Twitter Facebook
Entrar o Registrarse
desc

Si no tienes cuenta Regístrate.

Mobi Epub Pdf  

Esmeralda, ¿quién soy yo?

Santos, Isabel

Por aquellos días, todos los reyes de Europa tenían una jauría de reencarnados: un séquito de súbditos en los cuerpos de sus perros. Cada vez que se lograba un traspaso, la persona que tomaba la pócima moría, y un perro aparecía en la puerta de algún castillo presentándose con su nombre y procedencia. Ese era el progreso logrado en la búsqueda de la inmortalidad. Pero los sucesivos fallos no hacían más que incrementar las jaurías. No había en la realeza otra forma de conseguir la reencarnación.

Poco a poco se fue perdiendo la esperanza. Los reyes dejaron de pagar los experimentos, y el método fallido estuvo disponible para toda la gente.

La anciana Esmeralda no se decidía, aunque su edad lo aconsejaba. Estiraba el momento del paso. La jauría familiar insistía. Ya había varios reencarnados viviendo en su casa, incluyendo a su marido. Algunos elegían a los perros a los que querían habitar: los ataban cerca del lugar donde bebían la pócima, y revivían en esos animales capturados.

Ella se preguntaba si valdría la pena seguir viviendo, si tenía que vivir en el cuerpo de un perro. ¿Valdría la pena seguir viviendo, si tenía que robarle el cuerpo a un perro?

 

Ese día Esmeralda quiso ser simpática, y sonrió disimulando el malestar que le provocaba encontrar a su esposo conversando con sus cuatro amigos. Todos echados en el piso de la cocina. Su marido, un ovejero alemán de pura raza. Los otros cuatro, cruzas de varias mezclas.

El ovejero llevaba la conversación. Esas charlas eran demasiado perrunas para que Esmeralda pudiera participar, y menos opinar. En ese caso, el tema era el olfato. Algo que todos los reencarnados disfrutaban. A veces, demasiado para su gusto.

Cuando ella creyó que se había liberado de participar de la charla, sonriendo al pasar de largo; el ovejero, haciéndose el interesado y modulando las palabras, casi oyéndose como un ser humano, le dijo:

—Ya elegimos una cachorra para vos.

Ella se paró en seco, y lo miró.

—¿Cuándo te vas a decidir? —seguía su marido—. ¿No te parece que ya es hora? Y la miró de arriba abajo con desprecio.

—La perra es hermosa —dijo uno.

—Es la más cariñosa de la camada —acotó otro.

Esos dos amigos de su esposo hicieron un gesto con la lengua. Y el ovejero ladró con autoridad.

Esmeralda sintió un miedo extraño, y casi vomita el veneno que le provocó pensarse como la pensaban su marido y los amigos. La incomodidad por tener que compartir su vida con esas bestias ya había llegado al límite. Pero, fiel a su estilo pacífico, siguió sonriendo. La sonrisa le aseguraba una huida rápida. Necesitaba salir a tomar aire.

Ella había nacido en un mundo al que no pertenecía. Sentía que toda la jauría del pueblo la perseguía y la acorralaba. Y, como el brebaje de reencarnación era muy fácil de conseguir, la aterraba tomar agua en su casa. Se decía que algunos reencarnados obligaban a las personas a fabricar el brebaje, y a dejarlo disponible en las casas mezclado con el agua. El engaño había provocado la muerte y el traspaso de muchas personas, incluso niños. Las jaurías de reencarnados aterrorizaban a las pocas personas que quedaban vivas. Había más perros-humanos que gente en el pueblo.

Esmeralda tenía la excusa de lo curativo de la fuente, que había cerca de la iglesia, para ir por agua. Mentía diciendo que le aliviaba el dolor de cintura. Pero su origen, vertiente arriba, le ofrecía cierta seguridad. Dudaba de su marido. Desconfiaba muchísimo de que no siguiera respetando su decisión.

