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Francotiradora

Morales, Álvaro


Vilma levantó la cabeza durante tan sólo un segundo por sobre la cornisa y examinó la encrucijada. Puso el rifle en el borde aún antes de asomarse. Llegado el momento, no caía en cuestiones místicas, no calculaba el viento, ni tenía idea de las distancias ni las proporciones, tan sólo empleaba algo instintivo, algo que siempre había ignorado pero que de forma inesperada se había despertado en el momento justo. Volvió a levantarse, puso el ojo en la mira y un instante después una bala atravesó la cabeza del más cercano. Esperó a que se desarrollara el movimiento detrás de los autos tumbados en la esquina. El eco reverberó en las cuatro direcciones. Hacía tiempo que el contenido de los tanques de gasolina había sido saqueado. Por lo que cambiar disparo por explosión, táctica que le había servido en ocasiones anteriores, no era una opción. Se arrastró los seis metros hasta la esquina del edificio, se levantó un segundo, y volvió a intentar la difícil tarea de espiar detrás de la esquina en un instante. Grababa la fugaz imagen en su memoria y luego le brindaba el movimiento previsible. Pero tampoco era algo que hiciera en forma premeditada, tan sólo se desenvolvía de una manera pragmática y lógica.


Los que esperaban detrás de los autos volcados se estaban moviendo, pero no sabía cómo. Bien podrían ser tres, y uno estar dando la vuelta a la manzana. Podrían estar buscando al resto de un grupo más grande. Pero como fuera, tendría que salir rápido de ese techo.


Se arrastró boca abajo junto a los ductos de la ventilación. Pegó el oído al piso y escuchó. Podría ser así o no, pero creía que era capaz de escuchar el retumbar del cemento si alguien subía corriendo por las escaleras del edificio vacío. Allí arriba nada se escuchaba. Hacía mucho que las aves habían abandonado lo que quedaba de las ciudades, casi desde el mismo tiempo que el último avión había dejado de volar. El calendario marcaba que dos días atrás había comenzado el invierno, y el aire gris y plomizo se acumulaba sobre la ciudad como un manto de ceniza. Nada se movía en el vacío y denso espacio entre los edificios.


Se extrañó del silencio. El disparo había sido certero; no había sido un torpe cadáver que se le había logrado acercar tanto como para masticarle la yugular, había sido un eco de muerte. Tan inesperado, que con seguridad aún no podrían saber de dónde había venido. A eso se debía el silencio.


Se arrodilló decidida. Con suerte podría dar un rodeo por Yaguarón ahora que la marea estaba baja y que la tormenta de dos noches atrás había barrido los cadáveres de los caserones semi sumergidos. Pero fuera como fuera no abandonaría esa esquina de Yi. Podría haber esperado algo más de tiempo que el grupo siguiera su paso y liberara la esquina, pero su paciencia ya no era la de otros tiempos.


Se aferró al ducto de diez metros hacia el suelo y descendió con agilidad.


Avanzó con recelo por el corredor entre edificios. Allí adelante, a diez metros, un enorme plátano caído había destrozado las rejas del complejo. Se pegó a la pared, siguió avanzando pero a la espera. Entonces otro hombre se asomó a la entrada del corredor. Levantó la vista, y por la mirada, ella notó que no la esperaba ahí. Le disparó dos veces en el pecho. Giró sobre sí misma y comenzó a correr en la dirección contraria. Se arrojó detrás de una pila de escombros, justo a tiempo para escuchar los pasos a la entrada del corredor. Eran dos más. Habían obrado con imprudencia y por eso ya no eran cuatro. Ahora volvían a hacerlo, y avanzaban por el estrecho pasaje como dos cowboys a la salida de un bar. Si ella se hubiera quedado quieta, sólo quedaría uno de ellos. Pero Vilma se había vuelto más precavida, sobre todo desde que un disparo perdido la había dejado renga de la pierna derecha.


