientos de  cura y rejuvenecimiento. Ya no había que trabajar, tampoco se envejecía ni se moría. Pero los tratamientos requerían muchos recursos, quizá si se hubiese querido hubieran podido estar a disposición de todos, pero el sistema ya estaba en funcionamiento. Solo los famosos, los conocidos y los poderosos pudieron acceder a ellos debido a su altísimo precio en eurosegundos. La muerte y la vejez, en cambio, seguían siendo gratis para todos.

 

Eduardo Vaquerizo es Ingeniero Técnico Aeronáutico por la Universidad Politécnica de Madrid, trabaja en la Agencia Estatal de Seguridad Aérea. Colabora en varias revistas literarias de género fantástico y ha obtenido varios premios, entre ellos el Ignotus.

Es autor de obras de ciencia ficción, terror y fantasía, de carácter muy técnico.

 

El valor del dinero apareció originalmente en la antología Eine trilion euros.

http://www.amazon.es/Eine-Trillion-Euro-Andreas-Eschbach/dp/3404243269" target="_blank">http://www.amazon.es/Eine- />Trillion-Euro-Andreas-Eschbach/dp/3404243269