El ruido del agua contra la piedra de la fuente le trajo el ánimo a la cara. Esmeralda ya usaba un bastón para dar los pasos. Inclinada desde la cintura, su cabeza llegaba a pesar tanto, que de vez en cuando paraba la marcha, se reclinaba hacia atrás como podía y enderezaba el cuerpo sosteniéndose la espalda con las manos. Tomaba el aire puro. Su posición quebrada la ahogaba. Y esas respiraciones cortitas que siempre tenía al esforzarse al caminar eran suspiros nerviosos que no la dejaban pensar. Se escuchaba respirar así, y sólo podía maldecir su suerte de haber llegado a vieja, cuando nadie lo hacía. Nadie esperaba ese momento decrépito. Toda la gente huía, adentro de los perros, para no morir. Se escapaban ante el dolor de los primeros achaques. Además, reencarnarse era un símbolo de status. Llegar a viejo era un síntoma de estupidez.

Como era de esperar, se le acercó Helena. Su vecina reencarnada hacía alarde de su raza altanera. Había logrado una mejor versión de sí misma. Antes, una debilucha jorobada y odiosa, mala por donde la vieras. Ahora, una perra de caza, esbelta y ágil. Joven.

Haciendo un paseo para observarla, rodeó a Esmeralda y a la fuente. Movía la cola por la alegría que le daba verla tan achacada.

—¡Llegaste al fin! —dijo Helena—. Te estoy viendo desde hace rato. Creí que te morías antes de llegar. A veces creo que vienes a eso, a morir por la fatiga.

—¡La boca se te haga a un lado! Todavía puedo caminar.

—Siempre fuerte, Esmeralda —dijo Helena tendiendo un manto de mentirosa piedad.

Pero Helena se distrajo de golpe: un perro gigante la olfateaba. Con su nueva pareja se fue ladrando y corriendo.

Esmeralda se sentó en el borde de la fuente y bebió agua fresca. El agua corría escurriéndose entre sus palmas temblorosas. Ese frío en las manos era un placer para sus articulaciones. Estaba vieja; odiosa, decía su marido. Y pensar que había imaginado una vejez rodeada de nietos. Pero nunca había podido ser madre. Ya ni siquiera tenía marido. Ese ovejero mandón no era su marido. ¿Quién era ese?

Quizá si no hubiera perdido a Sara, una perrita que la acompañaba hasta hacía poco, viviría contenta. Pero la pobre Sara dejó de ser Sara, cuando llegó hablando y diciendo que era una vecina de otro pueblo. El azar le había jugado una mala pasada. El destino hizo que esa vez le tocara a la pobre perrita.   

¿Dónde había quedado la Sara que ella conocía? Sara era ahora esa mujer extraña. Era comandada por esa desconocida que la había raptado. Por eso, Esmeralda se repetía una y mil veces que nunca le haría eso a un perro. Y no entendía cómo los perros no se podían defender de esa invasión, ni por qué los perros dejaban que los humanos invadieran sus cuerpos.

Ella los había observado muy bien. Era evidente que los invasores se adaptaban sin problemas, nadie parecía estar incómodo en los cuerpos de los perros. Hablaban con naturalidad, pensaban como antes, sin chistar adquirían los hábitos de los perros. Tenían cachorros, y sus cachorros nacían como perros normales. Más seres para invadir. Hijos que serían recipientes de las mentes de otros perros ya invadidos. Los perros seguían viviendo en otros perros, cuando tomaban la pócima. Esos animales ofrecían cuerpos para una vida eterna.

Esa gente rápidamente había olvidado de su pasado humano. Los perros reencarnados sólo necesitaban conservar la receta de la pócima, y dos manos humanas que se la prepararan. La posibilidad de ser inmortal pasó a ser todo lo que se necesitaba para vivir una vida feliz. Los inmortales todavía conseguían a alguna persona para que ofreciera sus manos para hacer la bendita pócima. Si no, la obligaban.

Esmeralda seguía sentada en la fuente, pensando.