Disparó hacia la altura de los edificios y corrió en la otra dirección. Los dos hombres demoraron en responder. Ella alcanzó la salida a Soriano y varios disparos impactaron en los edificios de enfrente. Siguió corriendo hacia la esquina, en la suposición de que esos dos no podían obrar otra vez con una imprudencia suicida y girar la salida del corredor antes de que ella llegara a la esquina. Deberían de pensar que se había acomodado en una posición ventajosa para llevarse a uno más. Huía, sólo ante la suposición de que podría alcanzar su objetivo sin necesidad de matarlos a todos. Si llegaba a la esquina sin ser vista, con seguridad podría perderlos. Ellos podían razonar que había continuado bajando hacia el sur, hacia los caserones que como retorcidos arrecifes se levantaban sobre el mar que se burlaba de esos versos tristes que el tiempo ha sabido versionar: “La calle Durazno, nació a la intemperie; hoy descansa tres metros debajo, cercana la muerte”. Eso era lo más lógico que un rejuntador solitario podía hacer: perderse en ese caserío que como una Venecia en ruinas se alzaba sobre la espuma del nuevo río; segundos y terceros pisos de la vieja ciudad, comunicados por una verdadera red de puentes hechos de tablones y andamios atados con alambres, donde el nuevo mar siempre parecía tan calmo como un estanque, como si lamer el cemento de las calles debajo lo sosegara.


Cosas como esas la llenaban de nostalgia. Podía entender que alguien de veinte años hablara de la isla Ciudad Vieja, o la Isla del Cerro, o la Bahía del Legislativo, desde cuyas ventanas bien podrían unos pescadores tantear suerte en las aguas de la nueva bahía. Pero alguien como ella, de treinta y pocos, que había conocido la ciudad antes del caos, no podía evitar ver en cada nuevo lugar la imagen borrosa del pasado atravesando el confuso repertorio de los recuerdos.


De modo que alcanzó la esquina y la dobló. Allí enfrente estaba el cine porno, whiskería o lo que fuera. Se frenó, miró con atención la fachada y la cruzó con recelo. Hacía un tiempo algunos rejuntadores se había agrupado en su interior. Les había ido al principio bastante bien. Luego, casi de una forma natural, cuando los alimentos comenzaron a escasear o lo que encontraban ya estaba podrido, les había ocurrido lo mismo que a muchas otras comunidades. Vilma lo había visto por doquier. Algunos de sus integrantes habían intentado fundamentar ciertas lógicas antropofágicas. Hoy en día, de eso no quedaba nada, pero a Vilma le traía malos presentimientos. Como la iglesia, o el templo sobre la avenida. Los pastores se habían encerrado dentro cuando se desató lo más crudo del virus. Por supuesto muchos de ellos ya estaban infectados. Meses después se podía escuchar los golpeteos desde el interior de las enormes puertas de vidrio que hacía mucho habían dejado de ser transparentes. Lo cual demostraba, desde su perspectiva, una realidad monstruosa: esos desgraciados habían pasado todo este tiempo alimentándose de ellos mismos.


Vilma pensaba que las proporciones se mantienen mucho tiempo, aun cuando sólo son extrapolaciones de datos que ya no existen. Así, en un mundo ahora despoblado, la proporción de imbéciles era la misma de siempre. De esta forma, en líneas generales, entre la población a los infectados se los llamaba zombis. Ella, en un paso intermedio los llamaba cadáveres, aun sabiendo que no lo eran, y que en realidad estaban peligrosamente vivos.


Recordaba a los cadáveres golpeando desde dentro las puertas del templo, procurando salir para alimentarse. Pero ese no constituía el principal del sus problemas. Ya no se preocupaba de los cadáveres: tenían un ritmo lento debido a la infección que los castigaba. El virus consumía con rapidez sus valores energéticos. El ansia asesina y caníbal era la respuesta a una inusitada exigencia proteica, algo que la ciencia del mundo anterior hubiera podido explicar a la perfección. Lo que a Vilma le preocupaban eran los vivos, como esos dos de ahí atrás, que bien podrían aun esperar en la salida del pasaje victimas de la misma vacilación que demostraron en la esquina anterior cuando asesinó al primero, o podrían estar justo detrás de ella desafiando la paciencia de Dios, o también podrían haberse dado cuenta de la estratagema y retomado sus pasos por el pasaje y ahora estar parapetados y esperándola. Por eso, antes de llegar a la esquina se frenó. Miró hacia atrás, ajustó la mira del rifle y apuntó hacia el chaperío del destrozado frente de una tienda de comidas rápidas en la esquina anterior. Esperó unos segundos. Estaba segura que podía continuar sin tener que matar a más nadie, pero quería asegurarse de que aunque fuera uno de ellos la estuviera siguiendo. Manteniendo ese ritmo de rotación, siempre estarían ellos en una situación más vulnerable. Y aunque sospechaba que esos cuatro muchachos podían ser los mismos que hacía una semana habían saqueado una armería que ella y los suyos codiciaban, y que podía matarlos y seguir sus pasos hacia las preciadas municiones, quedaba un oscuro resto de una especie de espíritu idealista que una vez había creído tener. No había querido enfrentarse a cuatro ladrones; dos parecía mucho más justo. También en un mundo hecho mierda, una vida es una vida.


