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Escaramuza junto al arroyo las piedras

Gaut vel Hartman, Sergio

Estari se agachó justo cuando la ráfaga de chiflas disparada desde el bichadero pasaba a metro y medio del suelo, exactamente donde un segundo antes él tenía la cabeza. Pura casualidad. Estar vivo o muerto no suponía una gran diferencia en esa guerra; pero Estari prefería seguir vivo, aunque el precio fuera chapotear día y noche en esa jalea ácida y maloliente formada por el desborde del arroyo. Pensó en el precio. Pensó en cómo era la vida antes de que llegaran los kulfos. Pensó en Nora, pero borró el pensamiento de inmediato; era inútil pensar en ella, nefasto.

Los kulfos del bichadero parecían haberse calmado. Estari le mandó una señal al Cosaco para fijar su posición y conocer la de él; el Cosaco estaba a cinco metros a la izquierda, a cubierto detrás de un esqueleto de hierros oxidados. Sistema había determinado que ese bichadero era el único del sector que podía ser tomado a un costo razonable. También había calculado que recuperarían dos tercios de los muertos propios y que la mitad podría reciclarse. Guerras modernas.

Una nueva ráfaga de chiflas le informó que los kulfos estaban equipados con localizadores térmicos de movimiento, más precisos que los anteriores. Pero los invasores no tenían forma de saber cuántos reciclados integraban la partida; ni siquiera debían entender por qué los atacantes eran siempre más de los que sus aparatos podían detectar.

Estari se movió en la estela de un reciclado que había recibido orden de disparar una racha de alubias contra el bichadero. Los kulfos respondieron por instinto, sin vacilar, por lo que la atmósfera se incendió con un complicado macramé de fuego azul. El reciclado duró exactamente dos segundos y quedó tan destrozado por las chiflas que Estari tuvo la certeza de que no lo iban a poder reciclar una vez más. Pero antes de que la masa de tejidos chamuscados tocara el suelo, otros dos reciclados se irguieron desde los extremos opuestos de una línea imaginaria que pasaba por el bichadero y tiraron unas rachas infernales, profundas. Los kulfos, tomados por sorpresa en el cruce de dos fuegos, ni siquiera tuvieron oportunidad de disparar las chiflas; tal vez habían tenido un poco más de suerte que otras veces y el ablande dejó a varios fuera de combate. Estari se incorporó a medias y avanzó unos metros a gatas, en línea recta, celebrando que el movimiento táctico ideado por Sistema hubiera sido tan efectivo. Si bien los reciclados se habían dejado fuera de combate mutuamente, al disparar enfrentados, con el bichadero en el camino de las rachas, las alubias no causaban tantos estragos en los humanos como en los kulfos y seguramente los Bio de Sistema podrían recuperarlos.

Estari vio que su detector brillaba rojo y casi de inmediato descubrió al Cosaco, con el cuerpo al descubierto, arrojando triluces, una detrás de la otra y metiéndolas en le bichadero, donde estallaban como bengalas. Pero antes de que él mismo le pegara el grito, para detenerlo, actuaron los de Sistema y le mandaron una señal sónica por el canal privado que lo tumbó como un muñeco de trapo. Estaba loco, el Cosaco. Por lo visto se había olvidado de que las órdenes eran precisas, que había que chupar todos los kulfos que fuera posible, lo más enteros que se pudiera.

Jalil fue el primero que se metió de un salto en el bichadero, moviendo el lanzador en abanico. Pero por lo visto no había kulfos vivos ahí adentro. Hizo la seña convenida de que la resistencia estaba terminada y todos los combatientes y reciclados que podían hacerlo se levantaron y convergieron sobre el nido de los kulfos.

En el bichadero había nueve kulfos muertos; dos estaban enteros, con alubias metidas en sitios vitales. Los otros estaban más o menos destrozados, pero la orden de Bio era juntar todo y meterlo en bolsas de anecro que permitieran conservarlos hasta que Sistema y Bio pudieran ponerles las manos y los instrumentos encima.

Empezaron a trabajar. Estaba claro que Bio había pedido la operación para obtener kulfos muertos y ensayar en los invasores lo que había dado resultado en los humanos. Lo que no estaba nada claro era si aquello funcionaría con los extraterrestres. Estari, agachado sobre el morro fruncido de un kulfo, abstraído en su tarea de tratar de meter partes del mismo bicho en la bolsa de anecro que correspondía, reaccionó como mandaba el entrenamiento cuando lo sobresaltó un roce sobre el brazo. Soltó la cabeza del kulfo y con un solo movimiento alzó el arma, liberó el seguro, acarició el disparador, y fue un milagro que se detuviera antes de volarle la cabeza al Cosaco.