No quería volver a su casa, esa ya no era su casa. Faltaba su marido. Lo había perdido cuando él decidió reencarnar. Sufría imaginándolo preso dentro del perro. O quizás él había encontrado la manera de ser diferente siendo ese perro. ¿Habría querido ser siempre como era ahora? ¿Cuál era el verdadero?

A veces quería tomar el brebaje solo para responder a esas preguntas. Sabía que ella podría contestarlas teniendo la experiencia, pero también sabía que no habría retorno de ese traspaso, de esa ocupación, de esa invasión.

Los reencarnados parecían demasiado adaptados. Pero por suerte también había indecisos, como ella. Muchos se habían decidido por miedo, ante la primera sospecha de una muerte inminente. Los moribundos saltaban a los perros, sin dudar. Y ya en ellos, parecían disfrutar. Hasta se culpaban por no haberse decidido antes.

Los nuevos perros querían ser perros y sabían cómo ser perros. Pero sumaban estrategias de caza y habilidades nuevas. Incluso superaban a los lobos. Ambas especies competían por la misma comida, y dejaban pedazos de cerdos, de vacas, y otros mártires que ofrecían su carne a los nuevos carnívoros de las comarcas.

Esmeralda nunca había sido amante de comer carne. Odiaba tener que matar a una gallina y ni que hablar de un cerdo. Sobrevivía yendo a buscar peras y manzanas a las fincas abandonadas de los vecinos.

El camino de vuelta de la fuente también era un recorrido para recoger frutas. Esmeralda solamente extrañaba la tortilla. Casi no tenía más papas en el galpón. Y no iba a poder sembrar sola y, menos aún, recoger las papas.

Recordó las cosechas que eran fiestas. Todo el pueblo ayudándose unos a los otros. Carros y carros de comida para matar el hambre del invierno. Cuantas veces habían sobrevivido a tortilla, gracias a las gallinas. Ahora no había papas, no había gallinas. No había casi nada.

En ese momento hasta las parcelas frutales eran peligrosas. Algunos vecinos transformados en guardianes por su instinto canino, atacaban a cualquiera que quisiera entrar a su propiedad. Ya sin el gusto por esos manjares, preferían dejar pudrir la fruta, antes de que se la comiera un vecino.

Para recoger las frutas de alguna finca, tenía que ser cuidadosa. Aunque no hubiera nadie en la casa, siempre aparecía un viejo guardián que la echaba. A veces, hasta con una mordida.

Quedaban pocas casas con gente.

Algunos se habían mudado cerca de la iglesia. El estar en lo alto de una loma, les ofrecía una vista panorámica. Un refugio. Otros ocupaban directamente el viejo fuerte abandonado.

Las personas presentían el peligro de ser los pocos seres humanos que quedaban. El miedo los acercaba cada vez más a decidirse por la pócima. Los perros modificados perfilaban para ser la especie dominante.

De paso por la iglesia, Esmeralda quiso visitar a Carmela. Necesitaba hablar con algún ser humano. Carmela se había jurado resistir la pócima, y lo estaba logrando. Devota como pocas, vivía en un infierno permanente intentando mantener en pie la iglesia, cumpliendo su antiguo rol de ayudante de un cura ausente, uno de los primeros transformados.

Hacía sonar la campana, en cada traspaso, avisando al pueblo la muerte del vecino. El pobre difunto ni siquiera tenía su misa de responso. En general sus familiares perros hacían un pozo y lo enterraban por ahí.

Carmela vivía rezando el rosario, temerosa de perder su fe. ¿Cómo era que Dios permitía esos pecados?

—Hola, Carmela —dijo Esmeralda, casi sin aliento por subir la cuesta hasta la iglesia.

Como si no hubiese escuchado el saludo, Carmela siguió con su rezo.

Vestía toda de negro. Tenía una mantilla en la cabeza. Estaba famélica. Piel y hueso.

—¿Cuántas personas quedamos, Esmeralda? —preguntó finalmente.