Al fin y al cabo nadie había sabido nada del fin del virus, con sus olas de cadáveres hambrientos. Sólo los inmunes habían sobrevivido. Pero no se sabía por qué. Y el hijo de un inmune no siempre lo heredaba. Entonces una vez más, como otras tantas olvidadas ocasiones en la historia, cualquier vida se volvía importante.


Luego del virus, como de la nada, el mar había comenzado a crecer. Primero las olas subían el murallón de la rambla; al año siguiente la calzada podía verse en bote, tres metros bajo el mar. Esa crecida había sido paulatina, pero no había implicado fenómenos climáticos excepcionales. Muy por el contrario, fue durante un verano seco y caluroso que el mar se llevó la rambla para siempre. Las noticias, como los aviones, ya no circulaban por el mundo. Los rumores, que son otra cosa, decían que en el norte habían usado armas que habían terminado de ofender a la naturaleza, y que eso había hecho que todo el hielo de los polos se derritiera en el correr de un año.


Vilma se había vuelto muy cuidadosa. Cuando vio al primer hombre asomarse, examinó la subida de la calle y más allá la fachada de lo que había sido un hotel de lujo. Los arcos de la escalera de mármol estaban todos derruidos, pero uno de ellos permitía a alguien allí oculto un pequeño espacio de visión, muy bueno para colocar un rifle. Ella lo sabía, era uno de sus principales puntos de emboscada. Si bien le incomodaba la desértica plaza de la explanada de la Intendencia a una cuadra a sus espaldas, como un descampado yermo y oscuro donde hacía un tiempo quemaban los cuerpos de los infectados, podría allí esperar a los dos caballeros que con necedad la seguían y dejar que se acercaran tanto como para escuchar sus voces antes de matarlos.


Pero giró hacia la izquierda en la esquina y siguió avanzando a buen ritmo. Casi completando la vuelta a la manzana, veía ahí adelante los autos volteados. Sabía por experiencia que al otro lado de la esquina había una ambulancia también dada vuelta. Pasó por encima del cuerpo del rejuntador al que había disparado desde el techo y cruzó por el medio de la calle con el rifle armado. Se detuvo antes de llegar al auto. Sentía un viento que le acariciaba la nuca: si los dos hombres se apuraban, desconociendo una posible emboscada, podría estar en peligro en cualquier momento.


Sabía que había algo inusual detrás del segundo auto. Se asomó con lentitud hasta que lo vio. Otro hombre estaba recostado contra la carrocería. Cuando la vio levantó las manos y soltó lo que podía ser un arma, que hizo un ruido metálico al chocar con la chatarra a su alrededor. Ella le apuntaba al pecho con el rifle. Se había acostumbrado, o sea entrenado, en disparar con precisión a la cabeza, por el tema de eliminar infectados. Pero para un hombre sano igual valdría un disparo en el pecho. Lo observó de arriba abajo. Llevaba la barba larga y poblada y el aspecto general desalineado de los que se habían aislado en la zona rural, más allá de la franja de desborde de los arroyos, que había quedado arruinada por el reflote de los fosfatos de medio siglo de agricultura intensiva, y fundado varias nuevas Repúblicas, disparándole a todo aquél que se asomara por la carretera. Era visible que su pierna derecha estaba quebrada. Tenía ambas manos manchadas de sangre seca.


—¿Cuántos son? —preguntó ella y su voz salió distorsionada por el pañuelo que le cubría casi toda la cara.


—Cinco —respondió el hombre—. Hasta aquí.


—¿Qué buscan?


—Lo mismo que vos. Suministros. Lo que sea.


—Yo no busco suministros. Busco algo mucho más valioso.


—¿Más valioso?


—Ya no son cinco; son tres. Tus dos amigos, ¿son tan estúpidos como para seguirme hasta que decida matarlos?