—¡Imbécil! —gritó Estari—. No es tu día.

—Los de Bio están locos —dijo el Cosaco, a la defensiva.

—No es asunto nuestro. Los quieren enteros, para experimentar.

—Acá solo hay pedazos —dijo el Cosaco señalando con el cañón de la AK-97.

Jalil, que no había parado de meter miembros peludos en las bolsas miró al Cosaco de reojo.

¾Tu obra, animal —dijo.

—Estás en problemas, Cosaco —dijo Estari—. De esta no te salva nadie.

—¿Algún pariente en el Tribunal E.T.? —dijo Jalil con sorna.

—Mi padre... —empezó el Cosaco, pero cerró la boca cuando Prats entró al bichadero.

—Los de Bio los querían enteros —dijo Salva, que hasta ese momento no había abierto la boca, inoportuno como una mosca en la sopa. Prats miró al Cosaco desde la altura de su rango.

—Los de Bio los querían enteros —dijo, repitiendo las palabras de Salva—. ¿Por qué disparaste esas triluces? Sabíamos que los bichos estaban acabados. Los rompiste en pedazos demasiado chicos para que sirvan. Esta misión se fue al carajo, Cosaco, por tu culpa, y la vas a pagar.

—Nos estaban dando duro —dijo el Cosaco, perdido por perdido.

—¿Estás loco? —dijo Prats—. Perdimos el personal previsto... No sé por qué te doy explicaciones... A moverse. Ustedes, ¿qué miran? Terminen de meter los bichos y salgamos de aquí. Esto se está poniendo irrespirable.

Los kulfos se pudrían rápido y aunque el olor que despedían era dulzón y no demasiado repugnante, tenían un buen par de horas por delante para llegar a la base. Y no más de diez minutos antes de que los extraterrestres enviaran un contraataque; en eso eran enormemente previsibles, tan parecidos a los humanos que asustaba.

Estari, Jalil y Salva terminaron de cerrar las bolsas. Era incongruente que hubiera ocho bolsas, si habían contado nueve kulfos, pero nadie se detuvo a discutir. Le cargaron dos al Cosaco sobre la espalda, en parte para empezar a castigarlo y además porque era ancha como una explanada. Los demás cargaron una, incluso Prats, que cuando se trataba de poner el lomo no hacía cuestiones. Vieron que Escargón y Kurt estaban heridos, pero no de gravedad, lo que de alguna forma era peor que si hubieran muerto. Si los kulfos llegaban más rápido de lo previsto habría que atarlos a los ganchos del transporte y llevarlos colgando como mocos, igual que al Cuis, que había muerto. Bio se ocuparía de ellos al llegar a la Base. Y no importaba demasiado en qué estado llegaban.

Avanzaron formando tres filas. Estari miró con envidia a los reciclados, que no servían para otra cosa que disparar y gracias a eso se liberaban de tener que cargar las bolsas con los kulfos muertos. La que le había tocado pesaba una tonelada, por lo que empezó a hacerse a la idea de que Jalil había puesto dos kulfos en la misma para joderlo.

Remontaron el arroyo hasta llegar al punto de encuentro, en el mismo momento en que se oyó el ronroneo apagado de los motores de los Apache. Una llovizna pegajosa reducía la visibilidad y desde Sistema se puso a los reciclados en alerta máxima, con los AK-97 apuntando al azar hacia donde podían aparecer los vehículos de los kulfos, semejantes a pelotas de rugby de tres metros de eslora. Todavía no habían podido averiguar cómo se propulsaban a pesar de tenían media docena en Tecno.