Dejó el rosario y se levantó del banco de la iglesia con esfuerzo.

—Pocas, Carmela. Casi nadie.

Se santiguó y se inclinó con respeto mirando el altar.

—¿A dónde iremos a parar? Ya nadie se esfuerza por ir al cielo. Dios debe estar muy decepcionado, esto es un castigo. El hombre quiere ser Dios, ser eterno.

—No lo creas, Carmela. La gente sólo le tiene miedo a la muerte.

Las dos mujeres salieron de la iglesia y se sentaron en un banco de piedra a mirar el pueblo desde arriba. Las casas abandonadas, un desierto.

—¿Y esas bestias están vivas? —preguntó Carmela, incrédula—. Esas bestias son personas muertas —se respondió ella misma—. No hay rastros humanos en esas bestias.

—¿Te han atacado? —Esmeralda la miró bien a la cara observando si estaba lastimada.

—Me odian, como me odiaron siempre, y me acorralan. Me tientan con la pócima. Vienen esas perras odiosas a ofrecerme la pócima, casi a diario. Me dicen que estoy vieja y me preguntan quién cuidará de la bendita iglesia cuando me enferme.

Carmela se tomó la cara con las manos. Se secó las lágrimas de bronca.

—No les hagas caso. No son malas. Mi marido también quiere convencerme.

—¡Qué sacrilegio!

Carmela se paró y como si le hablara a un pueblo ausente, abrió los brazos diciendo:

—La fe es lo único que tengo. Creo en Dios. Sé que Él va a escarmentar a estas bestias. Yo voy a morir siendo quien soy.

Se sentó de nuevo temblorosa. Casi sin fuerzas.

—Sabes donde vivo, si te hace falta algo —dijo Esmeralda—. Me voy que tengo un trecho largo de camino.

—¡Cuídate, Esmeralda!

Carmela entró en la iglesia y cerró la puerta. Y ya dentro gritaba sola:

—Mientras yo viva, la iglesia no estará vacía.

Arrastrando los pies un poco más, Esmeralda hizo una rápida parada para comer una pera y siguió camino abajo. Le pareció extraño el silencio. No se escuchaban los ladridos de los perros que quedaban para reencarnar. Sería que ya ni siquiera se quejaban. ¿Estarían desahuciados, como ella, como Camela, como todas las demás personas?

La noche era de los lobos. Aullaban como nunca antes. Esos aullidos parecían canticos eufóricos previos a una batalla, discursos de generales arengando a sus soldados para salir a la guerra.

La gente que duraba un día más se aseguraba un descanso, un refugio en las noches. Los reencarnados y los lobos peleaban esas batallas de caza.

Ya en el pueblo, Esmeralda vio que Paco, su vecino todavía humano, le hacía un gesto para que se acercara. La miraba desde la ventana de su cocina.

Ella se dio cuenta de que la apuraba con una seña, y trató de ayudarse con su bastón para llegar más rápido.

La puerta de la casa estaba abierta. Paco, acorralado por tres perros dormidos. Eran enormes, desconocidos. Parecían lobos.

Esmeralda reculó, pero Paco le hizo un gesto con la cabeza para tranquilizarla. Juntando valor, Paco pasó por entre los perros y, tomándola de la mano, llevó a Esmeralda con él hacia un cuarto contiguo. Cerró la puerta sin hacer ruido y suspiró aliviado.

—¿Qué pasa, Paco?

—No sé quiénes son estos. ¿Los conoces, Esmeralda?

—No, Paco. Nunca los vi.

Paco se acercó a su oreja y en voz bajísima siguió diciendo.

—No me hablaron y no sé quiénes son. Vinieron aquí hoy. Durmieron todo el día.

—¿Serán reencarnados de otro pueblo? —Esmeralda también le habló al oído.

Los animales seguían tranquilos. Paco y Esmeralda se acercaron a la ventana para buscar otra salida.