El hombre la miró confundido.


—¿Qué tan desesperados están?


—Bastante. Nos falta comida. Hicimos lo que pudimos para llegar hasta aquí.


—¿Ustedes saquearon la farmacia la semana pasada?


—Necesitábamos medicamentos —Y señaló la pierna herida.


—Y la armería de San José.


—¿Cómo sabés esas cosas?


—Porque vienen del campo. Están regalados hace rato. Tuvieron suerte, pero son descuidados. Se robaron varias armas de las que no llevaron munición. Ignoraron la colección privada del dueño, del otro lado de la pared falsa forrada de terciopelo. Luego, en vez de volverse para su comunidad, siguieron acá en el Centro. La ciudad fue saqueada hace tiempo. El alimento que pueda quedar en depósitos ya se tuvo que haber perdido. El mar ha comenzado a dar pescado de nuevo. Pero están muy lejos del mar, las cuatro cuadras más largas de la historia. A esta altura de la ciudad, van a morir varias veces antes de llegar al mar.


Volvió unos pasos hacia atrás y miró calle abajo.


—Fueron más prudentes esta vez. Tal vez crean que me parapeté en la fachada del hotel —dijo y le pasó por al lado.


—¿Qué estás buscando?


—Yo busco algo en esa tienda —dijo y señaló calle arriba—. Es muy importante para mí, de modo que podrías convencer a tus amigos para que te carguen fuera de la calle. Si cuando salgo están todos en la esquina, los mataré uno por uno. Si siguen hacia el sur, alguien más, de un modo similar los matará. Aunque parezca contradictorio lo más seguro son las grandes avenidas. Parece que la muerte evita los lugares donde han sucedido las peores matanzas. Incluso otra buena ruta es seguir las viejas vías del tren, si las encuentran del otro lado del agua.


Subió la vereda y se perdió detrás de los restos de la ambulancia volcada.


El hombre se retorció de dolor.


Calle abajo se escucharon las voces de los que venían. El hombre junto al auto se esforzó y se arrastró entre la chatarra en su dirección. Estaba lastimado de seriedad, pero exploraba los efectos asombrosos de la adrenalina.


—¡Esteban, Esteban! —Gritó calle abajo.


—¿Está todo bien? —Le respondieron desde detrás de una volqueta llena de agujeros.


—Rápido, rápido, sáquenme de acá —dijo excitado.


Los dos hombres demoraron en asomarse. Era evidente que esperaban que les volaran la cabeza en cualquier momento.


Vilma apartó el mueble que cubría la entrada de la tienda. Ella misma lo había puesto para proteger el objeto preciado que tantas veces había visto y al que estaba a punto de llegar.


Siempre presurosa, innumerables veces había observado desde el otro lado de las vitrinas, pero nunca había podido detenerse. Ahora llevaba a cabo la última etapa de un plan durante mucho tiempo orquestado que implicaba a la esquina entera. Hasta había previsto la posibilidad de encontrar resistencia, por lo que el encuentro con los rejuntadores no la había sorprendido. Su plan implicaba retorcidas posibilidades. A esa altura de la ciudad, las azoteas y los arboles caídos, así como lo contrario, o sea los que habían crecido sin control, constituían una nueva red de caminos, una que ella conocía a la perfección.


—Es una loca. Nos disparó por las dudas. Cárguenme y sáquenme de aquí.


Los otros dos lo miraron indecisos.


Vilma tomó la caja en sus manos y durante un segundo dudó en abrirla y admirar su carmesí contenido, pero se detuvo. Había aprendido a evaluar siempre las situaciones de riesgo sin apelar a la emotividad. Un segundo era muy valioso en su situación. Guardó la caja en el bolso que llevaba en la espalda y empuñó una vez más el rifle. Ya tendría tiempo de admirárselos puestos, combinados con el vestido rojo y los accesorios de diamantes.


—No me entienden —dijo exaltado—. Nos va a matar si nos encuentra acá afuera. Llévenme hasta la plaza. Dijo que la avenida era segura.


—¿Era una sola persona? ¿Y era una mujer?


—Sí, idiota. Pero lleva un rifle de francotirador y un cinturón de balas en la cintura. Se metió en el cambio o en la zapatería. Nos tenemos que ir antes de que salga.


Y entonces Vilma salió a la vereda.