Descargaron las bolsas en el barro y esperaron. Tien, el chino tímido que exasperaba a Prats, empezó a temblar. Estari estaba seguro de que el tipo tenía un olfato especial para detectar las naves de los kulfos, por lo que interpretó que estaban más cerca que los Apaches. No era posible; no habían pasado ni cinco minutos desde que abandonaran el bichadero. ¿Y si los kulfos habían permitido la operación para emboscarlos? Un frío acerado le circuló eléctricamente por todo el cuerpo. Si los kulfos llegaban antes que los Apaches eso sería una carnicería y Bio no tendría forma de recuperar los cuerpos para reciclarlos. Estari miró hacia donde cinco reciclados formaban un grupo compacto. Había conocido a esos hombres cuando estaban vivos, y ahora, saturados de máquinas microscópicas que realizaban las funciones motoras y les permitían disparar, agacharse, arrojar triluces y enfrentar a los kulfos sin miedo, le costaba aceptarlos como compañeros de lucha. Él mismo podría convertirse en algo así tras encontrar una chifla en el camino. Casi había sucedido antes de que tomaran el bichadero y podría volver a suceder.

No pudo evitar un nuevo pensamiento pernicioso. Nora aparecía cuando tenía que mantenerse invisible, complicando las cosas, haciéndole perder la concentración. Pero esta vez no hizo nada por evitarlo. Las órdenes de Prats se volvieron confusas; disputaba con Sistema por tomar el control de los reciclados ya que, decía, la transmisión era tan mala que a duras penas podrían ver hacia donde disparaban. Pero Sistema argumentaba que los Apache estaban casi encima de ellos y que no había aparatos de los kulfos en las inmediaciones.

—¡Hijos de puta! —gritó Prats—. Mienten todo el tiempo. Lo único que les importa es tener más y más cuerpos para reciclar. —Hablaba consigo mismo, perdida toda compostura—. ¿Cómo le va, señor Santamarina? ¿Qué sabor tiene la muerte? —El que había sido Santamarina giró la cabeza, seguramente por casualidad, pero eso desconcertó a Prats—. ¿Entiende lo que digo, Santamarina? —No tuvo tiempo de enterarse de la respuesta; una ráfaga de chiflas precedió a un racimo de melones que explotaron desmembrando a los vivos y los muertos. El chino Tien voló como una piedra. La cabeza de Prats quedó colgando ridículamente de una rama baja y mientras se dejaba deslizar por la barranca del arroyo para ponerse a cubierto, Estari permitió que una escena completa le recalentara el cerebro, una escena áspera y nociva, casi un sueño de fiebre.

En esa escena él estaba muerto y había sido reciclado por Bio, pero Prats, con una cabeza nueva, demasiado grande para su cuerpo, le había otorgado una licencia. Y allí estaban los tres, en la sala decorada con tapices aymara y huacos mochica que Nora había traído de sus frecuentes viajes a Perú y Bolivia. Nora con las manos sobre las rodillas, cohibida por la presencia de los dos reciclados, nerviosa porque no sabía cómo hablarles ni qué decir. Prats, en su ridícula simulación de vigilante, se rascaba detrás de las orejas, todavía poco habituado a su nueva cabeza. Estari, sin poder saber si se trataba de un sueño o si lo había alcanzado una chifla de los kulfos o una esquirla de melón, pensaba que Prats sobraba. Seguramente se trataba del efecto residual de una de las porquerías que le habían dado. Ellos dos, vivos o muertos, eran lo suficientemente grandes como para saber qué hacer y qué no. Parpadeó. De todos modos había transcurrido un segundo. Seguía en el arroyo, poco más que una zanja, hundido hasta el cuello en un fango grumoso y fétido. Por encima de su cabeza evolucionaban los vehículos de los kulfos sin dejar de disparar chiflas y de rociar el campo con los racimos. De los Apaches, ni rastro. Por lo visto la escaramuza era un movimiento lateral de un combate en gran escala. Volvió a parpadear.

Nora le daba la espalda.

—Ahora estás muerto. No importa que hables y camines y puedas abrazarme. Él te mueve como si fueras una marioneta.

—Yo no soy de Bio —decía Prats a la defensiva.

—Ustedes no pueden hacer las cosas que hace la gente —insistía Nora—. Yo quiero casarme como cualquiera, tener hijos. Más aún: como creí que habías muerto me relacioné con uno de ellos. Creo que las uniones pueden ser fértiles. Lo vi en un programa de la televisión, hace algunos días. —Entraba un kulfo, bamboleándose sobre sus miembros arqueados, como un enano patizambo y contrahecho. Estari no sabía por qué los habían llamado kulfos y no pekis. Tenían el morro fruncido como esos odiosos perros falderos y eran histéricos y agresivos como ellos.

—Vengo a pedir la mano de Nora —decía el kulfo con una voz gangosa, deformada por el traductor universal—. Quiero casarme con ella.