—¿Qué haremos? ¿Quién quedará vivo en el pueblo? —preguntó Esmeralda.

—Seremos tú, Carmela y yo —dijo Paco—. Y quizás Antonio y Dolores. Pero sus hijos quieren que reencarnen.

—¿Cómo nos puede pasar todo esto, Paco? ¿Dónde están los reyes…, los curas?

—Ahora mandan estas bestias, Esmeralda.

Paco se acercó a ella de nuevo y le preguntó al oído si sabía hacer la pócima.

Esmeralda negó con la cabeza. Pero hizo otro gesto para preguntarle si él sí sabía hacerla. Y Paco afirmó sonriendo.

—Creo que por eso vinieron estos a custodiarme. —Y siguió en voz baja—. La soberbia los hizo estúpidos, Esmeralda. No se dieron cuenta que casi nadie sabe cómo hacer la pócima.

Ella se sorprendió. Se sentó en la única silla del cuarto y pensó en su marido. ¿La habría engañado?

—No puede ser —dijo Esmeralda—. Mi marido reencarnado sabe cómo se hace la pócima. Y es una receta fácil. Muy fácil, según él.

—¡Mentira, Esmeralda! Tu marido te mintió. No es fácil. Y cada vez da menos resultado. Muchos mueren sin reencarnar.

Esmeralda se incorporó. Y se acercó a Paco y, empujándolo con su bastón en alto, preguntó.

—¿Quién te dijo eso?

—Antonio —confesó Paco, alejándose del bastón—. Se lo contó su hijo menor. Los hijos de Antonio están arrepentidos. Ellos fueron de los primeros en reencarnar. Y, como Dolores no quería, Antonio se quedó con ella. Ahora los desvalidos son los hijos. Y el pobre Antonio no debe saber qué hacer. Acaso Dolores se decidió, para proteger a los hijos. Seguramente ya toda la familia reencarnó.

Esmeralda volvió a la ventana. Le llamó la atención ver algunos ojos como luminarias a lo lejos, detrás de la casa. Sin duda había más reencarnados. Estaban acorralados.

—Paco, si sabes hacer la pócima, van a venir a obligarte. ¿Cómo has aprendido? ¿Quién te enseñó?

—Helena, mi esposa —contestó Paco—. Ella misma hizo su pócima y me pidió que la acompañara. Me negué, pero le prometí que me quedaría de este lado para preparársela cuando ella la volviera a necesitar. Nunca más la vi.

—Yo sí —dijo Esmeralda. Enseguida se arrepintió y bajó la cabeza.

—Cuéntame. ¿Qué hablaron? ¿Te preguntó por mí?

Paco se puso contento. Pero su entusiasmo decayó cuando Esmeralda le dijo que Helena parecía estar mejor ahora, que antes de reencarnar.

Y Paco empezó una confesión:

—¿Cómo pueden despertar siendo perros, y no volverse locos? Nunca fui decidido. Siempre fui sumiso, tímido. Pero sé quién soy. Y no soy tonto, como me decía Helena que era. ¡No soy tonto! —Casi gritaba.

Esmeralda lo abrazó.

—Sé como piensas, Paco. Que fuimos cobardes para todo el pueblo. Pero al final de cuentas, ¿quién tenía razón? ¿Quiénes son esas bestias? ¿Dónde está mi marido? ¿Dónde está Helena?

Un golpe en la puerta del cuarto. Escucharon gruñidos.

—Despertaron.

—Estamos perdidos, Paco. Ya estoy cansada. Si nos atacan, morimos hoy. No voy a resistir más.

—Lo logramos —dijo Paco abrazándola. Parecía contento de morir en su ley.

Un perro saltaba afuera, buscando asomarse a la ventana.

Los dos miraron.

—Es ella —dijo Paco—. Helena vino a salvarme.

Sin pensarlo dos veces, abrió la ventana. Él y Esmeralda vieron la jauría. Casi todos los reencarnados del pueblo estaban ahí afuera.