Una ráfaga de chiflas arrancó una buena porción de la barranca y produjo una lluvia de barro cenagoso que se metió en los ojos de Estari. Ya no había espacio para escenas imaginarias, con o sin drogas. Prefería salir al descubierto y ser acribillado que morir como una rata, encajonado en el arroyo, soportando esas visiones grotescas. Trepó con dificultad por el muro apenas inclinado y resbaladizo utilizando la culata del arma como punto de apoyo. Espió por el borde y vio que un puñado de reciclados disparaba sin detenerse, espalda contra espalda. El Cosaco, que milagrosamente seguía vivo, lanzaba una triluz tras otra y por lo menos había alcanzado a un vehículo de los kulfos, que se veía aplastado como una cáscara de huevo contra un árbol. Por alguna razón los kulfos no habían progresado demasiado. Estari observó a Salva preparando una mayor, una especie de granada de gas paralizante cuyos efectos eran difíciles de prever, incluso para quienes la lanzaban, pero no llegó a hacerlo. Aparecieron dos misiles, de los que llamaban cazaperros, viniendo de ninguna parte, y dieron de lleno en los dos vehículos restantes de los kulfos. Por lo visto Sistema había logrado una localización perfecta gracias al ángulo de disparo de los reciclados que quedaban.

—¡Estari! —gritó Jalil desde un hueco en una pila de basura—. ¿Adónde te habías metido, gallina?

—Resbalé hasta el arroyo —respondió Estari, poco convencido de sus propias palabras. Pero Jalil no puso objeciones.

—La misión sigue como estaba planeada. Solo que ahora tenemos el doble de muertos.

—¿Los Apaches? —dijo Salva.

—Oigan los motores. Los tenemos sobre nuestras cabezas.

Estari miró a su alrededor y vio más kulfos muertos. Habían ganado. Pero no iban a poder con todo.

—Ni Sistema ni Bio saben cuántos kulfos tenemos —dijo Estari.

—No es tu problema —dijo Jalil—. Colguemos de los Apache todas las bolsas de anecro que se pueda. Ellos sabrán qué reciclar.

—¿Y nosotros? —dijo el Cosaco.

—Nosotros seguimos acá. Se considera objetivo cumplido, pero tenemos que defenderlo por si regresan. Cosaco: cuando levanten los Apaches te quiero en el bichador con dos reciclados; los de Sistema están empecinados en conservar esa posición. El resto cavaremos unos lindos pozos de dos metros. En uno de los Apaches vienen dos taladros neumáticos y diez reciclados de refresco. Ahora tienen un minuto y medio de descanso.

Estari se sentó junto a Salva y sacó un arrugado paquete de Porro’s del bolsillo interior de la coraza. Encendió dos y le tendió uno al compañero. —Un minuto y medio —dijo—. La eternidad.

Salva no contestó. Tenía los ojos fijos en un reciclado que estaba metiendo restos humanos y kulfos en la misma bolsa de anecro. Le dio una larga pitada al cigarrito y le pasó la colilla a Estari. Después, casi sin tomar puntería disparó una ráfaga a alubias a la cabeza del reciclado que se derrumbó como una bolsa de arena.

—¡Hijo de puta! —exclamó Jalil saltando como un resorte—. Como si tuviéramos...

Salva levantó la mano para detener la sarta de insultos que seguía y cubrió los veinte pasos que lo separaban del reciclado. Cuando llegó junto al cuerpo ya tenía el cuchillo Rambo en la mano. Hizo un tajo en la nuca y movió la sierra en tirabuzón, como si tratara de extraer una alubia atascada. Al cabo de un minuto metió la mano en el agujero y al retirarla exhibió una placa ovalada entre el pulgar y el índice. Una serie de delgados filamentos plateados colgaban de una fístula ubicada en uno de los extremos del óvalo.

—¡Bingo! —exclamó Salva. Repitió la operación en las axilas y las corvas y retiró otros tantos dispositivos similares—. Los kulfos nos ganaron de mano, muchachos. ¿Alguna vez vieron uno de estos en el cuerpo de nuestros reciclados?

Jalil se acercó y arrebató una de las placas de la mano de Salva, que las exhibía como si fuesen naipes de una baraja absurda.

—¿Esto significa lo que parece? —Paseó la mirada por el claro; todos los reciclados estaban realizando tareas simples, como trasladar equipo o amontonar víveres y municiones. Pero uno se diferenciaba de modo notable: estaba trabajando en el cuerpo de Prats, introduciendo piezas de control sin reparar en que carecía de cabeza.

—Lo que yo decía —repitió Salva—; nos ganaron de mano los hijos de puta. Ellos no necesitan un pabellón estéril y todo el equipo, como los de Bio. Pueden hacerlo en el campo de batalla y volverlos contra nosotros en cuanto sea necesario. —Levantó el arma y apuntó con esmero. El reciclado no lo advirtió, o quizá eso no estaba en la programación. Estari vio el contorno del Apache que se recortaba entre la bruma, buscando un área abierta para posarse.

El resto ocurrió en un segundo. Un relámpago cruzó el espacio y alcanzó de lleno al Apache que se posaba sobre la hierba quemada, junto al arroyo. Otros dos reciclados, rellenos como pavos de racimos explosivos explotaron en ese mismo momento. Estari trató de limpiarse de los ojos el barro, la sangre y trozos de tejido que habían volado en todas direcciones, pero no tuvo éxito. Antes de que todo se volviera negro alcanzó a pensar en Nora, y aunque sabía que era un pensamiento desolado y triste, no le importó porque igual era el último de su vida y uno de los últimos de cualquier humano sobre el planeta.

 

Sergio Gaut vel Hartman

Tras terminar sus estudios secundarios inició la carrera de derecho en la Universidad de Buenos Aires, que abandonó un año y medio después. A inicios de la década de 1970 empezó a publicar en la revista española Nueva Dimensión (Barcelona, 1968-1983) y en diversos fanzines españoles de la época, como Kandama, Tránsito y Máser. En 1982, mientras era parte del equipo de la revista argentina El Péndulo, dio impulso al movimiento que fundaría el Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía. Al año siguiente (1983) creó y dirigió el fanzine Sinergia. Durante 1984 fue director editorial de la revista Parsec (Buenos Aires, mayo a octubre de 1984).

Cuando Marcial Souto relanzó la revista Minotauro, Sergio Gaut vio publicadas varias de sus ficciones, como Islas, En el depósito y Carteles. Esto sería el preludio a su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, que Ediciones Minotauro publicara en 1985. En 1995 su relato Náufrago de sí mismo, fue seleccionado por Pablo Capanna para la antología El cuento argentino de ciencia ficción, de editorial Nuevo Siglo. Tiempo después, su novela El juego del tiempo quedó finalista del Premio Minotauro 2005. En noviembre de 2009 salió su segundo libro de cuentos, Espejos en fuga, y en 2011 el tercero: Vuelos.

Durante algo más de tres años fue el director literario del e-zine Axxón, actividad que abandonó en mayo del 2007 para retomar el proyecto Sinergia, ahora en formato web.

Fue el fundador y coordinador de Comunidad CF y del Taller , aula virtual de escritura creativa. Más tarde creó Planeta SF, un espacio multilingüe de encuentro para escritores, lectores y editores de ficción especulativa de todo el mundo. Actualmente coordina talleres de escritura personalizados que se dicta a la vez en forma presencial y por Internet, para escritores que viven fuera de Buenos Aires. Sus cuentos han sido traducidos al inglés, francés, portugués, italiano, ruso, griego, búlgaro, japonés y árabe. También lidera el grupo Heliconia Literaria, destinado a manejar blogs de ficciones breves como Químicamente Impuro, Breves no tan Breves, y Ráfagas, Parpadeos.

Su biografía apareció en la antología Latin American scientific fiction writers: an A - to - Z guide.

Formó parte del panel de Crónicas de «La Frontera Difusa - Primer Encuentro entre Astronomía y Ciencia Ficción», desarrollado en la ciudad de La Plata el 18 de abril de 2009, y organizado por la Facultad de Astronomía de la Universidad de La Plata.

El 24 de octubre de 2009, en el marco del Segundo Encuentro entre Astronomía y Ciencia Ficción, Sergio Gaut participó en un debate entre escritores de ciencia ficción argentinos y hombres de ciencia, junto al físico Héctor Ranea Sandoval y el ensayista y filósofo Pablo Capanna (1939-).

En julio de 2012 participó en mesas de debate y dictó una conferencia en el marco de las I Jornadas Internacionales de Ciencia Ficción, organizadas por la Universidad de Buenos Aires.

En mayo de 2013 viajó a Berlín (Alemania) para participar en el simposio Mundos Alternativos, organizado por el Instituto Iberoamericano de esa ciudad.