—Paco —dijo Helena—. Necesito que me digas la fórmula. Yo la sabía, pero adentro de este estúpido cuerpo que sólo quiere copular, me la olvidé.

La palabra copular encendió un fuego. Paco se puso rojo. La decepción fue menor que la ira.

—¿Tus amigos mudos vinieron a obligarme? —le preguntó Paco enardecido.

—Esos tres que entraron a nuestra casa son lobos, tonto —dijo Helena—. Y la palabra “tonto” lo enfureció más aún.

Mientras tanto Esmeralda logró divisar a su esposo ovejero. Y el ovejero a ella. También se acercó a la ventana con un reclamo.

—¿Por qué estás aquí con Paco, Esmeralda? —preguntó el ovejero.

Ella no contestó. Cerró la ventana en un acto de valentía.

—Paco, esto termina mal —dijo Esmeralda—. O nos matan los lobos, o nos secuestran los reencarnados.

—Tengo que destruir la pócima que tenía preparada para Helena —dijo Paco muy decidido.

Cuando Paco iba a salir del cuarto, Esmeralda lo tomó del brazo. Esos lobos no iban a dejarlo pasar.

Pero como si Paco dejara de ser sumiso y empezara su etapa valiente, abrió la puerta del cuarto y se enfrentó a los tres lobos.

Esmeralda lo siguió.

Los lobos se dividieron: uno fue detrás de Paco, que caminó hacia el fogón de la cocina; los otros dos siguieron custodiando la puerta de entrada a la casa.

De un cajón cerca del horno, Paco sacó la botella mágica. La apoyó sobre la mesa de roble.

El lobo parecía entender lo que estaba pasando.

—¿Queremos lo mismo? —le dijo Paco. Casi obligando al lobo a tomar partido.

El lobo se acercó a la mesa, sigiloso. Subió de un salto. Miró a Paco y a Esmeralda con astucia y movió la pata con delicadeza. Tiró la botella al piso. Se rompió derramando el líquido por el suelo.

Los dos lobos que custodiaban la entrada volvieron a la cocina y bebieron la pócima. Cayeron muertos. El lobo que quedó vivo hizo un rodeo a los cuerpos.   

Paco y Esmeralda no tuvieron tiempo de asimilar lo que pasaba. Fueron invadidos. Dos personas, ellos mismos, sin proponérselo, ofrecían sus cuerpos a esa esencia animal que quería seguir viviendo.

Una fuerza desconocida —la de los dos lobos recién muertos— llegó hasta Paco y Esmeralda. Los impulsó a erguirse rejuvenecidos, con una visión poderosa y un coraje animado por otro espíritu. Dos seres nuevos.

De todos los poros del cuerpo brotaron pelos. El cabello hasta la cintura. Color castaño, Paco. Color negro, Esmeralda. Ni una cana.

Miradas cómplices.

—Esmeralda, ¿quién soy yo? —dijo Paco.

La pareja sonrió. Después rio. Después aulló.

El lobo que había quedado vivo pasó entre ellos, rozándolos. Como si supiera que dentro de Paco y Esmeralda estaban los lobos recién muertos.

Con fuerza Paco empujó la puerta, y los tres salieron de la casa.  

Abriendo camino, los perros reencarnados se apartaron temerosos.

Paco abrió sus ojos nuevos, para mirar a Helena por última vez.

El cuerpo de Esmeralda se renovaba con cada latido. Esa energía del lobo era puro instinto y sabiduría. Pura naturaleza.

La pareja de lobos reencarnados en Paco y Esmeralda dejó el pueblo. Corrieron hacia el bosque buscando su manada. A lo lejos se escuchaban ladridos. Algunos perros se habían salvado de la invasión.

Paco y Esmeralda ya no hablaban. Aunque podían hacerlo, no era necesario. Había otro lenguaje. Había otro cuerpo para explorar y tiempo para saber quiénes eran ahora, y qué harían con sus nuevos poderes.